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Bella

Radom, Polonia – 7 de septiembre de 1939

Bella está sentada, con las rodillas pegadas al pecho y un pañuelo en el puño. Apenas distingue la silueta cuadrada de una maleta de cuero junto a la puerta de su habitación. Jakob está sentado en el borde de la cama, a sus pies, y el aire frío de la noche sigue pegado al tweed de su abrigo. Se pregunta si sus padres le habrán oído subir las escaleras del segundo piso de puntillas por el pasillo hasta su habitación. Hacía años que le había dado a Jakob una llave de casa para que la visitase cuando quisiera, pero nunca se había atrevido a venir a estas horas. Mete los dedos de los pies entre el colchón y el muslo de él.

—Nos envían a Leópolis para luchar —dice Jakob, sin aliento—. Si pasa algo, nos vemos allí. —Bella busca el rostro de Jakob entre las sombras, pero solo ve el contorno ovalado de su mandíbula y el blanco de sus ojos.

—Leópolis —susurra y asiente. Anna, la hermana pequeña de Bella, y su nuevo marido, Daniel, viven en Leópolis, una ciudad a trescientos cincuenta kilómetros al sureste de Radom. Anna le había rogado a Bella que considerara la posibilidad de mudarse cerca de ella, pero Bella sabía que no podía dejar a Jakob. Desde que se conocieron, hace ocho años, nunca han vivido a más de cuatrocientos metros de distancia.

Jakob le toma las manos y entrelaza sus dedos con los de ella. Se los lleva a la boca y los besa. A Bella el gesto le recuerda al día en que le dijo por primera vez que la quería. Se habían agarrado de las manos, con los dedos entrelazados, sentados uno frente al otro en una manta extendida sobre la hierba del parque Kościuszki. Tenía dieciséis años.

«Eres tú, preciosa —había dicho Jakob en voz baja». Sus palabras fueron tan puras, la expresión de sus ojos color avellana tan inocente, que a ella le entraron ganas de llorar, aunque entonces se había preguntado qué creería saber un chico tan joven sobre el amor. Hoy, a los veintidós años, no hay nada de lo que esté más segura. Jakob es el hombre con el que pasará su vida. Y ahora se va de Radom, sin ella.

El reloj de la esquina da una sola campanada y Jakob y ella se estremecen, como picados por un par de avispas invisibles.

—¿Cómo… cómo vas a ir hasta allí? —Habla en voz baja. Teme que, si levanta la voz, se quiebre y se le escape el sollozo que le brota de la garganta.

—Nos han citado en la estación a la una y cuarto —dice Jakob, mira hacia la puerta y le suelta las manos. Le pone las palmas sobre las rodillas. Su tacto es fresco a través del algodón del camisón—. Tengo que irme. —Apoya el pecho en sus espinillas y la frente en la de ella—. Te quiero. —Respira, las puntas de sus narices se tocan—. Más que a nada. —Cierra los ojos mientras él la besa. Se acaba demasiado rápido. Cuando abre los ojos, Jakob se ha ido, y tiene las mejillas húmedas.

Bella se levanta de la cama y se acerca a la ventana, el suelo de madera está frío y liso bajo sus pies descalzos. Descorre un poco la cortina y mira hacia el Boulevard Witolda, dos pisos más abajo, busca algún signo de vida, el parpadeo de una linterna, cualquier cosa, pero la ciudad lleva semanas a oscuras; incluso las farolas están apagadas. No ve nada. Es como si estuviera mirando a un abismo. Abre la ventana para escuchar pasos, el lejano zumbido de un bombardero alemán. Pero la calle, igual que el cielo, está vacía. El silencio es pesado.

En una semana han pasado muchas cosas. Haces seis días, el 1 de septiembre, los alemanes invadieron Polonia. Al día siguiente, antes del amanecer, empezaron a caer bombas en las afueras de Radom. La pista de aterrizaje improvisada fue destruida, junto con muchas curtidurías y fábricas de calzado. Su padre había tapiado las ventanas y se habían refugiado en el sótano. Cuando cesaron las explosiones, los habitantes de Radom cavaron trincheras —polacos y judíos hombro con hombro— en un último intento por defender la ciudad. Pero las trincheras fueron inútiles. Bella y sus padres tuvieron que volver a esconderse mientras caían más bombas, esta vez a plena luz del día, lanzadas por aviones Stuka y Heinkel que volaban bajo, sobre todo en el casco antiguo, a unos cincuenta metros del piso de Bella. El ataque aéreo se prolongó durante días, hasta que la ciudad de Kielce, a sesenta y cinco kilómetros al suroeste de Radom, fue conquistada. Fue entonces cuando corrió el rumor de que pronto llegaría la Wehrmacht, una de las fuerzas armadas del Tercer Reich, y cuando las radios empezaron a emitir avisos desde las esquinas, ordenando a los jóvenes que se alistaran. Miles de hombres salieron de Radom a toda prisa hacia el este para alistarse en el ejército polaco, con el corazón lleno de patriotismo e incertidumbre.

