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Una nueva era del miedo

En la agitación religiosa y política del siglo XVI, que vio desafiada la autoridad de la Iglesia católica en el norte y el centro de Europa, el miedo se transformó. En ciertos lugares (partes del norte de Alemania, Escandinavia, Países Bajos e Inglaterra) la Iglesia católica fue derrocada y surgieron nuevas comunidades protestantes que profesaban su lealtad al Estado. En 1520, Martín Lutero, una figura crucial de la Reforma, urgió a los príncipes alemanes del Sacro Imperio Romano (una confederación flexible de territorios de habla alemana bajo el señorío o la soberanía de un emperador) a hacer suya la causa de la reforma en sus tierras, insistiendo en que la Iglesia se equivocaba al reclamar la jurisdicción sobre el poder temporal.1Para esos gobernantes, la defensa de la reforma conllevaba claros beneficios: aumentaba su influencia y su riqueza a expensas de la Iglesia y el emperador, al tiempo que contribuía a inculcar obediencia a sus súbditos.2

El control estatal de las instituciones religiosas no quedaba confinado a los territorios protestantes. En otros lugares, en España, Francia y zonas de Europa oriental, se reafirmó el catolicismo, con frecuencia mediante la coerción. Para protegerse de la amenaza protestante, la Iglesia se vio forzada a contar con la intervención de los príncipes locales. En consecuencia, en esos lugares, la religión también se convirtió en una faceta del poder estatal. Las herramientas que la Iglesia había desarrollado para promover una fe común (incluido el miedo) fueron incorporadas de modo progresivo a la maquinaria gubernamental.

No obstante, el miedo avanzó asimismo en otra dirección. Lutero pudo haber apelado a los gobernantes seculares, pero insistía en una relación personal del creyente con Dios. Los individuos, sostenía, eran los súbditos de dos reinos: uno exterior, el orden temporal, y otro interior, espiritual.3Según la doctrina de la sola scriptura, «solamente por la Escritura», la Biblia era una fuente de autoridad infalible, harto preferible a los dudosos preceptos transmitidos por la tradición, los concilios eclesiásticos, los teólogos y los papas. La creencia en el purgatorio, por ejemplo, que era clave para la venta de indulgencias, carecía de base en las Escrituras. La remisión del castigo por los pecados no podía comprarse, la salvación exigía trabajo y la meditación era un ejercicio espiritual crucial que implicaba «repetir y comparar el discurso oral y las palabras literales del libro, leyéndolas y releyéndolas con diligente atención y reflexión».4

Lo que ahora exploraremos es la propaganda y la individualización simultáneas del miedo durante la Reforma, así como su ambiguo papel como una herramienta de gobernanza y una fuerza de liberación, comenzando con un análisis de cómo los libros de filosofía política y las obras literarias abordaban la experiencia del miedo, su lugar en la sociedad y su relación con la fe y el poder.

 

Con frecuencia se olvida que el Renacimiento, la explosión del arte y la cultura occidentales que se produjo a partir de finales del siglo XIV, se desplegó en medio de la agitación política y la violencia extrema.5El gran historiador suizo del siglo XIX Jacob Burckhardt, a quien debemos la idea del Renacimiento como un periodo de transición radical desde la Edad Media hasta el mundo moderno, enfatiza el temeroso «espíritu de duda» de la época, así como su «tendencia viciosa», nacida de lo que él calificaba de «las peores características de un egoísmo desenfrenado».6La visión apocalíptica de Brueghel El triunfo de la muerte es una versión de esta turbulencia; otra es El libro de los milagros, un manuscrito ilustrado elaborado en torno a 1550 en la ciudad suaba de Augsburgo. En él, el catastrofismo bíblico converge con los horrores de la guerra y la devastación causada por una inundación fatal, plagas de langostas y monstruos devoradores de humanos.7

En una carta escrita a principios de la década de 1480 a su mecenas Ludovico Sforza, duque de Milán, Leonardo da Vinci describe las ingeniosas «máquinas de guerra» que estaba desarrollando para causar «gran terror al enemigo»: catapultas, morteros portátiles, cañones, bombas incendiarias y vehículos blindados.8Aunque la pólvora había llegado a Europa desde Asia en el siglo XIII, a la altura del siglo XV el uso de la artillería había transformado la naturaleza de la guerra. Ese era, pues, el nuevo humanismo posterior a la peste, que defendía los valores humanos y las virtudes cívicas y se inspiraba en la Antigüedad clásica. «El miedo surge antes que cualquier otra cosa —anotó Da Vinci en su cuaderno—. Al igual que la valentía pone en peligro la vida, el miedo la protege.»9

De hecho, los Estados que surgieron a partir de la peste a finales del siglo XIV e inicios del XV se fundaron sobre un nuevo género de política, con un contrato entre el gobernante soberano y sus súbditos que postulaba la violencia intrínseca de la naturaleza humana y la consiguiente necesidad de nuevas estrategias disciplinarias para mantener bajo control esa violencia. Según un estudio del reformador francés Juan Calvino y sus seguidores, la Reforma precipitó una «revolución disciplinaria» en lugares como los Países Bajos y Brandeburgo-Prusia que serviría como patrón para el mundo. En dichos lugares se desarrolló una nueva infraestructura de gobernanza y control social que tenía sus raíces en la promoción de la disciplina religiosa. «Lo que significó el vapor para la economía moderna —observa el sociólogo histórico Philip Gorski—, lo supuso la disciplina para la política moderna.»10El miedo constituía el núcleo de ese nuevo pacto político.

