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Antes de mudarme a Madison vivía en Boston, donde estuve toda mi vida hasta la universidad. Tenía un trabajo de oficina que mi madrastra, Monica, me había conseguido en su bufete de abogados. No lo hacía muy bien. Ya antes había tenido trabajos de oficina, pero no era muy organizada ni minuciosa, dos cualidades que en la entrevista laboral aseguré que sí tenía. En mis otros empleos había podido salirme con la mía, pero en el despacho de abogados no se toleraban errores y no era fácil estar en internet o leer un libro en el horario de trabajo. La relación con Monica se tensó, pero no es que antes hubiera sido muy buena.

Siempre me gustó escribir. Mis historias a menudo trataban de hijas sin madre o de madres sin hijos. Para una escritora creativa, el tema no era muy creativo. Cuando estaba en preparatoria, imaginaba que mi madre de alguna manera leería mis cuentos y comprendería que debía regresar a casa. En la universidad, mi público destinatario cambió: renuncié a mi madre y empecé a fantasear con que algún hombre leería mis escritos y llegaría a salvarme. Cada historia que escribía era una carta de amor.

Participar en el programa de maestría en Bellas Artes de Wisconsin fue un sueño hecho realidad. Se trataba de una beca de docencia de dos años. Solo admitían a seis personas para ficción en cada periodo y cada año cientos de personas enviaban su solicitud. Conocí a Charlie hasta el otoño del segundo año. El primer año del programa tuve algunas citas y salí con algunos chicos, pero la mayor parte del tiempo escribía.

Cuando me mudé a Madison, en agosto de 2012, conocí a las otras personas del programa la noche que llegué. Nos reunimos en un bar del vecindario llamado Caribou, a cinco minutos a pie de mi departamento. Tenía una larga barra de madera que iba de pared a pared y máquinas tragamonedas alineadas en el muro de enfrente, entre ambos solo quedaba un pasillo estrecho. Reconocí a algunos de mis compañeros por sus fotografías de Facebook, estaban reunidos al fondo del bar.

De inmediato me sentí intimidada por Vivian Spear, quien venía de la ciudad de Nueva York. Era ruidosa y muy pequeña. A veces me preguntaba si mi vida sería distinta si yo fuera pequeña. Al parecer, las personas responden de manera diferente a las mujeres bajas. Yo medía casi un metro con ochenta centímetros; siempre me preguntaban si jugaba basquetbol, pero no lo hacía. En ocasiones me decían: «¡Qué alta eres!», como si necesitara que me lo recordaran.

Vivian Spear tenía el cabello largo, pelirrojo y rebelde; llevaba un lápiz de labios color fucsia que resaltaba incluso en la oscuridad del bar. Los tirantes de su vestido negro se caían constantemente y dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus hombros. Tenía acento neoyorquino y una voz grave y ronca como la de un cantante de jazz. Resoplaba cuando reía, pero eso solo aumentaba su encanto. Me parecía difícil imaginarla sentada en silencio, sola, escribiendo en una computadora.

Aparte de mí y Vivian, el resto eran hombres de entre veinte y treinta años, y uno de cuarenta y tantos. Wilson Barbosa, David Eisenstat, Rohan Bakshi y Sam Fitzpatrick. Sam tenía cuarenta y dos años y estaba casado. Todos los demás, Vivian incluida, éramos solteros.

Esperaba que los escritores fueran raros y volubles, pero todos parecían bien adaptados y más cómodos socializando que yo. Rohan me recordaba a los chicos populares de preparatoria; no a los patanes, sino a los que se hacen populares porque son guapos y extrovertidos, con la arrogancia suficiente como para no ser molestos. Llevaba una gorra de los Toros de Chicago y una camiseta con un montón de firmas serigrafiadas. En una oreja tenía un pequeño arete de diamante. Cada vez que alguien nuevo del grupo entraba al bar le daba un enorme abrazo y exclamaba: «¡Llegaste!», como si esperara a esa persona en particular.

Wilson era más reservado que Rohan, pero también generaba una suerte de polo gravitacional a su alrededor. Tuve ganas de pararme al lado de Wilson. Era bajo y delgado, de ojos amables color miel y espesos rizos negros. Su risa era más escandalosa que su voz cuando hablaba. Me di cuenta de que cada vez que se reía de algo que alguien decía, yo también reía. Cuando sonreía, en sus mejillas se formaban unos profundos hoyuelos en forma de media luna.

Sam era el único de nosotros que tenía una carrera hecha y derecha antes de esta maestría. Renunció a su despacho contable para venir a Madison, y creo que todos nos sorprendimos cuando escuchamos la palabra contabilidad. De todos, él era el que tenía el aspecto más parecido a la gente de Wisconsin: rubio, pálido y corpulento. Era amable y caballeroso, pero de una manera distinta a los demás. En particular, se mostraba así con Vivian. Le ofreció su asiento cuando la vio de pie y volteó a verla, preocupado, cuando Rohan hizo una broma vulgar. Me pareció insultante en varios sentidos.

Fue idea de Wilson que dijéramos por turno quiénes eran nuestros autores favoritos. Yo no había leído a la mayoría de los escritores de los que hablaban, pero asentía con entusiasmo y les hablé de mi escritora favorita, Alice Munro, aunque solo había leído dos de sus obras.

—Es muy buena —exclamó Vivian—. Me encantó La vida de las mujeres.

Vivian ya había publicado algunos cuentos en diversas revistas literarias y ahora estaba escribiendo una novela.

—Pero es un embrollo —agregó.

Resultó que algunos otros estaban a la mitad de la escritura de una novela o a punto de empezarla.

