Capítulo 6
Hasta la última mancha
Mi servicio termina al mediodía. Tengo tiempo libre, pero no vuelvo al mercado. Soy consciente de que me estoy perdiendo algunas gangas, pero no estoy de humor para ir a ver antigüedades. El altercado entre Aïdan y el rey está demasiado presente en mi cabeza, sobre todo las palabras tan duras que utilizó el soberano.
Prefiero refugiarme con mi padre, que está en plena faena en su taller. Me quedo unos minutos en el marco de la puerta, observando sus gestos precisos y delicados, su cuerpo grande y delgado inclinado hacia el viejo aparador que restaura desde hace semanas. El granero que rebosa de valiosa madera, los muebles que están en proceso de fabricación y de tratamiento, las herramientas que prefiero no intentar emplear… El sol desaparece tras los recortes que mi madre se apresurará a barrer en cuanto termine la jornada. El olor a serrín y aceite de linaza. Me fijo en una esquina, donde se encuentran las repisas que formarán parte de la estantería que me prometió que construiría. No tengo tantos libros como para una biblioteca entera, pero sí demasiados como para dejarlos por ahí tirados en mi habitación.
Al cabo de un rato, se da cuenta de que estoy aquí y deja de lijar. Su pelo castaño con entradas está lleno de virutas de madera. Mira con curiosidad el reloj de cuco que cuelga en la pared. Después se quita el fular, el delantal y me tiende sus brazos largos y secos.
—¡Mi amor! ¡Ven aquí!
No me hago de rogar. Huele a sudor, característico del final de una larga jornada laboral, pero me da completamente igual. Mi padre se separa de mí, se estira y se empuja las gafas hacia lo alto de su nariz. Sé que me va hacer su pregunta habitual:
—¿Qué tal el día, hija mía? Cuéntamelo todo, desde…
— … el primer dedo que apoyaste en el suelo hasta la última mancha de tu delantal.
Cada noche tenemos este mismo ritual: le cuento sobre mis hallazgos, mis nuevas adquisiciones, el trabajo en el castillo, lo que aprendo con mis preceptores, las intrigas de mis novelas o los logros de mi incansable madre. Le encanta escuchar mi cháchara. Siempre hemos tenido una relación privilegiada, diferente a la que tengo con mi madre. No se abre demasiado, pero nos entendemos. Podemos pasarnos la mayor parte del tiempo sentados el uno al lado del otro sin decirnos nada, simplemente ocupándonos de nuestros respectivos asuntos y saboreando cada momento. A pesar de su calma y discreción, tan solo sentir su presencia me tranquiliza.
Y pensar que Aïdan solo ha tenido como ejemplo a seguir a niñeras severas a las que pagaban para que lo quisieran, a preceptores intransigentes y a un padre distante. Me siento culpable porque él está privado de este amor de la forma más injusta. No es la primera vez que siento esto, pero esta noche el sentimiento es más intenso. ¿No debería estar a su lado en este momento? Me avergüenzo de haberme escapado, pero lo conozco mejor que nadie. Es inútil intentar acercarse a él cuando le dañan el orgullo… odia mostrarse vulnerable. Y no le gustaría nada saber que he presenciado esa escena a sus espaldas.
Mi padre se debe de dar cuenta de mi malestar; sus ojos marrones me interrogan. La palma de su mano se posa en mi mejilla, a modo de invitación para que le cuente qué me pasa. Siempre me he preguntado cómo unas manos tan callosas y toscas pueden confeccionar objetos tan refinados.
—¿Qué pasa, mi niña? Pareces triste.
Le cuento la discusión sin hablar mal de nuestro rey. Le hablo acerca de sus duras palabras, de su frialdad, de su insensibilidad y de la violenta bofetada.
—¿Cómo puede no querer a su propio hijo? ¿Cómo puede renegar de él hasta ese punto? ¿Incluso llegar a odiarlo?
Mi padre me sonríe con dulzura, cosa que no me ayuda a sentirme menos culpable:
—No creo que lo odie, Arya. Solo odia lo que representa. Ve en él sus propios fracasos, el reflejo de su tristeza. Como una cicatriz que le recuerda cada día su peor herida. Conoces la historia de los Ravenwood, ¿verdad?
