¿La Tierra de las Mujeres? ¡¡¡Vaya tontería!!!
Adele no había podido mantener la boca cerrada demasiado tiempo. Se le hacía demasiado pesado guardar el secreto, mantenerlo intacto y explorar sin la ayuda de nadie. Estaba empeñada en convencer a su hermana de que aquel lugar era especial, pero Kate no parecía estar por la labor. A ella le parecía inhóspito, lleno de seres ásperos, de sonrisa agria y saludos en la lejanía. A Kate le preocupaba otro tipo de rastro, otra clase de hallazgo. Necesitaba encontrar algo de cobertura como fuese, hablar con las Gotham Girls y saber si habían ganado o si su marcha les había estropeado el pase a la final. Kate practicaba esa soberbia que te autoconvence de que el centro del mundo atraviesa tu ombligo. No tenía amigas en el colegio porque era una rara; un ser que va más allá de los límites y de gustos peculiares. Al principio sufrió por ello, pero luego comprendió que no ser entendida la colocaba en una especie de élite social, la de los raros, y era un orgullo no pertenecer al resto, a la masa. Adele admiraba a su hermana, pero no entendía la fase por la que estaba pasando. Cuando alguien intentaba acercarse a ella, actuaba como un puercoespín; pinchaba por dentro y por fuera.
—Eres una exploradora, Adele, una scout, pero algún día entenderás que la vida te irá mejor si eres una «Llanera Solitaria».
Adele la miraba sin entender de llaneros ni apenas de la vida, pero le daba la impresión de que liarse un cigarrillo a corta distancia de su madre era poco inteligente. Las madres tienen los sentidos desarrollados y, si son capaces de oler a la legua cualquier fechoría, el rastro del tabaco era de primerizas.
—¿Y qué si me pillan?
A Kate le daba igual. A ella tampoco le habían pedido permiso para estar en aquel pueblo sin más entretenimiento que una absurda herencia, un misterioso cuadro y habitantes que se empeñaban en saludarte desde la distancia.
—¿Sabes? Podría escaparme ahora mismo y volver a casa, pero no lo hago porque no quiero dejarte sola con mamá. Está extraña, obsesionada con el maldito cuadro. Y este lugar... ¡Me aburro, Adele!... Mmm... ¿Sabías que este lugar es donde nació el abuelo? —Adele dibujaba en la tierra infinitos con el índice de su mano derecha mientras su hermana le contaba lo poco que sabía del abuelo Román: campesino sin tierras muy guapo, que enamoró a la abuela Julianne cuando estaba de vacaciones por Europa, quien, desoyendo a toda la familia Marlborough, se casó con él y se lo llevó a Boston—. Cuando mamá tenía cinco años, el abuelo murió de un ataque al corazón, la abuela enloqueció y nunca más se habló de él. ¡Fin de la historia!
Kate le había contado cientos de veces la historia del abuelo Román; era capaz de repetirla sin dejarse una coma. Ella no quería saber más sobre la llamada Tierra de las Mujeres, aunque no engañaba a nadie porque siempre se había sentido terriblemente seducida por el abuelo Román. Pero Kate era muy orgullosa como para aceptar que le gustaría saber más sobre él, sobre su vida y... ¿sobre aquel pueblo?
—Podemos preguntar si alguien conoció... mmm...
—¡Al abuelo! —espetó Adele guiñándole un ojo a su hermana.
Kate no se molestó más que en encenderse el pitillo, que de tan mal liado se le desmontó a la primera bocanada, le quedó la boquilla pegada a la comisura y el resto deshilachándose por el aire. Adele soltó una carcajada, Kate le lanzó una mirada asesina, pero se desvaneció por contagio de su hermana. A veces sentía que era el único ser humano del mundo que la entendía. Se levantó del banco, sacudiéndose los restos de tabaco, tomó una caña vieja que se había encontrado por el camino, dibujó una línea horizontal en el suelo, se colocó en posición de salida y, guiñándole el ojo a Adele, a la de tres, salió dejando el aliento a la sombra. Corrió hasta perder los pulmones y a punto estuvo de perder hasta la zapatilla, simuló la llegada victoriosa como si de una carrera se tratase, aminoró la marcha y dobló el cuerpo para evitar que la hiperventilación la tumbara. Adele llegó al poco rato, con la caña de su hermana y las cuentas hechas.
—¡Sesenta y siete! ¡Has aguantado hasta el sesenta y siete corriendo!
