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—¿Qué tenemos esta mañana?

Eran las seis y media y el Kommando del Servicio de Identificación ya se encontraba en el cuarto oscuro, en el bloque veintiséis, con la excepción del Kapo Franz Maltz, que tomaba las cosas con tranquilidad y siempre llegaba muy tarde. Él decía que no le daba satisfacción llegar a tiempo y ellos sabían el porqué, por orden expresa de Walter no podía golpear a los prisioneros de su equipo. Más valía, entonces, dejarlos trabajar solos.

—¿Qué tenemos esta mañana?

Brasse repitió la pregunta y la respuesta de Tadek llegó desde el fondo de una bodega, donde acumulaban al azar los desperdicios del material de laboratorio.

—Estoy aquí.

El muchacho se levantó de la posición a gatas y salió de la bodega, teniendo en mano un bulto envuelto en papel viejo. Lo abrió y salió una hogaza oscura, con un buen pedazo de margarina.

—Me los dio ayer el cocinero, en la cocina, para la ampliación de la foto de su esposa.

Pero los hombres ya no estaban escuchando su explicación. Era invierno, hacía frío y ellos tenían hambre. Esa bodega era su despensa secreta y en las últimas semanas se había quedado vacía por mucho tiempo. A pesar de todos los favores que hacían, conseguir comida de contrabando seguía siendo difícil y peligroso. Si Maltz o, peor aún, Walter los hubieran descubierto, nadie habría podido garantizar su salvación. Sin embargo, ahora querían comer y preocuparse era inútil. Brasse estiró la mano y tocó el pan, negando con la cabeza.

—Está duro como piedra. ¿Tú te encargas, Stanisław?

Stanisław asintió. Tomó el pan, se levantó y se acercó a la gran guillotina con la que recortaban las fotografías. En pocos segundos el nudoso pan negro fue rebanado y distribuido en la mesa improvisada. La margarina se la dividieron a mordidas.

Wilhelm Brasse, Tadek Brodka, Stanisław Trałka y Władysław Wawrzyniak desayunaron y por un largo momento saborearon no sólo el alimento, sino la paz de esa comida colectiva, entre amigos, antes de volver al trabajo.

—No nos lo comamos todo. Guarden un pedazo para Franek y otro para Alfred.

Franek Myszkowski y Alfred Wojcicki eran otros dos miembros del Kommando. Franek estaba en el hospital con una fea bronquitis y todos esperaban que se recuperara pronto. Más bien, confiaban en ello, porque sus habilidades en el cuarto oscuro eran demasiado útiles para los alemanes, quienes dispusieron que lo atendieran como si fuera uno de ellos. Alfred estaba en el otro cuarto, fingiendo que limpiaba y quitaba el polvo del equipo del estudio. La realidad era que tenía otra tarea y, de hecho, irrumpió en el cuarto oscuro.

—Apúrense —dijo con ansiedad—. Maltz está llegando.

Se pararon, con el bocado en la boca, y en pocos segundos cada quien se ocupó de sus asuntos. El pan y la margarina sobrantes regresaron al fondo de la bodega, donde sólo una búsqueda muy atenta podría encontrarlos. Prácticamente, sólo un espía hubiera podido revelar el secreto, entre ellos sabían que nadie hablaría. Confiar el uno en el otro era indispensable si querían sobrevivir.

Brasse se sumergió en su trabajo y casi no oyó los gritos y las imprecaciones de Maltz. Cada mañana, hasta cerca de las diez, solía dedicarse a la impresión de las fotografías que había tomado el día anterior y, por lo tanto, se encerraba en el cuarto oscuro, aislándose del resto del mundo.

El grupo funcionaba como reloj. Durante las sesiones, Brasse disparaba con la ayuda de Tadek y Stanisław. Mientras tanto, en el cuarto oscuro, Alfred, Franek y Władysław se encargaban de los negativos que se sacaban de la Zeiss tras cada toma. Los sumergían en tanques en donde cabían hasta treinta y esperaban media hora para el revelado. Luego los sacaban, los enjuagaban, los sumergían en el fijador y los enjuagaban otra vez. Finalmente, colgaban los negativos para que se secaran. Sólo hasta ese momento intervenía Brasse.

Por la mañana y después de las cinco de la tarde, cuando el último de los deportados por registrar abandonaba el estudio, le tocaba trabajar con los negativos y obtener las fotos. Raramente hacía copias de contacto, la mayoría de las veces procedía directamente a ampliarlas. Había comprendido que los alemanes querían fotos de identificación de dimensiones respetables. Así ocurrió también la mañana de ese día. Mientras sus compañeros limpiaban el estudio y preparaban el equipo para el revelado, él imprimía.

Era un trabajo delicado y no podía hacerlo rápido.

