—¡Así, no te muevas! Bien, ¡no levantes demasiado el mentón! ¡No te muevas! ¡Listo!
El obturador disparó y la imagen del prisionero quedó capturada en el gran negativo de seis por doce centímetros. Entonces Brasse se acercó a la silla. El prisionero se hizo instintivamente para atrás, como si temiera que lo golpeara, pero él lo tranquilizó.
—No te asustes. Sólo quiero arreglar un detalle.
Y le ajustó el cuello de la chaqueta del uniforme, uno de los botones estaba medio abierto.
Cuando retrocedió, miró de nuevo en el visor.
—Quítate el sombrero y mira directamente al objetivo. No parpadees, no sonrías. No hagas muecas, por favor. ¿Por qué esa cara?
El prisionero no lograba mantener firme su expresión, ni siquiera durante los pocos segundos necesarios para ser retratado. Era un polaco.
—Me duele la espalda. Mucho —contestó a la pregunta de Brasse en su lengua madre.
También el Kapo que lo había llevado ahí era un polaco. Se acercó a la silla giratoria y le asestó una cachetada.
—Ponte derecho y haz lo que te dice el fotógrafo. ¡Aquí sólo tienes que obedecer!
Brasse le lanzó una mirada de reproche al Kapo. Nunca lo había visto antes y no sabía de qué bloque provenía, pero no le tenía miedo. Allí era él quien mandaba, sobre todo cuando había que tratar con los «clientes», y no quería que los prisioneros fueran maltratados inútilmente.
—¡Kapo, no lo vuelvas a golpear! ¡No en mi estudio! ¿Entendiste?
El hombre masculló una imprecación y volvió a recargarse en la pared.
—De acuerdo, me las veré después con esta rata asquerosa.
Brasse repitió su invitación al prisionero y el hombre por fin miró fijo el objetivo, la frente sin fruncir, los ojos desorbitados, el cuello tenso por el esfuerzo de mantener la pose; el fotógrafo disparó.
Cuando volvió a levantar la mirada, el prisionero estaba en la misma posición en la que lo vio a través de los lentes, inmóvil, perdido en sus pensamientos. Había gastado tanto tiempo en ponerlo en pose y ahora él no volvía a la realidad. Brasse lo observó. Sus ojos, siempre desorbitados, parecían grandes, inmensos en el rostro demacrado y brillantes, tan brillantes —en el momento en que había olvidado todo— como para conferir esplendor al resto de la cara y a toda su persona. Como si al fondo de esos ojos aún hubiera una llama tenaz y muy decidida a no apagarse.
Fue él quien lo sacó del hechizo.
Estiró el brazo y jaló hacia sí la palanca que se encontraba a un lado del banco fotográfico. De inmediato la silla del prisionero giró noventa grados, permitiéndole encuadrarlo de perfil. Pero cuando miró en el visor notó que el hombre, de pronto despabilado por el giro, estaba demasiado arriba. Otra palanca le permitió bajar un poco la silla y, finalmente, la nuca del deportado se halló en la altura correcta.
—No te vuelvas a poner el sombrero y observa el muro frente a ti…
El hombre obedeció y el fotógrafo pudo hacer la última toma.
Con él, el trabajo había acabado.
—Bien, te puedes ir…
—¡Adelante, camina! —le gritó el Kapo y él se levantó con la mirada decepcionada, deseoso de saborear más el descanso que le había concedido la novedad de las fotografías. No quería volver afuera, al frío. Quería seguir ahí, adentro, en el calor. Pero no le daba tiempo. Otro prisionero debía tomar su lugar y la fila ya se hacinaba afuera de la habitación. Brasse echó un vistazo al otro lado y vio al menos unos veinte. Estaban parados, no hablaban, miraban inmóviles delante de ellos. No se concedían la menor infracción a la regla que les imponía silencio absoluto. Y cuando uno, tal vez el tercero en espera, se atrevió a absorber sus mocos, el Kapo estalló.
—¡Bastardo! ¡Asqueroso animal! ¡Escoria judía!
Lo agarró a puñetazos y cachetadas, primero en el cuerpo y luego en la cabeza, mientras el otro se doblaba en el suelo y trataba de protegerse la cabeza con brazos y manos.
El hombre no se atrevió a reaccionar y gimió en voz baja, casi en un susurro, pero fue suficiente para que el Kapo perdiera más los estribos, mientras los demás se apartaban aterrorizados. Había que detenerlo, si no, lo mataría.
—¡Lo quiero a él, ahora!
