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Genek

Radom, Polonia – 18 de marzo de 1939

Genek levanta la barbilla y una pluma de humo serpentea desde sus labios hacia el techo de azulejos grises del bar.

—Esta es mi última jugada —declara.

Al otro lado de la mesa, Rafal lo mira.

—¿Tan pronto? —Le da una calada de su propio cigarrillo—. ¿Tu mujer te prometió algo especial si llegabas a casa a una hora decente? —Rafal le guiña un ojo y exhala. Herta se había unido al grupo para cenar, pero se había marchado antes.

Genek se ríe. Rafal y él son amigos desde la escuela primaria, cuando gran parte de su tiempo lo pasaban acurrucados sobre las bandejas del almuerzo discutiendo a cuál de sus compañeras de clase invitar al baile studniówka de fin de curso, o a quién preferían ver desnuda: a Evelyn Brent o a Renée Adorée. Rafal sabe que Herta no es como las chicas con las que Genek solía salir, pero le gusta darle la tabarra cuando Herta no está cerca. Genek no puede culparlo. Hasta que conoció a Herta, las mujeres habían sido su debilidad (las cartas y los cigarrillos también, para ser sinceros). Con sus ojos azules, un hoyuelo en cada mejilla y un encanto irresistible al más puro estilo de Hollywood, había pasado la mayor parte de su veintena disfrutando del papel de ser uno de los solteros más codiciados de Radom. En aquel entonces, no le había importado lo más mínimo la atención. Pero entonces llegó Herta y todo cambió. Ahora es diferente. Ella es diferente.

Bajo la mesa, algo roza la pantorrilla de Genek. Mira a la joven que está sentada a su lado.

—Ojalá te quedases —dice, sus ojos se clavan en los de él. Genek acaba de conocer a la chica esa noche: Klara. No, Kara. No se acuerda. Es una amiga de la mujer de Rafal que está de visita desde Lublin. Curva una comisura de los labios en una sonrisa tímida, con la punta de su zapato tipo Oxford todavía pegada a la pierna de él.

En su vida anterior podría haberse quedado. Pero a Genek ya no le interesa flirtear. Sonríe a la chica, sintiendo un poco de lástima por ella.

—En realidad, he terminado —dice, dejando las cartas sobre la mesa. Apaga su cigarrillo Murad, dejando que la colilla sobresalga como un diente torcido en el abarrotado cenicero, y se levanta—. Caballeros, señoras, siempre es un placer. Nos vemos. Ivona —añade, dirigiéndose a la mujer de Rafal y señalando con la cabeza a su amigo—, de ti depende que no se meta en líos. —Ivona se ríe. Rafal vuelve a guiñarle un ojo. Genek se despide haciendo un gesto con dos dedos y se dirige a la puerta.

La noche de marzo es inusualmente fría. Se mete las manos en los bolsillos del abrigo y sale a toda prisa hacia la calle Zielona, saboreando la perspectiva de volver a casa con la mujer a la que ama. De alguna manera, supo que Herta era su chica en cuanto la vio, hace dos años. Ese fin de semana sigue nítido en su memoria. Estaban esquiando en Zakopane, una estación de esquí situada entre las cumbres de los Tatras polacos. Él tenía veintinueve años, Herta veinticinco. Habían compartido telesilla y, en el trayecto de diez minutos hasta la cima, Genek se había enamorado de ella. Para empezar, por sus labios, carnosos y en forma de corazón, que era lo único que podía ver de ella tras la lana de color blanco crema de su gorro y su bufanda. Pero también por su acento alemán, que lo obligaba a escucharla de una forma a la que no estaba acostumbrado, y por su sonrisa, tan desinhibida, y por la forma en que, en mitad de la montaña, inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dijo: «¿No te encanta el olor a pino en invierno?». Él se rio, pensando, por un momento, que estaba bromeando antes de darse cuenta de que no era así; su sinceridad era un rasgo que llegaría a admirar, junto con su amor descarado por la naturaleza y su tendencia a encontrar la belleza en las cosas más sencillas. La había seguido por la pista, intentando no pensar demasiado en el hecho de que ella era el doble de esquiadora que él jamás sería, y luego se deslizó junto a ella en la cola del teleférico y la invitó a cenar. Cuando dudó, él sonrió y le dijo que ya había reservado un trineo tirado por caballos. Ella se rio y, para deleite de Genek, aceptó la invitación. Seis meses después, le propuso matrimonio.

Dentro de su apartamento, Genek se alegra de ver un resplandor por debajo de la puerta del dormitorio. Encuentra a Herta en la cama, con su colección favorita de poemas de Rilke apoyada en las rodillas. Herta es de Bielsko, una ciudad del oeste de Polonia en la que se habla sobre todo alemán. En las conversaciones, rara vez utiliza el idioma con el que creció, pero le gusta leer en su lengua materna, sobre todo poesía. No parece darse cuenta de que Genek entra en la habitación.