Sin embargo, tampoco podía retrasarse. Sus fotos iban a la Oficina Política, donde las insertaban en los expedientes de los prisioneros. Eran esenciales para reconocer a los deportados, los alemanes querían estar seguros de matar a la persona correcta. Por eso, por la noche Brasse se veía obligado a quedarse en el cuarto oscuro, incluso hasta tarde. Corría a la explanada para el pase de lista y luego volvía al bloque veintiséis, con la autorización de Walter, hasta medianoche o, incluso, hasta la una. A la mañana siguiente estaba agotado, pero era mejor eso que escarbar en la grava congelada en el aire helado o fabricar ladrillos para los nuevos edificios de Auschwitz.

Sólo había un modo para acortar el trabajo, hacerlo con menor cuidado, buscar menor precisión en la exposición del negativo, hacer ampliaciones más pequeñas. Sobre todo, hubiera podido evitar dar uno que otro retoque. Retocaba a escondidas, con unos lápices que le había conseguido Franek, y lo hacía porque sentía respeto por esos prisioneros. Eran muertos caminando, pero él quería que se presentaran a la historia con un aspecto digno. Entonces se demoraba corrigiendo las sombras o endulzando algún rasgo demasiado pronunciado del rostro. Sobre todo en las ampliaciones, si aparecían las marcas de los golpes, las corregía. Algún día alguien encontraría esas fotografías y Brasse deseaba que el explorador del futuro entendiera que se trataba de hombres y mujeres, no de animales.

Estaba inmerso en esos pensamientos cuando Maltz abrió de par en par la puerta del cuarto oscuro, sin anunciarse. El Kapo sabía que así echaría a perder las impresiones, pero no le importaba. Era su modo de dar a entender a los miembros del Kommando, y en particular a Brasse, que aunque no pudiera tocarlos, era él quien llevaba las riendas. Habló en tono grosero.

—Son las diez. Los prisioneros esperan. ¡Adelante!

Brasse entró al estudio y empezó a trabajar.

El primero de la lista era un hombre bastante fornido, de buena presentación, que en la vida civil debió ser médico o abogado, de seguro un profesional. Luego fue el turno de un viejito bajo, con los ojos espantados y las mejillas hundidas, era tan pequeño que tuvieron que levantar la silla hasta el tope para que pudiera entrar en el encuadre. Y estaba tan tambaleante de sus piernas que Brasse no entendió por qué los alemanes lo habían dejado vivir. Tal vez hacía algún trabajo importante para ellos, no había otra explicación. El tercero —con un contraste grotesco que provocó en Maltz una risa socarrona— fue un cuarentón larguirucho. Era muy alto y delgado, se veía aún más enjuto porque la permanencia en Auschwitz lo dejaba cada día más en los huesos. Después de él, Brasse hizo una pausa.

—¿De dónde vienen?

—Escuché que son del bloque 11 —contestó Stanisław, ajetreado en componer los letreros de identificación.

Ante esa noticia, Brasse estremeció. Si venían del bloque 11, en el pasillo debía estar también su Kapo, el polaco Wacek Ruski, a quien todos temían y consideraban una de las peores alimañas del campo.

Se asomó y su angustia creció.

En efecto, le bastaron pocos segundos para reconocer en la fila a algunos de sus conocidos de Żywiec, la ciudad en la que había nacido y crecido.

Eran tres, Wachsberger, Springut y Schwarz. No eran precisamente amigos suyos, pero le eran muy familiares, el primero tenía una taberna cerca de la estación y los otros dos eran comerciantes, uno, vendedor de especias y otro, vendedor de telas. ¡Cuántas veces su mamá o él los habían saludado en la calle! ¡Cuántas veces él había entrado en la tienda de especias por algún producto y cuán a menudo su mamá había comprado retazos en la de Schwarz! El recuerdo repentino de su madre, la casa paterna y su ciudad hizo que le temblaran las piernas. Desde hacía un tiempo había sacado de su mente aquellas imágenes. También ese ejercicio era indispensable para sobrevivir, no pensar en el pasado, no pensar en el futuro, sino vivir en un eterno presente, sin mirar hacia otro lado. En cambio, ahora el pasado se hacía ancho e iba a su encuentro en las piernas y en los rostros espantados de sus vecinos. Para colmo de la ironía, esos tres, aun teniendo apellidos arios, eran judíos. Sabían que morirían pronto.

Todo esto pasó por la cabeza de Brasse mientras los alaridos de Ruski penetraban lentamente su conciencia. El Kapo no dejaba de aterrorizar con insultos a los hombres de su bloque y si alguien hacía incluso el gesto de alejarse, golpeaba con su grueso bastón la cabeza del pobre diablo, tumbándolo en el suelo como una res en el matadero. Brasse lo odiaba, no sólo por la violencia sino porque era un polaco que traicionaba a su pueblo. Era un Kapo polaco que gozaba al golpear a los polacos.

Se armó de valor y se le acercó.

—Wacek, escucha. Deja que les dé un cigarro a estos tres hombres.

El otro lo miró, malévolo.

—¡Lárgate!

—Mira. —Brasse sacó del bolsillo un fajo de diez cigarros—, le doy uno a cada uno y los otros siete te los doy a ti. ¿Te parece?

