Radom, Polonia – 20 de septiembre de 1939
La puerta se abre sin hacer ruido y Mila parpadea en la oscuridad, dándose cuenta de que había olvidado mirar el reloj. Se acerca en silencio a la ventana y, al descorrer la gruesa cortina de damasco, un rayo de luz suave y polvorienta ilumina la habitación. Debe de estar amaneciendo. A través de los barrotes de madera de la cuna de Felicia distingue vagamente el bulto de una silueta. Se acerca de puntillas a la barandilla de la cuna.
Felicia está tumbada de lado, inmóvil, con la cara tapada por el koc rosa que tiene sobre la oreja. Mila se agacha, levanta la pequeña manta de algodón y apoya la palma de la mano en la nuca de Felicia con suavidad, a la espera de una respiración, de un susurro, de cualquier cosa. Mila se pregunta por qué, incluso cuando su hija duerme, le preocupa que le haya ocurrido algo terrible. Por fin, Felicia se mueve unos centímetros, suspira y rueda hacia el otro lado; en cuestión de segundos, vuelve a quedarse quieta. Mila exhala. Sale de la habitación dejando la puerta entreabierta.
Pasa los dedos por la pared y se dirige en silencio a la cocina. Mira el reloj al final del pasillo; falta poco para las seis de la mañana.
—¿Dorota? —dice Mila en voz baja. Casi todas las mañanas se despierta con el silbido de la tetera mientras Dorota prepara el té. Pero aún es temprano. Dorota, que se queda durante la semana en el pequeño cuarto para el servicio junto a la cocina, no suele empezar el día hasta las seis y media. Estará durmiendo.
—¿Dorota? —vuelve a decir Mila; sabe que no debería despertarla, pero no puede quitarse de encima la sensación de que algo va mal. Mila razona que tal vez aún se está adaptando a la sensación de despertarse sin Selim a su lado. Han pasado casi dos semanas desde que su marido, acompañado por Genek, Jakob y Adam, fue enviado a Leópolis para unirse al ejército polaco. Selim prometió que escribiría nada más llegar, pero aún no ha recibido ninguna carta.
Mila sigue las noticias de Leópolis de una forma obsesiva. Por lo que dicen los periódicos, la ciudad está sitiada. Y como si con los alemanes no bastara, hace dos días las radios informaban de que la Unión Soviética se había aliado con la Alemania nazi. Los pactos de paz que habían establecido con Polonia se han roto y ahora se dice que el Ejército Rojo de Stalin se acerca a Leópolis desde el este. Sin duda, muy pronto los polacos se verán obligados a rendirse. En secreto, espera que lo hagan; entonces, tal vez, su marido vuelva a casa.
La primera noche sin Selim en Radom, Mila luchó contra el sueño, porque cuando sucumbió a él, se despertó bañada en sudor frío, temblando de miedo, convencida de que sus sangrientas pesadillas eran reales. Una noche era Selim, la siguiente uno de sus hermanos; sus cuerpos destrozados, sus uniformes empapados de sangre. Mila estaba al borde del colapso cuando Dorota, cuyo hijo también había sido llamado a filas, la rescató de esa espiral de decadencia.
«No pienses así —la regañó una mañana mientras Mila desayunaba después de otra noche agotadora—. Tu marido es médico; no estará en el frente. Y tus hermanos son listos. Se cuidarán los unos a los otros. Sé positiva. Por tu bien y por el suyo —dijo, señalando la habitación de la niña».
—¿Dorota? —repite Mila por tercera vez, enciende la luz de la cocina y ve que la tetera está fría. Llama a la puerta de Dorota con suavidad. Pero el golpeteo de sus nudillos contra la madera es respondido con silencio. Gira la manilla, abre la puerta de un empujón y echa un vistazo al interior.
La habitación está vacía. Las sábanas y la manta de Dorota están dobladas y apiladas a los pies de la cama. Un clavo solitario sobresale de la pared del fondo, donde antes colgaba un crucifijo biselado, y las pequeñas estanterías que Selim había instalado están vacías, excepto una, en la que hay un trozo de papel doblado por la mitad y colocado en forma de tienda de campaña. Mila apoya una mano en la puerta, de repente le tiemblan las piernas. Al cabo de un minuto, se obliga a tomar la nota y a desdoblarla. Dorota le ha dejado dos palabras: Przykro mi. «Lo siento».
Mila se lleva una mano a la boca.
