Capítulo 8
Confidencias nocturnas
Me pongo la bata y salgo sin hacer ruido. Toda la casa duerme, y los ronquidos de mi madre atenúan el sonido de mis pasos al bajar las escaleras. Hago una parada en la cocina, donde robo los restos de un bollo de crema que se me antoja. Después, atravieso el salón y salgo de la casa con mi botín.
Esta noche, la luna ilumina lo suficiente como para que pueda ver a Aïdan situado bajo mi ventana con las manos alrededor de su boca. Sigue imitando el ruido de un petirrojo y luego se inclina para recoger una piedrita. Llamo su atención antes de que la lance contra el cristal.
—¡Estoy aquí!
Gira su cabeza hacia mí y se acerca. El príncipe me arrastra hacia el otro lado de la casa, sin mirarme o saludarme siquiera. Sé de sobra a dónde quiere ir. Desde siempre, nos reunimos en lugares ocultos de los demás. El castillo, por ejemplo, no esconde ningún secreto para él. Se sabe de memoria todos y cada uno de los rincones. Desde que era un renacuajo, su pasatiempo favorito es esconderse, lo que le supuso algún que otro castigo por parte de sus institutrices.
Sé que no dirá nada hasta que empuñe la gran escalera de mi padre, la apoye contra la pared y subamos al tejado, con él presidiendo el camino. Subir cada peldaño es todo un reto. Aïdan insiste en subir más alto, pero el más mínimo movimiento hace que tiemble la escalera. Tengo las manos sudorosas y mis piernas amenazan con ceder. Sin embargo, consigo llegar al tejado sin mayores inconvenientes, y me siento bastante mejor una vez que me siento junto a él. Se echa hacia un lado para dejar un espacio más amplio entre nosotros. Poniendo distancia entre los dos, como siempre. Su dedo índice frota su pulgar con nerviosismo. Algo lo incomoda.
El susurro del viento se cuela entre nosotros. Mis miradas de soslayo no lo animan a contármelo. Aïdan no es demasiado hablador. Una pena, porque me encanta su elocuencia y su inteligencia. Podría escucharlo hablar durante horas. Que sea el maestro del escondite también se puede aplicar a sus sentimientos. Solo él puede decidir si abrirse y desahogarse o no. Para poner fin a este momento incómodo sin tener que forzarlo, le ofrezco el pastel que acabo de robar, un poco aplastado por culpa de mi miedo a las alturas.
—¿Quieres un trocito?
—Claro que no. Ya deberías saber que el azúcar no me ayuda a dormir. Tíralo.
—¿Eres consciente de que desmoralizas a mi madre cada vez que devuelves un plato intacto a la cocina?
—Cómetelo tú, a ver si así engordas un poco.
Hincho las mejillas para mostrarme indiferente ante ese comentario tan feo.
—¡Pues vale, Mi Altísimo Serenísimo!
Aïdan saca de su bolsillo un pañuelo de seda bordado con las iniciales «G. R.». El pañuelo era de su madre; es la única reliquia que no lo abandona. Negándome a ensuciar un bordado tan bonito, me trago el trozo de pastel de un solo bocado, de la forma menos femenina posible, me chupo los dedos y, sin más preámbulos, me los limpio con el camisón.
Aïdan me observa a través de sus largas pestañas con sus iris de un color azul profundo. Su mirada es de lo más desaprobadora. Mi actitud grosera lo deja descolocado, pero sé que se siente agradecido. En privado, no cambio mi comportamiento.
—¿Por qué siempre vienes a verme con esa aura de tener algo importante que decirme, pero nunca llegas a entablar conversación?
Con un gesto despreocupado, se aparta un mechón rebelde que le cae por la frente, y deja al descubierto una cicatriz apenas visible.
—¿Quizá porque vivo para contradecirte?
Frunce el entrecejo. Parece que siempre está enfadado, y a mí me gusta decirle que se relaje o terminará lleno de arrugas antes de lo que le gustaría.
—¿Me toca adivinar de qué humor estás hoy? ¿Insoportable? ¿Deprimido?
—¿Y tú? ¿Cabezota? ¿Avispada?
