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Nechuma

Radom, Polonia – 4 de abril de 1939 (Pascua Judía)

Nechuma ha dispuesto la mesa con su mejor vajilla y cubertería, ha colocado cada plato en su sitio, sobre un mantel de encaje blanco. Sol ocupa la cabecera de la mesa, con su gastada Hagadá encuadernada en cuero en una mano y una copa de plata pulida para el kiddush en la otra. Se aclara la garganta.

—Hoy… —dice, levantando la mirada hacia los rostros familiares que rodean la mesa—, honramos lo más importante: nuestra familia y nuestra tradición. —Sus ojos, que de normal están flanqueados por líneas de expresión, están serios, y su voz es un barítono sobrio—. Hoy —continúa—, celebramos la Fiesta de las Matzot, el momento de nuestra liberación. —Echa un vistazo al texto—. Amén.

—Amén —repiten los demás y toman un sorbo de vino. Se pasan una botella y se rellenan los vasos.

La estancia se queda en silencio cuando Nechuma se levanta para encender las velas. Se dirige al centro de la mesa, prende una cerilla y la rodea con la palma de la mano, acercándola con rapidez a cada mecha; espera que los demás no noten que la llama tiembla entre sus dedos. Cuando las velas están encendidas, pasa una mano por encima tres veces y se tapa los ojos mientras recita la bendición de apertura. Se coloca en el extremo de la mesa, frente a su marido, cruza las manos sobre el regazo y sus ojos se encuentran con los de Sol. Asiente con la cabeza, indicándole que empiece.

Cuando la voz de Sol vuelve a inundar la sala, la mirada de Nechuma se desliza hacia la silla que ha dejado vacía para Addy, y su pecho se llena de un dolor familiar. Su ausencia la consume.

La carta de Addy había llegado hacía una semana. En ella, agradecía a Nechuma su franqueza y le pedía por favor que no se preocupara. Escribió que volvería a casa en cuanto pudiera reunir sus documentos para viajar. Estas noticias aliviaron y preocuparon a Nechuma. No había nada que desease más que tener a su hijo en casa para la Pascua Judía, salvo que sabía que en Francia estaba a salvo. Había intentado ser sincera, había esperado que comprendiese que ahora Radom era un lugar lúgubre, que viajar por las regiones ocupadas por los alemanes no merecía la pena, pero quizá se había contenido demasiado. Después de todo, los Kosman no eran los únicos que habían huido. Había más. No le había hablado de los clientes polacos que habían perdido en la tienda últimamente, ni de la sangrienta pelea que había estallado la semana anterior entre dos equipos de fútbol de Radom, uno polaco y otro judío, ni de cómo los jóvenes de cada equipo seguían paseándose con los labios partidos y los ojos morados, mirándose con odio. Lo había ocultado todo para evitarle el dolor y la preocupación, pero al hacerlo, ¿lo habría expuesto a un peligro mayor?

Nechuma había respondido a la carta de Addy, implorándole que tuviera cuidado en el viaje, y luego supuso que estaba de camino. Desde entonces, todos los días se sobresalta al oír pasos en el vestíbulo, el corazón le palpita cuando piensa que se encontrará a Addy en la puerta, con una sonrisa en su atractivo rostro y maleta en mano. Pero los pasos nunca son suyos. Addy no ha venido.

«Tal vez ha tenido que aclarar algunas cosas en el trabajo —sugirió Jakob a principios de semana al ver su creciente preocupación—. No creo que su jefe lo dejara irse sin avisarle con un par de semanas de antelación».

Pero lo único en lo que podía pensar Nechuma era: ¿Y si le han retenido en la frontera? ¿O algo peor? Para llegar a Radom, Addy tendría que viajar hacia el norte a través de Alemania, o hacia el sur a través de Austria y Checoslovaquia, países que habían caído bajo el dominio nazi. La posibilidad de que su hijo caiga en manos de los alemanes —un destino que podría haberse evitado si hubiera sido más franca con él, si hubiera sido más firme al pedirle que se quedara en Francia— le ha quitado el sueño durante días.

