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La gran pestilencia

Los humanos modernos y nuestros ancestros probablemente hayamos sido temerosos desde hace millones de años. Bien puede ser que nuestras respuestas emocionales tengan sus orígenes en un profundo pasado evolutivo y que muchas de nuestras fobias (a las serpientes, las arañas o la oscuridad) sean respuestas a los riesgos afrontados por nuestros antepasados cazadores y recolectores que permanecen incrustadas en nuestros circuitos neuronales. Como ha sugerido el biólogo evolutivo Gordon Orians, nos persiguen los fantasmas de los hábitats y los depredadores del pasado. «Los típicos objetos de temores y fobias representan poco peligro en las sociedades modernas —escribe—, pero persiste nuestro miedo y nuestra evitación de los objetos temidos.»1

Darwin pensaba que todos los humanos compartimos expresiones y conductas emocionales, que él denominaba «el lenguaje de las emociones», e infería de sus investigaciones que «el hombre expresaba el miedo desde un periodo extremadamente remoto, casi de la misma manera que ahora».2El psicólogo estadounidense Paul Ekman cree asimismo que las emociones humanas son universales y que estamos programados para reconocer las expresiones faciales asociadas con la ira, el asco, la felicidad, la tristeza, la sorpresa y el miedo, si bien muchos científicos sostienen que las experiencias emocionales están personalizadas y difieren entre culturas.3

El miedo puede estar presente en las pinturas grabadas en las paredes de las cavernas por nuestros antepasados paleolíticos, en la megafauna que eclipsa a las figuras de palo de los timoratos cazadores que quedan atrás en los márgenes y en esos siniestros teriántropos, animales mitad humanos y mitad no humanos con pico, hocico y cola, descubiertos en 2017-2018 en la isla de Sulawesi, Indonesia; arte rupestre que se remonta al menos cuarenta y tres mil novecientos años atrás y que debió de haberse antojado particularmente aterrador al contemplarse a la luz parpadeante de una antorcha o una lámpara de aceite.4

Para cuando el Homo sapiens comenzó a domesticar las plantas y los animales y a asentarse en aldeas y ciudades durante el periodo Neolítico, hace unos doce mil años, la amenaza de bestias depredadoras había sido superada por otros temores: la tiranía política, la violencia intercomunitaria, las sequías, las plagas, la hambruna y la enfermedad. En la lúgubre evaluación de Jared Diamond, la revolución agrícola puede haber sido «el peor error en la historia de la especie humana».5

El arqueólogo británico Ian Hodder, que supervisó las excavaciones del asentamiento neolítico de nueve mil años en Çatal Hüyük, en el centro sur de Turquía, ha sugerido que las imágenes de criaturas temibles que adornan las paredes de las casas (incluida una pintura de buitres con piernas aparentemente humanas abalanzándose sobre una figura humana acéfala) funcionaban como una forma de domesticar los miedos a lo salvaje.6El miedo y la fe se entrelazaban en estas nuevas sociedades, trabajando para garantizar un orden social y político cada vez más jerárquico, así como un sistema económico dependiente de nuevas divisiones del trabajo.

Las formas más tempranas de escritura aparecieron en Mesopotamia en torno al 3400 a. C. Aunque los primeros registros cuneiformes (signos inscritos en tablillas de arcilla y otros artefactos) consisten en listas usadas con propósitos administrativos y contables, la epopeya babilónica de Gilgamesh, compuesta probablemente a partir del segundo milenio antes de Cristo, nos habla de los múltiples temores que acechan a los ciudadanos de Uruk, poderosa ciudad-Estado sumeria en el Éufrates: miedo a la muerte y al inframundo, donde los muertos habitan en la oscuridad; a la naturaleza más allá de la civilización y al fin del mundo, patrullado por monstruos mitad humanos y mitad escorpiones, y al comportamiento tiránico del joven no reformado Gilgamesh, el mítico gobernante de Uruk.

Según la controvertida hipótesis de la Era Axial propuesta por el filósofo alemán Karl Jaspers en la década de 1940, durante el primer milenio antes de Cristo surgieron de manera independiente por toda Eurasia nuevos sistemas religiosos y filosóficos que formaron un nuevo «eje» civilizatorio.7Las Analectas de Confucio, los Upanishad y el Bhagavad Gita, las enseñanzas del Buda, los profetas hebreos y los filósofos griegos, todos ellos enfatizaban la importancia de la introspección y la autodisciplina. El lenguaje escrito, en conjunción con la oración, la meditación y la argumentación, se convirtió en una herramienta social y psicológica crucial.8Juntas, estas innovaciones no solo transformaron la manera en que los humanos comprendían el mundo, sino que acabaron modelando su comportamiento, creando una nueva capacidad para manejar los pensamientos y los sentimientos, incluido el miedo.