Kate, por falta de oxígeno, era incapaz de girarse para mirar a su hermana. Estaba recomponiéndose del esprint cuando un ruido estremecedor, más fuerte que un claxon, le cortó la respiración de nuevo y casi le explota el alma.
—Neeeneees, neeenes... Auuu, fora d’aquí!!!1
Una mujer subida a un tractor verde de ruedas enormes las había dejado prácticamente huérfanas de tímpano al hacer sonar el estridente claxon de aquel monstruo rodante. Al llegar apenas a un lado de ellas, la mujer detuvo el tractor lanzando exorcismos impronunciables al cielo y a las niñas. De cuerpo robusto, cabeza cuadrada y ojos azules diminutos, Tomasa La Rica se plantó frente a ellas, se quitó el sombrero de paja y se sacudió con él el polvo acumulado en las pantorrillas. «¡Otra anciana malcarada!», pensó Kate.
—Señoritas, están en una propiedad privada. ¿Lo sabían?
Kate la miró desafiante y, antes de contestar, observó el lugar. Con el esfuerzo por aguantar el esprint, no se había dado cuenta de que había atravesado una verja y se había metido en un hangar gigante con cientos, quizá miles, de cajas de frutas y verduras apelotonadas unas encima de otras. Tomasa no tenía ni idea de quiénes eran esas mujercitas, pero tenía mucha experiencia en ladronzuelos. Adele se apresuró a presentarse antes de que su hermana las metiera en un lío con aquella mujer de manos grandes y pies de botas enfangadas.
—Somos Adele y Kate Donovan Marlborough, las hijas de Gala Marlborough, la única heredera de la tía desconocida de mi madre, que no recuerdo cómo se llama.
Lo dijo muy alto, con el mejor acento que supo, muy erguida de cuerpo y observando de soslayo la reacción de aquella mujer tan sargento.
—¿Amelia Xatart?
Las dos afirmaron con la cabeza, esperando su reacción. Fue exactamente la misma que la de la anciana de los ultramarinos y la de la anciana donde estuvieron comiendo con el nuevo socio de mamá. Todas habían reaccionado igual: boca abierta, suspiro hacia dentro, ojos de sapo y manos tiesas. Unos cinco segundos más tarde, seguramente el tiempo que el cerebro había necesitado para recomponerse y salir del estado de conmoción, procedían a la respuesta sonora.
—Así que... Gala... ha venido a La Muga...
—Ha venido a por el dinero y, en cuanto lo consiga..., ¡nos largamos! —matizó intencionadamente Kate.
La repentina dulzura de esa abuela no engañó ni suavizó a la joven, que seguía con las alertas activas. La anciana le clavó sus agujas azules y soltó una abrupta carcajada con caída de saliva incluida. No sabían qué era lo que le había hecho gracia, pero apenas oyó a Kate no dejó de reírse durante unos minutos. Kate y Adele no sabían qué hacer, la anciana seguía riéndose, cada vez más fuerte, hasta que, sin anunciarlo, cesó bruscamente.
—¿Y qué hacíais en mis tierras?
No fue cortés ni agradable ni, por supuesto, tampoco las invitó a tomar una de los miles de manzanas que había en los cientos de cajas apiladas unas sobre otras. Con el dedo largo, huesudo y recto como una flecha, les indicó el camino de salida de aquella propiedad privada y las advirtió de que no volvieran a invadirla a excepción de ser invitadas.
—Señora, somos niñas, no vampiros. ¿Lo sabía?
A Kate le gustaba responder a los ataques con respuestas sin sentido para ser siempre la última en replicar. Tomó la mano de su hermana y salió con ganas de insultar a aquel toro convertido en mujer.