Bella se imagina a Jakob, Genek, Selim y Adam pasando por delante de las tiendas de ropa y las fundidoras de hierro de la ciudad, caminando en silencio hacia la estación de tren, que de alguna manera se había salvado de los bombardeos, con unas pocas pertenencias escondidas en sus maletas. Según Jakob, en Leópolis los esperaba una división de la infantería polaca. Pero ¿sería cierto? ¿Por qué Polonia había esperado tanto para movilizar a sus hombres? Ha pasado solo una semana desde la invasión y los informes ya son desalentadores: el ejército de Hitler es demasiado grande, se mueve demasiado rápido, los polacos son superados en número por más de dos a uno. Gran Bretaña y Francia han prometido ayudar, pero hasta ahora Polonia no ha visto ninguna señal de apoyo militar.

A Bella se le revuelve el estómago. Esto no tenía que haber pasado. Ellos ya deberían estar en Francia. Ese era su plan, mudarse en cuanto Jakob terminase la escuela de derecho. Él encontraría un puesto en una empresa en París, o en Toulouse, cerca de Addy; trabajaría como fotógrafo, igual que su hermano componía música en su tiempo libre. Jakob y a ella habían quedado encantados con las historias de Addy sobre Francia y sus libertades. Allí se casarían y formarían una familia. Si tan solo hubieran tenido la previsión de irse antes de que viajar a Francia fuera demasiado peligroso, antes de que dejar atrás a sus familias fuera demasiado angustioso. Bella intenta imaginarse a Jakob con los dedos alrededor de la culata de madera de un fusil de asalto. ¿Podría disparar a un hombre? Se da cuenta de que es imposible. Es Jakob. No está hecho para la guerra; no hay una gota de sangre hostil en su cuerpo. El único gatillo que puede apretar es el de su cámara.

Desliza la ventana con cuidado para cerrarla. Deja que los chicos lleguen sanos y salvos a Leópolis, reza una y otra vez, mirando fijamente la negrura aterciopelada que se extiende debajo.

Tres semanas después, Bella está estirada en un estrecho banco de madera que recorre la longitud de un carro tirado por caballos, agotada pero incapaz de dormir. ¿Qué hora es? Diría que primera hora de la tarde. Bajo la lona del carro no hay luz suficiente para ver las manecillas de su reloj de pulsera. Incluso fuera es casi imposible saberlo. Cuando deja de llover, el cielo, cubierto por nubes, permanece gris plomo. Bella no tiene ni idea de cómo se las arregla su conductor delante, expuesto a ese clima durante tantas horas. Ayer llovió tanto y tan fuerte que la carretera desapareció bajo un río de barro, y los caballos tuvieron que forcejear para mantener el equilibrio. El carro estuvo a punto de volcar dos veces.

Bella cuenta los días contando los huevos que quedan en la cesta de provisiones. Empezaron su viaje en Radom con una docena, y esta mañana les queda solo el último, es decir, es 29 de septiembre. Normalmente, ir en carreta hasta Leópolis llevaría como mucho una semana. Pero con la incesante lluvia, el camino ha sido arduo. Dentro del carro el aire es húmedo y huele a moho; Bella se ha acostumbrado a la sensación de tener la piel pegajosa y la ropa siempre húmeda.

Escuchando el crujido del vagón debajo de ella, cierra los ojos y piensa en Jakob, recordando la noche en que vino a despedirse, el frescor de sus manos en sus rodillas, el calor de su aliento en sus dedos cuando los besó.

Era 8 de septiembre, justo un día después de su partida hacia Leópolis, cuando la Wehrmacht llegó a Radom. Los alemanes enviaron primero un solo avión, y Bella y su padre lo siguieron mientras volaba bajo sobre la ciudad, dando una vuelta antes de lanzar una bengala naranja.

