UN OGRO DEBAJO DE LA CAMA

Joaquín estaba convencido de que debajo de su cama vivía un ogro. Y tenía varios motivos para pensar así: primero, ese olor desagradable que, casualmente, coincidía con los días en que se acostaba sin bañarse, pero él insistía en que venía de abajo. Luego, esos ruidos espantosos parecidos al gruñido de un jabalí mezclado con hipopótamo; imposible que la mamá le hiciera entender que eran los ronquidos de su papá cuando se quedaba dormido junto a él después de contarle un cuento. Por último, unos pasos que se oían toda la noche y no lo dejaban pegar un ojo.

Joaquín imaginaba que este ogro no era uno cualquiera: tenía tres ojos llenos de lagañas y tres lagañas llenas de ojos. Como le faltaba la nariz, respiraba por la única oreja que salía de su axila, por eso no podía echarse desodorante y olía muy mal. Y como por esa oreja no podía oír, lo hacía por el ombligo. En su cabeza sobresalía una pequeña antena parabólica, de la cual algunos vecinos se colgaban para ver televisión satelital sin pagar. Uno de sus brazos lo tenía en la espalda, muy cómodo ante la necesidad de rascarse, y contaba con cuatro piernas: dos para caminar y dos para correr. Su piel verde, llena de verrugas, lo terminaban de convertir en un verdadero adefesio pero de gran corazón, que estaba ubicado en la nuca, formando una joroba de proporciones importantes. Además, ni siquiera era simpático, al contrario, tenía la boca curvada hacia abajo con gesto de enojo permanente.

A Joaquín le impedía dormir el pensar que esa cosa horrible vivía debajo de su cama, y cuando lo lograba, tenía pesadillas. Sus papás se esforzaron por convencerlo de que los ogros no existen: un día, su papá entró a la casa con una careta muy fea para mostrarle que, en realidad, los ogros son personas disfrazadas, pero no tuvo tiempo de explicarlo porque su esposa no lo reconoció, empezó a gritar y el pobre hombre terminó en la comisaría. Otro día lo llevaron al tren fantasma del parque de diversiones para enseñarle que los ogros eran muñecos electrónicos, pero el recorrido resultó tan espantoso que la mamá salió con vómitos por el susto. Finalmente, el papá decidió dormir junto a Joaquín en el piso, debajo de la cama. Aunque no pasó nada de nada hasta el amanecer, el nene estaba seguro de que, justo esa noche, el ogro había dormido muy cómodo arriba de la cama.

La experiencia no le sacó el miedo, y a su papá nadie le sacó el dolor de espalda, pero le sirvió para descubrir que justo debajo de su cama, en el piso de madera, estaba la entrada al sótano de la casa. ¿Y si los pasos que oía venían de ahí abajo? ¿Qué misterios escondía aquella tapa? No quería quedarse con la duda, debía investigar, pero sabía que ya no podía seguir llamando a sus papás, bastantes problemas habían pasado por su miedo. Y, por supuesto, no se animaba a bajar solo.

–Mamá, ¿esta noche puede venir a dormir el Colo…? –preguntó Joaquín esa tarde. Era su vecino y mejor amigo, y aunque se conocían desde los dos años Joaquín no sabía si le decían el Colo por la tonalidad zanahoria de su pelo, por el rosado de sus cachetes, o por la camiseta roja que nunca pero nunca se cambiaba. Pasarían años para que descubriera que, en realidad, se trataba del apellido: Matías Colo se llamaba su amigo.

Así fue que el Colo durmió esa noche en la cama de Joaquín, mientras él se acomodó en una bolsa de dormir en el piso. Bueno, dormir es una forma de decir, porque ni bien intentó cerrar los ojos, Joaquín lo zamarreó con fuerza:

–¡Me tenés que ayudar! –le susurró al oído–. Vení…

–¿Qué… qué pasa? –preguntó el Colo, sin saber si se trataba de un sueño o de una pesadilla.

–Necesito abrir la tapa del sótano. ¡Ayudame!

Se levantó como un sonámbulo y juntos corrieron la cama y levantaron la tapa; enseguida un olor a humedad los envolvió y provocó la reacción del Colo:

–¿Qué es esto? ¿Qué estamos haciendo?

–¡Shhhhhh! –dijo Joaquín mientras prendía la linterna–. Tengo que saber si hay un ogro ahí abajo…

–Pero si los ogros no existen, ¿qué decís? Yo ya estoy grande para creer en esas pavadas.

–Buenísimo. Entonces no vas a tener problemas en bajar conmigo para averiguarlo.

–Pero sí creo en hombres lobos, vampiros, zombies, fantasmas, monstruos, gigantes, cíclopes, dragones, trolls, brujas, basiliscos, babosas y bichos bolita…

Antes de que terminara de hablar, ya había comenzado a descender por los peldaños de madera, empujado por su amigo. Los dos temblaban, pero al que más se le notaba era a Joaquín porque el haz de su linterna se movía de aquí para allá como un bichito de luz borracho. Lo primero que vieron fueron muchas telarañas, y lo segundo que vieron fueron más telarañas; muebles viejos, cajas, herramientas en desuso, cucarachas en uso… El lugar era sofocante. Cuando estaban a punto de subir lo descubrieron: sentado en su cuna de recién nacido, estaba el peluche preferido de cuando Joaquín era bebé, un ogrito de color verde con tres ojos, sin nariz y con una oreja que salía de su axila, con una antena en la cabeza y cuatro piernas. A pesar de su aspecto, y de tener la boca curvada hacia abajo con gesto de enojo, Joaquín recordó que adoraba a ese muñeco, lo tomó entre sus brazos, le sopló el polvo y las pelusas, y se lo llevó a su cuarto.

Desde aquella noche, Joaquín ya no tiene miedo de que un ogro viva debajo de su cama, porque ahora duerme abrazado a él y, extrañamente, la boca se le ha ido curvando hacia arriba hasta convertirse en una gran sonrisa.