Ella miró la hora en el Cartier de su muñeca. Eran las seis y media en punto. Iba con tiempo de sobra. Se dirigió al taxista y le indicó que se detuviera en la puerta del Mercado de Colón.
La mujer descendió del vehículo dejando entrever sus bien torneadas piernas. Se arregló el estiloso traje de chaqueta, colgó su bolso Chanel del antebrazo y con una elegancia innata se adentró en el mercado. El taxista la siguió con la mirada. Al oír varios toques de claxon, el hombre reaccionó, salió de su encanto y continuó la marcha.
El Mercado de Colón, construido en una de las manzanas del primer Ensanche a principios del siglo XX, se creó por la demanda de los vecinos de disponer de un mercado cercano para evitar la venta ambulante, y para no tener que desplazarse hasta los lejanos Mercado Central y de Ruzafa. Declarado monumento nacional, era uno de los edificios emblemáticos, de estilo modernista, situado en el centro vital de la ciudad y núcleo de una de las zonas de mayor actividad comercial.
Había empezado a oscurecer, pero la temperatura seguía siendo agradable para la estación otoñal. La mujer levantó la cabeza para admirar la inmensa fachada y se deleitó con el arco apuntado adornado con cerámica valenciana, trencadís, mosaicos y relieves. Se abrochó uno de los botones de la chaqueta y, con paso firme, se integró en el ambiente que emanaba el centro comercial. Pasó por las terrazas de las cafeterías, atestadas de gente, hasta llegar a la escalera mecánica que conducía al piso inferior. Mientras descendía, posó sus ojos en la imponente fuente central, rodeada de restaurantes y cervecerías, hasta que localizó lo que buscaba. Lo tenía justo enfrente. Mentalmente leyó el letrero que ocupaba gran parte del escaparate: «INACFA Galería de Arte y Sala de Subastas».
Fisgoneó el interior a través de las vidrieras. Había tres personas que curioseaban las obras expuestas junto a una mujer a su lado que les hablaba, seguramente explicándoles de qué iban las obras, y el guardia de seguridad que iba, de aquí para allá, matando el tiempo. Localizó a la persona encargada de la exposición detrás de un discreto mostrador. Sin más preámbulos, entró. La sala era amplia y diáfana. El blanco de sus paredes contrastaba con los variopintos colores de las decenas de creaciones que allí colgaban.
—Buenas tardes, ¿el señor Duarte? —preguntó en tono amable, pero con seguridad.
—Sí, Anselmo Duarte. ¿En qué puedo ayudarla?
—Soy Leonor Villacrés de Pousa.
—Discúlpeme por no reconocerla. —Su rostro reflejó el fastidio de su torpeza y, al mismo tiempo, la suavidad de la complacencia. Esa morena mujer de ojos negros era mucho más bella en persona que en todas las fotografías de sociedad en las que la había visto desde que supo de su existencia.
—Es comprensible —respondió ella, y esbozó una sonrisa—. Nuestra comunicación siempre fue por teléfono. Ya sabe... la distancia nos impide estar en varios lugares a la vez.
—Sí, naturalmente —asintió Duarte, al mismo tiempo que percibía su acento argentino—. Espero que haya quedado satisfecha con las últimas adquisiciones.
—Por supuesto. Me encantó el Pinazo —pronunció con exagerado énfasis—. Su estilo impresionista me seduce. El rostro de esa niña..., sus gestos tan espontáneos. Esa expresión tan realista; solo un maestro como Pinazo podía crear algo así. Darle vida a un retrato. ¿No le parece?
—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Pinazo también es uno de mis favoritos. ¿Y qué me dice del Cabellut que obtuvo en la subasta?
—¡Fantástico! —exclamó—. Una obra exquisita. Lita Cabellut plasma el sufrimiento en sus retratos de una forma magistral. Quizá porque ella también tuvo una vida difícil y nos presenta su historia a través de sus obras.
—No sabe cuánto me alegro de que haya quedado contenta —manifestó satisfecho.
—Pero el que me dejó sin palabras —añadió ella locuaz— fue el de Eduardo Naranjo. Tenerlo delante es un privilegio, y es también una satisfacción personal saber que es mío —sonrió.
Anselmo Duarte la escuchaba embelesado.
—Tenía mucho interés en conocerlo personalmente —expuso ella con una penetrante mirada—. Fue tan atento en el trato telefónico y en las subastas.
El marchante se creció, si cabía más, al oír semejante cumplido.
—Tan solo hago mi trabajo, doña Leonor.
—Por favor, dejémonos de formalismos. —Su tono era mitad regañina mitad complicidad—. Leonor es suficiente.
—Como usted prefiera —acató él con las mejillas coloradas—. ¿Qué tal el viaje? Según me contó, venía a Valencia por un tema de negocios.
—Tal cual, llegué ayer de Miami, y estoy alojada en la suite del Hotel Palacio Vallier —explicó sin demostrar demasiado interés.
—¡Un hotel excelente y céntrico! —alabó Duarte.
