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Addy

París, Francia – Principios de marzo de 1939

No tenía planeado quedarse toda la noche. Su plan era salir del Grand Duc sobre la medianoche y dormir unas horas en la Gare du Nord antes de tomar el tren de vuelta a Toulouse. Ahora —mira su reloj— son casi las seis de la mañana.

Montmartre causa ese efecto en él. Los clubes de jazz y los cabarets, la multitud de parisinos, jóvenes y rebeldes, incapaces de dejar que nada, ni siquiera la amenaza de la guerra, apague su espíritu; resulta embriagador. Se termina el coñac y se levanta, lucha contra la tentación de quedarse para una última copa; seguro que hay un tren nocturno que puede tomar. Pero piensa en la carta que tiene doblada en el bolsillo de su abrigo y se queda sin aliento. Debería marcharse. Agarra su abrigo, la bufanda y el sombrero, se despide de sus compañeros con un adieu y se abre paso entre las mesas del club, todavía medio llenas de clientes que fuman cigarrillos de la marca Gitanes y bailan al ritmo de Time on My Hands de Billie Holiday.

Cuando la puerta se cierra tras él, Addy respira hondo y saborea el aire fresco, puro y frío en sus pulmones. La escarcha de la Rue Pigalle ha empezado a derretirse y la calle de adoquines brilla como un caleidoscopio de grises bajo el cielo de finales del invierno. Sabe que para llegar al tren tendrá que andar deprisa. Se gira y echa un vistazo a su reflejo en la ventana del club, aliviado al ver que el joven que le devuelve la mirada está presentable, a pesar de haber pasado la noche en vela. Está recto, con los pantalones ceñidos a la cintura, los puños bien doblados y arrugados, el pelo oscuro peinado hacia atrás como a él le gusta, ordenado, sin raya. Se rodea el cuello con la bufanda y se dirige a la estación.

Addy supone que en otras partes de la ciudad las calles están tranquilas, desiertas. La mayoría de los escaparates con verjas de hierro no abren hasta el mediodía. Algunos, cuyos dueños han huido al campo, no abren. En los carteles de los escaparates se lee: Fermé indéfiniment. Pero aquí, en Montmartre, el sábado se ha convertido en domingo sin que nadie se dé cuenta y las calles están llenas de artistas, bailarines, músicos y estudiantes. Salen a trompicones de los clubes y cabarets, riéndose y comportándose como si no tuvieran nada de qué preocuparse. Addy hunde la barbilla en el cuello del abrigo mientras camina y levanta la vista justo a tiempo para esquivar a una joven con un vestido de lamé plateado que camina en su dirección con pasos largos.

Excusez-moi, Monsieur. —Sonríe, sonrojada bajo un sombrero de plumas amarillas. Addy hace una semana podría haber entablado conversación con ella.

Bonjour, Mademoiselle. —Inclina la cabeza y continúa su camino.

Cuando Addy dobla la esquina de la Rue Victor Masse, donde ya ha empezado a haber cola fuera de Mitchell’s, la cafetería que abre toda la noche, siente un olorcillo a pollo frito que le revuelve el estómago. A través de la puerta de cristal del restaurante puede ver a los clientes charlando con tazas de café humeante y platos colmados de desayunos americanos. En otra ocasión, se dice a sí mismo, y sigue hacia el este en dirección a la estación.

Cuando Addy saca la carta del bolsillo de su abrigo, el tren apenas ha salido de la terminal. Desde que llegó ayer, la ha leído varias veces y no ha pensado en nada más. Pasa los dedos por encima del remite. Warszawska 14, Radom, Polonia.

Puede imaginarse a su madre a la perfección, sentada ante su escritorio de madera satinada con la pluma en la mano, el sol iluminando la suave curva de su mandíbula. La echa más de menos de lo que nunca imaginó cuando se marchó de Polonia a Francia hace seis años. En ese momento tenía diecinueve años y había pensado mucho en quedarse en Radom, donde estaría cerca de su familia, y donde esperaba poder hacer una carrera musical; llevaba componiendo desde que era un adolescente y no podía imaginar nada más satisfactorio que pasarse el día frente a un teclado escribiendo canciones. Fue su madre quien le instó a solicitar plaza en el prestigioso Institut Polytechnique de Grenoble y quien insistió en que fuese una vez fue aceptado.