Caminaron presurosas por uno de los pasos sin asfaltar del pueblo. Apenas había dos vías que no fueran de tierra y ambas daban a la plaza principal, donde presidía una antigua iglesia que siempre habían encontrado cerrada, pero no faltaba a dar campanazos a las medias y a las horas en punto. «¿Quién vivirá allí arriba?» Adele no quería marcharse de allí sin subirse a lo alto del campanario y tirar de la cuerda. Al volver a Nueva York, podría contarles a todas sus amigas cómo hizo de Tom Sawyer en un pequeño pueblo sin niños y con muchos viejos. ¡Adoraba a Sawyer y a su amigo Huckleberry Finn! Kate tiraba de su hermana, que caminaba del revés imaginándose en lo alto del campanario. Se habían retrasado demasiado y no quería tenerla otra vez con su madre. Pasaban por casas semiderruidas, con apariencia de abandono y todas con las ventanas bajadas; apenas se oía el canto de los pájaros y el rugido del endemoniado viento empezaba a despertar. Estaba segura de que ese era el camino para llegar al pajar de la tía abuela de su madre: ¡el santuario de los muebles viejos! Aunque era de las que creía a ciencia cierta que todos los caminos conducen a Roma, no le apetecía comprobarlo en ese preciso momento. Miraba a un lado y a otro, tratando de reconocer alguna señal, algún poste de electricidad, alguna piedra o portón que le resultara familiar. Pero aquel paisaje rural era siempre el mismo y poco ayudaba para orientarse; era tan familiar por lo idéntico que le parecía. Seguía sin encontrar cobertura, aunque de poco serviría; seguramente la aplicación OnTheRoad sería incapaz de hallar ese lugar tan recóndito, tan diminuto, tan —en realidad— inexistente para el desarrollo de la humanidad. Al menos así lo creía Kate. «¿Qué pasaría si ese pueblo dejara de existir?» Adele andaba detrás de su hermana medio asfixiada, con ganas de aminorar la marcha y explorar más al detalle. Tampoco era tan grave llegar tarde, pues poco o nada les podía ocurrir en aquella tierra en la que, si no fuera por el viento, ni las hojas de los árboles se moverían.
A punto de desesperarse, al fin reconoció dos gruesas bandas amarillas horizontales pintadas en un muro que indicaban, si no lo recordaba mal, que a la vuelta estaba la entrada al pajar.
Gala ni siquiera las vio llegar, estaba demasiado enfrascada con Amat para desprenderse cuanto antes de aquel ruinoso negocio de chatarrería. La cosa no iba bien con el terco engreído, porque no había manera de hacer entrar en razón al hombre de campo y manos sucias para que cediera a su voluntad y le comprara su parte. Llevaba toda la mañana haciendo inventario con él, perdiendo los nervios y la compostura de mujer educada en alta cuna. Incluso bordeó el insulto para que «¡aquel camiseta sucia!» se quedara con su parte del negocio y la dejara en paz. Amat se negaba en redondo a pagar un solo euro por VellAntic.
—Si no lo quieres, me lo cedes y... ¡YA! ¿Entiendes?
¿Cómo iba a entender semejante tontería? Si ella era propietaria al cincuenta por ciento de aquel lugar, no le iba a regalar ni una mota de polvo. Se lo tenía que comprar, porque así se hacían las cosas en Nueva York, ¡y en cualquier parte del mundo! Amat llevaba toda la mañana repitiéndose como el ajo: «¡Ni un euro!». Necesitaba buscar una nueva estrategia: «Antes que donarle mi parte, monto una subasta y ¡listos!». ¿Una subasta? A veces tan solo hace falta dar con la palabra mágica para que la idea brille con luz propia. Una subasta podía ser la solución a semejante tortura, puesto que, si ese desconsiderado no quería comprarle su parte, tendrían que dividir el mobiliario y así ella podría venderlo al mejor postor.
—Como quieras, pero..., mmm..., nadie te comprará nada.
¿Cómo podía ser tan insolente y prepotente? Ella estaba convencida de su idea, pues, aunque fuera verdad que los del pueblo no quisieran comprar, por si las moscas, él acabaría comprándoselo todo. Si tanto quería a su tía abuela, sería muy descortés para la gente de allí ver cómo el trabajo de tantos años se vendía a cualquier precio. Gala sonrió maléficamente y celebró para sus adentros el plan perfecto. Prosiguió en silencio y con repentina suavidad haciendo inventario con Amat. Él la miró sin entender pero sospechando de sus buenas formas, no daba crédito a tanta amabilidad repentina. La miró de soslayo, impactado por comprobar cómo unos pocos saltos generacionales podían alejar tanto a las especies. Él adoraba a Amelia Xatart, se lo debía casi todo y le costaba creer que su familiar viva más directa tuviera esas cualidades que la Xatart tanto odiaba en una persona: frivolidad, poca sensibilidad y descomunal egoísmo. No la estaba juzgando, simplemente estaba sorprendido con Gala y su poca conexión con aquella tierra. Estaba seguro de que la Xatart andaría bramando por la otra galaxia y, con su bastón de león, golpeando asteroides. Amat sabía que se debía a la voluntad de la mujer que le había encauzado de nuevo a la vida. Con veintisiete años, había caído enfermo de desamor y había tenido que volver a La Muga con la licenciatura de Químicas, dos maletas y miles de fotos y recuerdos para quemar. Se fue de aquella tierra por amor, sintiendo que al sentimiento, el gran maestre, se le debía rendición, y él fue un devoto ejemplar. Pero, como los grandes místicos a los que un día la fe los abandonó, él la perdió al ser golpeado, pateado y abandonado sin apenas sentir el preámbulo. Enmudeció de desaliento, sintió que el alma huía de su cuerpo magullado, herido de muerte. Durante meses fue un cadáver en vida, un ser ausente que había perdido la ilusión. Su madre, Nalda La Roja, andaba desesperada buscando sanadores, psicólogos o mujeres bellas que despertaran a su hijo de la maldición del desamor. Intentó sanarle recurriendo a los métodos más cuestionados, contactó con guías espirituales, pero ninguno hallaba el modo para reanimar a Amat. Nunca imaginó que su gran amiga, Amelia Xatart, daría con la pócima milagrosa: «¡Mucha lija y litros de betún de Judea!».
