Casi me atraganto con la tostada francesa cuando llegamos a la ciudad y la descubro en su día más festejado. Me he pasado todo el trayecto impacientándome y, al mismo tiempo, tranquilizando a mi madre. Ella duda, a pesar de que nosotros sepamos de sobra que sus dulces serán elogiados y que las ventas en el mercado despegarán todavía más.
Gracias al alboroto que hay en la ciudad, su ansiedad contagiosa disminuye. Aunque es muy temprano por la mañana, las calles abundan de flores, de los balcones cuelgan banderines con los colores de los Ravenwood, las posadas están hasta arriba y la fanfarria ensaya. Una bandada de cornejas planea por el cielo despejado sobrevolando Hélianthe. El rey ha ordenado que se abra su pajarera. Me cruzo con personas que llevan máscaras de pájaros o coronas de espino, con los niños del coro que van disfrazados de girasol y con una Amlette muy emocionada, ataviada con el vestido más bonito que tiene, de un rosa muy llamativo, que no esconde gran cosa de sus generosos pechos.
No hay nada más agradable en Hélianthe que los días de celebración. No me pierdo ni uno desde que soy pequeña, y espero que mi madre mantenga su palabra de dejarme seguir la procesión un rato. Esta última partirá a pie desde el Templo de Helios, donde se conserva el Tratado Galicia, y llegará hasta la corte. Muy a mi pesar, me perderé la llegada de las carrozas y de las diligencias que transportan a los allegados del rey.
El documento oficial, guardado en su vitrina de cristal, avanzará hacia el castillo escoltado por los portadores y los Siete Generales del rey, bajo los vítores, aplausos y cantos de los ciudadanos de Hélianthe. Esta unidad del pueblo es tan bonita de ver. Siempre y cuando nada ni nadie arruine el momento, claro. Ni el pánico de mi madre, ni el pesimismo de Aïdan, ni las reivindicaciones de los manifestantes.
—Arya, voy a acercarme al mercado para asegurarme de que mi amiga se las arregla. Concédete una media hora de calma antes de la tempestad.
¿Está tratando de ponerme a prueba y evaluar mi entrega y motivación?
—¿Estás segura?
—¡Vete antes de que cambie de opinión! ¡Y espero que estés puntual en la cocina, hija mía, si no quieres que te encierre durante un mes en tu habitación sin ningún libro a mano! ¡No toleraré ni un minuto de retraso!
Esta última amenaza se suaviza con una sonrisa, pero yo ya me he escapado…
Después de echarle un vistazo al reloj del campanario, decido hacerle una visita a mi preceptor. No lo he visto desde hace varios días por culpa de los preparativos, y echo de menos su compañía, tan extraña como interesante. Siempre está metido en su librería, como un ermitaño en su cueva.
Llego sana y salva, no sin antes haber ensuciado la parte baja de mi falda al pasar sobre un charco. Restriego las suelas de mis zapatos en el felpudo antes de entrar en la guarida sagrada. Aquí está mi tercera casa después de la cabaña y las cocinas del castillo. El olor característico de los libros, del cuero y del polvo provoca que resurjan en mí unas ligeras emociones y me tranquiliza. En este lugar reinan una calma monástica y el mismísimo caos.
—¿Maestro Jownah?
Una cascada de ruidos y, luego, un traqueteo divertido me saludan. Al cabo de unos minutos, el librero sale de la trastienda, tambaleándose entre los estantes. Desaparece detrás de una columna de libros que me apresuro en colocar.
Este personaje barrigudo y rechoncho me produce mucha ternura. La viva imagen de un viejo sabio, de esos que se encuentran en los libros que él mismo vende o presta. Se le levantan varios mechones de pelo a ambos lados de sus sienes y su cráneo brilla como los zapatos de un hombre con clase. Esconde sus pequeños ojos negros tras unas gafas redondas, y su barba blanca le llega hasta la barriga, cubierta por un largo sayal gris.
—¡Arya! ¡Tengo algo para ti!
Vuelve a desaparecer, trotando. Y regresa con un paquete rectangular que me tiende de inmediato.
—¿Un regalo? ¡Me mima demasiado!
Su mano se menea en el aire, como queriendo decir «Qué va, si no es la gran cosa». Incapaz de resistirme, desgarro el embalaje y lo que descubro me deja patidifusa.