«Addy, has nacido para ser ingeniero —decía, recordándole la vez que, a los siete años, había desmontado la radio rota de la familia, había esparcido las piezas por la mesa del comedor y luego la había vuelto a montar como si fuese nueva—. No es tan fácil ganarse la vida con la música —decía—. Sé que es tu pasión. Tienes un don para ello, y debes perseguirlo. Pero primero, Addy, un título».

Addy sabía que su madre tenía razón. Así que se fue para ir a la universidad, con la promesa de que volvería a casa cuando se graduase. Pero, en cuanto dejó atrás el ambiente pueblerino de Radom, se abrió ante él una nueva vida. Cuatro años más tarde, con título en mano, le ofrecieron un trabajo bien remunerado en Toulouse. Tenía amigos en todo el mundo: París, Budapest, Londres, Nueva Orleans. Tenía un nuevo gusto por el arte y la cultura, por el paté de foie gras y la perfección mantecosa de un croissant recién hecho. Tenía una casa propia (aunque diminuta) en el corazón de Toulouse y el lujo de volver a Polonia siempre que quisiera, cosa que hacía al menos dos veces al año, para Rosh Hashaná y para la Pascua Judía. Y tenía sus fines de semana en Montmartre, un barrio tan impregnado de talento musical que no era de extrañar que los lugareños compartieran una copa en el Hot Club con Cole Porter, asistieran a una actuación improvisada de Django Reinhardt en Bricktop’s o, como había hecho el propio Addy, contemplaran asombrados cómo Josephine Baker atravesaba al trote del zorro el escenario de Zelli’s con su guepardo domesticado con collar de diamantes. Addy no podía recordar un momento de su vida en el que se hubiera sentido más inspirado para plasmar notas sobre el papel, tanto que había empezado a preguntarse cómo sería mudarse a Estados Unidos, el hogar de los grandes, la cuna del jazz. Soñaba con que tal vez en Estados Unidos podría probar suerte añadiendo sus propias composiciones al canon contemporáneo. Era tentador, si no supusiera alejarse aún más de su familia.

Al sacar la carta de su madre del sobre, un pequeño escalofrío recorre la espina dorsal de Addy.

Querido Addy:

Gracias por tu carta. A tu padre y a mí nos encantó tu descripción del Palais Garnier. Aquí estamos bien, aunque Genek todavía está furioso por lo de su degradación, y no lo culpo. Halina sigue siendo la misma de siempre, tan impulsiva que a menudo me pregunto si podría explotar. Estamos esperando a que Jakob anuncie su compromiso con Bella, pero ya conoces a tu hermano, ¡no se le puede meter prisa! He estado disfrutando de las tardes que he pasado con la pequeña Felicia. Me muero por que la conozcas, Addy. ¡Le ha empezado a crecer el pelo de color rojo canela! Un día de estos dormirá toda la noche. La pobre Mila está agotada. No dejo de recordarle que se volverá más fácil.

Addy da la vuelta a la carta y se remueve en su asiento. Aquí es donde el tono de su madre se oscurece.

Cariño, tengo que contarte que en el último mes aquí han cambiado algunas cosas. Rotsztajn ha cerrado las puertas de la herrería; difícil de creer después de casi cuarenta años en el negocio. Kosman también ha trasladado a su familia y al negocio de los relojes a Palestina, después de que su tienda sufriera demasiados ataques vandálicos. No estoy contándote estas noticias para preocuparte, Addy, es solo que no me sentía bien ocultándotelas. Lo que me lleva al propósito principal de esta carta: tu padre y yo pensamos que deberías quedarte en Francia para la Pascua Judía y esperar hasta el verano para visitarnos. Te echaremos mucho de menos, pero ahora mismo creemos que es peligroso viajar, sobre todo, a través de las fronteras alemanas. Por favor, Addy, piénsatelo. El hogar es el hogar, aquí estaremos. Mientras tanto, escríbenos cuando puedas. ¿Cómo va la nueva composición?

Con amor,
Mamá

Addy suspira a la vez que intenta dar sentido a todo aquello una vez más. Ha oído hablar de tiendas que cierran, de familias judías que se van a Palestina. Las noticias de su madre no le sorprenden. Lo que le inquieta es su preocupación. Ya había mencionado que las cosas habían empezado a cambiar a su alrededor: se puso furiosa cuando Genek fue despojado de su título de abogado; pero la mayoría de las cartas de Nechuma son alegres y optimistas. El mes pasado, le preguntó si la acompañaría a una representación de Moniusko en el Gran Teatro de Varsovia y le habló de la cena de aniversario que Sol y ella habían disfrutado en Wierzbicki’s, de cómo el propio Wierzbicki los había recibido en la puerta, ofreciéndose a prepararles algo especial, fuera del menú.