—¿Qué has hecho? —susurra, como si Dorota estuviera a su lado, envuelta en su delantal manchado de comida, con el pelo plateado recogido en un moño con forma de alfiletero. Mila había oído rumores de otras criadas que se habían marchado (algunas para huir del país antes de que cayera en manos de los alemanes, otras simplemente porque las familias para las que trabajaban eran judías), pero no había considerado la posibilidad de que Dorota la abandonase. Selim le pagaba bien, y parecía genuinamente feliz con su trabajo. Nunca había habido un cruce de palabras entre ellas. Y adoraba a Felicia. Pero por encima de todo eso, estaba el hecho de que, en los últimos diez meses, mientras Mila lidiaba con su nueva maternidad, Dorota se había convertido en algo más que una criada para ella: se había convertido en una confidente, una amiga.
Cuando Mila se sienta con lentitud, el colchón de Dorota gime debajo de ella. Se pregunta: Pero ¿qué voy a hacer sin ti?, a la vez que poco a poco sus ojos se llenan de lágrimas. Radom es un caos; ahora más que nunca necesita una aliada. Apoya las palmas de las manos sobre las rodillas y baja la barbilla, sintiendo el peso de la cabeza que le tira de los músculos entre los omóplatos. Primero Selim, sus hermanos, Adam, ahora Dorota. Se han ido. Una semilla de pánico brota en algún lugar profundo de sus entrañas y su pulso se acelera. ¿Cómo se las arreglará sola? Los hombres de la Wehrmacht han demostrado ser unos brutos, y no han dado señales de irse pronto. Han profanado la hermosa sinagoga de ladrillo de la calle Podwalna, la han saqueado y la han convertido en un establo; han cerrado todas las escuelas judías; han congelado las cuentas bancarias de los judíos y han prohibido a los polacos hacer negocios con judíos. Todos los días boicotean otra tienda: primero fue la panadería de Friedman, luego la juguetería de Bergman y después la zapatería de Fogelman. Mire donde mire, hay enormes pancartas rojas con la esvástica; carteles que dicen: El judaísmo es delincuencia con horribles caricaturas de judíos con nariz de tucán; ventanas pintadas con la misma palabra de cuatro letras, como si Jude fuera una especie de maldición y no parte de la identidad de una persona. Parte de su identidad. Antes, se habría llamado a sí misma madre, esposa, pianista profesional. Pero ahora no es más que una simple Jude. Ya no puede salir sin ver a alguien ser acosado por la calle, o sacado de su casa y robado y golpeado, sin motivo aparente. Cosas que había dado por sentadas, como ir al parque con Felicia en brazos o salir de casa, ya no son seguras. Últimamente ha sido Dorota la que se ha aventurado a buscar comida y provisiones, ha sido Dorota la que ha ido a buscar su correspondencia a la oficina de correos, ha sido Dorota la que ha entregado notas y las ha traído de casa de sus padres en la calle Warszawska.
Mila mira fijamente al suelo, escuchando el débil tictac del reloj del pasillo, el sonido de los segundos pasar. Dentro de tres días será Yom Kippur. No es que importe: los alemanes han lanzado octavillas por toda la ciudad con una orden que prohíbe a los judíos celebrar servicios religiosos. Lo mismo habían hecho en Rosh Hashaná, aunque Mila había hecho caso omiso del mandato y se había escabullido de noche a casa de sus padres; más tarde se arrepintió cuando oyó historias de otros que habían hecho lo mismo y habían sido descubiertos: a un hombre de la edad de su padre lo hicieron correr por el centro de la ciudad llevando una piedra pesada sobre la cabeza; a otros los obligaron a transportar somieres de metal de una punta a otra de la ciudad mientras los azotaban con porras de un metro de largo; a un joven lo pisotearon hasta la muerte. Mila había decidido que en este Yom Kippur, Felicia y ella expiarían sus culpas en la seguridad de su apartamento, a solas.
¿Y ahora qué? Las lágrimas se derraman por sus mejillas. Solloza en silencio, demasiado paralizada para limpiarse los ojos o la nariz. Mira alrededor de la habitación vacía, sabe que debería estar furiosa: Dorota la ha abandonado. Pero no está enfadada. Está aterrorizada. Ha perdido a la única persona en la que podía confiar. Una persona que parecía entender mucho mejor que ella cómo cuidar de su hija. Mila desearía poder preguntarle a Selim qué hacer. Después de todo, fue Selim quien insistió en que contrataran a Dorota cuando Felicia era una recién nacida y Mila estaba desesperada. Al principio, Mila se había resistido, su orgullo era demasiado grande como para aceptar que una extraña la ayudara a criar a su hija, pero al final Selim había estado en lo cierto: Dorota fue su salvadora. Y ahora Mila vuelve a estar en crisis, pero sin la mano firme de su marido para guiarla. La realidad de su situación la invade con rapidez y Mila se estremece: ahora su seguridad, y con ella la de Felicia, está en sus manos.
