Todo empezó un mes antes, el 15 de febrero de 1941, el día en que lo mandaron a la Oficina Política, después del primer terrible invierno transcurrido en Auschwitz. En el camino se dio cuenta de que no estaba solo. Junto a él, otros cuatro prisioneros buscaban las barracas de las ss. Mientras caminaban, con los zuecos en la nieve y los brazos cruzados en el pecho, para no dispersar el escaso calor del cuerpo hambriento, charlaron preocupados, preguntándose por qué los habían convocado justo a ellos.
—¿Tú de dónde vienes?
—De Francia. ¿Y tú?
—De Holanda.
—Yo vengo de Eslovaquia.
—No entiendo…
Sólo Wilhelm Brasse hablaba alemán, así que para entenderse usaron las pocas palabras que habían aprendido en la Torre de Babel del campo, comunicándose casi a gestos.
Venían de naciones distintas y tenían edades diferentes: dos habían pasado los cincuenta, uno tenía treinta y cinco años y otros dos, entre los cuales estaba Brasse, eran aún más jóvenes. Parecía que ni siquiera tenían algún conocido en común entre los Kapos o los demás prisioneros, trabajaban en Kommando y dormían en bloques distintos. Andaban a tientas. Hasta que a Wilhelm se le ocurrió una idea.
—¿Cómo se registraron?
Los demás lo miraron perplejos.
—¿Qué quieres decir?
El polaco replicó con impaciencia.
—¿Qué hacían en la vida antes de llegar aquí? ¿Qué les dijeron a las ss?
—Yo era fotógrafo —explicó el francés.
—¿De verdad? ¿Y tú?
El eslovaco asintió.
—Yo también era fotógrafo. Tenía un estudio cerca de Bratislava.
Resultó que de los civiles, el holandés y el húngaro también habían sido fotógrafos.
—Como yo. —Cerró el círculo Brasse—. Yo también era fotógrafo. ¿Saben qué significa esto?
Los cinco hombres se detuvieron con los pies bien plantados en el hielo para no resbalarse. La puerta de la Oficina Política estaba a unos pasos de ellos. Se miraron los unos a los otros, sin hostilidad pero ya con la desconfianza creciente. En pocos segundos entendieron que los alemanes, de alguna manera, por alguna necesidad que ellos todavía desconocían, necesitaban a un fotógrafo. Quiza dos. Pero, en definitiva, cinco no. Era claro que se estaban dirigiendo hacia una selección.
Wilhelm rompió el silencio y la tensión que los rodeaba.
—Bueno, vamos. De todos modos, los alemanes son quienes deciden.
Y entraron con pasos cortos, pidiendo permiso y anunciando su nombre de número de matrícula, cada uno, tras entrar a la barraca.
«¡Presente!» casi gritaban, con voz clara y fuerte, como si su destino dependiera del hecho de solicitar audiencia de manera más disciplinada que sus compañeros.
Luego los dejaron esperando, de pie, sin una explicación, mientras los admitían uno tras otro en un cuartito del cual se filtraban voces quedas. Cuando terminaban la entrevista, los dejaban salir por una puerta trasera. Nunca más se volvieron a ver todos juntos, ni siquiera pudieron intercambiar mirada alguna y, para asegurarse de que no se informaran mutuamente de lo que estaba ocurriendo en la oficina, un soldado de las ss, con la bayoneta firmemente encajada, se encargó de mantener la amenaza.
Cuando fue su turno, Wilhelm entró a la habitación.
Se halló frente a un escritorio que ocupaba casi todo el espacio y sólo dejaba libre el pasaje para su dueño, un Oberscharführer, mariscal de las ss: un joven suboficial del cual en ese momento podía depender su vida. Al polaco le latía fuerte el corazón. Abrió la boca para anunciar otra vez su nombre y matrícula, pero el otro lo calló con un ademán y lo invitó a sentarse.
—Tome asiento, Brasse.
Wilhelm lo miró estupefacto.
Desde hacía muchos meses, nadie se dirigía a él hablándole de usted.
Apretó con fuerza el gorro con las manos y se sentó.
—A sus órdenes.
El alemán, que parecía de alrededor de treinta años y tenía un rostro simpático, examinó con atención algunos papeles y luego empezó a hacerle una larga serie de preguntas sin prisa, incluso con paciencia, como si ahondar en el tema fuera para él una cuestión de máxima importancia.
—Veo que los documentos dicen que usted tiene veintitrés años y que, como civil, fue fotógrafo en Katowice.
—Sí, junto con mi tío.
—¿El estudio era de su familiar?
—Sí, yo fui su pupilo. Aprendí bien el oficio.
—¿Qué tan bien?
El ss sonreía y Wilhelm tuvo la tentación de mentir, pero en un santiamén entendió que lo pagaría caro, hacerse pasar por el mejor fotógrafo de Polonia sería inútil y peligroso. Se limitó a decir la verdad.
—Bastante bien.
No mentía. Él era realmente muy bueno.
—¿Qué usa para el revelado?
—Líquidos Agfa… La calidad alemana es superior a cualquier otra.