Acabo cediendo y me inclino con un toque sarcástico:
—Lo que usted desee, príncipe Aïdan.
—Déjate de formalidades.
—¡Sabes de sobra que estoy de broma, aguafiestas! Y tú eres un príncipe, te guste o no.
La luna sobre nuestras cabezas acentúa sus pómulos, ligeramente hundidos, y la palidez de su piel casi parece mármol. Esta luz resalta su mirada, cargada de una intensidad intimidante.
—Es lo que seré toda mi vida, un simple príncipe. Salvo si mi padre decide convertirme en un vulgar soldado.
Mi mirada se dirige hacia su mejilla, como si pudiese ver la marca dejada por la mano del rey. Desvío la mirada, avergonzada por saber ese detalle. Dudo si sacar el tema, al menos para protegerme de sus preguntas, pero él se me adelanta. Su frustración es casi palpable.
—Mi padre me prohíbe asistir a la Ceremonia del Tratado. ¿Por qué mi presencia molesta? ¿Es demasiado pedir que se me incluya en los asuntos familiares? Soy el único Ravenwood vacío de magia, pero mi voz cuenta, ¿no? Excluirme de esta forma me parece hiriente y humillante. No mendigo la corona. Incluso si tuviese el poder de destronar a mi progenitor y a mis hermanos, no querría hacerlo. El rey no me deja pasar ni una. Se muestra más generoso y justo con el pueblo que conmigo.
Desde hace ya cuatro años, cuando alcanzó la mayoría de edad, poder asistir a ese tipo de reuniones se ha vuelto su obsesión. Prefiero no decirle que estaré al servicio del almuerzo. No lo soportaría, aunque vaya a asistir como una simple sirvienta. La más mínima contrariedad podría hacerlo explotar. Trato de calmar su enfado, pero me siento mal por utilizar argumentos tan planos.
—¿Y si tiene miedo de tus ideas por ser demasiado innovadoras? ¿Quizás esté tratando de protegerte? Podría resultarte incómodo estar rodeado de tu familia, que va a hablar de magia durante horas…
Pero él destruye esta defensa.
—Se niega a renovar ese Tratado inservible. Las cosas están cambiando en Helios, pero no lo entiende. O no quiere entenderlo. Como veo las cosas desde un punto de vista más moderno, conozco las fuerzas y las debilidades de esa ley. En Hélianthe, las personas que aclamaban el Tratado están envejeciendo, y las nuevas generaciones están tomando la delantera con una visión y opiniones distintas.
Se detiene, con aire molesto, y me deja con ganas de más. Es un debate que no solemos tener a menudo y su opinión acerca del Tratado me sigue pareciendo un poco ambigua. Qué pena, me estaba cautivando con su repentina elocuencia y su vehemencia sobre el tema.
—¿Qué?
—Nada, no sé por qué estoy hablando de política contigo, no creo que te interese.
—¿Por qué no?
—Vienes de la plebe.
Me quejo ante ese golpe bajo, pero así consigo disipar la vergüenza que siento de repente.
—No seas tan desagradable, príncipe Ravenwood. Cuando solo se tiene un amigo, hay que cuidarlo. Es la base de una relación sana.
—Hago lo que creo correcto. No sabes nada sobre la realeza, solo sobre esas estúpidas novelas en las que te encierras.
Me entran ganas de golpearlo en el hombro, pero me contengo. El contacto físico es un límite entre nosotros. A Aïdan le produce rechazo y a mí no me queda otra que respetarlo.
—¡Te prohíbo que la tomes con mis libros! ¿Cómo es posible que una persona tan erudita como tú odie leer?
—A mí solo me interesan las bases concretas, los hechos históricos o las pruebas científicas. Me documento sobre arqueología y alquimia. Explícame el interés y el beneficio de seguir las aventuras de personas que no existen. Sus acciones no tienen ningún efecto, ni sobre el futuro ni sobre el pasado. ¡Es pura fanfarronería! Prefiero interesarme por la vida real. Tus cuentos de niños no te servirán para nada.
—Eres tú quien lo dice. Entonces… ¿cuál de los dos es el menos tolerante?
