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Charlie tenía la voz suave, pero, cuando cantaba, podía transformarla para que sonara como la de otra persona: Tom Waits, Frank Sinatra, David Bowie. La primera vez que lo escuché cantar no podía creer que algo tan fuerte y potente emanara de él. Nos conocimos en Madison, Wisconsin, mientras yo cursaba la maestría en Bellas Artes, con especialidad en Escritura de Ficción. Tenía veinticinco años; Charlie, treinta y uno. Él había estudiado Escritura Creativa también, pero nunca se graduó; cuando lo conocí trabajaba en construcción. Era alto, de aspecto infantil, tenía el rostro más hermoso que jamás he visto.

Nos conocimos haciendo fila en la misma caja del supermercado. Lo vi antes de que él me viera a mí. Tan pronto como nos miramos, pareció obvio lo que iba a pasar. Primero me felicitó por el cereal que había elegido, Raisin Bran, y luego me preguntó si había probado el Raisin Bran Crunch. Negué con la cabeza. Me sonrojé y morí de vergüenza por lo fácil que me delataba.

Él sonrió sutilmente y levantó la caja morada y azul que tenía en su canastilla.

Fingí no advertir la manera en la que la cajera esbozaba una sonrisita, como si mirara la escena de apertura de una comedia romántica. Acepté salir con él la noche siguiente. Nuestra primera cita fue a mediados de octubre, en un bar llamado Weary Traveler.

Yo llegué primero. Adentro hacía calor y estaba a media luz, bastante concurrido para un jueves en la noche. El interior era todo de madera oscura, salvo por el techo repujado de estaño y cobre. Las paredes estaban cubiertas de un arte muy peculiar: pinturas sencillas de personas al azar. Había estantes empotrados cargados de libros viejos y juegos de mesa.

La mesera me dio lugar frente a la puerta. Cuando él entró, llevaba una camiseta, pero ningún abrigo, aunque afuera helaba. Tenía las manos metidas en los bolsillos, los hombros caídos, como si tuviera frío. Al verme pareció sorprendido de encontrarme ahí, esperándolo. Arqueó las cejas y alzó una mano para saludarme.

Cuando lo vi sentí pena; era mucho más guapo que yo, nuestro encuentro parecía disparejo. Yo llevaba pantalones de mezclilla, mi suéter negro favorito y el cabello suelto.

—Disculpa que llegue tarde —dijo sentándose frente a mí—. Veo que ya empezaste —agregó con un gesto de la cabeza hacia mi ron con Coca.

—Espero que no te moleste.

Ya me había tomado la mitad.

—No, claro que no. Debí enviarte un mensaje para decirte que se me hizo tarde. Tuve que hacerle de cenar a mi mamá y el tráfico al otro lado de la ciudad fue peor de lo que esperaba.

—Qué amable eres —comenté—. Que le hagas de cenar a tu mamá.

—Me gusta hacerlo cuando tengo tiempo. ¿Tú cocinas?

—No mucho.

—Yo empecé apenas hace unos años. Nada muy sofisticado. Hago muy buenas quesadillas.

Sonrió y todo su rostro se iluminó, radiante y adorable. Su sonrisa lo hacía parecer un niño.

No recuerdo bien lo que hablamos esa noche, salvo que me hizo reír mucho y advertí que era observador.

Tardó mucho tiempo en decidirse por una cerveza ipa del menú, pero, cuando se la llevaron a la mesa, apenas la tocó. Me preocupó que esto significara que no se la estaba pasando bien, aunque parecía que no tenía prisa y no hacía lo que algunas personas acostumbraban hacer: mirar alrededor para ver quién más llega. Nunca sacó su teléfono.

En algún momento durante la noche me contó que su padre había abandonado a su madre antes de que él naciera, pero que, cuando era un adolescente, lo buscó en internet y lo enfrentó en su trabajo, una farmacia en Janesville, Wisconsin. Cuando su padre comprendió quién era, Charlie se inclinó sobre el mostrador de la farmacia y le dijo:

—No te preocupes, papá, no vine a matarte.