«¿Qué significa? —preguntó Bella mientras el avión retrocedía y luego desaparecía en una extensión gris de nubes hinchadas y poco densas. Su padre guardó silencio—. Papá, soy una mujer adulta. Dímelo —dijo Bella con firmeza».

Henry apartó la mirada.

«Significa que ya vienen —contestó, y en su expresión, la curva cerrada hacia abajo de su boca, el pliegue de piel entre sus ojos, vio algo que nunca antes había visto: su padre estaba asustado».

Una hora más tarde, justo cuando empezaba a llover, Bella observaba desde la ventana del piso de su familia como filas y filas de las fuerzas de tierra marchaban hacia Radom, sin encontrar resistencia. Los oyó antes de verlos, sus tanques, caballos y motocicletas retumbando en el barro desde el oeste. Contuvo la respiración cuando aparecieron, temerosa de mirar y temerosa de apartar la vista, con los ojos clavados en ellos mientras avanzaban por el Boulevard Witolda con uniformes verde botella y gafas moteadas por la lluvia, tan poderosos, tan numerosos. Invadieron las calles vacías de la ciudad y, al anochecer, ocuparon los edificios gubernamentales, proclamando la ciudad como suya con un enfático Heil Hitler mientras izaban sus banderas con la esvástica. Fue un espectáculo que Bella nunca olvidaría.

Una vez que la ciudad fue ocupada de forma oficial, todos desconfiaban, judíos y polacos por igual, pero desde el principio fue obvio que el objetivo de los nazis eran los judíos. Los que se aventuraban a salir se arriesgaban a ser acosados, humillados y golpeados. Los habitantes de Radom aprendieron rápido a abandonar la seguridad de sus hogares solo para los recados más urgentes. Bella solo salió una vez, para comprar pan y leche, desviándose a la tienda polaca más cercana cuando descubrió que el mercado judío que solía frecuentar en el barrio antiguo había sido saqueado y cerrado. Se limitó a las callejuelas y caminó con paso rápido y decidido, pero a la vuelta tuvo que esquivar una escena que la atormentó durante semanas: un rabino rodeado de soldados de la Wehrmacht, con los brazos inmovilizados en la espalda; los soldados se reían mientras el anciano luchaba en vano por liberarse, con la cabeza sacudiéndose de un lado a otro con violencia. Bella no se dio cuenta de que la barba del rabino estaba ardiendo hasta que pasó junto a él.

Pocos días después de que los alemanes tomaran Radom, llegó una carta de Jakob. «Amor mío», escribió con letra apresurada, «ven a Leópolis en cuanto puedas. Nos han alojado en apartamentos. El mío es lo suficientemente grande para dos personas. No me gusta que estés tan lejos. Te necesito aquí. Por favor, ven». Jakob incluyó una dirección. Para su sorpresa, sus padres accedieron a dejarla ir. Sabían lo mucho que Bella extrañaba a Jakob. Henry y Gustava razonaron que, al menos en Leópolis, Bella y su hermana Anna podrían cuidarse la una a la otra. Apretando la mano de su padre contra su mejilla en señal de gratitud, Bella se sintió aliviada. Al día siguiente, llevó la carta a Sol, el padre de Jakob. Sus padres no tenían dinero para contratar a un chófer. En cambio, los Kurc tenían los medios y los contactos, y ella estaba segura de que estarían dispuestos a ayudarla.

Sin embargo, al principio Sol se opuso a la idea.

«De ninguna manera. Es demasiado peligroso viajar sola —dijo—. No puedo permitirlo. Si te pasara algo, Jakob nunca me lo perdonaría».

Leópolis no había caído, pero se rumoreaba que los alemanes tenían rodeada la ciudad.

«Por favor —suplicó Bella—. No puede ser peor de lo que es aquí. Jakob no me habría pedido que fuese si no creyera que es seguro. Necesito estar con él. Mis padres están de acuerdo… Por favor, Pan Kurc. Prosze».

Durante tres días, Bella planteó el caso a Sol, y durante tres días él se negó. Al final, al cuarto día, accedió.

«Alquilaré un carro —dijo, sacudiendo la cabeza como si estuviera decepcionado con su decisión—. Espero no arrepentirme».