Eleva los hombros con un desparpajo elegante. Mis ojos se quedan fijos en el cuello alto de la chaqueta de terciopelo que lleva puesta. Los pespuntes dorados me provocan unas extrañas ganas de seguir su rastro hasta sus pectorales.
—Si nada te impide dormir, ¿por qué desperdicias las noches con esas sandeces? Es algo que no logro entender.
—No es mi culpa que tengas insomnio, Aïdan.
Esa patología lo acompaña desde hace años e influye en su forma de comportarse. El insomnio se convierte en una bola de nervios. A veces, se pone tan enfermo que no puede ni levantarse de la cama y paso semanas enteras sin verlo. Como no soy su sirviente designada ni su señora de la limpieza, no puedo hacer nada más que prepararle una sopa. Y en cuanto a tener novedades sobre él… preguntarles a sus hermanos levantaría sospechas y sus empleados domésticos son muy discretos.
Siendo consciente de mi insensibilidad, sigo con el tema con un poco más de tacto:
—¿Sigues teniendo esas pesadillas?
—Sí, siempre. A pesar de que me obligan a tragar litros y litros de pociones asquerosas, ninguno de esos supuestos remedios funciona —explica—. Debería quemar a todos esos curanderos en la hoguera o colgarlos boca abajo sobre un nido de serpientes.
—¿Ningún médico de la corte ha conseguido darte un diagnóstico?
—Ni siquiera lo intentan. La hipótesis más plausible es que son restos de mi magia que nunca se ha llegado a externar. Paso por fases en las que la enfermedad se manifiesta de manera virulenta y por periodos de remisión.
Una de sus crisis más recientes me marcó. Me encontré con un Aïdan famélico, con la piel amarillenta y los ojos completamente rojos.
—Lo siento.
—Acabas de decir que no eres la culpable de eso.
—Puede que leer alguna novela te ayude a darles algo de color a tus sueños. Cuando era pequeña, mi madre me contaba historias para cazar a los monstruos y a las pesadillas. Quizá también funcione con un adulto.
Sus ojos, de un azul glacial, se dirigen a mí, y me doy cuenta de que acabo de meter la pata.
—No tengo cuatro años, ni tampoco una madre. Tu sentimentalismo es todavía más insoportable que tu ingenuidad.
Aïdan ha construido una muralla inquebrantable alrededor de todo lo relacionado con su madre. No habla sobre ello casi nunca, o con una distancia que roza la impasibilidad. Es arriesgado tocar ese tema. Solo sé que jamás va a visitar su sepultura, situada en la Tierra de los Monarcas, y que no derrama ni una sola lágrima en su memoria. Es un verdadero muro de piedra.
Retrocedo un poquito, para darle la vuelta a la conversación:
—Respecto a la ceremonia, ¿tus hermanos no podrían defenderte? ¿Persuadir a tu padre para que te diera una oportunidad?
Suelta una risa amarga y pesimista.
—Priam jamás se arriesgaría a contradecir a nuestro padre. Aspira a la corona, así que se traga todas sus palabras. Sigue a rajatabla todo lo que dice y hará todo a su imagen y semejanza. No traerá sangre nueva. Él ve en mí lo que mi padre decide que vea. Es un caso perdido.
—¿Y Abel? Él te apoya siempre contra su rudeza. Sé que te quiere, no puedes negarlo.
Aïdan se suaviza un poco ante la mención de su hermano. Aunque se queja, admite:
—No tengo nada en contra de Abel. Es amable. Demasiado. El problema es que lo pisotearán si se pone de mi parte. Además, Abel es el más cercano al pueblo. La gente lo adora. Para él, la paz y la seguridad van de la mano del Tratado… mis convicciones chocan con las suyas.
—En ese caso…
—¡Déjalo ya! De todas formas, jamás he tenido importancia ni tampoco ha habido un lugar para mí. No llego a ser ni un premio de consolación. Debería considerar con seriedad la idea de entrar en la Armada de Helios o incluso integrarme en un grupo de separatistas en alguna de las fronteras. Al menos, así sería útil.
—No digas eso.
