Tomo una profunda bocanada de aire y entro en el salón. Tengo que colocar los cubiertos y servir el vino en las copas de cristal: he repetido estos gestos miles de veces pero, esta vez, es una ocasión especial. Me uno al baile bien sincronizado de los sirvientes, que traen y retiran los platos a un ritmo constante y que cumplen con todas las exigencias… no sin sentir un ligero temor, claro. Hay muchos estómagos que contentar. Aunque la familia Ravenwood sea famosa por su benevolencia, no me gustaría derramar algo sobre la costosa túnica de una cortesana en las narices del rey Hélon.
El Salón de Recepción se ve todavía más grandioso cuando está vestido de gala. Las alfombras rojas y ocres amortiguan nuestros pasos y la brillante lámpara de araña invita a dejarse el cuello mirándola. Las paredes revestidas de oro se alternan con los espejos que hacen que la estancia se vea más grande todavía y la cubre de una luz dorada espectacular. Se ha dedicado una pared entera a un precioso arreglo hecho con girasoles: pegados los unos a los otros, forman una corneja que vuela en un cielo de flores de color malva. Otra pared sostiene el mapa de Helios más bonito que he visto en mi vida. Empiezo a recorrer la larga mesa del banquete que se extiende como un pasillo hasta el sitio del rey, aposentado en el extremo opuesto.
Con múltiples reverencias, sirvo a los nobles, absortos por apasionadas y alegres conversaciones. La mujer con el pelo color fuego se da cuenta de mi presencia una vez más. El vino fluye de tal forma que no me queda otra que hacer varias idas y vueltas. Cada vez que paso, trato de acercarme un poco más al Tratado, colocado no muy lejos del soberano y vigilado por dos impresionantes generales. Las bandoleras de cuero que portan las relucientes espadas me convencen para que dé unos pasos atrás. Cuando el pergamino comience a brillar, será la hora de firmarlo de nuevo para perpetuar su poder y, así, reiniciar el ciclo anual.
Cuando vuelvo de la cocina, el rey Héldon está de pie frente a su corte con la copa de plata entre sus largos dedos. Los comensales se levantan con las copas en alto y exclaman con una voz sin igual:
—¡Alabado sea Helios!
Arrastro un poco los pies para poder escuchar el principio del discurso que inicia con aire belicoso. El silencio es absoluto, no tintinea ni un cubierto. Da la sensación de que nadie respira. Como si el rey hubiese absorbido todo el aire de la estancia.
—Alzo mi copa en honor a aquellos que comparten mi sangre, mi vida y mi ideología. La sostengo con seguridad ante mí por esta gran familia que es Hélianthe y por mis dos hijos, los herederos del mañana, que son mis más bellos logros. Quiero hacer un brindis para alabar a aquellos que comparten mis fracasos y mis victorias, para agradecer a aquellos que creen en nosotros, quienes inscriben el nombre de los Ravenwood en la historia. Para honrar a mis fieles y leales súbditos. Para homenajear a nuestra gran Armada, que protege las fronteras día tras día. Alzo mi copa para alabar a Helios y la prosperidad que nos otorga. Como muestra de gratitud, para marcar, una vez más, con una piedra blanca ese bendito día en el que mi pueblo y yo nos convertimos en clarividentes. Ese día, cuando decidimos obrar en contra del egoísmo, del elitismo, de la desigualdad y de las viles tentaciones. Bebo en honor a mis detractores, quienes siempre nos cuestionan. Por este momento que se repite cada año. Todos somos creadores de la paz. Una paz que hemos construido juntos, piedra a piedra. Y reservaré el último sorbo para vuestra difunta reina que, a través de este Tratado, sigue velando por el alma de este reino.