El miedo tenía ciertamente sus usos en la Antigüedad. Los antiguos griegos disponían de diferentes palabras para expresar el miedo, entre las que figuraban deos, que deriva de la raíz dos y sugiere que el miedo surge cuando una persona está «en dos mentes», y phobos, que está etimológicamente ligada al verbo huir.9En el siglo V a. C., Tucídides sostenía que la guerra del Peloponeso fue causada por el miedo o phobos de Esparta al poder creciente de Atenas.10Mientras tanto, la palabra ekplexis denotaba asombro aterrorizado. Por fin, el pánico, o phobos panikós, se asociaba con el dios Pan, mitad cabra y mitad humano, una deidad de los bosques y montañas arcádicos, cuyo chillido se decía que provocaba el pánico en todo aquel que lo oía.11

En la China imperial temprana, entre los siglos IV a. C. y III d. C., el miedo a los dioses modelaba las convenciones que gobernaban las relaciones sociales, el estatus y la clase. El miedo ante la perspectiva del castigo divino por una transgresión obraba como una forma de control social y un freno a las ambiciones mundanas desestabilizadoras, ya de los súbditos refractarios, ya de los gobernantes tentados de transgredir los límites aceptados de su poder.12

Así pues, seamos claros. No es que los humanos desarrollasen de repente una nueva propensión al miedo y una conciencia de sus usos en la Europa occidental del siglo XIV. ¿Qué sucedió entonces en dicho siglo para que se transformase la naturaleza del miedo? La respuesta concisa es que una serie de acontecimientos catastróficos prepararon a Europa occidental para las profundas transformaciones sociales y políticas, que un siglo y medio después conducirían a la globalización del temor. Tambaleante por el impacto de la hambruna y la pandemia, la unidad de la Iglesia católica fue cuestionada y luego fragmentada en medio del derramamiento de sangre del conflicto religioso y político. Una política del miedo que se había perfeccionado en la Europa devastada por la guerra se movilizó para sojuzgar las Américas, Asia y África. Esta exportación del miedo occidental fue central para la construcción del mundo moderno.

 

El cuadro de Pieter Brueghel el Viejo El triunfo de la muerte ofrece claves acerca de la naturaleza de estas transformaciones. Completado a principios de la década de 1560, representa una legión de esqueletos masacrando a los vivos y conduciéndolos al infierno a través de lo que parece ser una trampilla. En primer plano, la Muerte monta una yegua esquelética y empuña una guadaña. Un paisaje infernal se extiende hasta el horizonte, desprovisto de vegetación y marcado por la violencia; las víctimas cuelgan de árboles muertos o son atormentadas en ruedas de tortura; arden fuegos y el humo se desplaza hacia una costa repleta de naufragios.

Lo llamativo es la intensidad y la autenticidad del mundo emocional que Brueghel evoca. Podemos oír los gritos espeluznantes de esos hombres y mujeres, y sentir su desesperación por escapar. El pánico es visceral y súbito, una respuesta espontánea al miedo al dolor insoportable y a la muerte, así como a la perspectiva del juicio divino. Las escenas multitudinarias se componen de numerosas estampas que se centran en los miedos individuales, ya sea el temor de un rey a perder su poder o el de un padre a perder a su hijo. En efecto, Brueghel ofrece una anatomía del miedo del siglo XVI, descomponiéndolo para nosotros en un mundo que se está haciendo trizas. La muerte, la gran igualadora, ha reducido al rey al nivel de un perro carroñero. La pintura nos muestra la falibilidad humana y el terror del castigo de Dios, pero nos brinda asimismo una perspectiva urgentemente contemporánea sobre la violencia masiva.

En la tierra natal de Brueghel, los Países Bajos, el miedo era omnipresente en la década de 1560, cuando Felipe II de España, que había heredado el territorio de su padre, el emperador Carlos V de Habsburgo, tomó medidas enérgicas contra sus súbditos protestantes. La violencia de la Inquisición conduciría a una guerra en toda regla desde 1568, que seguiría coleando hasta el reconocimiento a regañadientes por parte de España de la República Holandesa en 1648. Godevaert van Haecht, un artesano de Amberes, contaba cómo la gente compraba armas por pánico para defender sus casas; la palabra miedo impregna su crónica durante los años que van de 1565 a 1574.13Tenemos aquí, en otras palabras, dos miedos esenciales: el temor de Dios y el miedo que dimana de la supresión de la libertad y la fe. A estos se añaden los aterradores espectros de la peste y la hambruna que acechaban la Europa del siglo XVI.

Para hacernos una idea de la escala de agitación mostrada en la pesadilla infernal de Brueghel, merece la pena compararla con otra representación previa del mundo: el profusamente ilustrado libro de oraciones en vitela conocido como las Très Riches Heures, probablemente iniciado en torno a 1412 por Paul Herman y Jean Limbourg para el duque de Berry, hijo del rey de Francia. El libro, que consta de 206 páginas con numerosas miniaturas, es una guía devocional organizada en torno a periodos prescritos de oración diaria. El manuscrito contiene lecturas de los Evangelios, plegarias a la Virgen, salmos y un calendario de días litúrgicos. Al principio figura un ciclo de doce escenas conocido como los «Trabajos de los meses», que representa el cambio de las estaciones y las actividades asociadas: campesinos que trabajan la tierra y aristócratas que se ocupan de sus asuntos con el telón de fondo de castillos medievales y magníficos interiores. Arqueados sobre esas escenas cotidianas están los cielos, pintados en lapislázuli azul brillante con los signos del zodiaco dorados.