Menos de una semana después, las cosas estaban preparadas. Sol había encontrado un par de caballos, un carro y un cochero, un señor mayor y ágil llamado Tomek, con las piernas arqueadas y barba canosa, que había trabajado para él durante el verano y que conocía bien la ruta. Según dijo Sol, Tomek era de confianza y bueno con los caballos. Sol le prometió que, si llevaba a Bella sana y salva a Leópolis, podría quedarse con los caballos y el carro. Tomek no tenía trabajo y aceptó la oferta.

«Ponte lo que quieras llevarte —había dicho Sol—. Será menos llamativo».

Los viajes civiles aún estaban permitidos en lo que una vez fue Polonia, pero los nazis emitían nuevas restricciones cada día.

Bella escribió a Jakob enseguida para contarle sus planes y se marchó al día siguiente con dos pares de medias de seda, una falda acanalada azul marino (la favorita de Jakob), cuatro blusas de algodón, un jersey de lana, su pañuelo de seda amarillo —un regalo de cumpleaños de Anna—, un abrigo azul y su broche de oro, que se colgó del cuello con una cadena y se metió en la camisa para que no lo vieran los alemanes. En el bolsillo del abrigo, junto a los cuarenta zlotys que Sol insistió en que llevara, metió un pequeño costurero, un peine y una foto de su familia. En lugar de una maleta, llevaba la chaqueta de invierno de Jakob y una hogaza de pan campesino hueca con su cámara Rolleiflex escondida dentro.

Desde que salieron de Radom han cruzado cuatro puestos de control alemanes. En cada uno de ellos, Bella se metió la barra de pan bajo el abrigo y fingió estar embarazada.

«Por favor —suplicaba con una mano en el vientre y la otra en la espalda—, tengo que llegar a Leópolis antes de que nazca el bebé».

Hasta ahora, la Wehrmacht se ha apiadado de ella y le ha hecho señas para que siguiera adelante.

La cabeza de Bella se mece con suavidad en el banco mientras avanzan hacia el este. Once días. No tienen radio y por lo tanto no tienen acceso a las noticias, pero se han acostumbrado al gruñido amenazante de los aviones de la Luftwaffe, el ruido de explosivos detonando a lo lejos sobre lo que solo podían suponer que era Leópolis. Hace unos días, parecía que la ciudad estaba sitiada. Pero aún más desconcertante fue el silencio que se produjo a continuación. ¿Había caído la ciudad? ¿O los polacos habían logrado mantener a raya a los alemanes?

Bella se pregunta constantemente si Jakob estará a salvo. Seguro que lo han llamado para defender la ciudad. Tomek le ha preguntado dos veces a Bella si quería dar la vuelta, para intentar viajar más tarde. Pero Bella insiste en que continúen. En su carta le dijo a Jakob que vendría. Debe cumplir su promesa. Abandonar ahora, a pesar de la incertidumbre, sería de cobardes.

—Mierda —dice Tomek desde su asiento, y en un instante su voz es engullida por los gritos.

—¡Alto! ¡Alto sofort!

Bella se incorpora y mueve los pies hacia el suelo. Se mete la barra de pan en el abrigo, aparta la puerta de lona del vagón. Fuera, un prado pantanoso de hombres con túnicas verdes ceñidas. Wehrmacht. Hay soldados por todas partes. Bella se da cuenta de que esto no es un puesto de control. Debe ser el frente alemán. Cuando se acercan tres soldados de mandíbula cuadrada con gorras grises y mosquetones de madera, un escalofrío le recorre las vértebras. Todo en ellos: sus expresiones marcadas, sus andares rígidos, sus uniformes arrugados… es implacable.

Bella baja del carro y espera, dispuesta a mantener la calma.

El soldado que está al mando, empuñando un rifle, levanta la mano libre y la empuja con la palma hacia ella.

Ausweis! —ordena. Gira la palma hacia el cielo—. Papiere!

Bella se queda congelada. Sabe muy poco alemán.

Tomek susurra:

—Tus papeles, Bella.

Un segundo soldado se acerca al lugar donde va el conductor y Tomek le entrega su documentación a la vez que mira a Bella por encima del hombro. Ella no se atreve a entregar su documento de identidad, porque dice bien claro que es judía, una verdad que seguramente le hará más mal que bien, pero no tiene otra opción. Ofrece su documento de identidad a una distancia prudencial y espera, conteniendo la respiración, a que el soldado lo examine. Sin saber a dónde mirar, sus ojos van de la insignia de su cuello a los seis botones negros que recorren su túnica y a las palabras Gott mit uns inscritas en la hebilla de su cinturón. Bella entiende estas palabras: Dios está con nosotros.

