PRÓLOGO

Auschwitz: una tarde en el Servicio de Identificación

Wilhelm Brasse encendió la ampliadora y un intenso cono de luz blanca se proyectó en la hoja de papel fotográfico. El negativo lo había revelado esa misma mañana Franek, uno de sus compañeros, y él ni siquiera le había echado un vistazo. Franek era un buen técnico de laboratorio y Brasse estaba seguro de que el negativo tenía el contraste y el grado de revelado adecuados. Conocía a la perfección también su ampliadora —después de tanto trabajar juntos sabía cómo funcionaba— y comprendía que para la impresión, con un negativo de densidad media, bastaría una docena de segundos de exposición. Después de doce segundos precisos, apagó la luz blanca y la habitación volvió a la penumbra de la luz roja de seguridad.

Su jefe, el Oberscharführer de las ss, Bernhard Walter, le había solicitado impresiones de grandes dimensiones. Por eso Brasse había apoyado en la superficie de la ampliadora una hoja de treinta por cuarenta centímetros. Y ahora, cuando la hoja contenía ya en sí la imagen proyectada por el negativo, pero todavía inmaterial, todavía invisible, la tomó y la sumergió en la charola del revelador. Esperó con impaciencia, como siempre en esa fase del trabajo, y muy lentamente la imagen tomó forma, era un rostro, no cabía duda.

Primero, aparecieron los contornos de los ojos y algunos mechones más gruesos de cabello; luego, los rasgos del rostro y del cuello. Era una mujer, morena y joven, con un pañuelo de colores en la cabeza. Cuando el negro de las pupilas se llenó, Brasse sacó la hoja del revelador, la enjuagó rápido y la metió en la charola del fijador, sería suficiente medio minuto. Ni siquiera miró el cronómetro que estaba en el estante más cercano. El tiempo de ese trabajo le corría por dentro de manera natural y desde hacía tiempo ya no necesitaba instrumentos para medirlo. Por fin sacó la hoja del fijador, la lavó una vez más con cuidado, para evitar que la impresión se volviera amarillenta, y la colgó de un hilo de ropa para que se secara. Le había pedido a Walter una secadora, pero a su jefe le costaba trabajo lograr que Berlín le mandara nuevos equipos, y pensar en buscarlos en Varsovia era inútil, los alemanes le habían sustraído a la capital polaca todo lo que podía servir.

Sólo después de haber colgado la impresión, Brasse prendió la luz del cuarto oscuro. Y ahí, de pie, frente al hilo para ropa, observó la imagen. Un movimiento de complacencia le atravesó el ánimo, la impresión estaba perfectamente revelada y contrastada. Sin embargo, pronto la complacencia fue sustituida por la turbación. Los ojos de la mujer lo miraban con una expresión terrible.

Dio un paso hacia atrás, inquieto, para ver mejor.

No habría podido decir de qué país lejano provenía, el retrato había sido realizado con demasiada cercanía como para poder deducir algo de su vestimenta o de otros particulares. Era un rostro parecido a miles de los que él mismo había retratado ahí, en el Servicio de Identificación del campo. Podía ser una judía de cualquier nacionalidad o una francesa o una eslovaca, incluso una gitana, aunque sus rasgos no eran precisamente los característicos de las nómadas que había encontrado en Auschwitz. Podía ser alemana, castigada por algo que a los nazis no les había gustado.

No lo sabía.

La foto la había tomado Walter, que no perdía tiempo en darle explicaciones. Él, Brasse, nunca salía al exterior a fotografiar. Tenía autorización para hacerlo, pero no quería. A menos que se lo ordenaran, prefería quedarse ahí, en el calor y el resguardo del estudio. En cambio, al oficial le gustaba fotografiar a la luz del sol y rodar breves filmaciones. Luego llevaba todo al estudio para el revelado y la impresión.

El Oberscharführer estimaba y respetaba a su retratista en jefe.