Brasse indicó al deportado y el Kapo, jadeando y lleno de rabia, tuvo que detenerse.
—¿Por qué justo él? No es su turno.
El fotógrafo tomó al Kapo de un brazo y lo apartó un par de metros del grupo. Le habló con tono gentil pero inamovible, no quería enemistarse con él. Sin embargo, dejó pasar a través de las palabras una leve amenaza.
—¿Acaso no recibiste la orden de traer aquí a los hombres de tu Kommando para la fotografía?
—Así es.
—¿Y sobre quién va a recaer la responsabilidad si no tomamos las fotos?
El Kapo lo miró fijo un momento, apretando los puños. Se veía que moría de ganas de golpearlo a él también; a pesar de sus pretensiones, el fotógrafo era un simple deportado, un piojo. Luego se contuvo y gruñó:
—¿Qué quieres decir?
Brasse trató de ser aún más amable.
—Me dieron la orden de fotografiar sólo a prisioneros en buen estado. Las tomas deben estar limpias. No quiero caras golpeadas, ojos morados o huesos quebrados. No quiero prisioneros sufriendo. A mi jefe estas cosas no le gustan. ¿Está claro?
El Kapo apretó los labios. Había entendido, estaba claro. Incluso trató de relajar el rostro con una sonrisa.
—No le vas a contar a tu jefe este pequeño accidente, ¿verdad?
Brasse negó con la cabeza, tranquilizándolo.
—Yo no diré nada. Pero ahora fotografiemos a ese hombre, antes de que en su rostro aparezcan los moretones. ¿A qué Kommando pertenecen?
—Estamos en los garajes del campo. Y estos animales se lo toman con calma. Se están acostumbrando bien, tienen demasiado confort.
Resopló, como si pensara que se necesitaba a alguien como él para restablecer la disciplina en Auschwitz, y le ladró al prisionero tan pronto como le dio la orden de entrar en el estudio y sentarse en la silla giratoria.
Primera toma de tres cuartos, con el gorro en la cabeza.
Segunda toma de frente, sin gorro.
Tercera toma de perfil, también sin gorro.
Después de cada retrato, mientras Brasse se encargaba del encuadre, Tadek Brodka sacaba de la Zeiss el pesado casete, que contenía el negativo, para cambiarlo. Finalmente, Stanisław Trałka componía los letreros de identificación, acercándolos al prisionero para que apareciera en la tercera imagen: de dónde era originario, cuál era su número de matrícula, por qué se encontraba en Auschwitz. De esta forma, Brasse se enteró que el deportado al que el Kapo había golpeado era Pol S., un preso político proveniente de Eslovenia, y que su número de matrícula era 9835. Calculó que había llegado al campo de concentración unos meses después de él.
Cuando terminó, con un movimiento de la cabeza le dio a entender que podía irse, y captó en sus ojos un mudo agradecimiento. El hombre sabía que Brasse lo había salvado de un castigo aún más duro, pero el fotógrafo agachó la mirada y no contestó a ese saludo silencioso. Al intervenir había querido ahorrarle golpes aún peores, sabía muy bien que si lo hubiera dejado ir sin tomarle la fotografía, habría un hueco en los registros, noventa de cada cien prisioneros no regresaban a una nueva sesión. Los mataban en el ínterin.
Sin embargo, pensaba también en sí mismo. Nadie sabía qué pasaba por la cabeza de los alemanes y no se habría sorprendido si le hubieran echado la culpa a él por las fotos no tomadas. Quería que todo saliera bien.
Mientras el Kapo en el garaje empujaba la silla giratoria al siguiente deportado, Brasse levantó la mirada hacia el reloj con el que los alemanes habían adornado el estudio. Notó que casi era mediodía, dentro de poco un pájaro saldría de las puertas del reloj para cantar. Aquel sonido lo irritaba porque siempre lo distraía cuando estaba concentrado, pero no encontraba el valor de pedir que le quitaran el sonido. Le divertía a Bernhard Walter y eso bastaba. Pasó un minuto más, el pájaro cantó, él sintió una punzada del hambre y regresó al objetivo. En ese momento entró Franz Maltz, el Kapo del estudio fotográfico. Brasse le dirigió un saludo deferente.
—Bienvenido otra vez, Kapo. ¿Es una bonita mañana allá afuera?
Maltz se sacudió, para quitarse de encima lo helado, y se acercó a la estufa, cubriéndola con su gran trasero.
—Piensa en tu trabajo, polaco, y no te preocupes por mí.