—¡Por Helios! Maestro Jownah, ¡esto es una locura! No sé ni qué decir…
Mis manos intranquilas sostienen una edición limitada de mi cuento fetiche (y el de los gemelos) con la rúbrica certificada de su autor. La encuadernación brilla y huele a viejo; está en un estado impecable, su anterior propietario debía atesorarlo. Mis fosas nasales se intoxican con el olor. El interior contiene ilustraciones, grabados satisfactoriamente finos y anotaciones. La cubierta, decorada con pequeños fragmentos de amatista, me sirve para hacerme una idea de esta obra maestra.
—Con un «gracias» será más que suficiente —sonríe el anciano, entrecerrando sus párpados arrugados—. Feliz cumpleaños.
—¡Mil millones de gracias!
Poso la mano en mi pecho para expresarle toda mi gratitud. Refreno las ganas que tengo de besarle el cráneo, cosa que sería un poco extraña.
—No podía soportar más verte con tu libro raído. Acabarás perdiendo las páginas. Como guardián de los libros, no apruebo tal negligencia.
Incluso teniendo esta edición excepcional y costosa en mi poder, no sería capaz de separarme de mi viejo ejemplar que me regaló el propio maestro Jownah cuando cumplí ocho años. Lo considero un amigo con el que he vivido un montón de cosas. Lleva consigo huellas imborrables y ha marcado numerosas etapas de mi vida. La esquina de una página doblada o quemada, una mancha de caramelo, letras emborronadas por mis lágrimas, garabatos de Lilith, una cita subrayada… Para algunos, este apego puede parecer estúpido y lo entiendo, pero ¿acaso abandonarían a su mejor y más viejo compañero?
Miro mi bolso, que cuelga de mi hombro, preparada para guardar el libro, pero me retracto tras una breve reflexión.
—¿Le importa si lo dejo aquí? Vendré a por él después de mi servicio. No quiero que se estropee, perderlo o que me lo roben. Va a haber mucho movimiento en las cocinas.
El maestro Jownah asiente y me promete que cuidará de la obra hasta que vuelva a por ella. Aprovecho para sentarme en un pequeño banco que está hasta arriba de escritos de todo tipo. Mis nalgas se balancean para no terminar en el suelo, arrastradas por el peso de todo este conocimiento. Me llama la atención un grueso volumen titulado Evanescentes: los escultores de la memoria y los recuerdos, pero me resisto a tocarlo.
—Nunca había visto a alguien que amase tanto las palabras como tú, Arya —dice mi preceptor con un cariño sincero—. Y cuando digo «amar», hablo de un amor de verdad.
—Aparte de usted, querrá decir.
—¡Es diferente! —refuta, volviéndose a colocar los binoculares sobre su nariz chata—. Te observo con detenimiento desde que alcanzaste la edad para leer y para venir a rebuscar en mis estanterías con los dedos llenos de mermelada. Tratas a esos objetos como si fuesen personas. Algunas personas conversan con sus gatos o sus plantas, pero tú hablas con los libros. Siento envidia de ese vínculo tan profundo que mantienes con las palabras.
Lo que me dice me llega directo al corazón. Respeto y admiro a este hombre, tanto como a un abuelo un poco chiflado. Para contener mis emociones, bromeo:
—No le diga eso a nadie o me tomarán por loca.
—Para mí, la locura es una forma de inteligencia.
—¿Podría decirle eso a mi madre?
Las rodillas torcidas del anciano crujen cuando se me acerca. Se sienta donde puede, entre una cómoda que está a rebosar de pergaminos y unas cajas de madera llenas de tinteros. Después me interroga, entre divertido y desaprobador:
—¿Has conseguido colarte en la Biblioteca Real?
Hago una mueca. Me conoce demasiado bien como para poder mentirle.
—Todavía no. Los rumores cuentan que es tan inmensa que se tienen que utilizar escaleras para llegar a los estantes y que hay un fresco en movimiento en el techo que relata las guerras de antaño. Estoy desesperada por conseguir entrar algún día.
—Para ser más preciso, déjame decirte que te alejas bastante de lo que es en realidad, Arya. Esa biblioteca es impresionante, está repleta de archivos centenarios. Es lo suficientemente inmensa como para marear a los más sabios. Hasta el propio príncipe Aïdan ha pasado horas enteras ahí metido, en una esquina, rodeado de manuscritos viejos como…
—¿ … usted?
— … como el mundo.
—¡Cómo le envidio!
—Es normal. Su rango le permite tener acceso a la reserva. Le harán falta varias vidas para leerlo todo.
