Prólogo1
Por Margaret Atwood

Crecí con George Orwell. Nací en 1939 y Rebelión en la granja se publicó en 1945. Por tanto, tuve ocasión de leerlo a los nueve años. El libro rondaba por casa y lo confundí con una historia de animales parlantes al estilo de El viento en los sauces. No sabía nada de las ideas políticas del libro; en aquellos años, recién acabada la guerra, mi visión infantil de la política se reducía a la idea de que Hitler era malo pero estaba muerto.

De forma que me tragué las aventuras de Napoleón y Snowball, aquellos cerdos listos, codiciosos y arribistas; y de Squealer, el propagandista; y de Bóxer, el caballo noble pero corto de entendederas; y de las ovejas, fáciles de manipular y siempre cantando eslóganes, sin conectarlas de ninguna manera con los acontecimientos históricos.

Decir que aquel libro me horrorizó sería quedarme corta. El destino de los animales de la granja era por completo siniestro; los cerdos eran mezquinos, mentirosos y traicioneros; y las ovejas, tremendamente estúpidas. Los niños son muy sensibles a la injusticia, y fue justamente eso lo que más me molestó: que los cerdos fueran tan injustos.

Y entonces llegó 1984, que se publicó en 1949. Lo leí en edición de bolsillo un par de años más tarde, cuando empecé la secundaria. Y después lo releí una vez y otra: ocupaba un lugar privilegiado entre mis libros favoritos, junto con Cumbres Borrascosas.

Al mismo tiempo, absorbí a sus dos compañeros, El cero y el infinito, de Arthur Koestler, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Me gustaban los tres, aunque entendía que El cero y el infinito era una tragedia sobre unos acontecimientos que ya habían sucedido, mientras que Un mundo feliz era una comedia satírica, cuyos acontecimientos no era probable que fueran a desarrollarse con exactitud de esa manera. (Solo hay que ver la «orgía-porgía».)

1984 me pareció más realista, seguramente porque Winston Smith se parecía más a mí: un tipo flacucho que se cansaba enseguida y a quien sometían a educación física en un clima gélido (un rasgo distintivo de mi escuela); también era alguien obligado a callarse su desacuerdo con las ideas y el estilo de vida que se le proponían. (Quizá esa sea una de las razones por las que vale la pena leer 1984 cuando se es adolescente; la mayoría de los adolescentes se sienten así.)

Simpaticé en particular con el deseo que tiene Winston de apuntar sus pensamientos prohibidos en un cuaderno negro, secreto y deliciosamente tentador. Todavía no había empezado a escribir, pero ya podía verle el atractivo. También podía ver los peligros que entrañaba, porque eran aquellos textos que escribía —junto con el sexo ilícito, otro elemento de un considerable atractivo para una adolescente de los años cincuenta— los que metían en líos a Winston.

Rebelión en la granja retrata la transición entre un movimiento idealista de liberación y una dictadura totalitaria encabezada por un tirano despótico; 1984 cuenta la experiencia de estar viviendo ya bajo un sistema así. Su héroe, Winston, solo tiene recuerdos fragmentarios de cómo era la vida antes de que se instaurara el atroz régimen actual: es huérfano, hijo de la colectividad. Su padre murió en la guerra que trajo consigo la represión, y su madre desapareció sin dejarle más recuerdos que la mirada de reproche que le dedicó cuando él la traicionó por una chocolatina, una pequeña traición que funciona como clave para entender el carácter de Winston y también como precursora de las otras muchas traiciones del libro.

Pista Aérea Uno, el «país» de Winston, tiene un gobierno brutal. La vigilancia constante, la imposibilidad de hablar sinceramente con nadie, la figura acechante y ominosa del Gran Hermano, la necesidad que tiene el régimen de enemigos y guerras —da igual que sean ficticias— para aterrar a la gente y unirla en el odio, los eslóganes tediosos, las distorsiones del lenguaje o bien la destrucción de lo que ha sucedido a base de tirar todos sus registros por el olvidadero: todas estas cosas me causaron una gran impresión. Mejor dicho: me aterrorizaron hasta la médula. Orwell estaba satirizando la Unión Soviética de Stalin, un lugar del que a los catorce años yo apenas sabía nada, pero lo hacía tan bien que me podía imaginar aquellas cosas sucediendo en cualquier parte.

En Rebelión en la granja no hay ninguna trama amorosa, pero en 1984 sí. Winston encuentra a su media naranja en Julia; por fuera, es una devota fanática del Partido, pero en secreto es una chica a quien le gustan el sexo y el maquillaje y otros placeres decadentes. Pero los amantes son descubiertos, y Winston es torturado por sus crimentales: la deslealtad interior al régimen.

Winston cree que, si consigue mantenerse fiel en su corazón a Julia, logrará salvar su alma, un concepto romántico, aunque fácil de respaldar. Pero igual que sucede con todos los gobiernos y religiones absolutistas, el Partido exige que se le sacrifiquen todas las lealtades personales, y que sean reemplazadas por una lealtad absoluta al Gran Hermano.

Cuando ha de enfrentarse a su peor miedo en la temida Sala 101, donde le han construido un repulsivo artefacto consistente en una jaula llena de ratas hambrientas que se puede acoplar a los ojos, Winston se viene abajo: «Hacédselo a Julia —suplica—. A mí no». (En nuestra familia, esta frase se ha convertido en eslogan para evitar cualquier tarea onerosa. Pobre Julia, qué difícil le haríamos la vida si existiera en realidad. Iba a tener que participar en montones de mesas redondas, por ejemplo.)