En 1516, Desiderio Erasmo, el filósofo, teólogo y erudito neerlandés, condenaba la brutalidad de la guerra y hacía hincapié en el valor del amor sobre el temor. «El tirano se esfuerza en ser temido, el rey en ser amado», escribió.11Muchos de sus contemporáneos adoptaron el punto de vista opuesto. Tres años antes, Nicolás Maquiavelo había expresado con elocuencia los méritos políticos del miedo. En su calidad de segundo canciller, había dirigido importantes misiones diplomáticas para la República florentina y se había encargado de organizar la milicia de la ciudad. Sin embargo, cuando la familia gobernante Medici fue restituida en 1512 tras dieciocho años en el exilio, las asociaciones de Maquiavelo con el antiguo régimen lo convirtieron en persona non grata y fue destituido de su cargo. Unos meses después fue encarcelado por su presunta participación en una conspiración para derrocar a la nueva administración y fue torturado para que confesase mediante la infame técnica de la garrucha, en la que se cuelga al reo, con las manos atadas a la espalda, de una cuerda que pasa por una polea.12A raíz de esas tribulaciones, Maquiavelo se retiró a su casa de campo en Sant’Andrea in Percussina y escribió El príncipe, un tratado sobre el poder dedicado al nuevo gobernante de Florencia, Lorenzo di Piero de’ Medici, sin duda como un gesto de congraciamiento pragmático.

La crisis política en Florencia había alentado a Maquiavelo a pensar en la manera de contrarrestar la tendencia que las instituciones parecían tener a la corrupción y la obsolescencia gradual. Concebido como una introducción a la política y un manual básico para aspirantes a gobernantes, su libro sostiene que el dirigente exitoso ha de anticiparse a la rebelión y contrarrestar las fuerzas divisivas en el seno del Estado inculcando el miedo en la población. «De la generalidad de los hombres se puede decir esto —escribe—: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro.» ¿Es «mejor ser amado que temido, o al revés»?, pregunta, antes de responderse a sí mismo: «es mucho mejor ser temido que amado si no se puede ser ambas cosas».13Según Maquiavelo, solo el miedo y la amenaza de violencia pueden mantener unida la sociedad. Si le interesa hacerlo, es perfectamente razonable que el príncipe se vea arrastrado a «obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión».14Lo novedoso de esta formulación no era tanto la idea del temor como un recurso político, que refleja los supuestos cínicos acerca de la naturaleza humana, cuanto su promoción descarada como un instrumento para adquirir y conservar el poder.

El príncipe de Maquiavelo fue una de las muchas obras preocupadas por la batalla de controlar el miedo que se estaba librando por toda Europa en el siglo XVI. El mismo año en que Erasmo había comentado el uso tiránico del miedo, su buen amigo sir Tomás Moro (filósofo, abogado y más tarde lord alto canciller de Inglaterra) publicó el libro Utopía, en el que una república de una isla imaginaria se convierte en un vehículo para criticar las instituciones políticas contemporáneas y poner en evidencia los peligros del sectarismo religioso, los enfrentamientos civiles y la desigualdad social. En muchos aspectos, la Utopía de Moro es una sociedad extraordinariamente liberal, a pesar de su dependencia de esclavos para «todo el trabajo rudo y sucio» y la constante vigilancia de los ciudadanos por parte del Estado con el fin de garantizar la disciplina.15Es una democracia representativa, regida por un príncipe electo; no existe propiedad privada ni dinero, y los enfermos son tratados en hospitales públicos. No obstante, el miedo desempeña un papel importante en la mancomunidad ficticia de Moro. Si bien los ciudadanos de Utopía gozan de libertad religiosa, el miedo al juicio de Dios se considera indispensable; los ateos que no conocen el miedo no pueden ocupar cargos públicos. Como dice Moro, «si uno solo teme la persecución y no espera nada tras su muerte, siempre estará intentando eludir o infringir las leyes de su país, con el fin de conseguir sus intereses».16

El orden social en Utopía resulta depender de que la clase adecuada de temor se equilibre con la clase adecuada de intrepidez. Mientras que el temor religioso se considera motivacional, el miedo a la inanición y a las necesidades materiales básicas se juzga inaceptable porque desestabiliza la sociedad. En la época en la que Moro estaba escribiendo, los temores espirituales y materiales se habían desbaratado peligrosamente por toda Europa dislocando ese delicado equilibrio. Había nacido el mundo distópico del pánico moderno, junto con un impulso de signo contrario para diseñar una nueva clase de Estado capaz de contenerlo.