Esta carta es distinta. Addy se da cuenta de que su madre tiene miedo.

Sacude la cabeza. En sus veinticinco años de vida, nunca ha visto a Nechuma expresar miedo de ningún tipo. Ni él ni ninguno de sus hermanos y hermanas se han perdido nunca una Pascua Judía juntos en Radom. Para su madre no hay nada más importante que la familia, y ahora le está pidiendo que se quede en Toulouse durante la festividad. Al principio, Addy se había convencido de que estaba demasiado nerviosa. Pero ¿lo estaba?

Mira por la ventanilla la familiar campiña francesa. El sol asoma por detrás de las nubes; los campos se tiñen de sutiles colores primaverales. El mundo parece inofensivo, igual que siempre. Sin embargo, las palabras de advertencia de su madre han alterado su equilibrio, lo han desequilibrado.

Addy cierra los ojos, piensa en la última visita a casa en septiembre y busca alguna pista, algo que pudiera haber pasado por alto. Según recuerda, su padre había jugado su partida semanal de cartas con un grupo de compañeros comerciantes —judíos y polacos— bajo el fresco de águilas blancas del techo de la farmacia Podworski; el padre Król, sacerdote de la iglesia de Santa Bernardina y admirador del virtuosismo de Mila al piano, se había pasado por allí para ofrecer un recital. Para Rosh Hashaná, la cocinera había preparado challah glaseado con miel, y Addy se había quedado escuchando a Benny Goodman, bebiendo Côte de Nuits y echándose unas risas con sus hermanos hasta altas horas de la madrugada. Incluso Jakob, tan reservado como de costumbre, había dejado su cámara y se había unido a la camaradería. Todo parecía relativamente normal.

Y, entonces, a Addy se le queda seca la garganta al considerar un pensamiento: ¿y si las pistas habían estado ahí, pero él no había estado prestando la atención suficiente? O peor aún, ¿y si las hubiera pasado por alto simplemente porque no quería verlas?

Recuerda la esvástica recién pintada en la pared del Jardin Goudouli de Toulouse. El día que oyó a sus jefes en la fábrica de ingeniería cuchichear sobre si debían considerarlo una carga para la empresa; pensaban que no los había oído. Las tiendas cerradas en todo París. Las fotografías en los periódicos franceses de las consecuencias de la Kristallnacht (la Noche de los Cristales Rotos) de noviembre: escaparates destrozados, sinagogas quemadas hasta los cimientos, miles de judíos huyendo de Alemania, llevando consigo en una carretilla lámparas de mesa, patatas y ancianos.

Sin duda, las señales estaban ahí. Pero Addy las había minimizado, les había quitado importancia. Se había dicho a sí mismo que no había nada malo en un pequeño grafiti; que, si perdía su trabajo, encontraría uno nuevo; que los acontecimientos que se desarrollaban en Alemania, aunque eran inquietantes, ocurrían al otro lado de la frontera y los contendrían. Sin embargo, ahora, con la carta de su madre en mano, ve con alarmante claridad las advertencias que había decidido ignorar.

Addy abre los ojos, de repente mareado por un simple pensamiento: Deberías haber vuelto a casa hace meses.

Mete la carta en el sobre y la desliza de nuevo en el bolsillo de su abrigo. Decide que escribirá a su madre. En cuanto llegue a su apartamento de Toulouse. Le dirá que no se preocupe, que volverá a Radom como estaba previsto, que quiere estar con la familia ahora más que nunca. Le hablará de que la nueva composición está progresando bien, y de que está deseando tocarla para ella. Ese pensamiento lo reconforta, ya que se imagina a sí mismo ante las teclas del Steinway de sus padres, con su familia reunida a su alrededor.

Addy vuelve a dejar caer la mirada sobre la plácida campiña. Decide que mañana comprará un billete de tren, preparará su documentación para viajar y hará las maletas. No esperará a la Pascua Judía. Su jefe se enfadará con él por marcharse antes de lo previsto, pero a Addy le da igual. Lo único que importa es que en unos días estará de camino a casa.