—Debe de ser un verso muy interesante —bromea Genek.

—¡Oh! —dice Herta, levantando la vista—. No te había escuchado entrar.

—Me preocupaba que estuvieses dormida. —Genek sonríe. Se quita el abrigo, lo deja sobre el respaldo de una silla y se sopla en las manos para calentárselas.

Herta sonríe y deja el libro sobre su pecho, ayudándose de un dedo para no perder la página.

—Has llegado a casa mucho antes de lo que pensaba. ¿Has perdido todo nuestro dinero en la mesa? ¿Te han echado?

Genek se quita los zapatos, la americana y se desabrocha los puños de la camisa.

—En realidad, iba ganando. Ha sido una buena noche. Pero aburrida sin ti. —Contra las sábanas blancas, con su vestido amarillo pálido, los ojos muy marcados, los labios perfectos y el pelo castaño cayendo en ondas sobre sus hombros, Herta parece sacada de un sueño, y eso le recuerda a Genek una vez más lo inmensamente afortunado que es por haberla encontrado. Se desviste hasta quedar en ropa interior y se mete en la cama junto a ella—. Te he echado de menos —dice, apoyándose en un codo y besándola.

Herta se relame los labios.

—Déjame adivinar, tu última copa… Bichat.

Genek asiente, se ríe. La besa de nuevo y su lengua encuentra la de ella.

—Amor, deberíamos tener cuidado —susurra Herta, separándose.

—¿No tenemos cuidado siempre?

—Es que… ya casi me toca.

—Ah —dice Genek, saboreando su calor, el dulce residuo floral del champú en su pelo.

—Sería una estupidez dejar que ocurriera ahora —añade Herta—, ¿no crees?

Unas horas antes, durante la cena, habían hablado con sus amigos de la amenaza de guerra, de lo fácil que Austria y Checoslovaquia habían caído en manos del Reich y de cómo las cosas habían empezado a cambiar en Radom. Genek había despotricado por su degradación a asistente en el bufete de abogados y había amenazado con trasladarse a Francia.

«Al menos allí —había estado que echaba humo—, podría utilizar mi título».

«No estoy tan segura de que vayas a estar mejor en Francia —había dicho Ivona—. El Führer ya no solo tiene como objetivo los territorios de habla alemana. ¿Y si esto es solo el principio? ¿Y si Polonia es la siguiente?».

La mesa se había calmado un momento antes de que Rafal rompiera el silencio.

«Imposible —había afirmado, con un movimiento despectivo de la cabeza—. Puede que lo intente, pero lo detendrán».

Genek estuvo de acuerdo.

«El ejército polaco nunca lo permitiría —había dicho».

Ahora, Genek recuerda que fue durante esa conversación cuando Herta se levantó para excusarse.

Su mujer tiene razón, por supuesto. Debían tener cuidado. Traer un niño a un mundo que empieza a parecer estar preocupantemente al borde del abismo sería imprudente e irresponsable. Pero al estar tan cerca, Genek no puede pensar en otra cosa que no sea en su piel, en la la curva de su muslo contra el suyo. Sus palabras, como las diminutas burbujas de su última copa de champán, salen flotando de su boca y se disuelven en el fondo de su garganta.

Genek la besa una tercera vez y, al hacerlo, Herta cierra los ojos. Piensa que va medio en serio. Se acerca a ella para apagar la luz y la siente ablandarse bajo sus pies. La habitación se oscurece y él desliza una mano bajo la bata.

—¡Estás frío! —grita Herta.

—Lo siento —susurra.

—No, no lo sientes. Genek…

Le besa el pómulo, el lóbulo de la oreja.

—La guerra, la guerra, la guerra. Ya estoy cansado de ella y ni siquiera ha empezado. —Desplaza sus dedos desde las costillas hasta la cintura.

Herta suspira y suelta una risita.

—Estoy pensando en algo —añade Genek, con los ojos abiertos como si acabara de tener una revelación—. ¿Y si no hay guerra? —Mueve la cabeza, incrédulo—. Nos habremos privado para nada. Y Hitler, el muy cabrón, habrá ganado. —Esboza una sonrisa.

Herta le pasa un dedo por el hueco de la mejilla.

—Estos hoyuelos son mi perdición —dice mientras niega con la cabeza. Genek sonríe con más ganas y Herta asiente—. Tienes razón —accede—. Sería una tragedia. —El libro cae al suelo con un ruido sordo y ella se gira hacia él—. Bumsen der krieg.

Genek no puede evitar reírse.

—Estoy de acuerdo. Que le den a la guerra —dice, y tira de la manta por encima de sus cabezas.