En contraste con el caos de El triunfo de la muerte de Brueghel, este es un mundo jerárquico representado como profundamente ordenado y encerrado en un único tiempo universal. No se manifiesta miedo ni pánico en este universo divinamente ordenado. Tomemos la representación del mes de octubre. Solo la presencia de un espantapájaros con un arco y una flecha y el castillo que se dibuja al fondo sugieren que la cohesión social se garantiza mediante la omnipresente amenaza de la fuerza. Tenemos aquí un sistema social piramidal ideal, con Dios en la cúspide y, descendiendo desde el rey, los nobles, caballeros, hombres libres, villanos (feudatarios) y siervos de la gleba. Se trata de un intrincado edificio soldado por las obligaciones recíprocas, por los derechos otorgados a cambio de juramentos de fidelidad y servicio en especie.

Como ha sugerido el crítico de arte Erwin Panofsky, las suntuosas ilustraciones de las Très Riches Heures pueden reflejar un intento de reafirmar las distinciones sociales en un momento en que «la clase dirigente de una sociedad envejecida» estaba amenazada por la competencia de «fuerzas más jóvenes que se alzaban contra ella».14No obstante, entre 1412 y 1562 ocurrió con claridad algo que reemplazó la visión idealizada del libro de oraciones del duque de Berry por el espectáculo del temor y el pánico tan vívidamente dramatizado en el cuadro de Brueghel. No es que el miedo y el pánico se inventasen de repente; es solo que, a mediados del siglo XVI, habían adquirido una nueva visibilidad en la vida cotidiana.

La Reforma y la disgregación del cristianismo transformaron la manera de entender el miedo, ofreciendo lecciones de cómo este podría ser explotado como base de nuevas instituciones de creencias y formas novedosas de poder centralizado. Ahora bien, antes de explorar las causas y consecuencias de esas transformaciones, deberíamos regresar a un tiempo anterior a la catástrofe. ¿Qué lugar ocupaba el miedo en ese mundo?

 

Las grandes catedrales góticas de los siglos XII, XIII y principios del XIV dominaban el paisaje medieval. Esas construcciones no eran meras profesiones de fe; eran emblemas de riqueza, ingenio y confianza. Entre las numerosas innovaciones del siglo XIII estaban el reloj mecánico, los nuevos métodos de fabricación de vidrio y la difusión de la tecnología de la fabricación de papel, que había sido introducida en el sur de Europa desde el mundo árabe en el siglo XII. La banca prosperó con el comercio y la industria, y las ciudades italianas se convirtieron en centros financieros internacionales. Se fundaron muchas de las grandes universidades, que florecieron como centros intelectuales, como las de Cambridge, Coimbra, Montpellier, Padua, Salamanca, Siena y Valladolid. Todo esto fue impulsado por la expansión económica. Conforme crecían las poblaciones, se intensificaba la extracción de recursos naturales, desde la minería hasta la tala de bosques para madera y la roturación de tierra a gran escala para el cultivo. Algunos historiadores hablan de una «revolución agrícola», sugiriendo que los avances tecnológicos provocaron efectos transformadores y condujeron a un fuerte incremento de la productividad. Entre ellos estaba la introducción del arado de ruedas pesadas, que ahorraba trabajo y posibilitó el cultivo de la tierra fértil en el norte de Europa, cuyos suelos arcillosos densos e inquebrantables habían sido previamente difíciles de labrar.15

La prosperidad no puso fin al temor, que siguió siendo una característica de la vida. La gente temía la hambruna, la enfermedad, la guerra, a Satanás y sus secuaces, la ira de Dios, el apocalipsis y la condenación.16El miedo merodeaba por los rincones de la vida cotidiana, como los demonios en la marginalia de los manuscritos ilustrados. En la compilación de textos devocionales del siglo XIV conocida como The Neville of Hornby Hours, los ángeles caídos se muestran como criaturas con cuernos y con pezuñas hendidas que caen hacia el infierno. Todos los demonios representados poseen las características caprinas del dios griego Pan, que fue progresivamente demonizado en el periodo posclásico. No era solo su aspecto (pezuñas, cola y cuernos), sino también sus violentos deseos, su sexualidad desenfrenada y sus pasiones musicales. Al igual que Pan, el Diablo tienta a los humanos para pecar, alejándolos de su verdadera naturaleza e induciendo un comportamiento maniaco; en una palabra, pánico.17

El miedo estaba ligado a lo desconocido, y los monstruos tendían a congregarse en las tenebrosas regiones periféricas del mundo. En Las visiones del caballero Tondal, un relato popular del siglo XII, un caballero encuentra una gran variedad de monstruos macabros mientras viaja guiado por un ángel a través del infierno hacia el paraíso. El único ejemplar ilustrado que se conserva del texto, en la colección del Museo Getty, representa a pecadores torturados retorciéndose en agonía dentro de las fauces ardientes del infierno, que mantienen entreabiertas dos gigantes demoniacos.