No estaba segura de qué era peor, que los chicos vieran a Vivian o que la viera yo. Era todo lo que yo no era. Acabé mi copa de un trago, volteé a ver a David y le pregunté de dónde era. Tenía cabello castaño alborotado y usaba lentes; iba vestido con una camisa de botones de manga larga, aunque estuviéramos a finales de agosto. Tenía una barba con la que jugaba constantemente, jalando mechoncitos entre los dedos. Sus autores favoritos eran Philip Roth, Vladimir Nabokov y David Foster Wallace.

—Connecticut —respondió David—. ¿Y tú?

—Massachusetts. Esta es mi primera vez en el Medio Oeste.

David asintió amable y volteó hacia Vivian, quien contaba una historia sobre un taller que había tomado con Zadie Smith. Era comprensible que el tema fuera mucho más interesante que un «de dónde eres». Traté de escuchar a Vivian con el mismo interés y generosidad que todos los demás, pero no dejaba de distraerme.

En ese entonces todavía tenía una relación con Robbie, que no era exactamente mi novio, pero me quedaba a dormir con él casi todos los fines de semana y algunas veces entre semana, de manera intermitente, desde que tenía diecisiete años. Robbie me dijo algunas veces que estaba enamorado de mí y yo siempre le respondía igual, sobre todo porque no quería dejar de ir a su casa en la noche. Me gustaba tener relaciones sexuales con él y comer tazones de Lucky Charms mientras veíamos televisión hasta quedarnos dormidos. Sin embargo, yo quería algo más.

Robbie y yo éramos amigos desde el jardín de niños y siempre estuvo enamorado de mí, incluso cuando pasé por una etapa particularmente vergonzosa: lentes, frenos, acné. Seguí usando lentes y tuve bastante acné, pero me convertí en lo que soy ahora.

Robbie era guapo, un poco regordete, como un leñador. Era de mi estatura o un poco más bajo, dependiendo de nuestra postura, y era la única persona en el mundo que me amaba aparte de mi familia. Pero él no leía ni pensaba como yo. No era que necesitara estar con alguien exactamente como yo, pero, a veces, le comentaba algo sobre mi día o algo que había advertido y él solo asentía o se encogía de hombros sin hacer preguntas ni participar en la conversación. Hablábamos, hablábamos todo el tiempo, pero yo quería que dijera algo que me sorprendiera o que me mirara directamente a los ojos y preguntara: «¿Por qué?», y que en verdad quisiera saber.

Después de la primera noche en el bar local en Madison regresé a mi nuevo departamento, casi vacío, en Norris Court y llamé a Robbie.

—¿Cómo te fue? —preguntó.

Escuché como tragaba aire y lo imaginé en su cama, fumando marihuana. Probablemente llevaba unos pantalones deportivos sin camisa, el cabello revuelto, los ojos apagados y entrecerrados.

—Me sentí tonta —respondí.

—No eres tonta —insistió.

Pero yo quería que me preguntara por qué me sentía tonta.

—Todos están escribiendo novelas y hablaron de autores que yo debería conocer.

—No te preocupes por eso —dijo Robbie—. Eres la persona más lista que conozco.

Empecé a llorar porque sabía que iba a terminar con Robbie, aunque lo amara.

—Robbie.

—Leah.

Sabía que él estaba sonriendo.

—¿Por qué te gusto?

—¿Estás llorando? —preguntó.

—Un poco.

—Me gustas por todos tus pequeños detalles. —Nombrarlos no era su estilo—. ¿Estás bien?

—Me siento sola aquí en Wisconsin.

—Vas a hacer amigos antes de lo que imaginas.

—¿Tú te sientes solo? —pregunté.

—Estoy bien —dijo—. Pero te extraño. Te extraño mucho.

Después me contó sobre un programa de televisión que estaba viendo mientras yo investigaba a Vivian Spear en Facebook.

Para el primer taller de la maestría, Vivian Spear y David Eisenstat presentaron sus trabajos. Vivian presentó las primeras treinta página de su novela y David, un cuento. Leí el fragmento de la novela de Vivian primero. Trataba de una mujer de mediana edad en Manhattan que tenía un romance con su dentista. Terminé las páginas rápido y me quedé con ganas de seguir leyendo. Vivian conocía a las personas, las veía exactamente como eran. Leer su texto me hizo preguntarme cómo me veía.

La historia de David era más inhibida. Cada oración era hermosa; me gustaron las descripciones de los paisajes. No tenía idea de qué trataba la historia. Quizá trataba de un hombre que hacía un viaje en automóvil para aceptar el hecho de que era homosexual, pero yo solo adivinaba. Había una escena de sexo entre dos personas en la que no se mencionaban las partes del cuerpo. Leí la historia tres veces y con cada lectura quedaba más confundida.

—Este cuento me rompió el corazón —dijo Rohan cuando le tocó comentar en clase la historia del viaje en auto.

—El final me pareció conmovedor —intervino Wilson—. Cuando va a la cafetería y se queda ahí en el estacionamiento, sentado en el auto durante horas.

—Creo que la yuxtaposición entre las descripciones crudas y silenciosas del abuso de su padre y las descripciones más extensas del paisaje rural es un elemento muy poderoso —dijo Sam—. ¿Y cuando el protagonista tiene relaciones sexuales con esa mujer del bar? La prosa es increíble. La vemos pero no la vemos. Es como si ella no existiera para él.

David no dejaba de asentir, escribía a toda velocidad, llenando página tras página con notas. La dinámica del taller consistía en que David no podía hablar durante toda la conversación. Comentábamos su cuento casi como si no estuviera ahí: qué funcionaba, qué no funcionaba. Al final, él podía hacer preguntas.

—Me costó trabajo entenderlo —comentó Vivian—. No entendí hacia dónde se dirigía o por qué. Para empezar, creo que necesitamos saber por qué el personaje decide subirse al auto. Lo mismo con la escena de sexo con la mujer. No entiendo por qué se acuesta con ella. ¿Porque la desea o porque está tratando de convencerse a sí mismo de que se siente atraído por ella?