Luego le dio una palmada en el hombro y se marchó. Extendió el brazo y palmeó mi hombro para mostrarme cómo lo había hecho. Era la primera vez que me tocaba. Podía sentir cómo pulsaba en mi hombro el lugar donde había puesto la mano, aun después de que dejó de tocarme.

—¡Guau! —exclamé—. ¿Qué sentiste al verlo?

—Una de sus orejas estaba muy dañada, como arrugada, contraída, y tenía algo parecido a un pedazo de piel muerta que salía de ella. Me pude haber quedado más tiempo, pero no soportaba mirar su oreja. ¿Te parece extraño? —me preguntó—. ¿Que lo que recuerde sea su oreja?

—No creo que sea extraño. Me parece que casi siempre son esos detalles que no te esperas los que impresionan más.

Asintió con vehemencia.

—Eso es, exactamente. Los detalles.

Luego, yo le conté que no había visto a mi mamá desde que tenía trece años.

Se recargó en el respaldo de la silla y me miró como si lo hiciera por primera vez.

—¿Por eso escribes?

Me sorprendió que me mirara de ese modo; sentí que podría contarle cualquier cosa, pero me contuve. Tenía miedo de que quizá no lo volvería a ver. Nunca nadie me había hecho esa pregunta.

Me encogí de hombros.

—Estoy segura de que tiene algo que ver.

No trató de besarme cuando nos despedimos y, en ese momento, lo interpreté como que no le gustaba. Pero me llamó al día siguiente. Cuando vi su nombre en la pantalla del teléfono, entré en pánico y por poco no contesto. Imaginé que debía ser un error.

—Sé que se supone que debo hacerte esperar tres días —dijo cuando respondí. Su voz suave, el tono ronco y un poco uniforme, era tan sexi que sentí calor en todo el cuerpo, como si hubieran encendido un interruptor.

—Para que pienses que estoy ocupado —continuó— y que no me gustas tanto. Pero yo soy más directo.

—Ah... —mascullé— pues gracias.

—¿Estás libre esta noche?

Le dije que tenía cosas que hacer, aunque era mentira, pero que estaba libre al día siguiente.

—Perfecto —dijo—. ¿Y qué vas a hacer? ¿Otra cita?

—No, voy a salir con unos amigos.

—Debe ser agradable tener amigos con los cuales salir.

No sabía si estaba bromeando, pero reí.

—El sábado entonces. ¿Puedo pasar por ti a las ocho? —preguntó.

—Claro —respondí.

Estaba confundida. No sabía que las cosas pudieran ser tan fáciles; no entendía por qué le gustaba ni podía imaginar por qué pensaba que tenía pretendientes haciendo fila. Colgué el teléfono y me masturbé.

Cuando volvió a llamar, menos de una hora después, yo seguía acostada en la cama, pensando en él.

—Hola —dijo—. Empecé a escribirte un mensaje pero se estaba alargando mucho, así que pensé que sería mejor llamarte.

Me puse tensa.

—Okey.

—Me preguntaba si te gustaría venir a mi casa mañana. —Hizo una pausa—. Sé que es raro pedírtelo porque nos acabamos de conocer y no quiero que pienses que estoy tratando de tenderte una trampa o algo por el estilo. Lo que pasa es que estoy un poco apretado de dinero en este momento y no quiero gastar diez dólares por una cerveza en un bar cuando por el mismo precio puedo comprar un six-pack y beberlas en casa. En fin, todo esto para decirte que si no te sientes cómoda, lo entiendo perfectamente porque nos conocemos desde hace como veinticuatro horas.

Me senté en la cama.

—Está bien, no hay problema. No me molesta.

—¿Qué te parece si te mando mi dirección? Así puedes enviársela a tus amigos o buscarla en internet, solo para que estés segura de que soy quien digo ser.

Me dio la dirección y la anoté en la portada interior de un libro.

—Mi apellido es Nelson.

—El mío es Kempler —dije—. ¿También me vas a buscar?

—¿Debería? —preguntó; por el tono, imaginé su sonrisa—. Si te busco en Google, ¿voy a encontrar tu foto en un registro de la policía o algo así?

—No —respondí lanzando una carcajada.

—Leah Kempler —dijo pensativo, como si probara el sonido de mi nombre.

—¿Sí?

