Capítulo 10
Harina y confeti

Tan solo necesito unos segundos para ubicar la pequeña carreta de la familia, que se encuentra en lo alto de la calle, lo que me obliga a aparcar mis reflexiones por el momento. Mi madre exclama mi nombre varias veces, haciendo señas. Fuera de su trabajo, la discreción no es su punto fuerte.

Atravesamos las puertas del castillo. Una divertida burbuja envuelve la corte: en el aire se respira entre entusiasmo y disciplina. Se desenrollan las alfombras negras y doradas, se alzan los estandartes y los uniformes están pulidos de tal forma que deslumbran. Los sirvientes están ocupadísimos. La delegación llegará en apenas unas horas. Estoy impaciente por ir a darle la bienvenida desde primera fila pero, por ahora, me espera una mañana movidita.

Había olvidado el caos que se montaba con esta celebración, tanto en las cocinas como fuera. Sobra decir que yo estoy en todo el meollo del evento y que este almuerzo es, cuanto menos, apoteósico. Durante un breve instante, sin duda bajo el efecto de las últimas palabras que me dedicó el maestro Jownah, me pregunto cómo celebrarán la firma del Tratado en el resto del Reino de Helios. ¿Se harán brindis en honor a los Ravenwood? ¿Se acogerán recitales en los templos? ¿Se reproducirá lo que pasa aquí en los teatros? En algún lugar, ¿un panadero horneará el pan en forma de corona de espino? ¿Este día es tan especial en las comarcas independientes como aquí o se las trae al pairo? ¿Se proclamarán discursos belicosos en contra del Tratado?

El trabajo me llama, así que interrumpo mi hilo de preguntas.

Al ver la cantidad de sirvientes que se dirigen a la cocina y el número de bandejas que se están preparando, pienso que voy a encontrarme con una situación caótica… pero es todo lo contrario. A pesar de que el calor es sofocante, los trabajadores se pisotean y el ruido combinado de las cacerolas y las órdenes es ensordecedor… cada uno sabe cuál es su sitio, su menú y su turno. Todo el mundo se activa y el ambiente es alegre. Acostumbrada a trabajar sola, aprecio esta dinámica de grupo. Llegar al límite me resulta hasta emocionante.

Es imposible decir con exactitud el número de pastelitos que he cubierto con glaseado, bajo la atenta mirada de la repostera jefa. No le ha hecho falta llamarme la atención ni una sola vez, sorprendida por mi delicadeza y mi concentración en la ejecución de esta laboriosa tarea: pulir cada pieza con bonitos jaspeados y minúsculos merengues. Bajo presión, mis torpes dedos se transforman en genios de la creación.

De tanto blanquear, arenar, emulsionar, empapar de licor o cubrir de chocolate los pasteles, enharinar los moldes, hacer que reluzca cada fruta que decora las tartaletas… la hora pasa en un abrir y cerrar de ojos. Me mantengo al acecho para ver si escucho la melodía del clarín tres veces, lo que dará inicio a las festividades y a la llegada de los invitados reales. Justo cuando me pongo manos a la obra con otra bandeja que tengo que llenar de pastelitos, mi madre se acerca y se apoya en mi hombro. Me doy la vuelta, pensando que me va a soltar más instrucciones, pero me regala una sonrisa.

—Puedes irte, Arya. Te lo mereces.

Me quita de las manos la bolsa llena de crema pastelera.

—Yo termino esto. Ya está casi todo listo. Después volveré a casa para celebrar este día en familia. ¡Venga, vete! ¡No te pierdas este momento!

Me apresuro a quitarme el delantal sucio y lo cuelgo en uno de los ganchos de la pared. A lo lejos, suena un clarín por primera vez, lo que anuncia la llegada inminente de la procesión. Soy capaz de sentir el fervor de la gente y mi propia emoción. Le doy un beso a mi madre en su mejilla llena de harina y salgo corriendo de la cocina.

—¡No tardes mucho en volver a casa después de tu servicio, hija mía! —me recuerda—. Tenemos unas velas que soplar, no lo olvides.

—¡Prometido!

Atravieso el claustro a toda velocidad. Se me mojan las botas con el agua helada de los charcos, mientras corro en zigzag entre las rocas, los arbustos y los setos podados en forma de topiario. Dejo atrás los estanques con carpas de oro. Tengo que apresurarme para encontrar un buen punto de vista.