 

Estas nuevas ideas acerca de los usos y abusos de diferentes tipos de miedo surgieron en el momento preciso en el que la unidad de la cristiandad se hallaba bajo amenaza. Por toda Europa, la autoridad de la Iglesia católica estaba siendo impugnada por los disidentes y los defensores de la reforma. En 1517, Lutero escribió sus Noventa y cinco tesis, una lista de quejas contra el papado que precipitó una disputa teológica que pronto se transformaría en un movimiento secesionista radical. Entre sus quejas con respecto a Roma figuraba la venta de indulgencias, que a mediados del siglo XV estaban siendo emitidas como pequeños formularios impresos, pagarés que se asemejaban a cheques en blanco con espacios reservados para el nombre del comprador y la fecha de adquisición. En una creativa artimaña generadora de dinero gestionada por la Iglesia desde 1476, incluso era posible comprarlas para los familiares difuntos.

No tardaron mucho en plantearse otras demandas por parte de facciones protestantes rivales, incluidas las encabezadas por Calvino y Ulrico Zuinglio en Suiza.17«Por desgracia, me temo que el Evangelio puede involucrarnos en una guerra mortífera», escribió Erasmo en 1529. Un año después predecía que «la larga guerra de palabras y panfletos pronto será librada con alabardas y cañones».18

Para entonces ya se había desatado la violencia. En la guerra de los campesinos en el oeste y el sur de Alemania, impulsada por el desafío protestante a la Iglesia católica y encabezada por el predicador Thomas Müntzer, estos habían sido derrotados y quizá hasta cien mil de ellos fueron masacrados. El propio Müntzer fue capturado, torturado y ejecutado en 1525. Y en los años posteriores a la publicación de Utopía, el mecenas de Moro, Enrique VIII, rompió con Roma y consolidó su poder como cabeza de la recién fundada Iglesia anglicana. Moro, católico devoto, fue hallado culpable de traición y decapitado en julio de 1535. Con el objetivo de impedir la propagación de esa herejía protestante, el papa Pablo III creó la Suprema Congregación Sagrada de la Inquisición Romana y Universal en 1542, con la misión de enjuiciar a los acusados de delitos heréticos.

La notable velocidad con la que se fragmentó la Europa católica obedecía en parte a una nueva tecnología que estaba transformando la comunicación en el mundo occidental, con consecuencias de largo alcance para la administración del miedo por parte de la Iglesia: la imprenta, diseñada por Johann Gutenberg en la década de 1440. La imprenta de tipos móviles había sido inventada siglos atrás en China, pero la publicación de la traducción latina de la Biblia por parte de Gutenberg en la década de 1450, la primera publicación «producida en masa» en Occidente, anunciaba una nueva era de la imprenta. Aunque la difusión de manuscritos continuaría hasta bien entrado el siglo XVII, fue Lutero quien demostró lo importante que podía ser la tecnología de impresión como un arma de ataque y autopromoción, y como un medio de infundir temor al juicio de Dios, lo que él estimaba fundamental para la fe. Como declaraba en su Catecismo menor de 1529, una exposición de doctrinas escritas para la edificación de los laicos y los niños: «Hemos de temer, amar y confiar en Dios por encima de todas las cosas».19

El propio Lutero estaba atormentado por el miedo a la muerte y atribuía su vocación religiosa a una experiencia aterradora que había sufrido en julio de 1505; atrapado en una tormenta eléctrica, había jurado hacerse monje si sobrevivía a la prueba. Según Lutero, la falta de temor conduce al orgullo, en tanto que el temor filial de Dios, frente al temor servil, es una condición previa para la gracia y se asemeja al miedo que el hijo tiene de sus padres; en ambos casos, el miedo está mezclado con el amor y constituye una forma de reverencia.20No obstante, también vituperaba contra el desvergonzado abuso del miedo por parte de la Iglesia católica, reservando un oprobio particular para los métodos inescrupulosos del fraile dominico Johann Tetzel, que aterrorizaba a sus congregaciones para que comprasen indulgencias conjurando visiones de sus padres muertos implorando clemencia en el purgatorio.21Lo atroz de semejante comportamiento era la forma en que explotaba el miedo por dinero y fomentaba la confusión entre la absolución y la remisión del castigo por los pecados.

La cultura impresa fue empleada por Lutero para condenar esas prácticas y promover sus propias creencias. Los panfletos eran relativamente baratos y rápidos de producir, y eran asimismo una forma de llegar a un público mucho más amplio de lectores y oyentes. Una de las tácticas de Lutero consistía en socavar al papado exponiéndolo a la sátira vituperadora, que podía neutralizar el miedo y minar la autoridad. El texto se combinaba con vívidas viñetas (muchas de ellas del artista Lucas Cranach, amigo de Lutero), que recurrían a elementos familiares, burlescos y a menudo salaces de la cultura popular alemana. Roma es un burdel; los cardenales proceden del trasero del diablo; el papa, imaginado como el anticristo, se sienta a horcajadas sobre un cerdo mientras sostiene un montón de mierda humeante. Explotando el prejuicio popular, Lutero acusaba al papado de conspirar con los judíos, revelando un inquietante antisemitismo que inspiraría a Hitler y a los nazis en el siglo XX.22