—Tu voz es muy linda por teléfono.

Estaba sudando, a pesar de que me encontraba sola en la recámara.

—La tuya también.

A la noche siguiente, estaba lista y esperándolo desde las siete y media. No llegó a las ocho como había dicho, pero envió un mensaje diciendo que se le había hecho tarde. Cuando por fin llamó para decirme que estaba afuera, pasaban de las nueve. Me miré una vez más en el espejo. Llevaba mis pantalones de mezclilla buenos y un suéter azul marino acanalado de cuello redondo. Esta vez me había recogido el cabello, para cambiar. Al subir a su auto, apestaba a cigarro. Después de pensar mucho en él estos últimos dos días, había olvidado su aspecto; como cuando se estudia algo muy de cerca durante mucho tiempo, mi recuerdo de él se había vuelto borroso. Pero cuando me acomodé en el asiento del copiloto me asombré de nuevo: era hermoso. Una combinación de Johnny Depp y Jake Gyllenhaal. Esta vez llevaba un suéter de lana de muchos colores, como algo que usaría un papá.

—Hola —saludé.

—¿Cómo estás?

Su voz era mucho más suave y menos animada que por teléfono. Ninguno de los dos supo qué decir después de eso y hablamos de tonterías del tipo que me hacían sentir poco interesante. Esta vez no nos reímos, parecía que no tuviéramos nada en común. El camino fue más largo de lo que esperaba y, en algún momento, me di cuenta de que salíamos de la ciudad y entrábamos a los suburbios. Cuando se estacionó frente a una casa grande de desniveles, con revestimiento de piedra, un estacionamiento para dos autos y un hermoso jardín delantero, me sentí confundida.

—¿Vives aquí?

Él asintió.

—¿Solo?

—Con mi mamá y mi padrastro.

Traté de asimilar la información. Cuando me invitó a su casa supuse que vivía solo: ya tenía edad suficiente.

—Están dormidos —dijo en voz baja cuando entramos—. Podemos ir a mi estudio.

Todas las luces estaban apagadas, pero me di cuenta de que la casa estaba aseada. No había desorden y también olía a limpio, como a ropa recién lavada y jabón con aroma a limón. El estado de la casa era tan radicalmente opuesto al interior del auto de Charlie —el hedor a cigarro, el piso cubierto de basura, latas vacías de refresco y bolsas de papel— que era difícil relacionar los dos espacios con la misma persona.

Lo seguí por un pasillo y bajamos tres escalones alfombrados hasta una sección separada. La habitación a la que me llevó, su estudio, era completamente café: alfombra café, papel tapiz café, muebles burdos cafés. Había una pantalla plana y consolas de videojuego esparcidas frente a ella. En el otro extremo de la habitación había un minibar, un fregadero y una mesa con bancos.

—Estás en tu casa —dijo Charlie—. ¿Quieres un refresco o algo? ¿Agua? Para ser francos casi no bebo alcohol.

Me sentí nerviosa. No lo había estado hasta ese momento. El cuarto daba miedo y no sabía dónde estaba. Nadie sabía dónde estaba. No envié la dirección de Charlie a mis amigos —como él sugirió—, no quería que nadie me dijera que no fuera.

Lo único que me tranquilizaba un poco era que podía sentir la presencia de los padres dormidos en alguna parte de la casa.

Pensé en pedirle a Charlie que me llevara de regreso, pero sentí que no era muy amable hacerlo. Nos había llevado unos buenos treinta y cinco minutos llegar hasta aquí. Supuse que lo mejor era quedarme un rato, una o dos horas, y luego pedirle que me llevara a casa.

—Un poco de agua. —Sonreí, amable—. Gracias.

Sirvió un vaso de agua, sacó una lata de cerveza de raíz A&W del refrigerador y los llevó al sofá donde yo estaba sentada.

—¿Quieres que veamos algo? —preguntó.

—Okey.

Encendió el televisor. Aparte del miedo, me sentía decepcionada. Todo esto era aburrido, sobre todo después de la cita que habíamos tenido dos noches antes, en la que reímos y compartimos historias; además, la manera en la que me llamó al día siguiente, lo seguro de sí mismo que sonaba por teléfono. No quería que fuera solo un tipo que vive con sus padres y me invita a ver televisión. Me preguntaba con tristeza si solo éramos dos fracasados en una mala cita; aunque él era demasiado guapo como para ser un fracasado.