Las copas se alzan hacia el techo al unísono y los ojos se dirigen hacia el cielo. Cada invitado bebe el contenido de un trago, justo después del rey Héldon. Salgo del salón de mala gana, para que no parezca que estoy vagueando o que soy demasiado indiscreta, pero vuelvo unos minutos más tarde con el primer pretexto que se me ocurre. El rey está recitando un pasaje del Tratado:
—La magia se desarrolla en sí misma, pero no se conserva. Se comparte. La magia no es una marca de superioridad ni el espejo de nuestra grandeza personal. Al contrario, debe hacernos humildes. No debe suscitar la envidia, sino el respeto. La magia no debe ser un peligro. Debe ser la protectora de todas las almas que pueblan Helios. La magia debe gotear por nuestras venas, pero jamás por las espadas. Repara y da vida. La magia no cava tumbas, es justa y equitativa. No es el peso que inclina la balanza, sino el peso que la equilibra. No existe para valorizar a un único individuo, sino para elevar a todo un pueblo. Es portadora de esperanza. Sirve para convertir nuestras debilidades en fuerza. La magia no es una fractura, sino un vínculo que sublima nuestras diferencias. La magia debe ser modesta y debe practicarse con templanza. Cada pie que atraviese una frontera y pise Helios, ejercerá su poder con prudencia. Recordad siempre que no tener ninguna o poca magia es mejor que tener demasiada, porque el exceso es un caballo galopando que una sola barrera no puede detener, pero que varias pueden conseguir que vaya más despacio. Los límites no existen para someter o castigar, no tenéis las manos atadas, hijos de Helios. Sois libres de hacer de estas Siete Fronteras vuestro asilo y vuestro hogar. Bajo este Tratado, siempre tendréis la opción de partir, pero ya no estaréis bajo mi protección.
No puedo quedarme más tiempo. Mi superior me hace gestos y entiendo que ya no requieren mi servicio. Ya puedo irme a casa. Por un lado, me siento aliviada por poder irme con mi familia para tener una tarde-noche de fiesta (sé que me espera un pequeño festín en casa, así como algunos juegos y una lectura al lado del fuego); por otro lado, me da pena no poder asistir a lo que viene a continuación. Qué se le va a hacer, oiré las campanas desde allá y así sabré que ya se ha firmado el Tratado y que la paz puede seguir su curso habitual. La sirvienta me da un golpecito en el hombro para felicitarme y me murmura un «gloria al Tratado Galicia», antes de salir del Salón de Recepción sin hacer ruido, acompañada de mi carreta.
Según voy avanzando por el pasillo, empiezo a escuchar gritos. Dos lacayos le impiden el paso a Aïdan. Nunca lo había visto tan enfadado: el rostro rojo, desencajado por la furia, y el pelo todo enmarañado. Puedo notar la tensión en su mandíbula. Cada una de sus palabras hace vibrar su pecho. Ya ni siquiera trata de controlar su lenguaje y pienso que, si su padre pudiese oírlo, mi amigo se estaría arriesgando a algo más que una simple bofetada.
Mi corazón quiere intervenir, pero mi cuerpo me dice lo contrario. Puedo ver que los guardias se debaten entre la posición del príncipe y las órdenes del rey. No pueden tocarlo, y eso dificulta la situación. Mientras el príncipe tacha de hipócrita a su padre, empiezo a entender que ha escuchado una parte de su discurso y eso explica su ira (además de que lo hayan dejado fuera de todo esto, por supuesto). Ha debido intentar entrar en el Salón de Recepción.
Su rabia cae tan rápido como la temperatura cuando llega la noche. Ahora, suplica. Jamás lo había visto implorar piedad de esta forma. Ni siquiera con su padre. Debe de estar desesperado. No puede hacer nada, las lanzas de los lacayos siguen cruzadas delante de él. Esta escena me afecta, tengo el corazón encogido… pero ¿qué puedo hacer? Decido huir una vez más, aunque me enfado conmigo misma por estar abandonándolo de esta forma… Pero mi mirada se encuentra con la suya antes de que me dé tiempo a dar media vuelta.
La sangre abandona su rostro y sus ojos se empañan. Es entonces cuando me doy cuenta de mi error. No debo dejarlo solo, ya lo está demasiadas veces. Su forma de despojarse de su soledad es a través de la ira que descarga sobre los demás. Necesita una amiga. Aïdan les da la espalda a los guardias y se pone a correr. Quiero gritar su nombre, pero ahogo mi voz. ¡No puedo gritarle a un príncipe en medio del pasillo! Así que tengo que reaccionar de otra manera. Tras un momento de duda, corro tras él. Me arriesgo a que me atrapen, pero por un amigo vale la pena, ¿no?