Si bien la teología radical de Lutero pudo haber promovido la experiencia subjetiva y la liberación de las restricciones de la corrupta Iglesia católica, también hacía hincapié en el pecado original. La salvación solo era posible mediante la gracia de Dios, una doctrina conocida como justificación solo por la fe. Como lo expresaba el erudito y reformador alemán Philip Melanchthon, amigo de Lutero, en el Artículo IV de la Confesión de Augsburgo (1530), «no podemos obtener el perdón del pecado ni la rectitud ante Dios por nuestros propios méritos, obras o satisfacciones», sino solo por la gracia de Dios. En otras palabras, la libertad espiritual iba de la mano de la capitulación ante la autoridad divina. Erich Fromm sostendría más tarde, de forma controvertida, que el legado de esta ambigüedad fundamental (el énfasis simultáneo en la libertad frente a la autoridad y la sumisión a esta en la teología de Lutero y Calvino) caracterizaba los sistemas democráticos conforme se desarrollaban en Europa occidental y contribuía a explicar el auge del totalitarismo en el siglo XX.23

El fervor desatado por los conflictos religiosos, la adhesión a nuevas ortodoxias y el temor a la ira de Dios alentaban la demonización de los disidentes, así como las revueltas masivas y la violencia. Las campañas de miedo eran un distintivo del periodo, caracterizado por la persecución de las comunidades minoritarias, en particular judíos y musulmanes. La fe y la amenaza de herejía se concebían como un conflicto espiritual que precisaba vigilancia contra la tentación, amén de esfuerzos para erradicar las conspiraciones demoniacas. Si bien la caza de brujas se manifestaba como una avalancha de pánicos locales, la idea teológica era el miedo a gran escala: una amenaza existencial para el cristianismo planteada por la heterodoxia y la desobediencia.

Los territorios germanoparlantes de Europa central pudieron haber sido el corazón de los miedos a las brujas en los siglos XVI y XVII, pero estos fueron un fenómeno paneuropeo, «un síntoma furibundo de agitación social y política».24Los estados alemanes del sur son buenos ejemplos de cómo el reverso del miedo era la furia: una intensa lucha confesional entre diferentes identidades político-religiosas. Allí, la caza de brujas era un subproducto tóxico de las más despiadadas luchas entre las fuerzas de la Reforma y las de la Contrarreforma, el contraataque de la Iglesia católica contra la amenaza protestante.

En Escocia, en particular en las Tierras Bajas dominadas por la Iglesia calvinista temerosa de Dios, el miedo a las brujas abocó también al pánico, y en él desempeñó un papel clave, como autoproclamado demonólogo, Jacobo VI, quien en 1597 publicó Demonología, un tratado destinado a demostrar la existencia de brujas y abogar por su persecución.25Tan lejos como en las remotas fronteras del Nuevo Mundo, en las plantaciones de Massachusetts, el miedo a la brujería conduciría a la denuncia y el juicio contra los acusados de practicar el arte del diablo para provocar enfermedades y muerte.26Los curanderos populares, los augures y los individuos supuestamente dotados de poderes de profecía y adivinación llevaban siglos deambulando por los campos europeos vendiendo sus servicios. Aunque esas prácticas continuarían hasta el siglo XIX, a raíz de los violentos conflictos confesionales serían cada vez más condenadas como una amenaza para la comunidad cristiana.27

La Iglesia católica había denunciado con frecuencia los peligros de la brujería. Una bula otorgada por el papa Inocencio VIII en 1484 extendía la autoridad de la Inquisición para castigar a aquellos que, confabulados con «demonios, íncubos y súcubos», perpetraban las «más repugnantes abominaciones».28Unos años después de ese decreto, el tratado Malleus maleficarum, o «Martillo de las brujas», escrito por el inquisidor dominico Heinrich Kramer, ofrecía instrucciones para identificar, capturar, torturar, juzgar y ejecutar a las brujas. Aunque la Iglesia no había participado con anterioridad en la persecución de estas a gran escala, una histeria de caza de brujas comenzó entonces un vertiginoso ciclo de violencia, alimentado por la imprenta. Si bien Kramer pudo haber sido una autoridad de dudosa reputación y existen pocas evidencias de que, como se sugiere a veces, el Malleus maleficarum se utilizase mucho, en los siglos posteriores a su publicación en 1486 se reimprimió con frecuencia y supuestamente se vendieron más ejemplares que de ningún otro libro exceptuando la Biblia.29