—Estás muy callada esta noche —dijo mirándome.

—Supongo que estoy nerviosa.

—¿Por qué estás nerviosa?

Parecía ofendido o quizá estaba decepcionado de mí, de mi silencio. No estaba segura de cómo las cosas se habían vuelto tan extrañas tan rápido.

—No sé —admití—. Apenas empezamos a conocernos, así que...

Pareció considerarlo.

—A veces no sé cómo... —Hizo una pausa—. Me preocupa rebasar los límites.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, en nuestra primera cita tenía muchas ganas de besarte.

—¿Sí?

—Claro.

—Debiste hacerlo —dije encogiéndome de hombros.

Cuando lo miré advertí que su mirada volvía a ser dulce. Me di cuenta de que no estaba decepcionado de mí; él también estaba nervioso.

—Voy a intentar algo.

En ese momento me besó y tan pronto como empezamos a tocarnos dejé de sentir miedo. Ya no me sentía avergonzada. Nos estrechamos. Su cabello y ropa olían a cigarro. Cuando se quitó el suéter su cabello se paró por la electricidad estática y se lo alisé. Debajo tenía una camiseta blanca como la que llevaba en nuestra primera cita. Era tan delgado que podía sentir sus costillas. Me besó con suavidad, como si estuviera somnoliento, como si no tuviera prisa. Sus labios eran tersos, su boca tenía un sabor fresco y agrio al mismo tiempo, como a tabaco, pasta de dientes, café y un poco frío como el aire. Nunca antes me había sentido así con un beso. No quería de ninguna manera que esto terminara.

Cuando me quité el suéter se alejó un poco y me miró, sus ojos se apartaron de los míos y bajaron a mi pecho y caderas. Sonrió un poco.

—Sabía que algo interesante estaba pasando debajo de ese suéter tuyo.

Nunca me había sentido tan hermosa en toda mi vida.

A la mañana siguiente desperté en el sofá que Charlie había abierto para convertirlo en cama, él estaba acurrucado a mi lado. No tuvimos relaciones sexuales. Nos desvestimos y nos besamos, nos tocamos mucho, hablamos mucho tiempo y nos quedamos dormidos en la misma posición en la que ahora nos despertábamos. Más adelante en mi vida pensaría que esto no es muy diferente a tener sexo, pero en ese momento nuestro control me conmovió. Fue el tipo de noche que tienes con alguien que te gusta, alguien a quien quieres volver a ver.

Cuando abrí los ojos la habitación me pareció menos amenazadora. Tenía unas puertas corredizas de vidrio que daban al patio trasero, perfectamente cuidado, donde había muebles de jardín. La luz del sol entraba en la recámara. El brazo de Charlie, que estuvo aplastado bajo mi cuerpo durante horas, tenía un tono aceitunado, casi dorado; el vello de su piel era delgado y negro. Giré para quedar frente a él. Acurrucó su cabeza contra mis pechos y apretó los brazos alrededor de mi cuerpo.

—Podría vivir aquí para siempre —dijo amodorrado.

Sus palabras me conmovieron de manera profunda y tierna, casi dolorosa.

—Debo regresar, tengo una cita con una amiga a las diez. —Fue todo lo que pude decir.

Permaneció en silencio un momento, luego alzó la cabeza para encontrar mi mirada. Sus ojos eran azul pálido y llenos de luz, sus pupilas, enormes. Tenía las pestañas tupidas, oscuras, más largas que las mías.

Acaricié su mejilla y la barbilla con el dorso de mi mano. Su rostro estaba rasposo por la barba incipiente que la noche anterior solo era una sombra débil.

—¿Leah? —dijo.

—¿Sí?

—¿Te puedo volver a ver? ¿Pronto?

—Claro. —Asentí.

—Más tarde iré al trabajo al centro. Te aviso.