Amat lijó, lijó horas en silencio, decapó durante semanas y sintió cómo su delirio, su tristeza crónica, era cada vez más fina. Sintió una extraña simbiosis con aquellas reliquias. Él, con mucha paciencia, horas y mimo, conseguía repararlas, recuperar su pasado esplendor. Sentía cómo aquellos vetustos objetos, para la mayoría sin alma, le devolvían su hazaña, limpiando su interior. Durante medio año, Amelia y Amat se comunicaron con frases cortas y largos silencios. Durante seis meses, no faltó un solo día ni se retrasó un solo minuto. A las ocho de la mañana llamaba a la puerta del pajar y, con un tímido saludo, se iba a su rincón de trabajo y dejaba de respirar hasta la hora de la comida. Idéntico ritual por la tarde. Nalda La Roja no daba crédito, de la manera más insospechada su hijo había encontrado un motivo para vivir: ¡los muebles antiguos! Investigó y, como químico, inventó pócimas, extraños ungüentos y pigmentos de la tierra que hicieron famoso VellAntic, como un santuario único que fabrica almas para cada mueble. Gente de todos los pueblos y países se acercaron a contemplar la belleza ejecutada, a pujar por aquellos muebles que labraron su propia leyenda, pues sus compradores sanaban con ellos viejas heridas. VellAntic creció como la espuma, las gentes acudían como a Lourdes, a buscar su mueble: secreter, estantería, alacena, mesa, silla o escalera. Necesitaban hacerse con el reparador que curara sus almas enfermas. Elegir el destilador de sus penas para desprenderse de las emociones marchitas. Amelia y Amat intentaron detener esa creencia de muebles sanadores, pero la leyenda se forjó y corrió como la pólvora, atravesando montañas y ríos y traspasando fronteras. Amelia aceptó los logros de Amat y, con sabia humildad, le ofreció asociarse. Fue el principio de una amistad, una especie de amor filial que Nalda La Roja jamás envidió. Su hijo había resucitado, había vuelto a nacer transformando el dolor y convertido en un ser con una sensibilidad excepcional.
—¿Me estás escuchando? Eeeooo... —Gala intentaba captar la atención perdida de Amat—. ¿No puedes imprimir el inventario completo y así agilizaríamos la partición?
No pronunció ninguna de las letras con brusquedad. Para ello tuvo que pellizcarse la piel y soltar rabia. Seguía dulce, conciliadora y, por qué no, todo lo seductora que aquel tosco hombre le inspiraba. Amat la miró tratando de descubrirla de nuevo: era idéntica físicamente a su tía abuela, su parecido con Amelia Xatart resultaba una broma de mal gusto del destino porque, por más oportunidades que le daba, no era capaz de encontrar una virtud en aquella mujer. Por más ganas que tuviese de tirar la toalla y darse por vencido, su gratitud a Amelia le hizo evitar la tentación y concentrarse de nuevo en su objetivo: seducir a Gala, que aquella engreída ricachona de urbe cosmopolita sintiera respeto por sus ancestros y, sobre todo, por la labor de su tía abuela: la gran Amelia Xatart. Aunque dudaba de si la tenía, Amat tan solo necesitaba encontrar y reparar el alma de aquella testaruda y burguesa mujer.