Cuando el clarín suena por segunda vez, avanzo hacia la salida y, al pasar, le guiño el ojo a la estatua de Helios. El sol la sumerge en un oro embaucador.

La plaza principal está hasta arriba de gente. El gentío forma una hilera de honor. No me gustan los lugares que están hasta los topes, por miedo a que haya una avalancha humana, pero me siento feliz de ser capaz de ignorar esa preocupación. Como si fuese un topo, me hago un caminito y, gracias a mi pequeño tamaño, consigo situarme delante de la puerta del templo, al lado de un padre que lleva a su hija sobre los hombros. Sus manitas agitan una bandera. Si no me diese vértigo, me habría subido al tejado como hacen algunos, para tener una vista panorámica de esta colorida marea humana. Debe de verse precioso desde las alturas.

El sonido del clarín suena por tercera vez. ¡Justo a tiempo! Se abren las puertas del templo bajo un estruendo de aplausos y gritos de felicidad. Como estaba previsto, no hay ni rastro de Aïdan: me sorprendo a mí misma buscándolo entre el público, para asegurarme de que no se haya escondido por algún sitio, antes de volver a centrarme en el desfile. El rey y sus dos hijos mayores saludan desde lo alto de sus respectivas sillas de mano, cada una de ellas coronada con una corneja. La corona de espino del rey resplandece y los exquisitos atuendos de los príncipes no se quedan atrás.

Siempre impresiona ver al rey Héldon de cerca; carismático, con la barba muy corta, el pelo raso, la piel oscura y la mirada profunda. No tiene arrugas, pero un ínfimo rastro de tristeza traiciona su edad. Abel, su segundo hijo, reluce y sonríe a su pueblo, que observa con sus benévolos ojos grises. Su rostro es muy dulce. En cuanto a Priam, el heredero al trono, mira a la multitud por encima del hombro, con aire aburrido y la espalda muy recta. Posee la misma mirada y las mismas cejas que su padre, lo que contrasta bastante con su mata de pelo rubio.

El séquito lo conforman los allegados del rey, amigos y familia. A la cabeza, los que forman parte de la corte. Es una representación hermosa del linaje Ravenwood. Descubro algo más en ellos, algo que no consigo explicarme.

Entre el gentío, me fijo en una mujer magnífica con una cabellera larga y rojiza, ataviada con un suntuoso vestido esmeralda. Lleva un chal de tafetán que se desliza por sus hombros. Creo que es la prima del rey. Fascinante y misteriosa, agita un abanico a juego con su vestimenta. Nuestras miradas se cruzan y me da la impresión de que me sonríe amablemente con su boca decorada con carmín.

Aparto los ojos de ella para fijarlos en los Siete Generales, desperdigados alrededor de los Ravenwood. Visten su armadura ceremonial, mucho más imponente que la que llevan habitualmente. Sus corazas, estampadas con escudos, llevan una letra «H». Una única línea de color atraviesa sus yelmos. Con las manos cubiertas por guanteletes, sujetan con firmeza sus espadas que apuntan hacia el sol. Parecen estatuas, como esas que puedes encontrar en los pasillos del castillo; guardianes inmóviles que velan para que la ceremonia transcurra sin inconvenientes. En realidad, su presencia es tan solo simbólica. Hélianthe es un remanso de paz que no necesita la constante vigilancia de su Armada. El conjunto de los Siete Generales representa a las Siete Fronteras.

Y, entonces, el Tratado Galicia pasa por delante de mí, protegido por su preciosa vitrina de cristal. Aplaudo con fuerza. Los ciudadanos apoyan solemnemente una mano en sus corazones y murmuran sus plegarias a Helios y a la reina Galicia. Yo misma recito algunas palabras por la protección de Hélianthe y de la familia real. Por culpa del reflejo del sol, no consigo ver el documento desde aquí. Una lluvia de confeti y pétalos amarillos cae sobre nuestras cabezas; resulta imposible distinguir qué es cada cosa.