Nuestra profesora asintió en ese momento y su movimiento llamó la atención de todos.

—Este personaje describe los árboles y el camino con mucho sentimiento, pero luego retiene todo tipo de descripción cuando se trata de su propia vida o de la gente que es parte de ella —intervino la profesora por primera vez—. Quizá está en negación acerca de quién es o qué quiere. Sin embargo, aún puede describir la manera en que su padre lo mira o a la mujer del bar; sus deseos y repulsiones se entrometen en esas descripciones. Aunque el personaje no sea consciente de sus propios motivos, el escritor debe conocerlos. Tenemos que buscar lo que no está diciendo. Esa es la belleza de tener a un narrador en primera persona.

Todos en el salón asentimos. David parpadeaba ante la página, apoyaba la pluma con tanta fuerza que parecía que su mano iba a explotar.

Yo rabiaba. Estaba furiosa por no haber dicho lo que pensaba del cuento antes de que lo hiciera Vivian, pero la verdad era que jamás hubiera podido articular mis ideas de la manera en que ella lo hizo. Vivian se expresó con mucha confianza, dijo lo que tenía que decir sin miedo a parecer estúpida o a que lo hubiera interpretado de forma equivocada o a que, quizá, lastimara a David. Dijo lo correcto. La profesora la respaldó. De alguna manera yo quería decir también lo que había pensado, pero hacerlo ahora solo me haría ver desesperada y como una tonta. Pasé las páginas del cuento de David y traté de decir algo inteligente. No me vino nada a la mente.

Después del taller los seis fuimos a un bar en State Street, llamado City Bar. Era un establecimiento subterráneo, profundo y amplio, con una escalera empinada. Los techos eran bajos y no había ventanas, el relleno de poliestireno se salía de las largas bancas forradas con piel de los reservados. Las bebidas costaban la mitad que en Boston y tenían un menú completo de hamburguesas, papas a la francesa y croquetas de papa. Había una rocola en un rincón y dianas para dardos en la otra. La mesa más grande, alta y con bancos, estaba al fondo. Ahí nos sentamos.

Seguimos yendo al City Bar todos los martes en la noche después del taller durante los siguientes dos años. Esa noche conocimos a los poetas, un grupo un poco más raro y emocionalmente más demostrativo que nosotros, con más perforaciones y tatuajes, sin miedo a llorar en público.

Con el tiempo me daría cuenta de que los escritores de ficción somos tan sensibles como los poetas, solo que hacemos un mejor trabajo para ocultarlo. Nosotros éramos un grupo particularmente reservado de escritores de ficción. Los hombres competían sin cesar por el papel del macho alfa y por la atención y aprobación de Vivian. Ella era la mayor alfa de todos nosotros: franca, brusca, maldecía todo el tiempo, bebía al mismo ritmo —o más— que los chicos sin embriagarse y cuando hablaba, todos escuchaban. Yo era la más joven y la más callada de los seis. Me sentía ajena.

Mientras mi grupo platicaba en el City Bar yo observaba a los poetas. Ya llevaban un año aquí, bebían cerveza y comían croquetas de papa. Llevaban dos horas escuchando con paciencia a Vivian y a los chicos hablar sin parar sobre cada pequeño detalle.

Parecía que los poetas lo sabían todo. Estaban más relajados que tensos; me identificaba más con su energía. Me preguntaba si me adaptaría mejor con los poetas, pero no tenía idea de cómo escribir un poema. En ese momento pensé en las treinta páginas de Vivian, en la escena inicial entre la protagonista y el dentista, en toda esa tensión. Qué fácil era seguir leyendo. Ella tenía talento, me parecía obvio. Vivian llegaría lejos.

No me llevó mucho tiempo empezar a abrirme con Vivian y los chicos; podía sentir que comenzaba a surgir mi verdadero yo. Las cosas se movían rápido en el posgrado. Siempre pensé que tranquilo era sinónimo de estable. En parte porque yo siempre he sido así. Leah: alta, tranquila, predecible. No obstante, tenía emociones enormes, torrenciales; por eso leía, por eso escribía. En la vida real yo no llamaba la atención.

Me adapté a mi vida en Madison. Hice amigos, me acerqué a Vivian y Wilson, pasaba la mayor parte de los fines de semana con ellos. Teníamos mucho tiempo libre. Escribía durante el día y por la noche. Vivian, Wilson y yo nos reuníamos en el departamento de alguno de nosotros para hablar de libros, de lo que estábamos escribiendo, de las otras personas en el programa y de nuestra vida. También pasaba muchos días sola, dando largas caminatas en la zona este de Madison. Trabajaba en mis historias durante fines de semana completos, me iba a cafeterías como el bar Johnson, Mother Fool’s o Colectivo. Regresaba a casa apestando a café y al aroma que imperara en el establecimiento donde había estado.

Mi departamento en Norris Court empezó a atiborrarse de libros, borradores e impresos de relatos. Compré muebles en Craigslist y en Saint Vincent, una tienda de segunda mano que estaba en Willy Street. No compré un sofá, sino dos enormes sillones que acomodé uno frente a otro; uno era cómodo, pero, en el otro, te hundías tanto al sentarte que podías sentir los resortes, costó solo cinco dólares. Lo único nuevo que compré en Target fue una alfombra mullida con estampado floral azul y blanco. Nada hacía juego, pero era la primera vez que vivía sola y todo en mi departamento me gustaba. Tenía una chimenea que funcionaba, estantes empotrados y puertas francesas que daban a un pequeño estudio con ventanas por las que se veía un jardín. Cada vez que cruzaba la puerta principal me sentía en paz, como si este fuera el lugar en donde debía estar.