Brasse no contestó y agachó la vista, mirando en el visor de la Zeiss.
Nadie sabía en dónde transcurría la mayor parte de su tiempo el Kapo. Claro que no entendía nada de fotografía y a lo mucho podía hacer alguna copia en el cuarto oscuro. Cómo se había vuelto Kapo del Servicio de Identificación era un misterio, pero nadie se atrevía a preguntarle al respecto. Era su superior directo, no había nada más que agregar. Y Brasse lo escuchaba jadear a menudo detrás de sí, pegado a la estufa, mientras él se ocupaba del encuadre.
Ahora un muchacho estaba sentado en la silla.
No debía tener más de dieciocho años y, al observarlo a través del visor, Brasse sintió un vuelco en el corazón. Llevaba en el pecho el triángulo amarillo, encima del cual estaba zurcido el triángulo rojo, formando la estrella de David: también él era judío y de seguro no viviría por mucho tiempo. Pero no era eso lo que causaba la compasión del fotógrafo. Era su mirada la que lo emocionaba. El muchacho tenía ojos claros, limpios, los ojos confiados de quien acaba de salir de la pubertad. Las pestañas largas, casi femeninas, y las pecas le conferían un aspecto amable. Ningún rastro de vello en las mejillas ni en el mentón. Brasse estaba seguro que de sus labios jamás saldría un insulto. Moriría invocando a su madre y mirando fijo a sus verdugos, asombrado, sin entender por qué lo mataban. No le quedaban más que un par de semanas de vida. Trabajo, frío, hambre y golpes, sólo era cuestión de tiempo.
Tan pronto como hizo la tercera toma, la de perfil, escuchó a Maltz gritar: «Weg!». En alemán era la orden de largarse, de esfumarse.
El joven venía de Francia y de seguro no entendía alemán, pero entendió el tono de esa orden apresurada y trató de levantarse de la silla giratoria lo más rápido posible.
No fue suficiente.
Aún no ponía los pies en el piso cuando el Kapo empujó la palanca a un lado del banco fotográfico con un movimiento repentino, la silla giró y regresó rápidamente a la posición frontal. Como le ocurre a los muñecos de resorte, el muchacho brincó y fue catapultado al piso, golpeando su cara contra el borde de la plataforma que sostenía la Zeiss.
Por un momento se quedó inmóvil en el piso y Brasse sintió el impulso de ayudarlo. Pero no estaba permitido ayudar a los deportados, se metería en un lío. Entonces, mientras Maltz se reía como loco, el judío se levantó solo, con un gran esfuerzo. Cuando estuvo de pie, escupió un diente y su Kapo lo empujó hacia afuera. Él también se reía. Nunca había visto ese jueguito y se divertía mucho.
—¡Qué divertido! ¿Lo hacemos otra vez?
Maltz, que de tanto reír había doblado sus rodillas, contestó con dificultad:
—¿Viste qué cara puso? ¡Me matan de risa! Se quedan tan sorprendidos… Oh, Dios, qué cara tenía. Se quedan muy sorprendidos. ¡Sí, hagámoslo otra vez!
Así que la silla giratoria tiró al piso a otros tres prisioneros.
Uno en particular, un viejo, se rompió un brazo. En el piso gritaba de dolor y de miedo. De dolor porque su brazo se dobló de manera innatural y el hueso casi sobresalía de la carne. Y de miedo porque entendía que este incidente marcaba su fin. Se leía en su cara que lo entendía. Del estudio fotográfico pasaría directamente al hospital y de ahí al crematorio. Nadie tenía interés en curar y alimentar a un anciano. Mientras más pronto se quitara de en medio, mejor para todos. Y todo el conjunto —el brazo destrozado, el miedo en los ojos del viejo, el caos en que se precipitó el estudio— provocó la máxima hilaridad de los dos Kapos, quienes dejaron de reír sólo después de varios minutos.
Entonces Maltz regresó a su acostumbrado ceño fruncido. Se había desahogado mucho y ya no tenía ganas de bromear. Se estiró un par de veces. Luego bostezó.
—Voy a la tienda a comprarme algo de comer. ¿Quieren algo?
Y se rio socarronamente, sabiendo que Brasse y sus compañeros no tenían dinero para gastar en la tienda.
Entonces los dejó solos, lidiando con los prisioneros.
Brasse miró el reloj. Era casi la una. La punzada del hambre se hizo más fuerte, pero tenía que aguantarse.
Aún tenían muchas horas de trabajo por delante.