Sin embargo, la más célebre excursión por el inframundo tiene lugar en la Divina comedia, completada en 1320. Habiéndose despertado para encontrarse a sí mismo perdido en medio de un bosque oscuro, el poeta Dante divisa ante sí un cerro soleado y su terror se apacigua, aunque no por mucho tiempo, ya que pronto su camino es bloqueado por un leopardo, un león y una loba feroz, que lo obligan a retornar a la oscuridad, «deshecho en lágrimas y atrición». Comienza así un descenso al infierno que resulta ser un viaje a través del miedo, que destroza todo resto de complacencia al tiempo que reafirma la omnisciencia de Dios.18

El miedo no es solo un tema literario, ni tampoco estos monstruos diabólicos son siempre abstracciones alegóricas. Se pensaba que los agentes satánicos saturaban el mundo físico, comunicándose a través del canto de las aves y dejando signos amenazadores de su presencia para quienes fuesen capaces de descifrarlos. Un abad cisterciense del siglo XIII afirmaba que las personas estaban rodeadas de enjambres de demonios invisibles que flotaban en el aire como motas de polvo.19

Las doctrinas y los rituales eclesiásticos nutrían y dirigían ese temor, reclutándolo para la causa de la fe, al tiempo que contrarrestaban la desesperación con garantías de un más allá y esperanza de redención. En su influyente Summa Theologiae, escrita entre 1266 y 1273, el teólogo Tomás de Aquino considera los objetos, las causas y los efectos del miedo. Pregunta si el miedo es necesariamente malo y responde que, dado que es «natural en el hombre» y una condición fundamental del ser humano, no es intrínsecamente bueno ni malo. «Ahora el miedo nace del amor —reflexiona citando a san Agustín—, pues el hombre teme la pérdida de aquello que ama.» La intrepidez, sugiere el Aquinate, debería considerarse un vicio, toda vez que el temor de Dios es un prerrequisito para amarle: «Dios puede y debe ser te­mido».20

El miedo tenía otros beneficios; podía despertar a los pecadores a la gracia de Dios y tener un efecto disuasorio contra las propensiones al mal.21En su tratado Sobre las virtudes y la moral, el teólogo Guillermo de Auvernia, obispo de París desde 1228 hasta 1249, reflexiona sobre las nueve virtudes (fe, temor, esperanza, caridad, piedad, celo, pobreza, humildad y paciencia), que personifica y dota de una plataforma para persuadir al lector de su valor. «Yo soy la portera y la guardiana del corazón humano», proclama Temor, que, como todas las demás virtudes, es retratada como una mujer. Temor es motivadora, protectora y torturadora; es un espantapájaros para mantener alejados «los pájaros de los pensamientos veleidosos, vanos, impuros y dañinos», un bálsamo para sanar «las heridas de los deseos carnales y mundanos», y una maestra de escuela que es cruel para ser bondadosa, y emplea el infierno como una vara para enseñar y castigar a los hijos de Dios.22

El poder material apuntalaba la influencia espiritual de la Iglesia y, a finales del siglo XII, a esta se le ocurrió la idea de cambiar el miedo por el lucro, garantizando la remisión total o parcial del pecado con el pago en efectivo de una indulgencia. Si uno tenía los medios, podía reducir el tiempo que debía pasar en el purgatorio. No obstante, la Iglesia recurría asimismo al miedo, la intimidación y la fuerza bruta para eliminar la disidencia. Las sectas cristianas que desafiaban las ortodoxias, como los cátaros y los valdenses en el sur de Francia, fueron tachadas de herejes que estaban confabulados con Satanás y fueron suprimidas con brutalidad. «La vida humana es constante temor», declaraba Inocencio III, el más formidable de los papas medievales y el arquitecto de la campaña de veinte años contra los cátaros, así como el patrocinador de la catastrófica cuarta cruzada, que intentó arrebatar Jerusalén a sus gobernantes musulmanes en 1202, pero terminaría acentuando la división de la cristiandad.23

 

Después llegaron los dos desastres principales. Entre 1315 y 1322, la hambruna asoló el continente matando hasta el 10 por ciento de la población urbana en el norte de Europa, y mucho más en determinadas áreas.24La gente entraba en pánico cuando el hambre se veía agravada por la enfermedad. Según un testigo, «los cuerpos de los indigentes, muertos de inanición, cubrían las calles», y el hedor de la descomposición era penetrante.25Las crónicas contemporáneas describen a la gente haciendo acopio de los alimentos que encontraba, buscando raíces y frutos secos, y comiendo hierbas silvestres y corteza para sobrevivir. Los relatos más sensacionalistas describen a las personas devorando caballos y perros, alimentándose de los cadáveres de las reses muertas y de excrementos de pájaros. Los cronistas ofrecen evidencias anecdóticas de infanticidio y canibalismo. Los presos se comían supuestamente a otros reclusos en la cárcel; padres e hijos se consumían unos a otros. Se arrebataba a los criminales del patíbulo y se exhumaban los cadáveres de los cementerios. Aumentó la desigualdad y se disparó la delincuencia: la extorsión, el robo, la agresión y el asesinato.26