—No me ayuda a frenar la tentación de cometer un delito. ¡Usted será el responsable!
Él se aclara la garganta, después sacude su dedo índice delante de su nariz con severidad.
—Sé prudente, Arya. Te enfrentarás a serios problemas si te acercas a la Biblioteca Real sin autorización. Incluso si tan solo miras por el agujero de la cerradura. Aunque sepamos de su existencia no vale la pena que perdamos la cabeza por ella.
Replico con audacia:
—¿Solo echar un vistazo, entonces?
El reloj que cuelga de la pared me recuerda mi deber, pero la pregunta de mi maestro me retiene.
—¿Sigues con la práctica de los Glifos?
—¡Claro! Aunque a mis padres les parezca un capricho insólito.
—Lo entiendo, teniendo en cuenta tu propensión a jamás dejar de pensar.
—Aparte del té de hierbas de mi madre, no hay nada mejor para liberar mi cerebro que siempre está en funcionamiento.
—Ya sabes lo que dicen: llevarse el reconcomio a la cama alimenta a los Onirix con el polvo de los malos sueños.
—No me gustaría ser la culpable de que le pagasen poco a un Portador de la Noche. En los últimos días, mis sesiones son cada vez más interesantes y mis trazos muy espontáneos.
—Tu sabio espíritu siempre me sorprenderá. Yo mismo hacía ese ejercicio hace unos años, pero no tenía tanto instinto, paciencia y habilidades para escuchar como tú. Es un arte muy antiguo y profundo, no me extraña que se te dé tan bien. Tienes que cumplir tus sueños, Arya. Es muy honorable y dice mucho de ti que ayudes a tus padres, ellos cuentan contigo como se cuenta con los pilares de una casa para que se mantenga en pie. Pero la vida es demasiado corta y perdemos demasiado tiempo preocupándonos por la felicidad de los demás, sin pensar en la nuestra.
—Mi familia es lo más importante para mí y no puedo ignorarla. Nos mantenemos unidos en la adversidad. Debo ser de utilidad. Entienda que no puedo vivir dignamente de mis fantasías literarias.
—No hago apología del individualismo, Arya, pero a veces es importante ser un poco egoísta. Los arrepentimientos son todavía peores que la vejez y la decrepitud.
—Me encanta la repostería, incluso si no es el oficio de mis sueños. Obtengo algunos beneficios personales gracias a ella, como codearme con la corte o comer dulces hasta hartarme.
—¿Y eso es suficiente? ¿Qué pasa con tu felicidad?
—No me asusta la realidad. Mi día a día es menos glorioso que el de mis personajes favoritos, pero puedo conformarme con pequeños desafíos. Para lo demás, recurro a mi imaginación. Usted siempre ha defendido que los libros constituyen la juventud, al igual que los viajes. ¿Por qué buscaría en otro lugar lo que ya poseo aquí?
—Para alcanzar tus sueños más locos. Tus propios padres no se han ido nunca de Hélianthe, a pesar de que Phinéas aspiraba a encontrar los anticuarios del Fuerte de Cristal o fantaseaba con los árboles únicos del Bosque de Azuriel. ¿Es así como quieres terminar? ¿Tan solo descubrir los lugares fuera de lo común a través de los libros o de las ilustraciones? El mundo no tiene límites, solo los que fijamos nosotros.
—No me hace falta de nada.
—El amor y los bienes materiales no lo son todo, Arya. No eres tonta, pero te falta madurez para tu edad. Te he visto crecer y, como todo polluelo criado durante demasiado tiempo en el calor de un nido, te has olvidado de cómo volar con tus propias alas. La libertad y la pasión son bastante más valiosas que la comodidad. Es el momento de que descubras el mundo que existe fuera de las páginas, que lo veas con tus propios ojos. Vete a vivir las aventuras que se esconden fuera de estos muros. Son como las cubiertas de estos libros, tan solo encierran un resumen de lo que es la vida. El resto te espera y te abre los brazos. Pero, para ello, va a ser necesario que tomes riesgos y que te des un empujón. Despréndete de lo que te retiene. Encuentra tu propia vía, y no solamente la que se te quiere asignar.
Con una sensación extraña en el estómago, dejo a mi preceptor, mientras pienso en sus consejos. Encontrar mi lugar… Sin duda, esa es la orden del día. Cuando pienso en Aïdan, llego a la conclusión de que no tener el lugar adecuado es todavía peor que no tener ninguno.