Al otro lado de la serranía de metales, maderas y chatarrería varia, Adele se había arrodillado ante un espejo ovalado y desconchado. Se miraba a través de él en silencio, esperando a que algo mágico sucediera. Estaba convencida de que aquel lugar estaba encantado y habitado por seres invisibles extraordinarios; gnomos que por la noche ayudaban a Amat y a la difunta tía abuela de su madre a arreglar aquellos muebles. Ella había visto una vez en la tele un documental que hablaba de la existencia de seres diminutos que te ayudan cuando más lo necesitas. Solo es cuestión de creer en ellos e invocarlos.
Kate se cansó de escuchar las fantasías de su hermana, se hartó de hacer el ganso por detrás del espejo para sacar a Adele del embelesamiento y, presa de la insatisfacción y el aburrimiento, se dejó caer en un viejo sillón de piel medio roto para que el tiempo corriera más deprisa. Adele seguía ensimismada delante del espejo, estaba convencida de que algo terminaría pasando, solo era cuestión de paciencia y fuerte concentración. Cerró los ojos, apretó los puños y deseó...
—I wish, wish, wish... I wish...2
Antes de que pudiera pronunciar las palabras mágicas, oyó al fin:
—Què fas?3
No se atrevía a abrir los ojos. No entendía lo que decía. De nuevo el extraño idioma... Apretó más los puños y siguió deseando con fuerza. Sintió esa presencia cada vez más cerca, seguía sin entenderla pero quería establecer como fuera contacto con aquella voz. Así que, sin abrir los ojos ni relajar los puños, tomó aire y fue directa al grano.
—No te entiendo, no sé qué me dices, no hablo tu idioma. No soy de aquí, ¿sabes? Me llamo Adele, ¿y tú? ¿Me entiendes? ¿Hola? ¿Sigues ahí?
Hubo un silencio. Adele esperó a oír alguna reacción, pero no hubo respuesta. Permaneció un rato con los ojos cerrados, soltó las manos y, no sin cierta desazón, abrió los ojos creyendo que había espantado al fantasma por hablar demasiado fuerte. Para su sorpresa, detrás del espejo descubrió a un niño de grandes ojos verdes, redondos como canicas y boca fina que la miraba petrificado. Al ver que Adele abría los ojos, dibujó una pequeña sonrisa en su rostro, pestañeó un par de veces y, levantando la mano, la saludó en silencio. Adele, como si del juego del espejo se tratase, alzó la mano contraria y repitió el gesto. Estuvieron así un par de minutos, imitándose en muecas, levantamiento de cejas y dedos hasta que el chico zanjó el juego improvisado saliendo de detrás del espejo y acercándose algo tímido a Adele.
—Yo soy Marc. ¿Qué haces aquí?
—He venido con mi madre y mi hermana. ¿Y tú?
Adele estaba sobrepasada por la emoción, sabía que al fin había encontrado un amigo, otro explorador de planetas perdidos y seres extraños. Antes de seguir hablando con Marc, cerró los ojos y volvió a apretar los puños con fuerza. «¡Gracias!» Así de fácil y rápido lo habían hecho, sus amigos invisibles le habían enviado un nuevo amigo, un cómplice de aventuras que, además de hablar el idioma de ese lugar, tenía su misma edad y estaba dispuesto a enseñarle los secretos del pueblo. Marc era el nieto de Nalda La Roja, sobrino de Amat, que vivía con sus padres en la casa solariega de sus abuelos.
—¿Has visto alguna vez una vaca?
Adele negó con la cabeza, lo mismo que no había visto a una gallina poner un huevo, pero sí las había oído cantar.
—Las gallinas no cantan..., ¡son los gallos!
Adele no pudo disimular el rubor en sus mejillas. De animales sabía poco, solo de haberlos estudiado en la escuela y de que su amiga Marié tenía un perro y un gato: Jeffrie y Raffie. Marc parecía saberlo todo de vacas, cerdos, gallos, gallinas, caballos... ¡Hasta de ratones!
—Mi padre los caza con trampas, poniéndoles queso, pero yo, sin que se dé cuenta, rompo las trampas para que no mueran en ellas. No me gusta que mueran los animales... ¡Ni siquiera los cerdos!
—¿Has visto Ratatouille?
Marc afirmó entusiasmado. Era una de sus películas favoritas. Aparte de ser amante de los animales, le encantaba estar en la cocina: hacer masas para pasteles, mezclar ingredientes.
—¿A ti te gusta cocinar?