Mientras los ojos se le llenan de lágrimas, los pensamientos de Nechuma retroceden en el tiempo a otro día de abril, durante la Gran Guerra, hace un cuarto de siglo, cuando Sol y ella tuvieron que pasar la Pascua acurrucados en el sótano de un edificio. Los habían desahuciado de su piso y, como muchos de sus amigos de entonces, no tenían a dónde ir. Recuerda el hedor sofocante de los desechos humanos, el aire espeso de los quejidos incesantes de los estómagos vacíos, el estruendo de los cañones a lo lejos, el rítmico raspar de la hoja de Sol contra la madera mientras tallaba leña vieja con un cuchillo de pelar con el fin de esculpir figuritas para que jugaran los niños y arrancándose astillas de los dedos. La festividad había llegado y se había ido sin que nadie la recordara, ni siquiera el tradicional Séder. De algún modo, vivieron tres años en aquel sótano, con los niños alimentándose de su leche materna mientras los funcionarios húngaros vivían en su apartamento escaleras arriba.

Nechuma mira a Sol al otro lado de la mesa. Esos tres años, aunque casi acabaron con ella, ahora han quedado lo más lejos posible, casi como si le hubieran ocurrido a otra persona. Su marido nunca habla de aquella época; por suerte, sus hijos no recuerdan la experiencia de forma palpable. Ha habido pogromos desde entonces —siempre los habrá—, pero Nechuma se niega a contemplar el regreso a una vida en la clandestinidad, una vida sin la luz del sol, sin la lluvia, sin la música y el arte y el debate filosófico, las riquezas más simples y nutritivas que ha llegado a apreciar. No, ella no volverá a ocultarse como una criatura salvaje; no volverá a vivir así nunca más.

No podría llegar a eso.

Vuelve a pensar en su infancia, en el sonido de la voz de su madre que le cuenta cómo, durante su infancia en Radom, era normal que los niños polacos le tiraran piedras en la cabeza en el parque, cómo hubo disturbios en toda la ciudad cuando se construyó la primera sinagoga. La madre de Nechuma se encogió de hombros. Decía: «Aprendimos a mantener la cabeza gacha y a tener a nuestros hijos cerca». Y, como era de esperar, los ataques, los pogromos, pasaron. La vida siguió, como antes. Como siempre.

Nechuma sabe que la amenaza alemana, como las anteriores, también pasará. Y, de todos modos, ahora su situación es muy diferente de la que tenían durante la Gran Guerra. Sol y ella han trabajado sin descanso para ganarse la vida, para establecerse entre los profesionales más destacados de la ciudad. Hablan polaco, incluso en casa, mientras que muchos de los judíos de la ciudad solo hablan yidis, y en lugar de vivir en el casco antiguo como la mayoría de los judíos menos acomodados de Radom, poseen un apartamento señorial en el centro de la ciudad, con cocinera y criada y los lujos de las cañerías interiores, una bañera que ellos mismos importaron de Berlín, un frigorífico y, su posesión más preciada, un piano de media cola Steinway. Su tienda de telas es próspera; Nechuma se esmera en sus viajes para comprar tejidos de la mejor calidad, y sus clientes, tanto polacos como judíos, vienen de lugares tan lejanos como Cracovia para comprarse ropa de mujer y seda. Cuando sus hijos tuvieron la edad de ir a la escuela, Sol y Nechuma los enviaron a escuelas privadas de élite, donde, gracias a sus camisas a medida y a su perfecto polaco, se integraron a la perfección con la mayoría de los estudiantes, que eran católicos. Además de proporcionarles la mejor educación posible, Sol y Nechuma esperaban dar a sus hijos la oportunidad de eludir el trasfondo antisemita que había definido la vida judía en Radom desde mucho antes de lo que ninguno de ellos pudiera recordar. Aunque la familia estaba orgullosa de su herencia judía y formaba parte de la comunidad judía local, Nechuma eligió para sus hijos un camino que esperaba que los condujera hacia las oportunidades y los alejara de la persecución. Es un camino que sigue manteniendo, incluso cuando, a veces, en la sinagoga o comprando en una de las panaderías judías del casco antiguo, ve que uno de los judíos más ortodoxos de Radom la mira con cara de desaprobación, como si su decisión de mezclarse con los polacos hubiera mermado de algún modo su fe judía. Se niega a que la molesten estos encuentros. Ella sabe cuál es su fe y, además, para Nechuma la religión es algo privado.

Se pellizca los omóplatos por la espalda y siente el peso de su pecho levantarse de sus costillas. No es propio de ella estar tan preocupada, tan distraída. Contrólate, se reprende. La familia estará bien, se recuerda a sí misma. Tienen ahorros. Tienen contactos. Addy aparecerá. El correo no es fiable; lo más probable es que cualquier día llegue una carta explicando su ausencia. Todo irá bien.