Mejor que nadie, ya que he escuchado la versión del príncipe. Un problema delicado que es mejor evitar sacar a flote. Se sabe acerca del rencor del rey hacia su hijo menor, pero se lo infravalora. Nadie se imagina hasta qué punto lo repudia… nadie sabe que lo llama «el engendro» desde que estaba en la cuna. ¿Cómo lo va a saber la gente si venera a sus dos hijos primogénitos y muestra el rostro de un rey cariñoso e implicado?
—La reina Galicia falleció en el parto pero, en vez de considerar a ese bebé como el último regalo de su mujer, el rey lo interpretó como una maldición… como un castigo. Y todavía más cuando se dio cuenta de la ausencia de poder mágico en su último hijo. Para el rey Héldon, esta… «tara» es la razón de la muerte de su amada. Le hacía falta encontrar un culpable, y Aïdan era el que le quedaba más a mano para endosarle ese papel.
—Tu visión retoca los hechos, Arya. No te consideraba una persona tan rotunda.
Intento moderar mi rebeldía:
—Lo único que digo es que nuestro soberano solo se preocupa de su reputación y de su grandeza.
—Nuestro rey nunca se ha llegado a recuperar de la pérdida de su esposa. Esa tragedia lo cambió y lo trastornó. Al igual que a Hélianthe, a Helios y hasta a la propia práctica de la magia. El Tratado Galicia nació en ese momento. Es el resultado de un periodo de incertidumbre. Y el vínculo entre el príncipe y su padre también lo es. Es complicado crear una relación sana cuando hay secretos y sufrimiento de por medio, hija mía.
Y más todavía cuando uno duda de su propia legitimidad. Según Aïdan, no hay nada que explique el porqué de su ausencia de poder mágico… aparte de la dolorosa teoría de su bastardía. Pero eso no se lo puedo decir a mi padre.
—¡El príncipe Aïdan no es el responsable de la muerte de su madre!
—Por supuesto que no, pero no todos reaccionamos de la misma forma frente a la tristeza o el duelo, Arya. Algún día no te quedará más remedio que enfrentarte a eso y, entonces, lo comprenderás.
—¡Tendrías que haber escuchado sus palabras, papá! Fue cruel y completamente consciente de lo que decía.
—Nuestro rey lleva una pesada carga sobre sus hombros. Reina en Helios completamente solo. Trata de imaginarte la presión que tiene que soportar para garantizar la paz en todos los pueblos, incluidos los que se sitúan más allá de las fronteras. Tal vez se sentía sobrepasado por la Ceremonia del Tratado. Es un evento importante para nosotros, pero todavía más para él. Puede que el príncipe Aïdan fuese un poco insolente o demasiado insistente en un momento inoportuno. Seguro que no escuchaste la conversación entera. Esas cosas a veces pasan… y descargamos los nervios sobre la primera persona que nos cruzamos. Mira a tu madre, una verdadera furia.
—No es comparable. Mamá jamás me ha hablado ni me ha humillado de esa forma.
—Es verdad, pero según ella el príncipe Aïdan es un joven irascible, arrogante, introvertido y un poco lun…
Lo corto.
—Es lógico, ¿no? ¿Quién no lo sería en su situación? Tiene que estar cansado de ser invisible y de que lo traten como al patito feo de su familia. ¡Creo que tiene razones suficientes para estar enfadado! ¡No paran de alejarlo de los eventos importantes y de las fiestas! ¡No se le deja ningún sitio! ¡Se siente desplazado e incomprendido! Aïdan no escogió nacer enfermo y sin magia. La mayoría de los ciudadanos de Hélianthe no poseen poderes mágicos… ¡y aun así, el rey los trata con respeto y amabilidad!
—No estoy diciendo que esté de acuerdo con cómo lo trata, Arya. Nada justifica que se pegue o se insulte a un hijo. Pero no conocemos el estado de su relación, ni lo que pasa tras las paredes del castillo. No es algo que nos incumba, es algo privado, al igual que debería serlo esta conversación. A veces, las apariencias engañan y las víctimas y los verdugos se pueden confundir con facilidad. Una vez más, no digo que apruebe el comportamiento del rey, pero deberías darle el beneficio de la duda. Una relación es cosa de dos, incluso cuando concierne al rey y a su hijo. Si las cosas se deterioran con el paso del tiempo, quiere decir que el problema viene de ambas partes.