Tal vez no sorprenda que la muerte, el pecado y la redención ocupen un lugar preponderante como temas en el arte devocional de aquella época. El triunfo de la muerte, un fresco en el Campo Santo, el edificio del cementerio junto a la catedral de Pisa, se cree que fue pintado en la década de 1330. El miedo está en el núcleo de este vasto mural compuesto por numerosas escenas escalofriantes, incluida una que mostraba tres ataúdes abiertos con serpientes retorciéndose sobre cuerpos en descomposición. Aunque el fresco sugiere resiliencia social —el espectáculo continúa a pesar de la calamidad—, representa asimismo una sociedad abrumada por la muerte. Mientras un grupo de damas de la nobleza toca música en una tranquila arboleda, una espantosa bruja de cabello blanco se precipita hacia ellas con una guadaña. Esa bien puede ser la representación de una sociedad que se recupera del impacto de la hambruna, pero lo que es cierto es que, en buena parte de Europa occidental, la hambruna agravó las tensiones sociales y expuso nuevos puntos críticos. Las consecuencias se tornarían evidentes una década después, cuando golpeó una segunda catástrofe: la peste.

 

A finales de 1346, habían empezado a llegar a la cristiandad noticias de una devastadora enfermedad en Oriente. Se decía que los terremotos, las tempestades, el granizo, el fuego y el azufre presagiaban el contagio. Bestias venenosas (serpientes, escorpiones y «gusanos pestilentes») habían caído del cielo.27Gabriel de Mussis, un notario de Piacenza en el norte de Italia, aseguraba que los soldados mongoles que asediaban la ciudad portuaria genovesa de Caffa (actual Feodosia) en el mar Negro habían catapultado cadáveres infectados sobre las murallas en un acto de guerra biológica. En octubre de 1347, doce galeras genovesas aterrizaron en Mesina, en Sicilia, llevando consigo la enfermedad desde Crimea.28

Aunque existen pocas evidencias directas de que los roedores estuviesen implicados en la propagación de la peste, se cree desde hace mucho tiempo que la infección se extendió a través de las ratas (huéspedes de la pulga de la peste), que se alimentaban del grano almacenado en las bodegas, o desde los fardos de tela y pelajes infectados de pulgas con los que comerciaban los genoveses. Aunque algunos historiadores han advertido notables diferencias epidemiológicas entre la peste del siglo XIV y la pandemia de peste transmitida por las ratas de finales del siglo XIX, recientes investigaciones científicas, incluida la corroboración genética de una fosa de enterramiento del siglo XIV en la localidad londinense de East Smithfield, han confirmado que la enfermedad era la peste bubónica causada por la bacteria Yersinia pestis.29Es probable que la plaga se propagase a través de Eurasia Central con las invasiones mongolas del siglo XIII y que los brotes del siglo siguiente fuesen el resultado de infecciones por derrame de estos nuevos reservorios de peste.30

Tan letal era la peste, declaraba el cronista siciliano Michele da Piazza, que cualquiera que entrase en contacto fugaz con personas infectadas o sus pertenencias estaba condenado. Los habitantes de Mesina huyeron al campo, expandiendo más aún el círculo de infección.31«La peste atemorizaba y mataba», escribió el historiador árabe Ibn al-Wardi, un testigo de primera mano del pánico generalizado desencadenado por la llegada de la peste a Oriente Medio, incluida la devastación de su ciudad natal, Alepo, en 1348.32El poeta Petrarca lamentaba que la peste «pisoteara y destruyera el mundo entero». «Por todas partes vemos dolor, en todos lados vemos terror», escribía. ¿Cómo comprenderían las generaciones futuras lo que suponía vivir en una época en la que «las viviendas quedaban vacías, las ciudades abandonadas» y los cuerpos tirados sin contemplaciones en los campos? A Petrarca le preocupaba asimismo el destino de sus seres queridos. «Líbrame de estos temores lo antes posible con una carta tuya, querido hermano, si sigues con vida», pedía a su amigo flamenco Lodewijk Heyligen. Su mecenas, el cardenal Giovanni Colonna, sucumbió a la enfermedad, en tanto que su hermano Gerardo, un monje cartujo, fue el único superviviente de su monasterio en el sur de Francia.33

La descripción más célebre de la peste aparece en la introducción a la colección de relatos de Giovanni Boccaccio El Decamerón, iniciada en torno a 1349 y completada hacia 1353. Boccaccio, antiguo banquero y abogado, era un soltero de treinta y cuatro años que vivía en Florencia cuando golpeó la epidemia. Nos cuenta que en pocos meses perecieron cien mil personas, una cifra que puede no andar muy descaminada. La pestilencia, escribe, «se propagaba mediante el más mínimo contacto entre el enfermo y el sano al igual que el fuego prende en los materiales secos y aceitosos cuando estos se colocan a su lado». Las víctimas de la peste (entre las que figuraban el padre y la madrastra de Boccaccio) despertaban al parecer «perfectamente saludables, comían por la mañana con sus familias, compañeros y amigos, para cenar esa noche con sus ancestros en el otro mundo».34