Los Siete Generales se ponen en movimiento y cierran la marcha. Sus pasos se apagan con los mantos de agua que salpican a los espectadores. La procesión deja a su paso un rastro olfativo sorprendente que activa mi memoria. Decido dar media vuelta antes de que todo el mundo se dirija hacia el castillo para seguir el desfile. A pesar de todas mis emociones, ha llegado la hora de volver al trabajo.

Mi madre ya se ha ido a casa y ahora me toca a mí encargarme de las tareas. Un sirviente me entrega a toda prisa el atuendo que debo usar para el servicio: un delantal inmaculado sin peto y una redecilla que me recoge todo el pelo. Fuera, todo Hélianthe está alegre, se escucha la fanfarria desde aquí. Llegó el momento para los ciudadanos de beber a la salud de Helios, de llenarse la panza y de bailar hasta el amanecer.

La mesa auxiliar se llena de licoreras, bebidas y jarras de vino. La corte y los invitados del rey están a punto de llegar y pronto estarán instalados. Conduzco mi cargamento por los pasillos hasta el salón de recepción. Admiro la belleza y la presencia de las damas y los cortesanos que van pasando, hasta el momento en el que el mismísimo príncipe Abel hace su entrada. Me inclino, como exige el protocolo. Él se para cuando llega a mi altura y le hace una señal a su séquito para que sigan avanzando. El calor me sube a las mejillas. Las pocas veces que me lo he cruzado, me ha parecido muy humano y fácil de abordar. Desprende cierta afabilidad. No le temo, pero no me siento segura con la idea de dirigirle la palabra. Conozco a Aïdan demasiado bien y su estatus de príncipe hace tiempo que ha pasado a un segundo plano, pero los demás príncipes me ponen nerviosa.

Abel, el mimado del pueblo y portavoz predilecto de la Corona, fue enviado como emisario al reino para solucionar los conflictos internos. Es conocido por ser un buen mediador, defensor de causas varias, y por volcarse por el humanitarismo. Aïdan considera que es demasiado blando, demasiado neutro y demasiado sensible, pero yo pienso al revés, que tiene todas las papeletas para ser un buen rey.

Me fuerzo por mantener los ojos en el suelo, pero no lo consigo por mucho tiempo, sobre todo cuando me dice con dulzura:

—¿Te ha convencido Aïdan para que le cuentes todo lo que pase durante el almuerzo?

—¿Disculpe, príncipe Abel?

Su sonrisa me sugiere amistad. La luz que atraviesa las grandes ventanas hace que sus iris se vean casi transparentes, modela los ángulos refinados de su rostro y hace que brille su larga cabellera negra, recogida en una trenza que le llega casi hasta la altura de los riñones. Si el cuerpo fuese la representación del alma, quiero creer que la suya es pura.

—¿No eres tú la hija de la repostera? ¿La que me cruzo a veces con mi hermano pequeño? ¿O acaso me equivoco? Si ese es el caso, te pido perdón por haberte importunado.

—No se equivoca. Y tampoco me importuna.

—¡Oh! —exclama—. Ya veo. No está al tanto de tu presencia. Has hecho bien en no decírselo, en este momento está enfadado y se deja llevar por tonterías. Me preocupa. Mi padre es un poco duro con él porque está tenso y esta época le trae malos recuerdos… y Aïdan solo intenta hacer las cosas bien.

Es extraño: me lo cuenta como si le sentase bien hablarme de ello. Cuando me paro a pensarlo, me doy cuenta de que no debe poder tratar el tema de su hermano muy a menudo.

—Discúlpame, no sé por qué te cuento esto. Debes de tener mucho trabajo, no quería retenerte. Buena suerte, y ¡feliz fiesta del Tratado!

Me inclino de nuevo sin saber qué decir. Antes de irse, exclama con una voz más clara:

—Transmite mis respetos y mis cumplidos a tu madre. Sé que Oyana nos va a deleitar con sus divinos postres una vez más. Dile que el príncipe Abel adora su tarta merengada de limón.

—Creo que ya lo sabe, príncipe Abel.

Sonríe de corazón antes de mirarme con una ternura enternecedora.

—Tú y yo tenemos muchas cosas en común. Quizás, algún día, nuestros mundos se crucen.

Con esas palabras, me deja en el pasillo para alcanzar el Salón de Recepción.

Me temo que nuestra única cosa en común es, y será siempre, Aïdan.