Al final, el soldado levanta la vista, tiene los ojos grises y despiadados como las nubes, y frunce los labios.

Keine Zivilisten von diesem Punkt! —espeta, devolviéndole su documentación. Algo sobre civiles. Tomek se mete los papeles en el bolsillo y toma las riendas de nuevo.

—¡Espera! —Bella respira, con una mano en el vientre, pero el soldado jefe ladea el fusil y levanta la barbilla hacia el oeste, en la dirección por la que habían venido.

Keine Zivilisten! Nach Hause gehen!

Cuando Bella abre la boca para protestar, Tomek sacude la cabeza con rapidez, con sutileza. No lo hagas. Tiene razón. Crean o no que está embarazada, estos soldados no van a saltarse ninguna regla. Bella se da la vuelta y se lanza de vuelta a la carreta, derrotada.

Tomek hace girar a los caballos sobre sus ancas y empiezan a volver sobre sus pasos, hacia el oeste, lejos de Leópolis, lejos de Jakob. A Bella le da vueltas la cabeza. Se agita, demasiado irritada como para quedarse quieta. Saca el pan de su abrigo, lo deja en el banco y se arrastra hasta la trampilla de la puerta trasera, abriéndola lo suficiente como para ver el exterior. Los hombres del prado parecen pequeños, como soldados de juguete, empequeñecidos por las colosales nubes que se ciernen sobre ellos. Deja caer la pesada tela y vuelve a verse envuelta por las sombras.

Han llegado tan lejos. ¡Están tan cerca! Bella presiona con las yemas de los dedos la suave piel de sus sienes, buscando una solución. Podrían regresar al día siguiente, esperar a tener más suerte, un grupo de alemanes más indulgentes. No. Sacude la cabeza. Están en el frente. En realidad, ¿qué posibilidades hay de que los dejen pasar? De repente le entra una sensación de claustrofobia por todas esas capas, se quita el abrigo de franela y sube por el banco hasta la parte delantera del carro, donde otra lona la separa de Tomek. La levanta y mira hacia el asiento del jinete. Empieza a lloviznar.

—¿Podemos volver a intentarlo mañana? —grita Bella por encima del ruido sordo de los cascos en el camino empapado.

Tomek niega con la cabeza.

—No funcionará —dice.

Bella siente que el calor le sube por el cuello hasta las orejas.

—¡Pero no podemos volver! —Mira la caja de provisiones a sus pies—. No tenemos comida para otros once días de viaje. —Observa cómo los hombros de Tomek se balancean de un lado a otro, absorbiendo el vaivén del carro, y su cabeza se mueve como si estuviera borracho. Tomek no contesta.

Bella deja caer la lona y se desploma sobre el banco. Tomek y ella no han hablado mucho desde que salieron de Radom; Bella había intentado entablar una conversación trivial al principio del viaje, pero le resultaba extraño conversar con alguien a quien apenas conocía y, además, no había mucho que decir. Seguro que Tomek tenía tantas ganas de llegar a Leópolis como ella. Está a pocos kilómetros de cumplir su parte del trato con Sol. Decide que se lo recordará, pero cuando vuelve a agarrar la lona, de repente los caballos se desvían de la carretera. Agarrándose al banco que tiene debajo, Bella se sostiene mientras la carreta se inclina sobre un terreno irregular. ¿Qué pasa? ¿A dónde vamos? Las ramitas chasquean como petardos bajo las ruedas y las ramas arañan la cubierta del carro desde arriba. Deben de estar en el bosque. Su mente se desvía hacia un rincón oscuro: Tomek no me dejaría aquí sola en el bosque, ¿verdad? Una mentira sencilla le aseguraría a Sol que la había llevado sana y salva a Leópolis. El corazón de Bella se acelera. Decide que no. Tomek no se atrevería. Pero mientras el carro avanza, no puede evitar preguntarse: ¿O sí?

Al final, los caballos se detienen y Bella baja del carro a toda prisa. El cielo se ha oscurecido varios tonos; pronto igualará el color del resbaladizo pelaje negro de los caballos. Tomek baja del asiento del conductor. Con el sombrero negro y la gabardina oscura, apenas se lo ve entre las sombras. Bella lo mira fijamente, con el pulso aún acelerado, mientras él empieza a quitar las bridas a los caballos.