—¿No debería culpar al destino o a la mala suerte? Nacer el tercero en una familia y ser el único sin magia, ¿qué podría ser peor?
—¿Nacer con un único ojo o con dos cabezas?
—Muy graciosa, Rosenwald.
Y yo lo pico:
—No seas gruñón. Si lo piensas bien, tu posición es envidiable. Menos carga que llevar sobre los hombros, ningún consejero que te dicte las actas, sin un pueblo al que contentar, complots que frustrar o una paz que proteger. En lugar de tener que aguantar largas procesiones de ciudadanos y quejas tediosas, puedes invertir tu valioso tiempo en cosas bastante más agradables.
—Espero que no estés hablando de ti.
—Posees mucha más libertad que un rey o que tus hermanos. Tienes las ventajas de la nobleza, pero sin presión ni responsabilidades. Una vida casi normal, pero sumándole una gran fortuna. Y archivos únicos. Y la biblioteca más grande de todo Helios…
Comienzo a soñar despierta, pero la mueca que estropea el terso rostro de Aïdan me vuelve a poner los pies sobre la tierra.
—No hay nada peor que la normalidad. Mezclarse con el populacho, vivir con lo justo y necesario. ¿Ser como todos los individuos ordinarios? No, gracias.
—Por eso dije «casi». Ser rey no es un trabajo fácil y tener magia no es un fin en sí mismo. Tienes grandes recursos, muchos conocimientos y una visión diferente del mundo. Es decir que puedes dejar huella en la historia igualmente.
—No quiero dejar huella en la historia, quiero hacer historia.
—Lo harás. Todos nacemos por algún motivo, ¿no? Para lograr algo en este mundo.
—Me has quitado las palabras de la boca.
Su mirada es seria. Algo poco habitual me remueve y me toma desprevenida, como si fuese una semilla que todavía está lejos de florecer. Por primera vez, siento la necesidad de sobrepasar nuestros límites. Puede que esté malinterpretando mis acciones o las suyas, pero el hecho de que la distancia entre nosotros sea cada vez menor me dice lo contrario. A lo lejos, el reloj de la ciudad da doce campanadas.
—¿Por fin he dejado sin palabras a Arya Rosenwald?
—Yo… No, solo estaba pensando.
—¿En qué?
—En que es tu cumpleaños.
Frunce el ceño de nuevo, cosa que me tranquiliza y calma los latidos de mi corazón que no consigo comprender.
—Por favor, ten piedad… Nada de sorpresas o de regalos inútiles.
—No volveré a cometer tal error. Es extraño, cada año por estas fechas, esta impresión regresa.
—¿Qué impresión?
—Que nuestro primer encuentro fue ayer. ¿Te acuerdas?
Molesto, tira de la camisa bordada que sobresale bajo las mangas de su chaqueta.
—Solo me faltaba esto, un arrebato de cursilería y ponernos a abrir el baúl de los recuerdos. Siempre me haces lo mismo.
—No puedo decir nada. Ese recuerdo sella nuestra historia en común, ¡no es cualquier tontería!
—Si me cuentas una vez más esa historia sobre la tarta de ruibarbo…
Ignorando sus pullitas, me evado en mi memoria.
—Debías tener… ¿qué? ¿Nueve años? ¿Y yo siete? Mi madre me había llevado al castillo después del cole. Tú jugabas solo en el jardín con tus caballitos de madera, pero otros niños se estaban metiendo contigo. Ya no recuerdo por qué.
—Simplemente les apetecía burlarse de mí. ¿Mi tez pálida? ¿Mis ojos hundidos o mi delgadez casi enfermiza? Nada ha cambiado, ahora es incluso peor.
—Sobre todo la estupidez y la falta de educación. Uno de ellos te había tirado una piedra a la cara. Sangrabas y llorabas a lágrima viva.
—Y nadie se preocupaba por mí. Mi padre nunca ha tolerado los lloriqueos. Tiene un don para la empatía… En cambio, Abel lloraba todo el rato, pero cuando venía de él no le molestaba. Mientras no se tratase de su hijo frágil y sin talento…
Sus comentarios calan en mí, pero consigo esquivar su negatividad, ya que conozco el final feliz de esta historia.