Nunca olvidaba recordarle que él era un ss y Brasse, un prisionero, un cero a la izquierda. Pero la habilidad del fotógrafo le resultaba demasiado útil y, con el tiempo, incluso se había encariñado con el deportado polaco. Charlaba con él, le pedía opiniones técnicas y, le daba encargos delicados.

Esa mañana entró al estudio muy temprano, aun antes de que tomara forma la fila de prisioneros por identificar y registrar; todos a su llegada se pusieron en firme. El alemán tenía en la mano un rollo de película fotográfica y, por el cuidado con que lo manejaba, se hubiera dicho que contenía un tesoro, debían de ser muchos metros de película.

—¿Dónde está Brasse?

—En el cuarto oscuro —le contestó Tadek Brodka mientras preparaba el equipo para el trabajo de la mañana.

El ss atravesó la habitación a paso rápido y tocó la puerta del laboratorio. No quería irrumpir mientras la luz roja estuviera prendida, habría echado a perder el trabajo de su protegido. Entró sólo cuando escuchó la invitación a hacerlo.

—Buenos días, Herr Brasse. ¿Qué tal le va hoy?

El fotógrafo le sonrió.

—Bien, como siempre, Herr Oberscharführer. ¿En qué puedo servirle?

Walter levantó la mano, le mostró el rollo y lo puso en una mesa.

—Aquí hay un nuevo trabajo para usted. ¿Cuándo cree poder revelarlo e imprimirlo?

Brasse observó la bobina.

—Empiezo hoy mismo, en cuanto terminemos los registros. ¿Puedo preguntarle de qué se trata?

Walter se encogió de hombros, despreocupado.

—Son tomas que hice ayer alrededor del campo. Así, a la buena de Dios. Pero me interesan mucho y a mis jefes también. ¿Entiende lo que quiero decir?

El fotógrafo entendía perfectamente. Esas imágenes no estaban destinadas al álbum personal de recuerdos de las ss y serían revisadas por los más altos oficiales del campo. Debía trabajar en ellas con absoluta dedicación.

—No se preocupe. Tendrá unas impresiones perfectas.

Tras esa breve conversación, Walter se fue y Brasse retomó sus labores habituales. Volvió al rollo en la tarde y su previsión se hizo realidad. Las impresiones salieron verdaderamente perfectas, incluso al cortar algunos encuadres para mejorar las mediocres tomas del alemán. Y ahora estaba ahí, observando el rostro de aquella mujer, dejando que sus ojos lo miraran fijo.

Esos ojos lloraban sin lágrimas.

Las pupilas negras y profundas estaban llenas de terror y desesperación.

Los párpados estaban completamente abiertos, la mirada de­sorbitada.

Más abajo, un doblez en los labios decía cuánto miedo sentía la mujer. Había visto algo, quizá un cadáver, quizá un sepulturero que amontonaba los cuerpos.

Brasse entendió en un segundo dónde se encontraba y cuándo la habían tomado.

La cámara de gas. La mujer estaba en la entrada de la cámara de gas. Quizá había visto abrirse las puertas blindadas, quizá las había visto cerrarse, y había observado al interior; donde hacían la limpieza de la carga anterior.

En sus ojos estaba todo eso, miedo y desconcierto, junto con la tremenda conciencia de que todo estaba por terminar. Que ella sería la siguiente.

Brasse se estremeció.

Ya había visto morir a muchos, ahí en el campo, pero nunca antes había visto ojos como los de la mujer de la fotografía, los ojos de quien en ese momento está vivo, pero dentro de un minuto estará muerto. Los ojos de quien ve abrirse las bocas del infierno. Los ojos del último segundo en que el corazón late. El último paso antes de que baje el telón.

Se alejó rápido y corrió a apagar la luz, el cuarto oscuro cayó otra vez en una penumbra rojiza. Las ventanas estaban cerradas y él se sintió seguro.

Mientras estuviera ahí adentro, no podía ocurrirle nada.

Poco a poco se calmó y retomó el trabajo del día, los prisioneros se registraban en el Servicio de Identificación y él no quería retrasarse.