Los protestantes también participaban en las cazas de brujas. Lutero condenaba las supersticiones populares y la magia, y autorizaba de forma expresa la ejecución de las brujas. En Ginebra, Calvino introdujo «un nuevo régimen de terror» en 1545, urgiendo a los magistrados de la ciudad a «extirpar la raza de las brujas».30Los juicios a las brujas reportaban los mayores beneficios en lugares en los que las tensiones religiosas eran más intensas, aunque eso tendía a ser ilusorio, toda vez que las cazas de brujas exacerbaban, más que resolvían, el caos social y económico que las había originado. En el nuevo clima de conflicto religioso, las autoridades eclesiásticas usaban el miedo popular para extender su influencia y reclutar nuevos seguidores para su causa demostrando su destreza en la persecución, captura y destrucción de las brujas.31

El miedo a las brujas estaba ligado asimismo a la centralización de las funciones estatales que resultó clave para el surgimiento del Estado moderno. El juicio y la ejecución pública de las brujas reflejaban una expansión del gobierno en áreas que habían estado previamente fuera de su competencia, si bien eran también un medio de apuntalar la autoridad estatal contra la amenaza de creencias rivales.32A pesar de ello, es importante no exagerar la escala de esos temores ni la medida en la que estaban conectados y políticamente dirigidos. El pánico que generaban las brujas eran esporádicos y dispersos por naturaleza; también eran raros y efímeros, y la mayoría de los lugares jamás los tuvieron. Cuando se producían, solían ser impelidos por los miedos populares, que reflejaban preocupaciones más amplias. Las amargas luchas religiosas y políticas, junto con la convulsión social causada por la guerra, crearon un entorno de sospechas dentro del cual se enconó el miedo a la herejía.33

Se trataba de un mundo en el que las tradiciones profundamente arraigadas habían comenzado a chocar con una nueva comprensión del mundo natural, donde las fronteras entre lo que hoy denominaríamos magia, religión y ciencia seguían siendo difusas, incluso mientras se cuestionaban los preceptos religiosos fundamentales. Kepler, Copérnico y Galileo estaban aplicando nuevos modelos para explicar los movimientos planetarios, invirtiendo la visión geocéntrica dominante del cosmos, en virtud de la cual el Sol y los planetas giraban alrededor de la Tierra. Aunque no se produjo ninguna ruptura súbita con el pasado, esa nueva concepción se forjó en un momento en que las instituciones se esforzaban por imponer orden y reafirmar las ortodoxias amenazadas. Después de todo, Galileo fue llevado ante la Inquisición y declarado «vehementemente sospechoso de herejía» en 1633.34El miedo y la violencia eran síntomas de los profundos cambios estructurales que estaban acaeciendo: los dolores de parto de la modernidad, cabría decir.

 

A pesar de esas prohibiciones, la divulgación de panfletos y libros escritos en lengua vernácula, en lugar de en latín (incluidas las traducciones de autores clásicos), contribuyeron a forjar nuevas comunidades basadas en la fe, la cultura y las experiencias compartidas.35Como hemos visto, Lutero y Calvino estaban promoviendo también una espiritualidad contemplativa que alentaba el autoexamen mediante la lectura atenta de las Escrituras, y el miedo era un rasgo importante de esta nueva introspección. Escribiendo durante la guerra de los campesinos en la década de 1520, un anabaptista alemán (un miembro de una secta cristiana radical que rechazaba las autoridades civiles y eclesiásticas y se negaba a pagar diezmos o a prestar juramentos) observaba que el «espíritu de temor» humano era bastante diferente del auténtico «temor de Dios», que conducía a un «ansioso cuestionamiento, a un examen de uno mismo y de Dios en todas las cosas».36

Estas nuevas técnicas de autodisciplina espiritual eran alentadas por la imprenta, y fue por aquella época cuando comenzaron a circular tratados que ofrecían orientación práctica y moral. Si bien las pasiones eran inherentes a la naturaleza humana, su disciplina se consideraba esencial para el autoconocimiento y a menudo se enmarcaba como un ejercicio terapéutico. En cuanto a los gobernantes, la importancia de controlar y manipular el miedo era crucial para su poder.37

Puede que los libros de consejos sobre la etiqueta y el cultivo de la cortesía no fuesen nuevos, pero consiguieron un nuevo público en una época de disensión religiosa y guerra. Había una política en la tarea de disciplinar las pasiones y recomendar la conducta cortés. En 1530, Erasmo publicó un manual sobre los buenos modales para los niños, que se reimprimió en numerosas ocasiones y se tradujo con profusión. «Aunque el aspecto externo del cuerpo procede de una mente bien ordenada —aconsejaba—, un hombre por lo demás recto y educado, si se descuida su instrucción, carecerá a veces de gracia social.» Ciertas cosas no resultaban permisibles en público, como limpiarse la nariz con la mano, bostezar sin cubrirse la boca, encorvar los hombros, chuparse los dedos u orinar con indiscreción. Aunque Erasmo condenaba el uso del «miedo y el terror» en la educación, hacía hincapié en la importancia de explotar la amenaza de la vergüenza como un medio de motivar a los estudiantes.38

Maquiavelo se había ocupado de la autoridad del gobernante y Tomás Moro había abordado cuestiones filosóficas acerca del arte de gobernar. Sin embargo, conforme progresaba el siglo XVI, los libros y los panfletos comenzaron a abrir un espacio confesional que promovía la experiencia del individuo. Aquello suponía un cambio de prioridades que resultaba evidente asimismo en el arte, toda vez que artistas tales como Brueghel empezaron a registrar una sensibilidad hacia las experiencias cotidianas.