Todas esas historias han de ser tratadas con cautela y, en ciertos casos, con absoluto escepticismo. Cuando el cronista sienés Agnolo di Tura nos cuenta que la gente pensaba que era el fin del mundo y que él había enterrado a cinco de sus propios hijos, ¿deberíamos creerle al pie de la letra?35Leídos en paralelo, muchos relatos suenan indistinguibles. La descripción de la peste de Boccaccio está en deuda con Tucídides y funciona como relato marco para los cuentos subsiguientes. Las cartas de Petrarca, pese a todo su patetismo, no eran efusiones espontáneas, sino obras literarias cuidadosamente elaboradas e inspiradas en las cartas del filósofo romano Cicerón. El asunto de las deudas literarias plantea la cuestión de cuán reales eran en verdad el miedo y el pánico. ¿Son exageradas las descripciones del colapso social y la histeria colectiva? Después de todo, los cronistas que informan sobre la peste son en muchos casos los mismos que nos harían creer que cayeron sapos del cielo como presagio del desastre.

Un análisis de últimas voluntades y testamentos en Bolonia en 1348 sugiere que los vínculos sociales demostraron ser resistentes y la confianza no se desvaneció de la noche a la mañana. Incluso en el apogeo de la crisis, los familiares, amigos y vecinos estaban siendo testigos de las voluntades de las víctimas de la peste.36Ahora bien, ¿cuán fiables son estos testimonios? El historiador Samuel Cohn ha señalado que solo dan cuenta del 5 por ciento de los muertos por la peste en aquel año. ¿Qué ocurrió con todos los demás? ¿Acaso estaban muriendo demasiado deprisa como para prepararse para su final?37Parece deshonesto restar importancia a la magnitud de una pandemia que los contemporáneos describían como «La Gran Pestilencia» o «La Gran Mortalidad», y que mucho más tarde daría en llamarse la Peste Negra; un desastre que pudo haber arrasado media Europa en solo tres años.

Mirando atrás desde la década de 1380, el cronista florentino Baldassarre Bonaiuti describe cómo los muertos eran arrojados a fosas comunes, con centenares de cuerpos apilados, separados por una capa poco profunda de tierra, «al igual que se prepara una lasaña con capas de pasta y queso».38En un cálculo conservador, entre 1347 y 1351 murieron veinticinco millones de personas, pero la cifra puede haber sido mucho más alta, quizá el doble de ese número. En algunas partes del Mediterráneo occidental pudo haber perecido al menos el 60 por ciento de los habitantes, y habría costado bastante más de un siglo recuperar los niveles de población.39

En el primer tratado médico conocido sobre la peste, escrito en abril de 1348, semanas antes de que la pandemia alcanzase su ciudad natal de Lleida, al oeste de Cataluña, el médico Jacme d’Agramont comparaba la naturaleza destructiva del miedo a la peste con el terror causado por un fuego que se aproximaba. «La experiencia cotidiana —observaba— nos muestra que cuando se incendia una vivienda todos los vecinos se atemorizan y, cuanto más cerca viven, más se asustan.» El propósito de D’Agramont al escribir era despejar algunas de las «dudas y los temores» causados por el contagio inminente.40

Aunque los efectos y las respuestas a la peste variaron mucho en Europa, África del Norte, Oriente Medio y Asia Central, la magnitud de la mortalidad provocó conmociones políticas, económicas y psicológicas que transformarían Europa occidental de manera irrevocable. «El miedo era tal que nadie sabía qué hacer», refería un cronista.41El temor, liberado de la observancia religiosa convencional, desató una poderosa fuerza desestabilizadora que afectó a todos los aspectos de la vida. El historiador francés Jean Delumeau ha afirmado que la peste, entre otros trastornos psicológicos, produjo «fantasías morbosas» que contribuyeron al aumento de la inseguridad colectiva europea, que habría de perdurar hasta el siglo XVIII. En esa mentalidad pesimista, obsesionada con la culpa y la vergüenza, se veían peligros acechando por doquier.42

 

Aunque algunos historiadores han cuestionado los efectos a largo plazo de la peste, suele convenirse en que la primera ola de la pandemia en Europa desencadenó «manifestaciones de emoción desenfrenadas y no autorizadas».43Antes que nada, el temor a la enfermedad mortal provocó la huida de las ciudades y los pueblos infectados, en particular en regiones urbanizadas como el centro y el norte de Italia. Pese a que algunas autoridades municipales intentaron impedir que la gente dejase sus casas imponiendo multas o poniendo guardas en las puertas de las ciudades, muchos trataban de escapar. Haciéndose eco de la descripción de la Gran Peste de Atenas en la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, Boccaccio nos dice que «el respeto por la reverenda autoridad de las leyes, tanto divinas como humanas», se había evaporado. Cuando los ciudadanos intervenían para ayudar a enterrar a sus vecinos muertos, no lo hacían por caridad, sino porque temían contraer la enfermedad. En El Decamerón, un grupo de siete mujeres y tres hombres jóvenes huyen de la Florencia infestada por la peste y desgarrada por la delincuencia para pasar quince días en el campo. El espectáculo de tanta muerte y destrucción, por no mencionar el omnipresente hedor de la putrefacción, «provocaba toda suerte de temores y fantasías en aquellos que seguían con vida». Los pobres no eran tan afortunados, a decir de Boccaccio; al quedarse sin ayuda, morían «más como animales que como seres humanos».44