En Madison, me sentía libre y viva, como nunca me sentí en Boston. No estaba segura si en realidad las cosas eran tan diferentes en Wisconsin o si se debía a que estaba lejos de mi familia y de todo lo que conocía, pero cada mañana me despertaba con el sentimiento de que, por fin, mi vida estaba sucediendo.

No tenía auto, así que caminaba a todas partes. Mi departamento estaba a poco más de tres kilómetros del campus; había un autobús, pero prefería caminar, aunque hiciera mucho frío. Me permitía pensar en la historia que estuviera escribiendo. A veces imaginaba escenas completas en mi mente y cuando llegaba a la universidad, estaba rebosante de oraciones, imágenes, conversaciones completas entre los personajes.

En Madison me sentía sola, pero para mí eso era normal.

La semana giraba alrededor de la noche del martes, que era cuando teníamos el taller. Nuestra única obligación, aparte de dar una clase de Escritura Creativa a la semana a estudiantes universitarios, era escribir historias para presentarlas en el taller y leer los trabajos de los demás.

Mis opiniones iniciales sobre mi grupo habían sido en cierto sentido correctas, pero en su mayoría me había equivocado. Todos ellos eran mucho más complicados y vulnerables de lo que me habían parecido la primera noche. Llegamos a conocernos, primero a través de nuestros escritos y después cuando hablábamos de literatura. A partir de eso, nos hicimos amigos, pero éramos «amigos de escritura»; aprendí que se trataba de un tipo particular de amistad.

Seguíamos viviendo vidas separadas, podíamos pasar días enteros sin hablarnos o vernos, concentrados en algún borrador o con un estado de ánimo particular. Si alguno no asistía a un evento, se marchaba temprano o faltaba en el último momento no lo considerábamos extraño. Las reglas sociales de este mundo aislado me convenían, significaba que podía desaparecer y nadie me cuestionaría.

Escribir era la prioridad. Si recibías un mensaje de texto que decía «en racha» o «a la mitad», sabías que no había que interrumpir. A pesar de que prácticamente no teníamos obligaciones o compromisos, solo mucho tiempo para escribir, tan pronto como sentíamos que invadían nuestro tiempo de creación éramos inflexibles. Nos tomábamos tan en serio, que los poetas dejaron de salir con nosotros.

—Ustedes se volvieron un poco insufribles cuando se dieron cuenta de que podían ganar dinero haciendo esto —decían—. Pero a nadie le importa la poesía.

Cuando no escribíamos, bebíamos. Íbamos al Tipsy Cow, Genna’s, Mickey’s, al Crystal Corner, a cualquier bar —Madison estaba lleno de bares—, o nos reuníamos en uno de nuestros departamentos. Vivíamos cerca unos de otros. La casa de Rohan tenía una terraza enorme que daba toda la vuelta, por lo que se convirtió en el lugar preferido para reunirnos. En esas noches me sentía como una adolescente: encestando pelotas de ping-pong en vasos llenos de cerveza, fumando cigarros y hablando de nosotros, de los poetas y de lo que había pasado esa semana en el taller.

Una noche, mientras algunos competían para ver quién se acababa el vaso de cerveza más rápido, Vivian y yo nos sentamos en un sofá mohoso que estaba en una esquina del porche de Rohan para hablar en voz baja de lo mal que nos caía David; de la forma exasperante en la que describía a las mujeres en sus relatos, de cómo siempre dirigía sus comentarios en clase a Rohan y de su necesidad constante de mencionar nombres de famosos.

—No puedo creer que cuando conocí a David me pareció adorable —dije.

—Para mí, Rohan es el adorable —intervino Vivian.

La miré, tenía las mejillas rosadas por el frío y sostenía la cerveza con ambas manos cerca de su rostro, que estaba medio oculto detrás de una bufanda. Sabía que sonreía.

Seguí su mirada hasta donde estaba Rohan de pie con los demás; alzaba los brazos en posición de victoria y gritaba algo con júbilo. Por alguna razón, tenía puestos los lentes de sol, aunque estaba anocheciendo, apenas quedaba alguna luz en el cielo.

—Sí —admití—. Lo es.

La mayoría de los escritos de los miembros del grupo coincidían con lo que yo esperaba. Concordaban más o menos con lo que decían o con mi percepción de ellos cuando estábamos juntos. Todos éramos capaces de expresar en las páginas lo que no podíamos decir en voz alta. De entre todos, los escritos de Wilson eran los que más me sorprendían.

Wilson era una de esas personas que le caía bien a todo el mundo, con un carisma tranquilo. Era difícil saber qué pasaba en su interior. Había que descifrarlo poco a poco, pero, al leer su ficción, se reflejaba gran parte de quien era.

Cuando empecé a leer las historias de Wilson me asombró la tristeza en ellas. No era que su risa o sus sonrisas fueran falsas; lo que le parecía divertido era lo mismo que lo entristecía. No podía disociarlo. O quizá era al revés: lo que lo entristecía, si se observaba lo suficiente y de cierta manera, era gracioso. Sus relatos hacían reír y, al mismo tiempo, dejaban un nudo en la garganta que era difícil de tragar.

La primera vez que leí una de las historias de Wilson quise saber más de él. Me atraía en cierto sentido. No era tanto querer estar con él, sino más bien estar cerca de él. A partir de un par de historias, que tendían a tratar relaciones sentimentales entre hombres, imaginaba que Wilson era gay, aunque él nunca hablaba de su vida romántica. La misteriosa vida amorosa de Wilson, o la falta de ella, se convirtió en un tema de conversación cuando él no estaba con nosotros. A veces hablábamos de sexo y citas cuando él estaba presente para provocarle una reacción, pero nunca mordía el anzuelo. Era una persona que sabía escuchar; a diferencia del resto de nosotros, él casi no hablaba de sí mismo.