El hombre hizo una mueca y sin contestar estiró la mano, ávidamente, para arrebatarle los cigarros. Después se volteó hacia la pared, desatendido.

Brasse se acercó a los tres de Żywiec, que sólo entonces levantaron la mirada y lo reconocieron. Vio en sus rostros el asombro y la felicidad y contestó con una sonrisa cálida. No podían hablarse, pero no hacía falta. Les dio los cigarros y se los encendió. Ellos aspiraron con alegría, mientras los rasgos de sus rostros se relajaban y, por un instante, incluso a los tres judíos polacos les pareció que habían vuelto los viejos tiempos en que todo estaba bien y la vida transcurría con tranquilidad. El cantinero Wachsberger le guiñó el ojo a Brasse y susurró una ocurrencia, tratando de evitar que Ruski lo oyera.

—Cuando todo esto termine, podrá ir a comer gratis a mi taberna.

En ese momento, confiando en que Ruski estaba concentrado en una charla con Maltz, Brasse levantó la chaqueta del uniforme y hundió la mano en sus pantalones. Ahí había cosido un bolsillo secreto donde guardaba comida. Tomó un trozo de pan y se lo ofreció a los tres conocidos. Ellos abrieron los ojos y se metieron el pan en la boca, tragando sin siquiera masticarlo. Sabían que contenía la energía suficiente para salir adelante un día más. Schwarz, que era el más anciano, tendió la mano hacia Brasse, quería tomar la suya y jalarla hacia sí. Pero le ganó un gran pudor y con los ojos llenos de lágrimas sólo logró susurrar:

—¡Gracias! ¡Eres un buen muchacho!

También el fotógrafo tenía ganas de llorar, pero no podía. Si Maltz lo descubría, exigiría explicaciones y todo se traduciría en daño para sus conciudadanos. Se despidió de ellos en silencio y volvió a sus ocupaciones. Cuando alcanzó a Ruski, titubeó un instante, luego decidió hablarle:

—Wacek, tengo algo que pedirte.

El polaco lo miró amenazante.

—¿Cómo se te ocurre? ¿Interrumpes una conversación entre tus superiores?

—Por favor, escúchame.

—Escúchalo —dijo sarcástico Maltz—, nuestro artista siempre tiene algún favor que pedir. Tú sólo debes tratar de sacarle el mayor provecho.

Y se alejó riéndose, mientras Ruski miraba a Brasse con hostilidad.

—Habla, ¿qué quieres?

Brasse le indicó a sus conocidos.

—Wacek, te lo ruego, si debes matarlos, si debes matar a esos judíos, mátalos de modo que no sufran.

—¿Estás loco? ¡Yo los mato como quiero!

—¡Te lo ruego, Wacek! No tengo nada que darte a cambio de este favor, pero te lo ruego, ¡no hagas sufrir a esos tres!

El Kapo, con el ceño fruncido en el intento de entender una petición tan irrazonable, no contestó y se quedó callado por un buen rato. Luego silbó, enfurecido:

—¡No recibo órdenes de nadie! ¡Menos de ti!

—Te lo ruego, Wacek.

Pero el otro le dio la espalda y volvió a gritar contra sus deportados.

Un poco más tarde, Brasse tomó las fotos de identificación de Wachsberger, Springut y Schwarz. Como cientos de otros más, también sus rostros se materializaron delante del objetivo de su Zeiss para luego esfumarse; entre ellos no hubo ninguna otra conversación muda. Los vio desaparecer en el pasillo, con los hombros encorvados y el paso incierto, mientras se cerraba la puerta del estudio.

Sólo después de las cinco de la tarde, mientras estaba en el cuarto oscuro, Brasse recordó a los tres judíos de Żywiec y su ánimo se sintió oprimido. Le volvieron a la mente también su madre, su padre y sus hermanos, de los que ya no sabía nada, y todas las esperanzas del pasado le parecieron muertas. Pero algo lo atormentaba más que otra cosa, el remordimiento. Le había pedido a un asesino matar dulcemente. Wilhelm era un sujeto racional, era capaz de pensar, respetaba y amaba la vida, pero le había pedido a un asesino matar.

Dulcemente, pero matar.

Por días esperó la noticia de la muerte de Wachsberger, Springut y Schwarz, preguntándose si Ruski haría caso de su plegaria. Él sabía cuál era el modo que el Kapo prefería para matar a los prisioneros. Los aventaba al suelo, de espaldas, y apoyaba en sus gargantas el largo mango de una pala. Luego se subía encima, pero no con todo su peso. Los sofocaba así, poco a poco, matándolos lentamente. Era justo lo que le había pedido que no hiciera. En menos de una semana más tarde supo que los tres de Żywiec habían muerto, a cada uno le había tocado un balazo, contra el paredón, detrás del bloque 11.

Nunca descubrió si había sido una casualidad o si Ruski se había acordado de su súplica. De todos modos, los judíos de su ciudad no habían sufrido y su sentido de culpabilidad se atenuó.

Pedir matar no siempre era pecado.