Este nuevo estilo confesional se ponía de manifiesto en los escritos del filósofo francés Michel de Montaigne, autor de tres libros de ensayos que se convirtieron en éxitos de ventas cuando se publicaron en 1580 y 1588. En ellos tocaba todos los ámbitos, desde el dolor y la pérdida de memoria hasta la educación y, sobre todo, el miedo. «Lo que más miedo me da es el miedo», escribía en su ensayo «Del miedo», ya que «este excede en intensidad a todos los demás trastornos». Para Montaigne, las diferentes escalas del miedo existen en un continuo que abarca desde el miedo personal hasta los «terrores pánicos» que desencadenan la autodestrucción de ejércitos, ciudades y naciones.39

Los Ensayos fueron escritos con un trasfondo de violentos conflictos religiosos en el suroeste de Francia, donde él vivía. En 1562, los católicos se enfrentaron con los protestantes en Toulouse, dejando varios millares de muertos. Poco después, en Francia estalló una guerra civil en toda regla. Como ha observado Jean Delumeau, dadas las amenazas a las que se enfrentaba Europa en aquella época, uno no pensaría que hubiese muchas ocasiones para el autoexamen. Por el contrario, sin embargo, lo que Delumeau denomina una mentalidad de asedio «iba acompañada por un opresivo sentimiento de culpa, un movimiento sin precedentes hacia la introspección y el desarrollo de una nueva conciencia moral». «Una ansiedad global, fragmentada en miedos “etiquetados” —escribía—, descubría un nuevo enemigo en cada uno de los habitantes de la ciudad asediada, y un nuevo temor: el temor a uno mismo.»40

El proyecto filosófico de Montaigne dependía de hallar modos de gestionar ese miedo que, como decía a sus lectores, es capaz de controlarnos y alienarnos de nosotros mismos. Sin embargo, si logramos aprovechar y transformar su energía, el miedo también puede ayudarnos a vivir con más plenitud. Al examinar su propia vida con semejante sinceridad, Montaigne proyectaba una imagen informal de sí mismo con la que sus lectores podían identificarse fácilmente. Escribía con franqueza, por ejemplo, sobre la agonía que experimentaba al expulsar cálculos renales, y cómo ello confería una intensidad aumentada a su vida entre episodios. Para él, el abrupto alivio del dolor era un recordatorio de la fugacidad de la vida y la omnipresencia de la muerte. El tono íntimo y afable de Montaigne, junto con su preocupación por lo cotidiano, alentaba a sus lectores a reflexionar sobre sus propias experiencias. «Quien teme sufrir, sufre ya por su temor —observaba en su ensayo “De la experiencia”—. Tendré tiempo de sobra cuando sienta el dolor, sin prolongarlo mediante el dolor del miedo.»41

Una influencia relevante en el pensamiento de Montaigne fue el filósofo, dramaturgo y estadista estoico del siglo I Séneca, quien había pretendido desarrollar una filosofía práctica que permitiese a sus lectores lidiar con sus temores. Nuestra vida, afirmaba Séneca, está suspendida entre los recuerdos temerosos y el terror a un futuro impredecible, «atormentada tanto por lo que ha pasado como por lo que ha de venir». «Por muy diferentes que sean», reflexionaba, el miedo y la esperanza «marchan al unísono como un preso y el escolta al que está esposado». El reto consistía en vivir en plenitud en el presente, libre de temores y expectativas.42

Otros escritores de la modernidad temprana mostraban un interés similar en el miedo. El libro de culto de Robert Burton Anatomía de la melancolía, publicado por vez primera en 1621, era una enciclopédica obra de referencia de autoayuda y un manual para aquellos que sufrían de melancolía. Hoy en día es probable que concibamos la melancolía como un término anticuado para designar la depresión, pero en los siglos XVI y XVII se creía que su principal síntoma y causa era el miedo debilitante. La palabra deriva de la voz griega para «bilis negra», uno de los cuatro fluidos corporales vitales o humores, que se pensaba que influían en la salud del cuerpo y en sus emociones, junto con la sangre, la flema y la bilis amarilla. La melancolía era un exceso de bilis negra que provocaba «una conmoción de la mente» o «una angustia perpetua del alma».43

Aunque Burton se describe a sí mismo como «un escritor disperso, franco y rudo», Anatomía de la melancolía es un compendio erudito que abarca desde los clásicos hasta los tratados médicos más recientes. Pese a la amplitud de saberes, Burton hace hincapié en que el libro se concibió en un principio como un antídoto contra su propio temor. Sus contenidos, nos cuenta, fueron diseñados «para ayudar y actuar médicamente sobre el cuerpo entero».44