Para el primer taller de nuestro segundo año escribí un relato sobre el fracaso de un matrimonio. Estaba narrado desde el punto de vista de un padre en el bar mitzvá de su hijo, unos días antes de que su esposa abandonara a la familia. Lo titulé Trece. Supongo que en la historia canalizaba a mi propio padre, aunque el hombre de mi historia era menos pasivo que él; además, realmente no pasó tal cual en mi familia. Mi mamá seguía viviendo en casa cuando se celebraron los bar mitzvás de mis hermanos.

Mi propio bat mitzvá fue lúgubre, mi madre se había ido apenas un mes antes. Llamó algunas veces, pero no nos dijo dónde estaba y no volvió a casa.

Cuando estaba de pie en el podio, fingí no darme cuenta de que, en la primera fila, mi padre estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar, su rostro se contorsionaba de dolor. Mis hermanos, de quince y dieciocho años, estaban sentados a ambos lados de él, estoicos y deprimidos. Yo canté Oseh Shalom junto con el rabino más anciano y recé para que mi madre se presentara a tiempo para la parte de la Torá, por mi discurso, por su discurso, por el Adón Olam; después de todo, fue ella quien planeó todo este día: reservó al proveedor de comida, al dj y asignó los asientos. Me acompañó a comprar el saco y la falda de seda para el servicio y el vestido de tirantes y lentejuelas que me pondría para la fiesta.

Esa noche, cuando los hombres del vecindario me levantaron en la silla y todos bailaban en círculos a mi alrededor, sonriéndome como si ese fuera el momento más feliz de mi vida, me preguntaba dónde estaría mi madre, si en algún hotel o en su auto. Tendría que recordar qué día era.

Mi madre era más religiosa que mi padre. No sé si creía en Dios, pero quería hacerlo. Era evidente por la manera en la que recitaba las oraciones, sus labios se movían incluso cuando no salía ningún sonido de su boca, por la forma en que a veces cerraba los ojos y se desconectaba de todo. Mi madre siempre buscó creer en algo más grande que ella, ya fuera a través de la religión, el arte, alguien en específico o una experiencia; estaba en busca de lo divino y poderoso. Lista en todo momento para dejarse llevar.

Lo bueno de escribir era que utilizaba el dolor y lo desviaba hacia algo útil. Podía moldearlo en un inicio, un desarrollo y un cierre de un relato. Y era mío: ingenioso y hermoso. Cuando terminaba de lidiar con él, era solo una historia.

Ese semestre, nuestro taller lo daba una escritora llamada Bea Leonard, conocida por su antología de cuentos, ganadora de un premio prestigioso y una pequeña novela que recibió críticas variadas. La mayoría de la gente en el mundo exterior no tenía idea de quién era, aunque era muy importante para otros autores. Vivian la llamaba una «escritora de escritores».

En su fotografía oficial como autora, Bea parecía pensativa, inteligente y divertida. En la vida real parecía estar exhausta, su cabello pelirrojo despeinado ya tenía algunas canas, su ropa estaba arrugada y parecía que no era de su talla. Imaginé que empezaría la clase con una suerte de gran discurso de bienvenida: «¡Lo consiguieron! ¡Son muy especiales!». En su lugar, repasó con nosotros el programa de estudios sin hacer mucho contacto visual con ninguno. Yo había leído todo lo que ella había publicado. Me encantaba su trabajo. Escribía sobre mujeres inteligentes y enojadas. Mujeres divertidas que siempre tenían una respuesta ingeniosa. Supongo que era natural asumir que Bea era una de estas mujeres. Sentada frente a ella en el salón de luz fluorescente, me di cuenta de que no tenía idea de quién era Bea Leonard.

Me sentía nerviosa por mi historia. Quería que les gustara a mis compañeros del taller, en particular a Vivian y a Wilson, a quienes consideraba los mejores escritores, también a Bea Leonard.

Esa noche trabajamos primero con el texto de Rohan, un relato sobre el paso de la niñez a la adultez que les gustó a todos, pero en el que estuvimos de acuerdo que le faltaba algo. La prosa era muy bella, aunque carecía de tensión. El principio era lento y el final demasiado pulcro. Lo que todos dijeron sobre el texto de Rohan lo podía aplicar al mío; cuando terminamos de opinar sobre el suyo, estaba convencida de que ya sabía lo que dirían del mío. Quería cancelar mi presentación, incluso antes de que comenzara.

—Okey —dijo Bea después de un descanso de diez minutos—. Ahora hablemos del texto Trece, de Leah.

Durante un minuto nadie dijo nada. Luego, Rohan habló:

—En realidad no sé qué decir para mejorar esta historia. Me parece fenomenal así como está. Me encantan los personajes. Es muy triste. No sé qué decir. Bueno, tengo mucho qué decir. Pero creo que está terminado.

—Estoy de acuerdo con Rohan —dijo Vivian—. Me encantó esa voz. Cuando lo leí por segunda vez me di cuenta de que hay algunas cosas que Leah podría hacer para fortalecerlo, de las que hablaré más tarde. Pero esta historia me conquistó.

El taller continuó así. Traté de tomar notas, pero mi corazón latía con fuerza y, cuando escribía, las palabras estaban revueltas. No me atreví a alzar la mirada porque sabía que estaba roja como jitomate. Estaba demasiado asombrada como para sentirme feliz, pero mi felicidad estaba ahí, macerándose bajo la superficie.