Después de traicionar a Julia, Winston se convierte en un puñado de arcilla maleable. Cree realmente que dos y dos son cinco, y que ama al Gran Hermano. Lo vemos por última vez sentado y beodo en la terraza de un café, consciente de que es un muerto en vida tras haberse enterado de que Julia también lo traicionó a él, mientras escucha una tonada popular: «Bajo el enorme castaño / los dos nos traicionamos».

Se ha acusado a Orwell de amargura y de pesimismo, de legarnos una visión del futuro donde el individuo no tiene escapatoria, y donde la bota brutal y totalitaria del todopoderoso Partido nunca dejará de aplastar la cara del ser humano.

Pero esta imagen de Orwell se contradice con el capítulo final del libro, un ensayo sobre la neolengua, el lenguaje del doblepensar inventado por el régimen. A base de desterrar todas las palabras que puedan resultar problemáticas —la palabra mal no está permitida y se ha convertido en doblemasnobién—, y a base de hacer que otras palabras pasen a significar lo contrario de lo que significaban antes —el sitio donde se tortura a la gente es el Ministerio del Amor, mientras que el edificio donde se destruye el pasado es el Ministerio de la Verdad—, los gobernantes de Pista Aérea Uno intentan conseguir que a la gente le resulte literalmente imposible pensar con claridad.

Aun así, el ensayo sobre la neolengua está escrito en inglés estándar, en tercera persona y en pasado, lo cual solo puede significar que el régimen ha caído y que el idioma y la individualidad han sobrevivido. Para el autor del ensayo sobre la neolengua, el mundo de 1984 ya se ha terminado. Por tanto, soy de la opinión de que Orwell tenía mucha más fe en la resiliencia del espíritu humano de la que le atribuyen.

Orwell se convirtió en un modelo directo para mí en una época muy posterior de mi vida, en el 1984 real, que fue cuando empecé a escribir una distopía distinta, El cuento de la criada. Por entonces yo tenía cuarenta y cuatro años, y había aprendido lo bastante de los despotismos reales —gracias a los libros de historia, a mis viajes y a mi trabajo para Amnistía Internacional— como para no tener que basarme únicamente en Orwell.

La mayoría de las distopías —incluida la de Orwell— las habían escrito hombres desde un punto de vista masculino. Siempre que aparecían mujeres en ellas, eran autómatas asexuadas o bien rebeldes que desafiaban las reglas sexuales del régimen. Siempre ejercían de tentadoras de los protagonistas hombres, por muy bienvenida que fuera aquella tentación por parte de dichos protagonistas.

Es el caso de Julia; es el caso de la mujer en cami-bragas que seduce al Salvaje en la orgía-porgía de Un mundo feliz; es el caso de la subversiva mujer fatal del influyente clásico de Yevgueni Zamiatin Nosotros (1924). Yo quería probar a escribir una distopía desde el punto de vista femenino: el mundo según Julia, por así decirlo. Pese a todo, esto no significa que El cuento de la criada sea «una distopía feminista», salvo en la medida en que darle a una mujer voz y vida interior siempre será considerado «feminista» por quienes creen que las mujeres no deberíamos tener esas cosas.

El siglo XX se podría considerar una carrera entre dos versiones del infierno creado por el hombre: el totalitarismo estatal marcial de 1984 de Orwell y el sucedáneo hedonista del paraíso de Un mundo feliz, donde absolutamente todo es un bien de consumo y los seres humanos han sido diseñados para ser felices. Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, pareció por un momento que había ganado Un mundo feliz: a partir de entonces, el control del Estado sería mínimo y lo único que necesitaríamos hacer sería ir de compras y sonreír mucho, regodearnos en nuestros placeres y tomar un par de pastillas cuando nos llegara la depresión.

Pero todo cambió con el 11-S. Ahora parece que afrontamos la perspectiva de dos distopías contradictorias y simultáneas —mercados abiertos y mentes cerradas—, porque la vigilancia estatal ha vuelto con más fuerza que nunca. La temida Sala 101 de los torturadores lleva milenios con nosotros. Las mazmorras de Roma, la Inquisición, la Cámara Estrellada, la Bastilla, los procedimientos del general Pinochet y de la Junta Militar argentina, todas estas cosas han dependido siempre del secretismo y de los abusos de poder. Muchos países han tenido sus versiones de ese mismo fenómeno, sus formas de silenciar la disidencia problemática.

Las democracias se han definido a sí mismas tradicionalmente, entre otros rasgos, por su apertura y por el imperio de la ley. Ahora, en cambio, parece que en Occidente estamos legitimando de forma tácita los métodos del pasado humano más oscuro, tecnológicamente mejorados y santificados por pura conveniencia, por supuesto. Hay que renunciar a la libertad en el nombre de la libertad. A fin de llegar al mundo mejorado —la utopía que nos han prometido—, primero tiene que reinar la distopía.

Es un concepto digno del doblepensar. También resulta marxista, de una manera extraña, en su ordenación de los acontecimientos. Primero viene la dictadura del proletariado, en la que deben rodar muchas cabezas; luego la quimérica sociedad sin clases, que curiosamente nunca llega. Lo único que vemos son los cerdos con látigos.

A menudo me pregunto: ¿qué habría dicho George Orwell de todo esto?

Mucho, con toda seguridad.