—No estoy de acuerdo. Su relación no es equitativa. Aïdan… El príncipe Aïdan no puede hacer nada contra esa autoridad.
—Hija mía, ¿por qué se te ve tan implicada cuando se trata del príncipe? Nunca te había visto compadecerte de alguien con tanto fervor. Hasta diría que te afecta personalmente…
Abro la boca para protestar, pero la cierro de inmediato. Efectivamente, me afecta personalmente… pero no lo puedo admitir. Mi familia no está al tanto de mi relación con Aïdan. Guardamos en secreto nuestra amistad desde que somos críos, porque sabemos que está fuera de lugar. Nos veíamos en secreto; en el bosque, fuera de las murallas, a menudo por la noche o disfrazados cuando a él le apetecía disfrutar de la ciudad. Nadie entendería el vínculo que une a un príncipe y a una repostera. Sin embargo, creo que los criados y Abel, el hermano de Aïdan, nos han visto alguna vez juntos, pero nunca nadie ha metido las narices ni se lo ha dicho al rey. Tal vez sea porque las relaciones de su hijo no le interesan, pero evitamos correr ese riesgo.
Una vez más, reprimo las ganas de revelar este secreto a mi padre para no romper mi juramento con Aïdan.
—Me hace daño porque me pongo en su lugar. ¿Si esa hubiese sido yo? El retoño desestimado y abandonado por su familia. Es egoísta pensar así, ¿a que sí?
—Arya, tú no estás en su lugar. Y eres de todo menos egoísta, hija mía. Tienes una empatía sin límites. Te conozco como si te hubiese parido.
De nuevo, una sonrisa que transmite ternura. Una que deja ver todas y cada una de sus arrugas, marcadas por el tiempo y el trabajo.
—No todo el mundo tiene la suerte de tener unos padres como vosotros. Ni un hogar que desborda amor. ¿Cómo se puede crecer sin eso? ¿Sin ese sentimiento de seguridad, con un padre y una madre que nos den confianza, que crean en nosotros? ¿Cómo llegar a construirse a sí mismo en un entorno de violencia o indiferencia?
—Ese tipo de personas encuentran alternativas para construir sus cimientos. Un sueño, un amigo, ambiciones y otras formas de amor. Consiguen transformar sus desgracias en una fuerza que los vuelva estables. No conozco al príncipe Aïdan, pero muchos dicen que, más allá de sus defectos, es un joven con espíritu, brillante y maduro. Abierto al mundo y al cambio. Llegará un día en el que el rey abra los ojos, vea el potencial de su hijo y comprenda que la ausencia de magia no impide que se convierta en un hombre prometedor que sirva a los intereses de Helios. Todo esto es una cuestión de reconocimiento, tanto para el uno como para el otro.
En esta ocasión, asiento con la cabeza. Deseo que así sea.
—En vez de compadecerte de él, deberías estar feliz de lo que tú tienes, y rezar cada día a Helios para que consiga salir de esa situación, si eso te sirve de consuelo. Es lo único que puedes hacer. Sentir lástima por alguien jamás ha servido para cambiar su destino. Venga, ven aquí.
Abre sus brazos y no me puedo resistir a la invitación. Un instante después, me aparta gentilmente y me mira de arriba abajo con seriedad. El tono de su voz me sugiere que acaba de tener una revelación.
—Te interesa el príncipe Aïdan, ¿es eso?
—¡Papá! ¡No digas tonterías!
—Las mujeres se enamoran de los príncipes. Es un chico guapo. No tanto como tu padre cuando tenía su edad, pero aun así…
—Eso no es más que un cliché, las mujeres ya no necesitamos a un príncipe. Si te digo la verdad, a mí me van más los aventureros.
Esta conversación tan seria acaba en risas. Mi padre me cuenta anécdotas de sus tiempos, cuando era más guapo que el príncipe Aïdan, y de los bailes populares, hasta que mi madre nos pide (más bien, nos ordena) ir a cenar. El rostro triste de Aïdan sigue incrustado en un rincón de mi cabeza, como la última mancha de mi delantal.