—Siento el silencio —dice, deslizando las cabezadas de las bocas de los caballos—. Nunca se sabe quién puede estar escuchando. —Bella asiente, a la expectativa—. Estamos a unos tres kilómetros de una carretera secundaria que lleva a Leópolis —continúa Tomek—. Hay un claro más adelante. Un prado. Imagino que no hay nadie, pero tendrás que arrastrarte por él para estar a salvo. La hierba debe ser lo bastante alta como para que no te vean. —Bella entrecierra los ojos en dirección al claro, pero está demasiado oscuro para ver nada. Tomek asiente, como si se asegurara a sí mismo que su plan funcionará—. Una vez que cruces el prado, tendrás que caminar hacia el sureste a través del bosque durante más o menos una hora, y luego llegarás a la carretera. Para entonces creo que habrás bordeado el frente… —Hace una pausa—. A menos que los alemanes tengan rodeada la ciudad… en ese caso tendrás que esperar a que avancen, o cruzar la línea del frente por tu cuenta. En cualquier caso —dice, mirándola por fin a los ojos—, creo que estarás mejor sin mí.

Bella mira fijamente a Tomek, digiriendo la implicación de su plan. Viajar sola, y a pie… suena escandaloso. Estaría loca si se lo planteara. Puede oírse a sí misma explicándole la idea a Jakob, a su padre; sus respuestas serían las mismas: «No lo hagas».

—Otra opción es dar la vuelta y regresar lo más rápido posible, y buscar algo de comida por el camino —dice Tomek en voz baja.

Lo más seguro sería volver a casa, pero Bella sabe que no puede. Su mente se agita. Trata de tragar, pero la parte posterior de su garganta es como papel de lija y en su lugar tose. Tomek tiene razón. Sin el carro será menos visible. Y si se topa con alemanes, es más probable que la dejen pasar a ella que a un viejo, una joven y un carro de dos caballos. Se muerde la comisura interna del labio inferior y guarda silencio durante un minuto.

Tak —dice al fin, mirando en dirección al claro. Sí, decide. ¿Qué otra opción tiene? Está a unas pocas horas de Leópolis. De Jakob. Su ukochany, su amor. Ahora no puede dar marcha atrás. Apoya una mano en el marco del carro, con los miembros de repente pesados por el peso de su decisión. Si hay soldados patrullando el prado, duda que pueda cruzarlo sin ser vista. Y si llega al otro lado… no sabe quién o qué puede estar acechando bajo el manto del bosque. Suficiente, se reprende en silencio. Has llegado hasta aquí. Puedes hacerlo.

Tak —respira, asintiendo—. Sí, esto funcionará. Tiene que funcionar.

—De acuerdo, pues —dice Tomek, en voz baja.

—Muy bien, pues. —Bella se pasa una mano por el pelo castaño, espeso como la lana por tantos días sin lavarlo; se había dado por vencida tratando de pasar un peine por él. Se aclara la garganta—. Me iré ya mismo.

—Será mejor que te vayas por la mañana —dice Tomek—, cuando no esté tan oscuro. Me quedaré contigo hasta el amanecer.

Por supuesto. Necesitará la luz del día para encontrar el camino.

—Gracias —susurra Bella, dándose cuenta de que Tomek también tiene un viaje traicionero por delante. Sube de nuevo al carro, rebusca en la caja de provisiones el último huevo duro. Cuando lo encuentra, lo pela y se vuelve hacia Tomek—. Toma —le dice, partiéndolo por la mitad.

Tomek duda antes de aceptarlo.

—Gracias.

—Dile a Pan Kurc que hiciste todo lo que pudiste para llevarme a Leópolis. Si… —Se endereza—, cuando lo consiga, le escribiré para hacerle saber que estoy a salvo.

—Lo haré.

Bella asiente, y entre ellos se hace un silencio mientras contempla lo que acaba de aceptar. ¿Se despertaría Tomek y entraría en razón, dándose cuenta de que el plan era demasiado arriesgado? ¿Intentaría disuadirla por la mañana?

—Descansa —dice Tomek mientras se vuelve hacia los caballos.

Bella se obliga a sonreír.

—Lo intentaré. —Mientras sube al carro, se detiene—. Tomek —dice, sintiéndose culpable por cuestionar sus intenciones. Tomek levanta la vista—. Gracias, por haberme traído hasta aquí.

Tomek asiente.

—Buenas noches —dice Bella.