—A mí me gustan mucho los muffins de chocolate. ¿Sabes hacerlos?
Marc abrió los ojos a modo de sorpresa y nuevo reto. No había oído hablar nunca de ese dulce, pero le prometió a su nueva amiga que prepararían juntos uno de esos con la ayuda de su maestra: Agnès La Hechicera, la amiga de su abuela, cocinera y propietaria del restaurante La Muga. Adele llevaba un buen rato sin cerrar la boca de embelesamiento al oír a su nuevo amigo hablar de nuevas aventuras. Sentados sobre unos viejos cajones, dejaron que la eternidad los atrapara y se contaron sus vidas. Marc era hijo y nieto único y, prácticamente, el único niño del pueblo. Bueno, había más, pero eran mayores y siempre le hacían de menos. Tenía amigos en la pequeña ciudad de Figueres y, siempre que le dejaba su madre, pasaba la tarde en casa de alguno, pero sobre todo disfrutaba recorriendo el pueblo y descubriendo nuevos rincones. Adele seguía emocionada, llevaba rato sintiendo su corazón palpitar y un hormigueo en el estómago. Quería contarle muchas cosas a su nuevo amigo, pero sentía su lengua de trapo. «¿Qué me pasa?» Estaba un poco desconcertada por su repentino tartamudeo y los balbuceos inesperados. Marc, sin reparar en aquellas minucias, no dejaba de hablar con orgullo de su pueblo, de su gente y de las cosas maravillosas que tenía aquella tierra. Sin pensárselo dos veces, cogió de la mano a Adele y la invitó a salir corriendo del pajar. A menos de cien metros de allí se detuvieron delante de unos campos de siembra, con el Canigó nevado de frente. Marc, al tiempo que disponía los brazos en cruz, llenó sus pulmones con una inspiración laaarga y profuuunda para luego soltar todo lo acumulado en un tobogán invisible de aire.
—¿Lo sientes?
Adele no sabía qué debía sentir, pero con entusiasmo repetía una y otra vez lo de inspirar y espirar, mirando al campo y a la montaña nevada. Lo hizo con tanto ímpetu y tantas veces que rozó la hiperventilación y, del mareo, tuvo que dejarse caer.
—¿Estás bien?
Marc se sentó a su lado y, pacientemente, esperó a que su nueva amiga se recuperara de tanta inspiración y espiración. Cuando uno no está acostumbrado al aire puro, puede intoxicarse si se excede, y estaba claro que Adele no había medido el ímpetu.
—Es como cuando tomas la leche pura de la vaca. La primera vez... tienes cagarrinas, ¿sabes? Pero luego el cuerpo se acostumbra.
—¿Has tomado leche directa de la vaca?
Marc afirmó con la cabeza y le contó su primera vez. Adele no tenía suficientes orejas para escuchar con toda la atención que requería aquel momento. Estaba haciendo tal trabajo de máxima concentración que no oía cómo su hermana Kate la llamaba desde lejos. Al despertar de su pequeña ensoñación, por aburrimiento y no ver a Adele, salió a buscarla como un rayo. Conocía tanto la capacidad exploradora de su hermana como su incapacidad para volver al punto de origen. Al verla sentada al borde del campo de siembra junto a otro niño, se tranquilizó al tiempo que se enfureció por la envidia y por el hecho de que supiera estar sin su hermana mayor. Sacó la rabia gritando el nombre de su hermana.
—¡Adeeele! ¡¡¡Aaadeeeleee!!! ¡Deeel!
El único que se giró fue Marc para saludar a Kate y darse la vuelta de nuevo para proseguir con las explicaciones del aire puro, la leche de vaca y los excrementos de animales como fertilizantes.
—Stupid girl!4
Dio una patada a una piedra y, sin devolverle el saludo a Marc, les dio la espalda para observar la explanada. A las puertas del pajar, metido bajo una cubierta de uralita, reposaba un octogenario todoterreno de color azul y blanco. Era parecido a los que había visto en algunas películas antiguas americanas que le gustaban a su madre. Frotó con la manga de su plumas la roñosa ventana delantera para poder ver el interior. Aunque no tenía mal aspecto, estaba segura de que hacía años que había dejado de funcionar y estaba allí, como el resto del mobiliario, para ser restaurado y vendido como una pieza de museo.