—¿Tiene lo que le pedí? —preguntó ella impaciente.
—Preparado y listo, tal y como quedamos. ¿Le importa si le muestro primero nuestras instalaciones? He de decirle que estas salas fueron inauguradas hace escasamente un par de meses. Hemos mimado mucho las obras en el traslado. El local anterior se nos había quedado pequeño. La verdad es que estamos muy orgullosos del resultado. No se ha reparado en gastos, como puede apreciar. El arte se merece lo mejor, ¿no cree?
—Qué razón tiene y qué gusto tan refinado en la decoración. También los felicito por el entorno VIP del mercado. Un acierto total. Me comentó que usted es el encargado de la sala, ¿no es así?
—Sí, bueno... —carraspeó antes de continuar—, yo diría que más que el encargado. —La boca se le llenó con las últimas sílabas—. ¡Todo el material que llega pasa por mis manos! —argumentó petulante—. ¡Yo soy quien supervisa y da el visto bueno!
—Entonces lo felicito, porque esto es un verdadero imperio, aunque me gustaría hablar directamente con el máximo responsable, si es posible, ¡claro está! Ya sabe..., cara a cara.
—Sí, claro, claro. Aunque no lo veo factible. Discúlpeme, pero he de confesarle que yo solo lo he visto unas cuantas veces, aunque sí que he hablado por teléfono con él en alguna ocasión más. Una empresa de este nivel tiene una amplia jerarquía de mando, y como imaginará, él es una persona muy ocupada.
—Sí, ya me imagino y es una verdadera lástima —articuló en tono de fastidio mientras alargaba las palabras para que surtieran más efecto.
Anselmo Duarte notó que se le encogía el estómago y le empezaba a sudar la frente.
—En ese caso y dadas las circunstancias, seguiremos tratando usted y yo —apuntó ella con una leve sonrisa de resignación.
Duarte respiró profundamente. Lo último que quería en el mundo era perder a esa importante y atractiva clienta. Según sus averiguaciones, era la heredera de un magnate empresario argentino, con sede en Estados Unidos. Un hombre afamado por su talento para cosechar y multiplicar su fortuna. Lo poco que había podido recopilar de su querida y única hija era su gran afición por despilfarrar el dinero de su papá. Había pasado por los caprichos más descabellados y parecía haber encontrado, por fin, su lugar en el arte, ya que en los últimos meses había recopilado una suculenta y valiosa colección de obras de los pintores más reconocidos. Estaba seguro de que en breve sería la comidilla y la envidia de muchos de los coleccionistas que frecuentaban la sala de subastas.
—¡Me gustan estas obras! —manifestó ella con empaque, ante la exposición que tenía delante—. La combinación de los colores me parece fascinante —opinó, y se detuvo en una de ellas en particular.
—La colección es de Cristina Gamón —le aclaró Sonia, la comercial de la galería que se encontraba a un par de metros de distancia—. Una artista emergente valenciana cuyo trabajo tiene una gran carga emocional —continuó, y se colocó a su lado, ufana de saberse la lección.
—Claro, tienen mucha personalidad —aseguró Leonor encandilada.
Sonia, ante la expresión de agrado, prosiguió con su explicación:
—Sus cuadros son como ventanas a otro espacio donde el espectador se ve entre la vida real y los sueños, transmitiéndole paz, dulzura y serenidad.
—¡Me convenció! Me llevo este. —Señaló el que tenía enfrente—. Y esos dos del final.
El corazón de Anselmo Duarte brincaba de alegría, mientras Sonia se retiraba para atender a otros clientes que acababan de entrar.
—Ha hecho una formidable elección —la elogió Duarte—. Yo no la hubiese hecho mejor. ¿Se los envío al hotel o va a pasar alguien a recogerlos?
—Al hotel, por favor, pero déjeme ver si hay algo más que me pueda interesar.
—Por supuesto... —contestó él prudente.
Anselmo Duarte retrocedió unos pasos mientras, mentalmente, calculaba la suma de la compra.
—Por el momento, ya está —añadió ella—. Iba a enseñarme la galería, ¿no es así?
—Sí, si es tan amable de seguirme, le mostraré las nuevas adquisiciones y la impresionante sala de subastas. Le confesaré que es la más grande de toda España, y está previsto que pase por aquí lo mejor de lo mejor concebido en el mundo del arte, a lo largo de la historia.
—Entonces, espero que me mantenga informada de todo. Ya sabe lo caprichosa que soy. —Su actitud se apreció algo más cercana, o así lo percibió Duarte, inflado de gozo.
—¡No lo dude! ¡Usted será la primera persona en saberlo! —Su tono resultó tan servicial como siempre.
La visita se hizo más larga de lo que Leonor Villacrés tenía en mente. Por fin, Duarte la acompañó a su despacho y le descubrió, ante sus ojos, la maravillosa obra de Merello que tenía encargada y que tanto ansiaba mostrarle.
—¡Sublime! —vocalizó ella al verla—. ¡Envíemelo junto con los otros cuadros!