En el interior del carro, Bella aplana el abrigo de Jakob en el suelo, se pone encima y se estira sobre su espalda. Se lleva una mano al corazón y la otra al abdomen, respira con lentitud, dispuesta a relajarse. Mientras parpadea en la oscuridad, se dice a sí misma que es la decisión correcta.

A la mañana siguiente, Bella se despierta al amanecer de un sueño ligero e intranquilo. Se frota los ojos y busca a tientas la trampilla de la puerta lateral del carro. Fuera, unos pocos rayos de luz han empezado a colarse entre las nubes, iluminando a duras penas los espacios entre las ramas de los árboles. Tomek ya ha levantado su tienda y su colchoneta y ha preparado a los caballos. La saluda con la cabeza y vuelve al trabajo. Parece que no ha cambiado de opinión. Bella se mete una patata cocida en el bolsillo y deja tres para Tomek. Después de abrocharse el abrigo y a continuación el de Jakob, toma la barra de pan y baja del carro. Por muy duro que sea el viaje, no le importará dejar atrás el espacio estrecho y enmohecido que ha sido su hogar durante casi dos semanas.

Tomek está ajustando una de las bridas de un caballo. A medida que Bella se acerca, tiene ganas de conocerlo mejor, lo suficiente como para darle un abrazo, un abrazo de algún tipo que le dé fuerzas, que le infunda el valor que necesita para llevar a cabo su plan. Pero no lo tiene. Apenas lo conoce.

—Quiero decirte lo mucho que aprecio lo que has hecho por mí —dice extendiendo la mano. De repente, para ella, es importante reconocer el pequeño pero inmensurable papel que Tomek ha desempeñado en su vida. Tomek le agarra la mano. Su agarre es sorprendentemente fuerte. A su lado, los caballos se inquietan. Uno de ellos sacude la cabeza y su mordaza tintinea; el otro resopla, da zarpazos en el suelo. Ellos también están listos para llegar al final de su viaje—. Ah, Tomek, casi se me olvida —añade Bella, sacándose un billete de diez zlotys del bolsillo—. Necesitarás algo de comida, un par de patatas no bastarán. —Le tiende el zloty—. Acéptalo. Acéptalo, por favor.

Tomek se mira los pies y luego vuelve a mirar a Bella. Acepta el billete.

—Buena suerte —dice Bella.

—Lo mismo digo. Que Dios te bendiga.

Bella asiente y luego se da la vuelta y comienza a abrirse camino al amparo del bosque en dirección al prado.

Después de unos minutos, llega al límite del claro y se detiene, escudriñando el espacio abierto en busca de señales de vida. El prado, hasta donde ella puede ver, está vacío. Echa un vistazo por encima del hombro para ver si Tomek está mirando, pero bajo los robles solo hay sombras vacías. ¿Se ha ido ya? Se estremece al darse cuenta de lo sola que está. Tú estuviste de acuerdo, se recuerda a sí misma. Estás mejor sola.

Se sube la falda por encima de las rodillas y se hace un nudo flojo en el muslo, luego mete el pan bajo el abrigo de Jakob y lo ajusta para que la hogaza descanse sobre su espalda. Ya está. Ahora puede moverse con más facilidad. En cuclillas, coloca las palmas de las manos y luego las rodillas en el suelo, en silencio.

La tierra se aplasta a su paso, el barro frío se le enrosca entre los dedos y le pinta las extremidades de negro alquitrán. La hierba es larga y está afilada y húmeda por el rocío; le corta el rostro y la espalda sin descanso. En pocos minutos, una de sus mejillas sangra y está empapada hasta en la ropa interior. Ignorando el barro, la humedad y el escozor en la mejilla, se arrodilla un momento para escudriñar la arboleda a cien metros por delante y luego mira por encima del hombro. Aún no hay señales de alemanes. Bien. Vuelve a agacharse y se apoya sobre las manos, desearía haberse puesto pantalones y ahora se da cuenta de lo inútil que era la vanidad de querer estar guapa para Jakob.