Concluyó sin ironía.
—¿Y para el fijado?
—También Agfa.
—¿Qué tal le va con el retoque?
Wilhelm se preguntó de qué servían todas esas preguntas. Era claro que necesitaban a un fotógrafo, hábil también en el cuarto oscuro. Pero el retoque era algo más, quizá relacionado con el retrato; algo para un estudio en la ciudad, en las calles elegantes del centro. No lograba entenderlo.
—Junto con mi tío hice muchos retoques, pero con los aparatos adecuados…
—¿Qué quiere decir?
Brasse miró a su alrededor, incierto, como diciendo que Auschwitz no era el lugar adecuado para esas actividades. Luego contestó.
—Se necesitan lápices con puntas de diverso grosor, tintas negras brillantes y mates, hollín, también laca. Y mucho más. Sólo así se puede hacer un retoque de calidad.
El Oberscharführer asintió satisfecho, parecía que las palabras de Wilhelm le agradaban. Hojeó los papeles unos segundos más. Luego abrió un cajón y le puso bajo los ojos un pequeño retrato en formato postal. Era un civil, un anciano que el joven jamás había visto; seguramente el retrato de medio cuerpo se había hecho en un estudio. Sin embargo, no era perfecto.
—¿Qué piensa de esta fotografía?
—No está bien.
—¿Por qué?
—El encuadre de tres cuartos es bueno y la expresión del rostro está bien, pero la mitad derecha de la cara está demasiado sombreada. Hay un problema de contraste.
El alemán se inclinó hacia él.
—Lo escucho.
Wilhelm tomó en la mano la fotografía y la observó con atención.
—Las lámparas están mal colocadas o tal vez el fotógrafo no contaba con iluminación suficiente. Se necesitaba una lámpara más que aclarara las sombras en la mejilla derecha del hombre. Ese es el problema.
El ss hizo un ademán con la cabeza hacia la imagen.
—Ese es mi padre y la foto la saqué yo.
Wilhelm se pasó saliva sin replicar, asustado.
—La saqué en su casa, en Fürth, Baviera, mi ciudad. Y la saqué sólo con las lámparas de la sala. Para ser obra de un amateur no está mal. ¿No cree, Herr Brasse?
Puso énfasis en Herr y el joven se sintió desvanecer.
Sin embargo, encontró el valor de contestar de manera adecuada.
—Sí. Para estar hecha con equipo de emergencia, es una buena fotografía.
El alemán asintió.
—Ya. Es una buena foto, pero yo tengo demasiadas cosas por hacer como para dedicarme a la fotografía.
Bajó de nuevo la mirada hacia los papeles que estaba examinando y con decisión puso en ellos unos signos rápidos. «Es mi práctica», pensó el polaco y se quedó en espera, lleno de angustia y nerviosismo. El ss dejó de escribir y le dio una hoja.
—Estas son sus órdenes. El eslovaco sabe de fotografía más que todos ustedes y el francés también es muy capaz. Pero usted, Brasse, tiene respecto a los demás una ventaja decisiva, más bien dos.
El joven no replicó.
—La primera es que habla bien alemán y yo no quiero comunicarme con gestos, como un mono. Con los otros dos sería así. La segunda ventaja es que usted, a pesar de declararse tenazmente polaco, es hijo y nieto de austriacos. Yo tengo el deber de mirar con atención y responsabilidad a los arios. Incluso a aquellos que no les importa.
Ante esa observación, Wilhelm se sonrojó y el alemán se dio cuenta. Sonrió con malicia.
—El campo es un duro maestro y quizá con el tiempo le darán ganas de unirse a nosotros. La Wehrmacht es seguramente más acogedora que Auschwitz y nuestro uniforme es más hermoso que el de rayas de ustedes los prisioneros. ¿No le parece?
—Sin duda es así, señor.
—Bien. Ahora retírese.
Sin embargo, el polaco no se movió y el ss inmediatamente frunció el ceño. Esperó un segundo y espetó:
—¿Ya empieza a desobedecer? ¡Le dije que se largara!
—Disculpe, señor. ¿Para qué trabajo me reclutó?
El alemán se pegó la frente con una mano.
—¡Casi lo olvidaba! Me llamo Bernhard Walter y desde hoy soy su nuevo jefe. Usted está asignado al Erkennungsdienst, el Servicio de Identificación del campo. Nuestra tarea es tomar fotografías de los prisioneros y con ellas crear un archivo. Todos los que ingresan a Auschwitz deberán pasar frente a su objetivo para ser registrados. Comienza en una hora. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Y ahora váyase.
Wilhelm hizo una rápida reverencia y salió del cuartito.
El soldado de las ss lo acompañó afuera y lo dejó ahí, solo, en la nieve, temblando de alegría. Por fin, de la manera más inesperada, una luz aparecía al final del túnel. Casi incapaz de creer lo que estaba ocurriendo, marcó dos pasos de danza en el frío. Luego, sacudido por escalofríos cada vez más fuertes y, vencido por la tensión, se encaminó hacia su barraca. Lloraba y nunca las lágrimas le habían parecido tan dulces como ese día.