—¡Espere, príncipe Aïdan!
Deja de correr, por fin. Me paro ante su espalda recta, sus brazos pegados contra su cuerpo y sus puños cerrados. Sus omóplatos sobresalen bajo su jubón negro y el sudor hace que el pelo de su nuca se vea más oscuro.
—Aïdan.
Me hace una señal para que lo siga, sin mediar palabra. Yo lo hago. Después de una humillación como la que acabo de presenciar, entiendo que no quiera hablar y lo respeto. Hasta yo sé cuándo tengo que mantener la boca cerrada. Lo conozco lo suficiente como para saber que espera al momento adecuado para explotar.
Tras unos minutos, llegamos a un callejón sin salida. Cuando estoy a punto de interrogarlo, me aferra del brazo y corre hacia la pared de piedra, cubierta por un tapiz gigante. Cierro los ojos.
Me preparo para un choque inevitable que nunca llega. Acabamos de atravesar el muro de una sola pieza, pero me toco la nariz una vez más, por si acaso. Estamos en una antesala hexagonal y estrecha. Una luz fuerte brilla bajo el umbral de la puerta. En cada una de las paredes, hay vitrinas que están hasta los topes de grimorios gruesos y viejos, desgastados por el tiempo, de frascos vacíos y de pequeñas herramientas de cobre cuya función desconozco. Algunos de los frascos contienen líquidos de colores inciertos. Además del olor a cerrado, noto un sutil olor agrio que me perturba. Siento cierta familiaridad con este aroma.
—¿Dónde estamos?
—Eso no importa.
Las manos de Aïdan tiemblan como las hojas movidas por el viento. Se masajea las sienes antes de empezar a pasearse por la estancia como una bestia enjaulada, parándose de vez en cuando delante de una vitrina. ¿Qué busca? Me acerco a él con mucha precaución, como si de un animal herido se tratase.
—¿Quieres hablar de lo que acaba de pasar?
Su silencio es tan largo que pienso que ya no me va a responder, pero acaba por soltar:
—¿Por qué no me dijiste que estabas de servicio hoy?
Durante un segundo, no desecho la posibilidad de mentirle, o al menos de encontrar una excusa que pudiese ablandar su enfado, pero mi conciencia toma la delantera y decido ser honesta:
—No quería lastimarte más, ni que te sintieses todavía más humillado.
—¿Todavía más?
—Ayer… escuché por casualidad la discusión con tu padre. No fue intencionadamente. Me encontraba en el sitio equivocado en el peor momento posible. Después de todo eso, no me parecía bien contarte que iba a servir en la Ceremonia del Tratado. E insisto en lo de «servir», porque ha sido todo lo que he hecho. No he tenido tiempo para ver o escuchar nada de nada. No era mi lugar, era más bien el tuyo. Si tuviese el poder de convencer a tu padre, lo habría hecho hace tiempo, tienes que creerme.
Su mirada indignada me lastima. Aïdan se gira para abrir una de las vitrinas. Hurga en su interior, irritado, y saca un frasco en forma de gota, decorado con un ojo de reptil con la pupila hendida. Dentro del frasco hay un líquido verdoso. El tapón de corcho cae a sus pies antes de beberse su contenido de un trago. Es el tratamiento que toma cuando lo ataca la migraña. Arroja por encima del hombro algunos frascos, todavía enteros, que acaban dentro de una mochila que ya está llena de efectos personales, ropa y provisiones. ¿Una mochila de viaje?
—Te voy a decir una cosa. Varias, más bien. No le mientas a tu amigo de la infancia. No le ocultes cosas ni lo dejes de lado. No actúes como si temieses a mis reacciones, como haría cualquier imbécil que no me conoce y que no sabe quién soy.
Me gustaría explicarme y disculparme, pero mi atención se centra en esa mochila y lo que representa.
—Aïdan, ¿a dónde vas?
—A algún lugar donde haya un sitio para mí. Si es que existe, claro.
—¿Abandonas el castillo?
—Me voy de Hélianthe. No tengo nada más que hacer aquí, debería haberme ido hace ya bastante tiempo, pero era demasiado cobarde y débil para tomar esta decisión. Ha llegado la hora de que acabe con el ciclo sin fin de mis tormentos.