Mientras Sol recita la bendición de las karpas, Nechuma sumerge una ramita de perejil en un cuenco de agua salada y su mano roza la de Jakob. Suspira y siente que la tensión empieza a desaparecer de su mandíbula. Qué dulce es Jakob. Él la mira y sonríe, y el corazón de Nechuma se llena de gratitud por el hecho de que siga viviendo bajo su techo. Adora su compañía, su calma. Es distinto a los demás. A diferencia de sus hermanos, que vinieron al mundo con la cara roja y llorando, Jakob llegó tan blanco como las sábanas del hospital y en silencio, como si imitara los gigantescos copos de nieve que caían en paz sobre el suelo frente a su ventana aquella invernal mañana de febrero de hace veintitrés años. Nechuma nunca olvidaría los momentos de angustia antes de que por fin llorase —estaba segura de que no sobreviviría a ese día—, o cómo, en el momento en que lo tuvo entre sus brazos y lo miró a sus ojos oscuros, él la miró fijamente, con la piel de la frente arrugada con un pequeño pliegue, como si estuviera sumido en sus pensamientos. Fue entonces cuando comprendió cómo era. Callado, sí, pero astuto. Igual que sus hermanos y hermanas que habían nacido antes y después que él, una versión diminuta de la persona que llegaría a ser.

Observa el momento en que Jakob se inclina para susurrarle algo a Bella al oído. Bella se lleva una servilleta a los labios y reprime una sonrisa. En su cuello, un broche capta la luz de las velas: una rosa dorada con una perla de marfil en el centro, un regalo de Jakob. Se lo regaló unos meses después de que se conocieran en la escuela secundaria. En ese momento, él tenía quince años y ella catorce. Por aquel entonces, lo único que Nechuma sabía de Bella era que se tomaba en serio sus estudios, que procedía de una familia humilde (según Jakob, su padre, que era dentista, aún estaba pagando los préstamos que había pedido para costear la educación de sus hijas) y que hacía muchas de sus prendas, una revelación que impresionó a Nechuma y la llevó a preguntarse cuáles de las blusas más elegantes de Bella eran compradas en una tienda y cuáles hechas a mano. Poco después de que Jakob le regalase el broche, declaró que Bella era su alma gemela.

«¡Jakob, cariño, tienes quince años… y os acabáis de conocer! —había exclamado Nechuma».

Pero Jakob no exageraba, y aquí están, ocho años después, inseparables. Nechuma cree que es cuestión de tiempo que se casen. Quizá Jakob le proponga matrimonio cuando se haya calmado el ambiente de la guerra. O tal vez esté esperando a ahorrar lo suficiente para permitirse una casa propia. Bella también vive con sus padres, a pocas manzanas al oeste, en el Boulevard Witolda. Sea como fuere, Nechuma no duda que Jakob tenga un plan.

En la cabecera de la mesa, Sol parte en dos un trozo de matzá con suavidad. Coloca una mitad de la matzá en un plato y envuelve la otra en una servilleta. Cuando los niños eran pequeños, Sol se pasaba semanas planeando el escondite perfecto para la matzá, y cuando llegaba el momento de desenterrar el afikomán escondido, los niños correteaban como ratones por el apartamento en su busca. Quien tenía la suerte de encontrarlo, regateaba sin piedad hasta que inevitablemente se marchaba con una sonrisa orgullosa y suficientes zlotys en la palma de la mano como para comprarse una bolsa de caramelos de dulce de leche krówki en la tienda de golosinas de Pomianowski. Sol era un hombre de negocios y se hacía el duro —lo llamaban el Rey de los Negocios—, pero sus hijos sabían muy bien que en el fondo era tan blando como un montón de mantequilla recién batida y que, con la paciencia y el encanto necesarios, podrían sacarle hasta el último zloty que tuviera en el bolsillo. Por supuesto, hace años que no esconde la matzá; cuando eran adolescentes, sus hijos acabaron por boicotear el ritual: «Ya somos un poco mayores para eso, ¿no crees, papá?», pero Nechuma sabe que en cuanto su nieta Felicia aprenda a andar, retomará la tradición.