Nos vestimos y lo seguí por la casa. En la cocina, una mujer estaba de pie frente al fregadero, lavando platos. Parecía joven, no podía tener más de cincuenta años, y era hermosa. Llevaba una cola de caballo que sujetaba sus espesos rizos color miel; estaba vestida con ropa deportiva, una camiseta rosa, pantalones de licra negros y una banda en la cabeza.

Advertí de inmediato el parecido entre ellos: el enorme par de ojos, la sonrisa dulce y juvenil.

—¡Buenos días, dormilones! —saludó.

Su voz me sorprendió, su calidez, era casi como si cantara.

—Mamá, ella es Leah —dijo Charlie.

—Es un placer conocerte, Leah. Soy Faye.

Se acercó a nosotros con una sonrisa que jamás había visto en alguien y me di cuenta de que yo también sonreía como una tonta. De cerca, noté que sus ojos eran del mismo azul que los de Charlie.

—Voy a llevar a Leah a su casa —dijo Charlie—. ¿Me prestas la tarjeta de crédito para la gasolina?

Faye me guiñó un ojo, sacó la tarjeta de crédito de su bolsa y se la dio a Charlie.

—Gasolina, Charlie, nada más.

Nos pusimos los zapatos y Faye nos siguió hasta la entrada.

—Hoy es noche de sándwiches de tocino con jitomate y lechuga. Leah, si quieres acompañarnos eres bienvenida.

—Ah, gracias —respondí. Miré a Charlie pero no pude interpretar su expresión—. Probablemente no pueda esta noche, pero quizá en otra ocasión.

La verdad era que una noche de sándwiches de tocino con jitomate y lechuga en el comedor de esta casa con olor a limón me parecía agradable, pero no quise presionar.

—Cuando gustes, querida.

Cuando llegamos al auto, Charlie bajó su ventanilla y encendió un cigarro.

—¿Te molesta? —preguntó.

—Está bien.

—Anoche, cuando veníamos a mi casa, fue probablemente el mayor tiempo que he estado en mi auto sin fumar.

—¿En serio?

Asintió.

—No sabía qué pensarías. No quería asustarte.

—Pues todo tú hueles a cigarro, no es que lo escondas.

—Cierto.

Por la ventana se veían kilómetros de campos de maíz, dorados y ondulantes, bajo la pálida luz matinal. Charlie llevaba el suéter de lana que se había puesto la noche anterior y unos lentes redondos con armazón de metal. Su cabello estaba despeinado, aunque parecía suave. Tragué saliva; en ese momento sentí que lo quería, pero me resistí a decírselo o a estirar la mano para tocarlo.

—Probablemente tienes muchas preguntas —dijo Charlie volteando a verme.

—¿Qué quieres decir?

—Cosas que quieras saber sobre mí, aunque no tengan sentido.

—Supongo —respondí.

Pero no le pregunté nada y él no agregó más. Seguimos el camino de vuelta a Madison en un cómodo silencio. Cuando terminó su cigarro, tomó el volante con la mano izquierda y colocó la derecha suavemente sobre mi pierna.

La noche siguiente fue a mi casa. ndo abrí la puerta no podía esperar a que me tocara de nuevo, pero nos sentamos en la alfombra de la sala, él recargado contra una pared y yo contra la otra a kilómetros de distancia. Llevaba una camisa de tejido gofrado de manga larga y pantalones de mezclilla con mocasines grises. Percibía su aroma: tabaco, jabón y algo a maderas. Era leve, pero inconfundible.

Le pregunté sobre su padrastro.

—Se casaron cuando yo tenía doce años —me explicó—. Paul tiene dos hijos, Tyler y Chad. Son tan desagradables como sus nombres —agregó con una sonrisa—. Mi mamá y yo nos mudamos con ellos a la casa cuando tenía como diez años, creo. Antes vivíamos en el centro, en Fish Hatchery, por Park Street. Ty y Chad me molestaban mucho, yo era el más pequeño y no tan guapo como ellos.

—Eso no puede ser cierto —interrumpí.

—Son enormes, ya sabes, estaban en el equipo de futbol americano y todo eso.

—No puedo imaginar que sean más guapos que tú. Eres... —Mi voz se apagó.

Negó con la cabeza, tímido.

—Para.

—Eres guapísimo —agregué sonrojándome.