Mientras se desliza por el prado, piensa en sus padres y en la comida que compartieron la noche anterior a su partida. Su madre había preparado pierogi hervidos rellenos de setas y col, los favoritos de Bella, que su padre y ella habían devorado. Sin embargo, Gustava apenas había tocado la comida de su plato. A Bella se le oprime el pecho al imaginarse a su madre con un pierogi intacto delante. Siempre había sido delgada, pero desde la llegada de los alemanes estaba demacrada. Bella lo había achacado al estrés de la guerra, y le había dolido marcharse al ver a su madre tan frágil. Recuerda que, al día siguiente, cuando subió al carro de Tomek, miró hacia la ventana y vio a sus padres de pie junto a ella: su padre rodeando con un brazo la delgada figura de su madre, su madre con las palmas de las manos pegadas al cristal. Lo único que pudo distinguir fueron sus siluetas, pero por la forma en que Gustava temblaba, supo que estaba llorando. Le hubiera gustado saludar con la mano, dejar a sus padres con una sonrisa que dijera que estaría bien, que volvería, que no se preocuparan. Pero el Boulevard Witolda estaba plagado de Wehrmacht; no podía arriesgarse a revelar su partida con un gesto de la mano. Se dio la vuelta, apartó la lona de la puerta del carro y subió.

Bella da un respingo cuando su rodilla golpea algo duro, una roca. Jadea por el dolor y sigue arrastrándose, dándose cuenta de lo rápido que se han desarrollado las últimas dos semanas. La marcha de Jakob, la invasión alemana, la carta, el acuerdo con Tomek. Estaba frenética cuando salió de Radom, solo pensaba en llegar a Leópolis para estar con Jakob. Pero ¿y sus padres? ¿Estarán bien solos? ¿Y si les pasa algo mientras está fuera? ¿Cómo los ayudará? ¿Y si le pasa algo a ella? ¿Y si nunca llega a Leópolis? Para, se regaña. Estarás bien. Tus padres estarán bien. Se repite lo mismo una y otra vez, hasta que cualquier otro escenario posible desaparece de su conciencia.

Bella intenta escuchar señales de peligro mientras se arrastra, pero sus oídos se llenan con el estruendo de su pulso. Nunca habría imaginado que caminar a gatas le costaría tanto trabajo. Todo le pesa: los brazos, las piernas, la cabeza. Es como si estuviera anclada a la tierra, oprimida por sus apéndices, por sus innumerables capas de ropa, por la cámara de Jakob, por los músculos que se adhieren a sus huesos y el sudor que cubre su piel a pesar del frío de la mañana. Le duelen las articulaciones, todas, las caderas, los codos, las rodillas, los nudillos; cada vez están más rígidas. Maldito barro. Hace una pausa, se seca la frente con el dorso de la mano y mira por encima de las hojas de hierba; está a mitad de camino de la línea de árboles. Faltan cincuenta metros. Ya casi has llegado, se dice a sí misma, resistiendo el impulso de tumbarse unos minutos para descansar. Ahora no puedes parar. Descansa cuando llegues al bosque.

Concentrándose en la cadencia de su respiración (dos veces por la nariz y tres por la boca), Bella se pierde en un ritmo delirante cuando un fuerte crujido atraviesa el cielo matutino y rompe el silencio. Se tumba con rapidez boca abajo y aplana el cuerpo contra el suelo, protegiéndose la nuca con las manos. No cabe duda de lo que era ese sonido. Un disparo. ¿Habría otro? ¿De dónde había salido? ¿Están tras ella? Espera, con todos los músculos del cuerpo en tensión, pensando qué hacer: ¿correr? ¿O permanecer escondida? Su instinto le dice que se haga la muerta. Y así se queda tumbada, con la nariz a un centímetro del césped, respirando el olor a miedo y a tierra mojada, contando los segundos que pasan. Pasa un minuto, luego dos, mientras escucha, esforzándose, el prado le juega malas pasadas: ¿era el viento agitando la hierba? ¿O eran pasos?

Al final, cuando ya no puede aguantar más, Bella presiona las palmas de las manos contra el barro y, a cámara lenta, levanta el torso. A través de la hierba, escudriña el horizonte. Por lo que puede ver, está despejado. Tal vez el disparo había sonado más cerca de lo que estaba. Sin pensar en la posibilidad de que procediera de la dirección hacia la que se dirige, empieza a arrastrarse de nuevo, ahora más deprisa; ya no tiene los músculos agarrotados por el cansancio, sino por una aterradora sensación de urgencia.

Puedes hacerlo. No estás lejos. Solo tienes que estar allí cuando llegue, Jakob. En la dirección que enviaste. Espérame. Con cada bocanada de aire, repite esas palabras. Por favor, Jakob. Solo tienes que estar allí.