El misterio de los orígenes de la enfermedad y los característicos bubones, o ganglios linfáticos hinchados que acompañaban a la infección, amplificaban esos temores. ¿Qué causaba la enfermedad? Nadie lo sabía. La Facultad de Medicina de la Universidad de París preparó un informe para el rey Felipe VI de Francia en el que la pandemia se atribuía a influencias astrológicas: una constelación celestial había precipitado vapores nocivos. Para protegerse de ese miasma venenoso, el informe aconsejaba mantenerse alejado de los pantanos fétidos y de cualquier lugar con agua estancada; asimismo recomendaba fumigaciones para purificar el aire con madera de agar o, para quienes fuesen lo bastante ricos para permitírselo, resina de ámbar y almizcle.45

Si unos reaccionaban con la huida aterrorizada, otros optaban por el aislamiento autoimpuesto y se atrincheraban en sus hogares. Había quienes hacían lo contrario y, despreciando al decoro, se deleitaban en «los placeres de la vida». La pérdida de la decencia en busca de la gratificación autoindulgente parece haber sido una característica de ese pánico a la peste.46

Ahora bien, el pánico como respuesta a la plaga podía adoptar formas más agresivas. Antes de que golpease la pandemia, Siena había sido una república floreciente gobernada por una oligarquía mercantil. Sin embargo, durante y después de la peste, el consejo municipal se afanaba en lidiar con las consecuencias económicas y sociales, incluido un dramático declive demográfico y un aumento de la violencia. Al igual que en muchos otros lugares, se introdujeron nuevas leyes para restaurar el orden, pero era demasiado poco y demasiado tarde, y fue en esa atmósfera de escalada de tensión donde una rebelión derrocó al gobierno en 1355. Puede que la peste no provocase directamente el cambio de régimen, pero había creado las condiciones propicias para ello.47

En Marsella se produjo una intensificación similar de los odios entre las distintas facciones. En lugar de resolver las tensiones sociales, los enconados procesos judiciales las agravaban, alentando el castigo extrajudicial.48Otra manifestación de la precariedad y la turbulencia social era el énfasis en la construcción de castillos, prueba de una necesidad de seguridad en un mundo en el que los arrendatarios rebeldes, los vagabundos pobres y los mercenarios oportunistas desafiaban el statu quo.49

El miedo en respuesta a la peste perpetuaba los estereotipos, de suerte que los grupos minoritarios (judíos, musulmanes, indigentes, leprosos y extranjeros) eran señalados como malévolos portadores de contagio. Mientras tanto, las autoridades rentabilizaban las «amenazas localizadas», convirtiéndolas en un peligro universal que creaba la base para las ansiedades que podían explotarse de manera más sistemática.50Convertir en chivos expiatorios a las comunidades minoritarias era una manera de legitimar el poder. Aunque los gobernantes podían temer por sus almas y legar a la Iglesia sumas sustanciales para que se cantasen misas por ellos tras su muerte, también podían gobernar sembrando el miedo.51

En 1348 comenzaron a circular rumores en el norte de España y el sur de Francia de que los judíos estaban envenenando los pozos para exterminar a los cristianos, que desembocaron en disturbios y masacres antijudías en partes de Cataluña y Languedoc.52Los factores locales influyeron en la forma que adoptó esa persecución. En los territorios ibéricos de la corona de Aragón, una larga historia de violencia antijudía (manifiesta en el apedreamiento de propiedades judías durante los disturbios de la Semana Santa) alimentó los miedos a la peste.53En Saboya, los judíos fueron procesados formalmente, con confesiones extraídas bajo tortura. El Día de San Valentín de 1349, dos mil judíos fueron quemados vivos en público en Estrasburgo. Aunque algunos no judíos, incluido el alcalde de la ciudad, trataron de intervenir, otros se unieron con entusiasmo a la matanza.54

Muchos historiadores han argüido que esa histeria antisemítica se filtraba hacia arriba desde el pueblo; era espontánea y dirigida por los campesinos, desencadenada por la conmoción de la muerte masiva y el resentimiento por el papel de los judíos como prestamistas. En las palabras del historiador italiano Carlo Ginzburg, la obsesión con las conspiraciones judías formó «un espeso sedimento en la mentalidad popular».55Otros, sin embargo, han señalado evidencias que indican lo contrario: que las masacres fueron impulsadas en realidad por miembros de la élite.56El obispo de Estrasburgo, que contribuyó de manera decisiva al pogromo en esa localidad, estaba fuertemente endeudado con los acreedores judíos, por lo que convertir a los judíos en chivos expiatorios e incitar a la violencia contra ellos le beneficiaba personalmente.57El propio papa Clemente VI reconoció que los intereses creados estaban alimentando las atrocidades y volvió a promulgar un decreto que afirmaba la protección a los judíos por parte de la Iglesia. Algunos cristianos, declaraba, estaban «buscando su propio beneficio y están cegados por la codicia al deshacerse de los judíos, porque les deben grandes sumas de dinero».58