—Me decían que parecía una niña. Que mis pestañas eran muy largas, como si usara rímel o algo. —Se encogió de hombros—. Y soy muy flaco. Sé que necesito hacer músculo.

—No, no lo necesitas —dije—. No lo creo.

Me sonrió.

—No dejo de pensar en la noche de ayer. Si estoy haciendo algo, cualquier cosa, como pelar una naranja o lavarme los dientes, recuerdo algún detalle. Está empezando a ser un problema.

—Lo sé. A mí también me pasa —dije.

—Eres increíble, Leah. —Como no respondí, agregó—: Apuesto a que siempre eres la chica más guapa del lugar y ni siquiera lo sabes.

No dije nada. En el fondo sabía que era bonita, pero me parecía incómodo admitirlo porque sabía que también había algo feo en mí. Mi atractivo no era obvio ni consistente, se trataba de algo que percibía más cuando estaba sola. Nunca fui la chica más guapa del lugar y nunca lo sería. Me pregunté si me estaría mintiendo o si era posible que viera en mí lo mismo que yo en mis momentos más privados y generosos.

—Tengo que reunirme con un colega —dijo poniéndose de pie—. ¿Estarás aquí en unas horas?

—¿Te tienes que ir ahora? —pregunté.

—Sí, pero no será mucho tiempo. ¿Puedo regresar?

—Está bien, te esperaré despierta —respondí.

Cuando volvió más tarde estaba drogado. Yo quería sentarme en la sala otra vez y seguir hablando como lo hicimos antes, pero hablar con él ahora era como hacerlo con otra persona.

—¿Cómo estuvo tu reunión? —pregunté.

—Bien. Teníamos que organizar una mierda de programación. Oye, ¿has visto esos videos de YouTube de los perros que imitan alarmas?

Aulló imitando a un perro y luego estalló en carcajadas de una manera tan infantil que me avergoncé.

—No los he visto —respondí.

—Tienes que verlos. Son muy buenos.

—No suenan nada interesantes.

—Son divertidísimos.

Se levantó y me llevó a la recámara. Nos desvestimos y, cuando no hizo ningún comentario sobre mi aspecto, me pregunté si se había dado cuenta de que no era tan atractiva como lo había pensado. Empecé a sentirme humillada por estar desnuda frente a él.

Él estaba tan cautivador como la noche anterior. Delgado, con el vello oscuro sobre el pecho cóncavo, en realidad, tenía vello en todo el cuerpo. No era solo que Charlie fuera sexi, su rostro era tan hermoso que casi dolía. Era difícil no mirarlo fijamente. Sus pómulos estaban bien definidos; sus labios, suaves, jugosos y rosados; la sombra de su barba incipiente suavizaba su mentón. Tenía algunos lunares en los lugares perfectos: uno en el perfil del labio superior y dos puntos apenas visibles en la mejilla izquierda. Su cabello era castaño como el otoño, sedoso y despeinado, parecía que acabara de salir de la cama. Era apuesto y hermoso al mismo tiempo.

—¿Te pones un condón? —pregunté cuando se puso encima de mí.

—¿Estás tomando anticonceptivos?

—Sí, pero...

—Me hago exámenes regulares para enfermedades de transmisión sexual y no he tenido relaciones con nadie desde hace mucho tiempo. Pero tú decides, solo que no tengo condones.

Yo tampoco tenía.

—Está bien —acepté.

El sexo no fue muy bueno. La noche anterior, besarlo había sido como un escape hacia una realidad distinta y perfecta, pero ahora sentía que estaba acostándome con un desconocido. No intercambiamos palabra ni nos miramos a los ojos una sola vez. Al final, se estremeció sobre mí y dejó caer su rostro en mi cuello.

Después giré, alejándome de él y pensé en Robbie, en lo bien que conocía mi cuerpo; la forma en que a veces nos quedábamos dormidos, completamente vestidos con enormes camisetas y pantalones de pijama, tomados de la mano. De alguna manera, eso era mucho más íntimo.

A mi lado, Charlie dormía. Me arrepentí de no haber usado un condón. No entendía por qué hacía estas cosas, como si la falta de protección pudiera acercarnos, establecer un vínculo. No me sentía cercana a él, apenas lo conocía.