—La tristeza se apoderó de mi corazón de niña. Me acerqué a ti con un trozo de tarta que todavía estaba calentita.
—¿La tristeza o la compasión?
—Eras tan asustadizo.
—Como un perro acostumbrado a que le den palos. Gracias por recordarme esta anécdota tan alegre.
Suelto un gruñido. Esto parece un diálogo de besugos.
—Te dejaste alimentar y me dijiste en voz bajita: «Gracias, es el mejor cumpleaños de mi vida». Y yo sonreí porque también era el mío. No dejabas de mirarme con los ojos muy abiertos. Y abriste la boca, sorprendido. ¡Parecía que te hubiese contado el secreto más increíble del mundo!
—Qué vergüenza.
—Mi madre nos vio y se encargó de cuidar al pequeño príncipe herido.
—«El pequeño príncipe herido», un título que podría seguir llevando a día de hoy.
Su risa suena apagada. Es verdad, Aïdan ha cambiado mucho con la edad, debido a sus inolvidables crisis de furia y a su obsesión con las responsabilidades que jamás obtendrá. No se puede decir ni una palabra sin que te corte. No hay ni una idea que no contradiga. Pero, tras esa fachada odiosa, yo sigo viendo a ese chico abatido.
—Jamás me habían mirado de esa forma, y jamás me ha vuelto a pasar.
—¿Por qué te miraba de esa forma?
—¿Porque me quieres y tenemos una amistad inquebrantable?
—Tampoco te flipes.
—Pues nunca te pierdes nuestros encuentros.
—Tolero tu compañía, eso es todo.
—¿Te gusta perder al ajedrez y a las cartas?
—Te estás pasando. La verdad es que eres a la única a la que le intereso.
—No lo creo. Eres un chico joven, con buena apariencia e inteligente. Les gustas a las mujeres. Bueno, hasta que se encuentran cara a cara con tu mal genio, claro.
—¿Qué sabrás tú? ¿Ahora te interesa mi vida íntima?
—Que sepas que ya he visto a varias salir de tu suite principesca.
—Tu curiosidad sobrepasa los límites de nuestra amistad.
—Perdón, perdón. Estaba intentando que recuperaras la confianza en ti mismo.
—No te molestes. La sangre de la realeza fluye por mis venas, aprendí sobre cómo tener confianza en mí mismo incluso antes de aprender a respirar.
Eleva hacia el cielo su rostro alargado e imberbe, otorgándome la oportunidad de admirar su perfil, decorado por el pincel blanco de la luna.
—No eres capaz de quedarte callada, sin dar tu opinión acerca de todo. Nuestras opiniones suelen chocar. Somos como juntar las churras con las merinas, pero…
—¡Oye!
—Déjame acabar. Pero tú eres la única que actúa sin falsas intenciones. Eres sincera, no me tratas con delicadeza. En este reino de apariencias y de conveniencias, los nobles o me tratan como una oblación hipócrita, por puro oportunismo, o simplemente me ignoran. Hemos crecido juntos, pero en mundos diferentes. Sin embargo, jamás me has juzgado. Te mantienes fiel a ti misma. Jamás has soportado ver a la gente perderse en la soledad, ¿a que no?
—Puede que sea porque la soledad me inquieta.
—Arya, créeme que no sabes lo que es la verdadera soledad.
—Aïdan, te cedería mi sitio voluntariamente si pudiese hacerlo. Pero sé que serías demasiado orgulloso como para aceptarlo.
—Me conoces demasiado bien.
Tras un largo momento de silencio contemplativo, decidimos que había llegado el momento de irnos a la cama. Me regala su primera sonrisa de verdad, que recibo como una recompensa.
—¿Arya?
Aïdan me entrega un paquete perfectamente redondo y se aleja inmediatamente.
—¿Qué es?
Demasiado inquieta como para esperar su respuesta, retiro el sedoso papel y dejo a la vista una bola de nieve que me apresuro a sacudir para ver cómo caen los copos dorados sobre una reproducción de nuestra hermosa ciudad.
—Un regalo. Para la chica que se contenta con abarcar el mundo entero con un simple pestañeo.