Las reacciones populares a la peste desafiaban y minaban a las autoridades seculares y religiosas, pero el pueblo no fue el único que entró en pánico. La élite tenía miedo de la escasez de mano de obra a resultas del colapso demográfico; entretanto, los campesinos, los pequeños propietarios rurales y los artesanos se encontraban en una posición fortalecida para negociar sus salarios y empezaban a demostrar nuevas aspiraciones sociales. Como recoge la legislación laboral francesa de 1354, los campesinos «trabajan cuando les apetece y pasan el resto de su tiempo en las tabernas jugando a las cartas y divirtiéndose». En reacción a semejantes pretensiones y para hacer frente a la drástica disminución de los ingresos fiscales, los gobernantes de muchas partes de Europa subieron los impuestos e introdujeron medidas urgentes para contener los salarios, fijar los precios y limitar la libertad de movimiento.59

Los efectos de la plaga contribuyeron a generar una infinidad de agravios políticos, económicos y sociales y, desde mediados de la década de 1350 hasta la de 1380, hubo un recrudecimiento de las revueltas populares por toda Europa: el levantamiento de la Jacquerie en el norte de Francia en 1358, la revuelta de los ciompi en Florencia en 1378 y la revuelta de los campesinos en Inglaterra en 1381.60Las voces discrepantes y los movimientos heréticos se enfrentaban a la autoridad de nuevas maneras, siendo la secta radical más conocida las confraternidades flagelantes que deambulaban por los campos del norte y el centro de Europa, golpeándose a sí mismos en frenéticos alardes de penitencia pública.61

Con el fin de contrarrestar el miedo disruptivo y el pánico antisocial que este generaba, la Iglesia adoptó dos estrategias principales. La primera fue la represión de la disidencia. Aunque el miedo a la peste ponía a prueba el poder establecido, brindaba asimismo una oportunidad para que las instituciones seculares y religiosas reafirmaran su poder. La otra respuesta de la Iglesia fue una vigorosa promoción de su credo como un antídoto contra el colapso y un camino de salvación. Habiendo sido vapuleada por el desastre, la gente era susceptible a las influencias políticas y espirituales, y podía explotarse el pánico. El temor a la peste, por ejemplo, podía canalizarse hacia la renovación espiritual. Desde esa perspectiva, el mensaje de buena parte del arte de la peste, con su énfasis en la muerte, no debería entenderse solo como un reflejo de los miedos prevalentes, sino también como un medio para reorientarlos hacia nuevas formas de devoción. El miedo tenía que alimentarse con asiduidad.

Esta celebración del miedo adoptó numerosas formas. La danza macabra era un recordatorio de la evanescencia de la vida. El primero y más célebre registro visual del motivo es un mural de la década de 1420 en el cementerio de Les Saints Innocents de París, que fue destruido en el siglo XVII y solo ha llegado hasta nosotros a través de grabados y descripciones literarias. Una macabra iconografía de esqueletos danzantes era un modo de inculcar la devoción mediante el miedo a la muerte y al juicio divino. Tal era asimismo un objetivo de los monumentos de cadáveres, efigies esculpidas conocidas como transi (del latín trans, «a través, más allá»), donde los difuntos se representaban como esqueletos recostados o cuerpos en descomposición. Semejantes representaciones gráficas de la muerte instilaban obediencia recordando a los espectadores la fugacidad de la vida terrenal y el aterrador castigo que aguardaba a los pecadores.

A la larga, sin embargo, tales estrategias para controlar el miedo no funcionaban. Durante el siglo XV floreció el sectarismo y la Iglesia luchaba por mantener el orden. Se exacerbaban las tensiones preexistentes desde hacía mucho tiempo. En un célebre decreto de 1302, el papa Bonifacio VIII había declarado la primacía espiritual y temporal del papa, una reivindicación pronto cuestionada por el rey Felipe IV de Francia, quien defendía su derecho a gravar al clero. A resultas de la subsiguiente lucha por el poder, el papado se trasladó de Roma a Aviñón entre 1309 y 1377, un periodo conocido como el Cautiverio de Babilonia, y desde 1378 hasta 1417 se dividió entre lealtades con dos pretendientes rivales, una situación designada como el Cisma de Occidente. Aunque el Concilio de Constanza entre 1414 y 1418 resolvió finalmente la controversia con la elección del papa Martín V, el daño ya se había causado.

Durante mil años, la Iglesia católica había disfrutado del monopolio del temor, que había explotado para canalizar la creencia. Las representaciones religiosas enfatizaban los terrores del purgatorio y del infierno. El miedo era un incentivo para la devoción, incorporado a la doctrina y los ritos sacramentales que modelaban la vida cotidiana. Sin embargo, las múltiples conmociones (sociales, psicológicas, políticas y económicas) producidas por la peste entre 1347 y 1351 contribuyeron a aflojar el control de la Iglesia. El miedo que esta había aprovechado con tanta efectividad estaba ahora disponible, e intereses rivales, entre los que figuraban los de los movimientos reformistas radicales y los Estados centralizadores, comenzaron a reivindicarlo para sus causas respectivas.