—¡Así será! —asintió.
Leonor Villacrés de Pousa se alejó unos pasos y suspiró. Algo en su expresión había cambiado. Duarte lo percibió al instante. No sabía cómo calificar el gesto, pero hubiera jurado que era de desagrado.
—¿Va todo bien? —preguntó alarmado.
—Sí, fue una tarde muy productiva. —Leonor se quedó pensativa durante unos instantes—. Aunque siempre me pasa lo mismo. Siento una sensación recurrente de vacío que no puedo controlar —confesó.
—¿De vacío? —repitió, abrumado por la situación.
—Sí, de que me quedo con las ganas de algo más. No sabría cómo explicárselo.
—Le puedo seguir mostrando la galería, estoy seguro de que encontrará algo...
—¡No, no se moleste! —Ella hizo un ademán con la mano como restándole importancia—. Soy yo, que nunca estoy conforme. Siempre me ha pasado, desde que era muy chica. Me ilusiono con algo, por muy valioso que sea, y no puedo sacármelo de la cabeza hasta que lo consigo. Irremediablemente, cuando ya está en mi poder, pierde gran parte del encanto y ya solo aspiro a conseguir algo mejor, más valioso. En lo posible, único e inaccesible.
Duarte enmudeció. No entendía qué era lo que pretendía decirle esa niña de papá.
—¡Usted me entiende! —pronunció ella, y lo miró fijamente.
—Discúlpeme, pero no sé a qué se refiere. —Su tono reticente provocó que su lengua trastabillara antes de completar la frase.
—Yo sé que usted puede conseguir lo que se proponga. —Su mirada impertérrita lo derrumbó.
—Bueno... —Carraspeó antes de continuar—. He de hacer una pequeña aclaración, yo solo soy el encargado —pronunció con humildad—. Quiero decir que no todo pasa por mis manos, a decir verdad, yo me limito a vender y a mostrar lo que me traen. ¡Vamos, que no pinto mucho más!
—¡No me diga eso! ¡Qué desilusión! Yo creía que usted era de confianza. —Leonor se mostró persuasiva, rozando el alcahueteo.
—¡Y lo soy, claro que lo soy! ¡La duda ofende! —Duarte se enjugó la frente con un inmaculado y bien planchado pañuelo de algodón.
—Ya me deja más tranquila. —Ella respiró exageradamente—. ¿Sabe cuál es la frase preferida de mi papá?
Él negó con la cabeza. La mujer lo estaba enredando de tal manera que no sabía cómo iba a salir de la comprometida situación.
—Él defiende la idea de que todo en la vida tiene un precio.
Duarte la miró perplejo.
—¿Usted qué opina? —le preguntó ella con firmeza.
—No sabría qué contestar.
—Yo cuando oía esa frase siempre la rebatía, aunque con el tiempo llegué a darme cuenta de que tenía razón.
—Si usted lo dice —murmuró entre dientes.
—¿Usted estaría dispuesto a que yo le hiciera un encargo de arte... un tanto especial?
—¿Cómo sería de especial? —preguntó con inquietud y curiosidad al mismo tiempo.
—Muy, muy especial —le susurró muy cerca—. Hablamos de muchos ceros. Ya sabe que no hay problema de solvencia. ¡Llamémosle un caprichito!
—Doy por hecho que lo que me pide está en el mercado. —Su entonación se había tornado confidencial.
—Y si no lo estuviera, ¿usted estaría dispuesto a conseguirlo, aunque implique infringir la ley?
El silencio los envolvió durante unos instantes.
—No, no... —negó con voz temblorosa mientras meneaba suavemente la cabeza de lado a lado.
—Por si no quedó lo suficientemente claro, le recuerdo que sería usted el que pondría el precio, sin límite —insistió con habilidad.
Anselmo Duarte intentaba masticar y digerir la arriesgada proposición de esa mujer.
—Prométame que, por lo menos, lo va a meditar —le susurró Leonor con una pasmosa nitidez y una sonrisa benévola.
Él volvió a la realidad y asintió con lentitud.
—Ahora, si le parece bien, ¿liquidamos? —le propuso, y extendió su tarjeta negra de American Express.
Anselmo Duarte realizó el cobro de las obras que Leonor Villacrés de Pousa había comprado. Cuando la acompañó a la puerta, temblaba de pies a cabeza. Ella, antes de salir, se acercó a su oído y le susurró:
—¡Piénselo detenidamente! ¡Le doy dos días! Si accede, será entonces cuando vaya a conocer los detalles del encargo.
Duarte solo pudo asentir mientras rumiaba acerca de cuáles serían sus pretensiones.
Leonor Villacrés de Pousa anduvo, con la entereza y feminidad que la caracterizaba, hasta las escaleras mecánicas. Posó la mano en la barandilla y ascendió esbozando una maquiavélica sonrisa. Una vez en la calle, buscó su móvil en el bolso y envió un wasap a un número agregado en la agenda:
El pez ha mordido el anzuelo.
Ahora solo queda esperar.