Cuando acabó el taller y todos me dieron sus notas, eché una mirada rápida a Bea. Era costumbre esperar hasta llegar a casa, después del City Bar, para leer las críticas, pero no pude hacerlo. La de Bea era breve, un párrafo largo seguido por uno más corto. Solo leí el corto:

Me parece que deberías enviar este cuento a los periódicos. Empieza por presentarlo solo a los mejores: el New Yorker, Tin House, Paris Review, etcétera. Aunque te lo rechacen en estos lugares, sigue enviándolo. Muy pronto encontrará un hogar. Dime si quieres que hablemos de eso.

Te felicito por haber escrito una historia espectacular.

BL

Metí todos los papeles en mi mochila. Al salir todos del salón, Rohan echó un brazo sobre mis hombros.

—Nada mal, Kempler.

—Gracias —respondí—. Igualmente.

—Nunca había visto a Bea emocionarse así al hablar de un relato.

Su brazo seguía sobre mis hombros. Caminamos por el pasillo hacia los elevadores con el resto del grupo a nuestro alrededor.

—No es cierto —respondí.

—Es cierto —intervino Wilson—. Le encantó.

Los seis entramos al elevador y alguien presionó el botón de la planta baja.

—Leah, deberías enseñarle tu cuento al agente cuando venga —dijo Vivian.

Todos volteamos a verla.

—¿Qué agente? —preguntó Sam.

—Van a traer a un agente literario para que se reúna con nosotros —explicó Vivian.

—¿Quién? —inquirió David—. ¿Dónde oíste eso?

—No sé quién —respondió riendo—. Nos verá a cada uno de manera individual. Eso fue lo que me dijo Carla.

Carla era la administradora del programa.

—¡Carajo! —exclamó David—. ¿Esto cuándo será? ¿Por qué no nos han dicho nada aún?

Las puertas del elevador se abrieron. Todos salimos al vestíbulo Helen C. White y nos detuvimos un momento para ponernos los abrigos antes de aventurarnos en la noche de Wisconsin. El trayecto al bar tomaba siete minutos.

—No me parece que tengamos que estresarnos por eso —opinó Vivian.

—Si hubiera sabido que venía un agente hubiera trabajado en el taller el primer capítulo de mi novela —dijo Sam—, no ese cuento de realismo mágico.

—Esa historia me pareció buena —comentó Wilson.

—Quizá esa es probablemente la razón por la que no han dicho nada —intervino Vivian—. Además, no sabía que habías empezado una novela, Sam.

En lo que a mí respectaba, me interesaba poco lo del agente. Ni siquiera me importaban los periódicos que Bea Leonard mencionó en su crítica. Claro que era emocionante que ella pensara que valía la pena publicar mi trabajo en el Paris Review o el New Yorker; pero, la verdad, lo que más significaba para mí eran las iniciales BL al final de su crítica, que mi cuento le gustara, que, tal vez, yo le cayera bien. Luego, la manera en la que Rohan pasó su brazo sobre mis hombros. Y, ahora, estar de camino al bar con ellos cinco; guardaba silencio, pero era parte de todo eso, parte del grupo.

No necesitaba ser la más bonita ni la más exitosa, ni siquiera la más talentosa. Lo que quería, lo que necesitaba desesperadamente, era que me amaran.

La agente llegó semana y media después. Eran principios de octubre, dos semanas antes de que conociera a Charlie en el supermercado. Nos dijeron que imprimiéramos nuestros textos y capítulos de novela mejor trabajados, y que estuviéramos listos para hablar de nuestro trabajo. Cada uno de nosotros tendría solo veinte minutos con Maya Joshi.

Programaron una reunión grupal a las nueve de la mañana, antes de las entrevistas individuales. Maya iba vestida como imaginaba que se arreglaba una agente: pantalones de mezclilla de diseñador y chamarra de piel, botas con un tacón de diez centímetros y lentes enormes de carey. Llevaba el cabello a la altura del hombro y tenía cierto movimiento, como en los anuncios de algún producto. Nos reunimos en la sala de conferencias al otro lado de la oficina de la maestría, donde habían dispuesto sillas en círculo para que tuviéramos una «plática informal» sobre la búsqueda de un agente. La administración había puesto bagels y café. Cuando llegamos, Maya ya estaba ahí con un café de Starbucks, platicaba con Bea Leonard, quien también tenía un café de la misma compañía.

Me he acostumbrado a que nuestros docentes, los «adultos», sean un grupo de ratones de biblioteca, excesivamente autocríticos y un poco raros. Me di cuenta de inmediato que Maya Joshi no era así. Era amigable sin ser obsequiosa, extrovertida sin ser exagerada. Sonrió y saludó a cada uno conforme entrábamos, nos servíamos café y untábamos queso en nuestros bagels.

Empezó a hablar a las nueve en punto, rebosaba una calidez y éxito profesional que llenó la habitación.

—Cada año espero este viaje al Medio Oeste —dijo—. Deben estar muy orgullosos de estar en este programa. Siempre encuentro talentos increíbles aquí.

Nos describió qué estaba buscando: literatura de ficción de alta categoría, así como narrativa de no ficción y autobiografías. Le interesaban las voces frescas e inteligentes, las historias multiculturales y multigeneracionales, así como el suspenso con humor.

—Quiero ver el mundo como nunca antes. Me interesa la prosa que hace que lo desconocido sea familiar. Busco el apremio. Quiero verme tan sumergida en el manuscrito que se me pase por completo la parada del autobús.

Sonrió y sus dientes eran perfectamente blancos.

Nos dijo que no había nada más emocionante que descubrir talento nuevo; también, que le encantaba conocer a un escritor desde el inicio de su carrera, trabajar con él no solo en libros específicos, sino durante toda la vida.

—Estoy aquí para el largo plazo —agregó.

Miré a mis compañeros. Nunca había visto en ellos tanta esperanza. De pronto, tener un agente parecía crucial.

—En general, tomo a uno o dos nuevos escritores cada año —continuó—. Por eso, tienen que ser los adecuados.