Burton insiste en que, si bien el miedo es desencadenado por la perspectiva de un peligro inminente, también puede originarse por una amenaza imaginada. Ofrece numerosos ejemplos tragicómicos de temores de la fantasía con efectos físicos nocivos. Un panadero italiano que está convencido de que está hecho de mantequilla siente tanto terror a derretirse que no se acerca a su horno ni se sienta al sol. A veces, advierte Burton, las fantasías extremas pueden ser fatales. Un hombre conoce a alguien que creer estar infectado con la peste y muere de la conmoción, pese a que su temor es infundado. O un hombre que ha atravesado con éxito un arroyo en la oscuridad por una estrecha tabla muere del susto cuando se percata posteriormente del peligro que había corrido.45

Al igual que Montaigne, Burton concibe el miedo como un continuo que abarca desde el trauma individual hasta los terrores que se apoderan de las comunidades. A título de ejemplo, considera un terremoto devastador que sacudió Bolonia en diciembre de 1504. Entre aquellos que experimentaron el acontecimiento estaba el humanista Filippo Beroaldo. Cuando la ciudad comenzó a temblar, «la gente pensaba que el mundo había llegado a su fin», escribió Beroaldo, y algunos habitantes, incluido su sirviente Fulco Argelanus, estaban «tan profundamente aterrorizados» que se volvieron locos. El terror colectivo, sugiere Burton, se entrecruza con el trauma progresivo de un individuo que culmina en el suicidio.

Las causas de la melancolía no solo radican en el cuerpo, sino que también residen en la mente, agravadas por factores ambientales. Corren tiempos melancólicos, nos recuerda Burton; el telón de fondo de sus escritos es una avalancha de «rumores de guerra, pestes, incendios, inundaciones, robos, asesinatos, matanzas, meteoros, cometas, espectros, prodigios, apariciones, de burgos conquistados, ciudades asediadas en Francia, Alemania, Turquía, Persia, Polonia, etc., desfiles de tropas todos los días, preparativos de guerra y así sucesivamente, que son el fruto de estos tiempos calamitosos».46

 

Mientras que los tratados filosóficos y médicos del siglo XVII pretendían diseccionar el miedo e instruir a los lectores sobre la mejor manera de afrontarlo, otros autores estaban creando obras de ficción que exploraban la naturaleza del temor y su relación con el poder. Macbeth, de Shakespeare, representada por primera vez en 1606 ante el rey Jacobo (el monarca cuyo tratado sobre brujería pudo haber influenciado al dramaturgo), rastrea los efectos corruptores del poder y el ambiguo papel del miedo como una destructiva fuerza moral y motivacional. «Una obra teatral que trata sobre el miedo y es consumida por el miedo —observa la erudita literaria Allison Hobgood—, narra y representa el proceso sintomático del miedo que engendra enfermedad y muerte.»47

La obra comienza con la aparición de tres brujas en un inhóspito páramo escocés. Cuando el trío demoniaco profetiza que Macbeth, un exitoso general, llegará a ser rey, despiertan en él deseos homicidas. Incitado por su ambiciosa esposa, supera su miedo, asesina al rey Duncan y se apodera del trono. Sin embargo, pronto le atormentan nuevas dudas y, en su paranoia, se vuelve cada vez más tiránico. La violencia se intensifica y Escocia se hunde en la guerra civil.

Lo llamativo de la obra es la tensión que Shakespeare identifica entre la corrosiva influencia del miedo, que conduce a la violencia, y el miedo como una fuerza moral, que pone freno al impuso de Macbeth de obrar conforme a sus despiadadas fantasías. En tanto en cuanto experimenta este último género de temor, sabemos que Macbeth no ha renunciado a su humanidad. En cambio, en el clímax de la obra, ha perdido toda capacidad de miedo moral y sucumbe en su lugar a la paranoia en toda regla. Su disposición a esas alturas es similar al estado de ánimo que Burton atribuye a la melancolía, en el que «la sospecha pisa los talones del miedo y la tristeza, manando de la misma fuente».48«El deseo que alienta mis energías y el corazón que me sustenta jamás se hundirán en la duda ni temblarán ante el miedo.»49Este es el momento en el que advertimos que, en su determinación de sentir miedo, Macbeth ha abandonado de modo irrevocable un universo moral.

Mientras Shakespeare estaba escribiendo Macbeth, el novelista, dramaturgo y poeta español Miguel de Cervantes acababa de publicar el primer volumen de Don Quijote de la Mancha, una novela que ahonda en la psicología del miedo. El libro narra las hazañas de un empobrecido aristócrata de las llanuras de la Mancha, en el centro de España, cuyo idealismo caballeresco chirría en un mundo de pragmatismo cruel y violencia desenfrenada donde el miedo está a la orden del día.