—T’agrada?5
Kate estiró el cuello para ver quién andaba por ahí y vislumbró lo que parecía otra anciana, porque un gorro de lana dos tallas más grande, unas orejeras de fabricación casera y unas inmensas gafas de pasta negra daban a aquella mujer más pinta de marciana que de lugareña. Era Nalda La Roja enfundada en su inseparable abrigo rojo y su gorro de lana; tenía una colección y, aunque no todos bien confeccionados, se los ponía porque formaban parte de la historia, la suya y la de sus inicios con el punto. El que llevaba era de los primeros que había hecho, cuando apenas controlaba ni el punto ni las medidas, pero era de sus preferidos, un superviviente como ella. Niña de la guerra civil, cruzó los Pirineos con sus hermanos pequeños y permaneció durante dos años en un campo de refugiados, esperando a que terminara la guerra y rezando para que a sus padres no los hubieran matado. Tuvo suerte a medias: sobrevivió su madre.
—Perdona, es la costumbre, digo que si te gusta...
Kate no se movió ni un palmo de donde estaba y se pensó si contestar a aquella extraña abuela de mirada miope y avispada.
—Es un Land Rover Santana 109 Serie. Una joya de los setenta fabricada en gran parte aquí, ¿lo sabías? ¡Una máquina difícil de imitar!
—¡Seguro! ¡Hace un siglo que se dejó de fabricar!
Nalda ignoró el comentario de Kate y, para sorpresa de la niña, le lanzó unas llaves para que lo abriera. Kate las cazó al vuelo, pero tardó en reaccionar a las instrucciones de aquella estrambótica abuela.
—¡Abre, demonios! ¡Que la tramontana arrecia y hace un frío que pela!
La invitación le pareció interesante; poder fisgar la antigualla desde dentro y, quién sabe, igual con suerte podía oírla rugir. Se metieron dentro cada una con su objetivo, pero dispuestas a compartir ese espacio tan reducido.
—Mi nombre es Nalda, ¿y el tuyo, niña?
La miró de arriba abajo con las gafas en la punta de la nariz y atusándose el pelo, después de haberse desprendido del deforme capuchón. Kate le devolvió la mirada arrepintiéndose de haberse subido al Land Rover, porque la situación la obligaba a tener que hablar con aquella abuela de pelo negro mal teñido y áspero carácter.
—No estás obligada a responderme ni a mantener una conversación conmigo. Yo necesitaba refugiarme del frío y tú inspeccionarlo más de cerca. Así que... cada una a lo suyo... —soltó Nalda.
Kate, poniendo las manos al volante y mirando al frente, soltó su nombre sin esperar mayor comentario, pero sin poder evitar que sucediera lo contrario. Nalda seguía dispuesta a establecer conversación.
—Fue de Amelia, ¿sabes? Mmm... La tía abuela de tu madre.
—La muerta.
Nalda se colocó las gafas y, como una espía de guerra, se entretuvo jugando a las deducciones en silencio: no más de catorce años, furiosa por el viaje, rabiosa con el mundo, exceso de altivez y orgullo, pero con esperanza por su sensibilidad y alta inteligencia. La Roja cazaba al vuelo las almas inquietas que buscan comprender y por no conseguirlo se rebelan contra la humanidad. Sabía que la jovencita que tenía a su lado era de las suyas: combativa, cabezota y ávida de conocimiento. Mientras la anciana la observaba y pensaba cómo encontrar el camino para llegar a ella, Kate se imaginaba conduciendo aquel todoterreno y escapando de aquel pueblucho hasta llegar a su casa con sus Gotham Girls. Le encantaba la idea de conducir, pero todavía le quedaban treinta meses para cumplir los dieciséis y sacarse el carnet. El tiempo a veces pasaba muy despacio, como aquellos días y los que faltaban para que su padre le comprara su propio coche. Su madre se negaba, pero su padre se lo había prometido. «Buenas notas, coche para ella.» Ellos funcionaban a base de pactos y, aunque apenas lo veía ni hablaba con él, lo admiraba, porque parecía que hacía lo que le daba la gana.
—Tú... ya no puedes conducir, ¿no? —soltó Kate. Fue una maldad. Se dio cuenta en cuanto se oyó decirla, pero tampoco le importó demasiado. Al fin y al cabo, Nalda la estaba importunando con su presencia y su ojo escrutador.
—Soy vieja, pero sigo siendo libre, ¿sabes? —contestó sin atisbo de duda Nalda.