Podía sentir el desánimo en la sala. Las probabilidades no eran buenas.

Rohan tuvo la primera entrevista; cuando entró con Maya, todos nos reunimos en la oficina de la maestría a esperar nuestro turno. Me senté frente al escritorio y revisé los dos cuentos que había impreso. De inmediato, advertí dos erratas en la primera página de Trece. Todavía tenía una hora antes de mi entrevista, así que saqué mi computadora y los corregí. Mientras esperaba los textos en la sala de impresiones al final del pasillo, escuché dos voces afuera.

—Creo que si alguien le va a interesar será Vivian —dijo Wilson en voz baja.

—¿Por qué? —preguntó David—. Vivian es buena en lo que hace y no tengo duda de que tendrá éxito. Tiene una ética de trabajo increíble, mejor que la de todos nosotros. Además, es muy sexi, eso no perjudica a nadie, pero está escribiendo sobre una divorciada en Manhattan que tiene un romance con su dentista. No es el tipo de libro que te haga «ver el mundo como nunca antes».

—Mmm... Ya veo —dijo Wilson.

—¿Pienso que va a vender? —continuó David—. Sí. ¿Creo que a cierto tipo de público le encantará? Sin duda. Pero me parece que Maya Joshi está buscando algo más... literario. Aunque quizá me equivoque. De acuerdo con los autores a los que representa, creo que estaría más interesada en Rohan. —Hizo una pausa—. O en ti, hombre. ¿Quién sabe? Sobre todo con tu último cuento.

—Ja, ¿porque somos multiculturales?

—No —se apresuró a explicar David—. Porque eres bueno.

Cuando Wilson hablaba, su voz era tensa.

—¿Qué crees que pensará de tus escritos?

—Ah, estoy seguro de que los odiará. Lo mío todavía está muy verde.

—Bueno, acaba de ir a Iowa, así que probablemente no elija a ninguno de nosotros.

—Probablemente, es cierto —dijo David—. Que se joda Iowa.

Me preguntaba si David había olvidado que Vivian rechazó Iowa, considerado el mejor programa de maestría en Bellas Artes del país, para venir a Wisconsin.

—Voy a regresar a la oficina —dijo Wilson.

—Oye, Wilson, no repitas lo que dije sobre la novela de Vivian.

—Claro que no.

—La admiro. De hecho, creo que quizá entre nosotros hay... —Hizo una pausa—. Atracción, o algo.

Hubo un silencio.

—¿Crees que sería extraño si doy el primer paso? —agregó David.

—¿Extraño para quién?

—Para... todos.

—Bueno, somos seis —respondió Wilson y añadió—: Y todos vamos a estar en la misma clase conviviendo durante otro año, así que diría que sí, es posible que sea extraño.

—¿Has notado algo? —preguntó David—. ¿Algún tipo de tensión entre Vivian y yo cuando salimos todos juntos?

—No —respondió Wilson—. Aunque, a decir verdad, no he puesto mucha atención.

—Está bien.

Diez minutos después, Rohan regresó a la oficina. Su expresión era indescifrable.

—¿Qué pasó? —preguntó Sam.

—No sé —respondió Rohan, desplomándose sobre la silla y pasando una mano sobre su rostro. Luego se rio—. No creo que le hayan gustado mis escritos.

Todos intercambiamos miradas. Rohan era bueno.

—¿Qué dijo? —preguntó David.

Todos, menos Wilson que ahora estaba con Maya, nos reunimos alrededor del escritorio de Rohan.

—Pues, primero leyó mis cuentos rápido —explicó Rohan—. Digo, nunca había visto a alguien leer tan rápido como a esa mujer. Empezó por preguntarme por qué escribí el cuento sobre la ruptura en primera persona, respondí alguna tontería sobre el narrador poco fiable. Luego dijo que ese relato era predecible, pero que el de las vacaciones familiares podía ser una buena novela...

—¡Carajo! —interrumpió Vivian—. ¿Dijo que podía ser una buena novela? Es maravilloso, Rohan.

Rohan se llevó la mano al cuello de la camisa y desabrochó el botón superior. Nunca lo había visto tan elegante, iba de traje con una chaqueta. Su frente estaba brillante de sudor.

—Luego me preguntó con qué autores me comparaba. No supe si nombrar a mis autores favoritos, pero respondí que con George Saunders y con el maldito... Baldwin. Soné muy engreído. Supongo que tardé mucho en contestar, pensando en una respuesta que no sonara idiota. Me dijo que era importante saber cómo hablar de mi trabajo en comparación con lo que hay en el mercado. —Nos sonrió, cansado—. Así que deberían comenzar a pensar en una respuesta a esa pregunta.

—Lo más importante es que le encantó tu relato de las vacaciones —dijo Vivian.

—Bueno, definitivamente no usó la palabra encantar.

—¿Cómo terminó la entrevista? —preguntó David.

—Me pidió que escribiera mi correo electrónico en el reverso de mi cuento para que en caso de querer contactarme, supiera dónde encontrarme.

—Eso es bueno —dijo Vivian—. Eso está muy bien.

En ese momento, uno de los poetas entró a la oficina con un sándwich y un montón de papeles.

—¿Qué tal, escritores de ficción?

—Nada —respondió Vivian—. Estamos tratando de conservar la calma.

—Ah, claro, ¡hoy es el gran día con la agente! —Sonrió—. No me sorprende que parezca que todos trabajan en un banco.