Le toca a Adam leer en voz alta. Levanta su Hagadá y la mira a través de unas gafas de montura gruesa. Con la nariz fina y los pómulos acentuados a la luz de las velas parece casi regio. Adam Eichenwald llegó a la casa de los Kurc hace varios meses, cuando Nechuma puso un cartel de Se alquila habitación en el escaparate de la tienda de telas. Su tío había muerto hacía poco y había dejado a la familia con un dormitorio vacío, y la casa, incluso con los dos más jóvenes todavía allí, había empezado a quedarse vacía. A Nechuma no había nada que le gustase más que una mesa llena. Cuando Adam entró en la tienda para preguntar, ella se mostró encantada; le ofreció la habitación de inmediato.

«Qué joven más guapo —había exclamado Terza, la hermana de Sol, cuando este se marchó—. ¿Tiene treinta y dos años? Parece que tuviera diez años menos».

«Es judío e inteligente —había añadido Nechuma».

¿Qué probabilidades había de que el chico, licenciado en arquitectura por la Universidad Nacional Politécnica de Leópolis, dejara el nº 14 de la calle Warszawska soltero? Y, efectivamente, unas semanas después, Adam y Halina estaban juntos.

Halina. Nechuma suspira. Nacida con una inexplicable mata de pelo rubio miel y ojos verdes incandescentes, Halina es la más joven y la más pequeña de sus hijos. Sin embargo, lo que le falta en estatura lo compensa en personalidad. Nechuma nunca ha conocido a una niña tan obstinada, tan capaz de conseguir (o evitar) prácticamente cualquier cosa. Recuerda la vez que, con quince años, Halina convenció a su profesor de matemáticas para que no le bajase la nota cuando descubrió que se había saltado las clases para ver la matiné de Trouble in Paradise el día del estreno, y cuando, con dieciséis años, convenció a Addy para que tomase con ella un tren nocturno a Praga en el último minuto para poder despertarse en la Ciudad de las Cien Torres el día del cumpleaños de ambos. Adam, bendito sea, quedó claramente prendado de ella. Por suerte, ha demostrado ser muy respetuoso en presencia de Sol y de Nechuma.

Cuando Adam termina de leer, Sol reza una oración sobre la matzá restante, parte un trozo y pasa el plato. Nechuma escucha mientras el suave crujido del pan ácimo se extiende por la mesa.

Baruch a-tah A-do-nai —canta Sol, pero se detiene en seco cuando lo interrumpe un llanto agudo. Felicia. Mila se disculpa y se levanta de su asiento para agarrar a la niña de la cuna, que está en un rincón de la habitación. Da unos golpecitos con los pies y susurra a Felicia en el oído con suavidad para tranquilizarla. Cuando Sol vuelve a empezar, Felicia se retuerce bajo los pliegues de su fular, con la cara arrugada y enrojecida. Cuando grita por segunda vez, Mila se disculpa y corre por el pasillo hasta el dormitorio de Halina. Nechuma la sigue.

—¿Qué pasa, cariño? —susurra Mila, frotándole la encía superior a Felicia con un dedo, como ha visto hacer a Nechuma, para tranquilizarla. Felicia gira la cabeza, arquea la espalda y llora más fuerte.

—¿Crees que tiene hambre? —pregunta Nechuma.

—Le di de comer no hace mucho. Creo que solo está cansada.

—Dámela —dice Nechuma y agarra a su nieta de los brazos de Mila. Felicia tiene los ojos cerrados y las manos cerradas en puños. Sus berridos vienen en ráfagas cortas y estridentes.

Mila se sienta con pesadez a los pies de la cama de Halina.

—Lo siento mucho, mamá —dice, esforzándose por no gritar por encima de los llantos de Felicia—. Odio que estemos causando tanto alboroto. —Se frota los ojos con la palma de las manos—. Apenas me oigo pensar.

—No pasa nada —dice Nechuma, estrechando a Felicia contra su pecho y meciéndola con suavidad. Después de unos minutos, los llantos disminuyen a gemidos y pronto vuelve a estar tranquila, con expresión pacífica. Es fascinante la alegría de tener a un bebé en brazos, piensa Nechuma, aspirando el dulce aroma de Felicia.

—Soy una estúpida por haber supuesto que esto sería fácil —dice Mila. Cuando levanta la vista, tiene los ojos inyectados en sangre y la piel que hay debajo de ellos de un púrpura translúcido, como si la falta de sueño le hubiera dejado un moratón. Nechuma se da cuenta de que lo intenta. Pero es duro ser madre primeriza. El cambio la ha dejado hecha polvo.