La bilis le sube por la garganta y puede saborearla, fuerte y agria. Se le contrae el estómago cuando un par de imágenes pasan ante ella: la primera, una foto que había visto en el periódico Tribune, tomada poco después de la caída de Checoslovaquia, de una mujer morava llorando, con un brazo levantado en señal de saludo nazi; la segunda, una escena de una de sus pesadillas: un soldado vestido de verde le arranca a Felicia de los brazos. Dios mío, por favor, no dejes que me la quiten. Mila tiene arcadas. Su vómito cae sobre el linóleo que hay entre sus pies formando una mancha húmeda. Cierra los ojos y tose, luchando contra otra oleada de náuseas y, con ella, una punzada de arrepentimiento. ¿En qué estabas pensando al tener tanta prisa por formar una familia? Selim y ella llevaban casados menos de tres meses cuando descubrieron que estaba embarazada. Estaba tan segura de sí misma que no había nada que deseara más que tener un hijo. Muchos hijos. Una orquesta de niños, solía bromear. Felicia era una niña muy quisquillosa y la maternidad le costó mucho más de lo que esperaba. Y ahora la guerra. Si hubiera sabido que, antes del primer cumpleaños de Felicia, Polonia podría haber dejado de existir… le vuelven a dar arcadas, y en ese horrible y nocivo momento sabe lo que tiene que hacer. Sus padres le habían pedido que volviera a la calle Warszawska cuando Selim se marchó a Leópolis. Pero Mila había optado por quedarse. Ahora, este apartamento era su hogar. Y, además, no quería ser una carga. Se dijo que la guerra terminaría pronto. Selim volvería y continuarían donde lo habían dejado. Se había dicho que Felicia y ella podían arreglárselas solas, y, además, tenía a Dorota. Pero ahora…
El llanto de Felicia rompe el silencio y Mila da un respingo. Se limpia la boca con la manga de la bata, se guarda la nota de Dorota en el bolsillo y se levanta, agarrándose a la pared para estabilizarse cuando la habitación empieza a dar vueltas. Respira, Mila. Decide que ya se limpiará más tarde y pasa con cuidado sobre el charco del suelo. En la cocina se enjuaga la boca y se salpica la cara con agua fría.
—¡Ya voy, cariño!
Felicia vuelve a gemir.
Felicia está de pie junto a la barandilla de la cuna, agarrada con fuerza y con ambas manos, con el koc en el suelo. Cuando ve a su madre, sonríe con alegría y muestra cuatro dientes pequeños, dos en la encía superior y dos en la inferior.
Los hombros de Mila se relajan.
—Buenos días, cielo —susurra, le da la manta a Felicia y la levanta de la cuna. Hace dos meses, cuando Mila le quitó el pecho, Felicia había empezado a dormir toda la noche. Felicia era una bebé más feliz y Mila ya no se sentía como si estuviera al borde de un ataque de nervios. Felicia rodea el cuello de su madre con los brazos y Mila saborea el peso de la mejilla de su hija, cálida contra su pecho. Se recuerda a sí misma que esto es en lo que estaba pensando. En esto.
—Te tengo —susurra, con una mano en la espalda de Felicia.
Felicia levanta la cabeza, se vuelve hacia la ventana y señala con el índice.
—¿Eh? —entona, el sonido que hace cuando siente curiosidad por algo.
Mila sigue su mirada.
—Tam —dice—. ¿Afuera?
—Ta —imita Felicia.
Mila se acerca a la ventana y juega a señalar todo lo que ve: cuatro palomas moteadas, posadas junto a una chimenea; el globo blanco y opaco de una farola; al otro lado, tres portales de piedra arqueados y, sobre ellos, tres grandes balcones de hierro forjado; un par de caballos tirando de un carruaje. Mila ignora la cruz gamada que cuelga de una ventana abierta, los escaparates pintados, el letrero de la calle recién pintado (ya no vive en Zeromskiego, sino en Reichsstrasse). Mientras Felicia observa a los caballos pasar por debajo de ella, Mila le da besos en la parte superior de la frente, dejando que el pelo canela de su hija, el poco que tiene, le haga cosquillas en la nariz.
—Tu papá te echa mucho de menos —susurra, pensando en cómo Selim hacía reír a Felicia metiéndole la nariz en la barriga, fingiendo estornudar—. Pronto volverá a casa con nosotras. Hasta entonces, estamos tú y yo —añade, tratando de ignorar el sabor de la bilis, todavía vivo en su garganta cuando asimila la enormidad de la situación. Felicia la mira con los ojos muy abiertos, casi como si lo entendiera, luego se acerca el koc a la oreja y vuelve a apoyar la mejilla en el pecho de Mila.
Más tarde, Mila decide que preparará una bolsa con algo de ropa y su cepillo de dientes, el koc de Felicia y una pila de pañales, y recorrerá las seis manzanas que la separan de la casa de sus padres, en el nº 14 de Warszawska. Ha llegado la hora.