Era cierto que la mayoría estábamos un poco más arreglados. Rohan y Sam iban de traje. Wilson iba, como siempre, bien vestido, pero llevaba anteojos en lugar de los lentes de contacto. David había planchado su camisa azul por primera vez y complementó su atuendo con un sombrero de invierno color naranja neón. Vivian, por supuesto, era la que se veía mejor. Llevaba un pantalón de mezclilla, blusa con cuello de tortuga y botas negras que llegaban al tobillo; tenía el cabello sujeto en una cola de caballo y los labios de un rojo profundo. Yo había elegido mi atuendo la noche anterior: un suéter gris hasta la rodilla de Gap, medias negras y zapatos bajos. A la luz del día, me preguntaba qué me había poseído para escoger un atuendo así.

Me pregunté qué tan importante era verse bien. Pensé en lo que David dijo de Vivian: «Además, es muy sexi, eso no perjudica a nadie». Era innegable que ella se vería muy bien en la contraportada de un libro. La agente al hacer las entrevistas, ¿evaluaba solo nuestra escritura o también nuestra apariencia? Si era el caso, sin duda a Vivian la valorarían diferente que a los chicos. Nuestras fotos tendrían un poco más de peso.

Caminé hasta el escritorio de Vivian.

—Oye —le dije en voz baja—. ¿Tienes lápiz de labios?

De su mochila sacó varios labiales en empaques negro con plateado y los puso sobre el escritorio.

—Escoge.

Miré los diferentes tonos.

—Creo que este te quedaría bien. —Tomó uno de los tubos y pintó una raya color rojo arándano en el borde de mi mano—. A menos que sea muy sutil.

—Sutil está bien —dije—. Gracias.

Tomé el lápiz de labios, fui al baño y me lo puse; luego mostré los dientes para asegurarme de que no me los había embarrado. Se veía bien, pero también resaltaba el horrible grano que tenía en la mejilla y las pequeñas erupciones de acné del mentón. Sonreí de nuevo y, esta vez, traté de mostrar confianza. Mi entrevista empezaría en cuarenta minutos.

Las otras entrevistas fueron parecidas a la de Rohan. Maya leía los textos a toda velocidad, hacía algunas preguntas y luego algunos comentarios. Hasta entonces, no parecía particularmente encantada con ninguno de los trabajos, pero nadie sabía si se debía a que no le gustaban o a que escondía su jugada. Terminaba cada entrevista pidiéndole a cada uno que escribiera su correo electrónico al reverso de los relatos.

Cuando fue mi turno, caminé por el pasillo hacia la oficina en la que Maya esperaba, con mis textos en la mano, como si me dirigiera a la guerra. Me sentía fuerte y valiente, lista para cualquier cosa.

—Hola —saludó sonriendo cuando entré—. Siéntate, por favor.

No me pidió mis escritos.

—Bien —dijo—. Cuéntame de ti.

No supe cómo responder.

—Bueno, me llamo Leah Kempler. Soy de Massachusetts. Escribo cuentos especialmente de madres e hijas... aunque acabo de escribir uno desde el punto de vista de un marido cuya esposa lo abandona; eso fue nuevo para mí, escribir desde la perspectiva de un hombre. Pero creo que salió bien... —Mi voz se apagó y el comentario de David merodeó en mi mente, lo que había dicho sobre los divorciados, las historias que cambian la manera en la que ves el mundo, comparadas con las que no lo hacen.

Frente a mí, el rostro de Maya Joshi estaba imperturbable, no indiferente, aunque tampoco interesado. Solo esperaba. Tenía el tiempo limitado. Era una mujer de negocios y yo era una chica que le estaba haciendo perder su tiempo. Sentí que mi reparación empezaba a acelerarse. Hubiera querido que solo leyera mis relatos y dejara de mirarme.

—Dime, ¿por qué te interesan las historias de madres e hijas? —preguntó.

—Bueno, soy una hija, claro... —Traté de reír, Maya me ofreció una sonrisa rápida—. Y tengo una madre, pero la perdí, bueno, no la perdí, no se murió, sino que se fue. Sé que no es una historia singular, pero de alguna manera define mi punto de vista sobre el mundo.

—Lo siento —dijo Maya Joshi frunciendo el ceño.

¿Decía que lo sentía porque mi madre se había ido o porque mi punto de vista del mundo era estrecho y sin interés?

—Está bien —respondí—. Ya lo superé.

Las palabras sonaron absolutamente falsas, considerando lo que le acababa de decir. Durante un momento ninguna de las dos hablamos.

—Tengo curiosidad —dijo Maya—, ¿con qué autores te compararías?

—Julie Orringer, Curtis Sittenfeld, Amy Hempel… y Bea Leonard —agregué—. Estoy muy emocionada de que sea ella quien nos dé el taller este semestre.

Por primera vez, el rostro de Maya se iluminó.

—Bea es genial, ¿verdad? ¿Ya leíste su antología?

—Sí, como cien veces.

—Algún día más personas conocerán el nombre de Bea Leonard —sentenció Maya—. Escucha lo que tengo que decir acerca de ella: es un talento raro.

Asentí.

—Gracias, Leah. —Pronunció mi nombre Lei-ah—. Fue un placer conocerte y escuchar acerca de tu trabajo. Sigue así, estás en el lugar correcto. Vas a aprender mucho de Bea.

Luego se puso de pie y yo sentí un nudo en el pecho.

—Gusto en conocerla. —Ella miró su teléfono—. Disculpa, ¿quieres mis...?

Le presenté mis textos.

—Sí, claro, por supuesto. Gracias.

Los tomó sin pedirme que escribiera mi correo electrónico en el reverso y los puso sobre un montón de papeles que estaban junto a su bolsa.

—¡Adiós! —dije y salí corriendo como una niña en problemas. Cuando llegué al baño froté con vigor mis labios con agua y jabón hasta quitarme por completo el labial. Parecía importante que, antes de decirles a los otros qué había pasado en la entrevista, lavara la evidencia de mi esperanza. Más que otra cosa, era mi vanidad la que se sentía humillada.