Nechuma sacude la cabeza.

—No seas tan dura contigo misma, Mila. No es lo que tú pensabas, pero era de esperar. Con los niños nunca es lo que crees que va a ser. —Mila se mira las manos y Nechuma recuerda cómo, cuando era más joven, no había nada que su hija mayor deseara más que ser madre: cómo cuidaba de sus muñecas, las acunaba en el pliegue de su brazo, les cantaba, incluso fingía que les daba el pecho; cómo se enorgullecía de cuidar de sus hermanos pequeños, ofreciéndose a atarles los zapatos, a vendarles las rodillas ensangrentadas, a leerles antes de dormir. Sin embargo, ahora que tiene una hija, Mila parece abrumada, como si fuera la primera vez que tiene a un bebé entre sus brazos.

—Ojalá supiera qué estoy haciendo mal —dice Mila.

Nechuma se sienta con cuidado a su lado, a los pies de la cama.

—Lo estás haciendo bien, Mila. Te lo dije, los bebés son difíciles. Sobre todo, el primero. Casi me vuelvo loca cuando nació Genek, al intentar entenderlo. Lleva su tiempo.

—Han pasado cinco meses.

—Dale unos cuantos más.

Mila se queda callada durante un instante.

—Gracias —susurra después, mirando a Felicia, que duerme plácidamente en brazos de Nechuma—. Me siento como si fuese una miserable fracasada.

—No lo eres. Solo estás cansada. ¿Por qué no llamas a Estia? En la cocina ya está todo hecho; puede ayudarnos mientras terminamos de comer.

—Buena idea. —Mila suspira, aliviada. Deja a Felicia con Nechuma mientras va a buscar a la criada. Cuando Nechuma y ella vuelven a sus asientos, Mila mira a Selim.

—¿Estás bien? —le pregunta, y ella asiente con la cabeza.

Sol echa una cucharada de rábano picante en un trozo de matzá y los demás hacen lo mismo. No tarda en volver a cantar. Cuando termina la bendición del korekh, por fin llega la hora de comer. Se pasan los platos y el comedor se llena con el murmullo de la conversación y el roce de las cucharas de plata sobre la porcelana mientras se apilan platos con arenque salado, pollo asado, kugel de patata y charoset de manzana dulce. La familia bebe vino y habla en voz baja, evitando con prudencia el tema de la guerra y preguntándose en voz alta por el paradero de Addy.

Al oír el nombre de Addy, el dolor vuelve a invadir el pecho de Nechuma, trayendo consigo una orquesta de inquietudes. Lo han detenido. Encarcelado. Deportado. Está herido. Tiene miedo. No tiene forma de ponerse en contacto con ella. Vuelve a mirar el asiento vacío de su hijo. ¿Dónde estás, Addy? Se muerde el labio. No lo hagas, se amonesta, pero ya es demasiado tarde. Ha estado bebiéndose el vino demasiado deprisa y ha perdido los estribos. Se le cierra la garganta y la mesa se funde en una borrosa franja blanca. Está a punto de romper a llorar cuando siente una mano sobre la suya, debajo de la mesa. La de Jakob.

—Es la raíz de rábano picante —susurra, agitando la mano libre frente a su cara, parpadeando—. Me pasa siempre. —Se seca disimuladamente el rabillo del ojo con la servilleta. Jakob asiente con la cabeza y le rodea los dedos con fuerza.

Meses más tarde, en un mundo distinto, Nechuma recordará esta noche, la última Pascua Judía en la que estuvieron casi todos juntos, y deseará con cada célula de su cuerpo poder revivirla. Recordará el olor familiar del gefilte, el tintineo de la plata sobre la porcelana, el sabor del perejil, salado y amargo en la lengua. Añorará el tacto de la piel suave de bebé de Felicia, el peso de la mano de Jakob sobre la suya bajo la mesa, el calor inducido por el vino en la boca del estómago que le pedía que creyera que al final todo podría salir bien. Recordará lo contenta que parecía estar Halina al piano después de comer, cómo habían bailado juntos, cómo habían hablado de que echaban de menos a Addy, asegurándose los unos a los otros que pronto volvería a casa. Lo repetirá todo una y otra vez, cada momento bonito, y lo saboreará, como las últimas peras klapsa perfectas de la temporada.