En su prólogo, Cervantes afirma que su novela presentará al lector una historia «monda y desnuda», una tarea nada fácil, habida cuenta de que España durante la Inquisición podía ser un lugar peligroso para decir lo que uno pensaba. En 1492, los judíos habían sido expulsados del país por el rey Fernando y la reina Isabel, justo cuando comenzaba la conquista del Nuevo Mundo. La plata y el oro podían haber llegado a raudales desde las Américas, y el arte y la literatura podían haber florecido en casa, pero esa «edad dorada» a la que alude jocosamente don Quijote era una época de violencia y miedo institucionalizado.50Desde la década de 1560, como hemos visto, Felipe II había actuado en contra de sus súbditos protestantes en los Países Bajos. Ante la creciente amenaza del Imperio otomano en el Mediterráneo, cualquier persona de proveniencia musulmana era vista con recelo. Entre 1609 y 1614 se adoptó formalmente una política de limpieza étnica, y los moriscos (musulmanes convertidos al cristianismo) fueron expulsados.

Lejos de tratarse de un mero divertimento cómico, es una historia de terror y pérdida en la que Cervantes se basa en sus propias experiencias: la lucha contra los otomanos y la batalla naval de Lepanto frente a las costas de Grecia en 1571, donde recibió disparos y resultó mutilado; capturado por piratas berberiscos y esclavizado durante cinco años en Argel, excomulgado por la Iglesia de España y encarcelado por malversación de fondos.

En una escena de la novela, concebida como una sátira sobre la censura de la Inquisición, un clérigo intolerante registra la biblioteca de don Quijote en busca de libros ofensivos para quemar.51El chiflado caballero no es el único personaje cuya visión del mundo es ofuscada por los supuestos ideológicos: en esa sociedad rapaz, todos observan el mundo a través del estrecho prisma de su propio temor. Cuando divisa dos rebaños de ovejas en una llanura, don Quijote está convencido de que son ejércitos enemigos preparados para la batalla. Cuando su escudero Sancho Panza protesta diciendo que en realidad son ovejas, el caballero replica: «El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son».52

 

Así pues, a finales del siglo XVI y principios del XVII, el miedo estaba siendo experimentado y examinado de formas novedosas. Las «pasiones» y los «afectos» humanos se consideraban intrínsecamente políticos. Como observaba Francis Bacon en 1605, los afectos eran sentimientos que debían ser mantenidos bajo control por la razón. El escritor inglés Thomas Wright, un coetáneo de Bacon, subrayaba asimismo el carácter recalcitrante de las pasiones, que podían perturbar la razón, del mismo modo que los rebeldes podían desafiar la autoridad de su rey, o las facciones rivales podían obstaculizar las operaciones del Estado. Y Robert Burton advertía cómo tiranizaba el miedo, que trabajaba para destruir la paz. Se trataba de metáforas del conflicto que hablaban de la turbulencia del periodo posterior a la Reforma. La propia palabra emotion, incorporada al inglés a comienzos del siglo XVII a través de traducciones del francés, no significaba solamente un estado de excitación mental y fuertes sentimientos; denotaba asimismo agitación política y malestar social. El frontispicio de la traducción inglesa de un libro del sacerdote y filósofo francés Jean-François Senault, publicado en 1649, sobre el uso de las pasiones, representa la subyugación de estas (incluidos el miedo y la esperanza) imaginadas como suplicantes esposados y procesados ante el tribunal de la razón.53

Mientras tanto, los «temores de pánico» producidos por los conflictos religiosos, la guerra, la hambruna y la enfermedad estaban creando nuevas oportunidades que los Estados explotaban con fines políticos conforme se iban consolidando. Esos Estados-nación embrionarios, antecedentes reconocibles de los países de la Europa actual, fueron creados en parte por la cultura impresa. Libros, panfletos y periódicos desempeñaron un papel relevante en la fabricación de estas nuevas identidades colectivas promocionando una lengua vernácula estandarizada, que contribuyó a su vez a neutralizar las diferencias regionales y catalizó un sentido de identidad nacional.54

La imprenta ayudó asimismo a forjar un nuevo sentido del yo al facilitar el estudio individual y el intercambio de experiencias. El énfasis en un enfrentamiento directo con los textos sagrados alentaba la responsabilidad personal, en lugar de la dependencia de la autoridad institucional. Los individuos podían leer acerca del miedo de otros e identificarse con ellos, lo cual implicaba la amplificación de los temores privados y la personalización de los miedos colectivos.55

No obstante, si bien los libros y los panfletos contribuían a formar a los lectores en el dominio de sus temores, también podían fomentar la difusión de la desinformación, la discordia y la herejía. Calvino clamaba contra el «confuso bosque» de los malos libros que se estaban publicando, al igual que el médico y filólogo suizo Conrad Gessner, quien en 1545 se quejaba de la «perniciosa abundancia de libros».56A finales del siglo XVII, algunos lectores se sentían perdidos en la superabundancia de información.57En 1680, el filósofo y matemático Gottfried Leibniz advertía que «el desorden se tornará casi insalvable», dada la «horrible masa de libros que continúa creciendo».58

Es esta incómoda relación entre información y poder, el individuo y lo colectivo, el Estado y el ciudadano, y la nación y el Estado, lo que los gobernantes absolutos de la Europa de los siglos XVII y XVIII pretenderían resolver, prometiendo restaurar el orden en un mundo sumido en el caos con el cultivo del terror saludable.