Esa respuesta dejó a Kate unos segundos desconcertada. Se reconoció en las formas y el surrealismo. A ella también le gustaba responder apuntando a matar y contrapreguntando. Fue la primera vez que se sostuvieron la mirada, frente a frente, y lo que comenzó como un simple duelo de gallos terminó haciendo aflorar la risa de ambas. Superada la tensión de las presentaciones y la risa terapéutica, Nalda la incitó a encender el motor e intercambiarse los asientos. Kate no se lo pensó. Un poco de emoción para aquella silente tierra no le iba nada mal, aunque después de tres intentos apenas consiguió un tenue rugido que pronto quedó ahogado.
—A las reliquias, como a los viejos, hay que tratarlas con cariño... ¡Vamos, Rover! Au, vaaa!
Un par de golpecitos en el salpicadero, caricia en el volante, suave giro de llave y el rugido del león las llamó... ¡a explorar la selva! Kate golpeó la guantera de la emoción.
—Great!6
Antes de salir del descampado, el Rover se detuvo un segundo: Marc y Adele se subieron al todoterreno y a la aventura.
—On anem, àvia?
—A fer un volt i ensenyar a les nenes les terres de La Muga.7
Nalda miró por el retrovisor a la pequeña y se presentó, aunque Adele estaba ya bien enterada, puesto que Marc le había dado un buen repaso a su árbol genealógico con parada obligada en la vida y peripecias de su abuela, La Roja. Lo que le traía de cabeza a la pequeña era el idioma que hablaban, «¿catalán?», y del que poco o nada entendía. No le molestaba, simplemente le apenaba no entender, no poder comunicarse también con ellos en aquella lengua. Si quería ser una gran exploradora, debía aprender cuantos más idiomas mejor.
—¿Y solo lo habláis aquí?
Kate ya estaba haciendo de las suyas con sus incisivos comentarios y Nalda, que andaba muy caliente con el tema, detuvo de un frenazo el Rover y se encaró con ella.
—Poca broma con eso, jovencita. Si quieres saber la historia, te la cuento, pero ni una broma sobre el tema. Algunos hemos sufrido mucho por mantener esta lengua y nuestra cultura vivas. ¿Me has entendido?
Adele no sabía si era mejor respirar, tragar saliva o hacer de estatua por unos segundos. Kate se asustó al ver la rojez en los ojos de Nalda y la furia en sus palabras, no esperaba tal reacción a un simple comentario sobre un idioma minoritario. Muda de palabras, tan solo afirmó con la cabeza y Nalda reemprendió la marcha en silencio. Marc le susurró a Adele que no era personal, que su abuela siempre se enfurecía cuando se hablaba de política o miraba los informativos. Los veía todas las mañanas, después de haber dado el desayuno al abuelo Vicente y a su padre antes de salir con las vacas. Era su momento de ocio y tortura al mismo tiempo. Disfrutaba viendo las noticias y enfurruñándose en solitario para luego compartirlo con el resto del pueblo en la hora de las cartas o en la decena de foros a los que era asidua. Aunque era mujer de conservar tradiciones, su perdición era internet: aquel invento había sido una bendición para aquella alma tan inquieta y ávida de conocimiento. Seguía sin entender cómo era posible aquel infinito de información, cómo podía funcionar aquello de ¡clic!, página nueva, pero estaba fascinada. Ella, fascinada, y su marido e hijos, preocupados por la intensa devoción a san Google, que desde hacía unos años hacía imposible una conversación sin venerar a su santo y recurrir a él.
A Marc, en cambio, le parecía divertido tener una abuela enganchada al ordenador. Era la única abuela de su clase que enviaba correos electrónicos, se inscribía en foros e incluso chateaba con desconocidos por la red. Su abuela era moderna y él se sentía muy orgulloso de ella. Para Nalda, los años solo pasaban por el número de arrugas y gente querida con la que ya no podía compartir charlas de chimenea y almendras fritas. La Muga poco había cambiado con el paso del tiempo, ese pueblo antiguamente romano sabía protegerse muy bien de las nuevas costumbres, tan poco respetuosas con la historia.
Cuando se desviaron de la vía principal, la única asfaltada, frenaron al encontrarse de pleno con Jow a caballo. Nalda bajó la ventanilla, se recolocó las gafas y lo saludó sin poder evitar una mueca de desagrado. John Winter, Jow para todos en el pueblo, era el mozo que llevaba diez años trabajando para Cecilia en la cría de caballos; trabajando y, en su tiempo de ocio, seduciendo a la patrona, la pobre Cecilia La Ciega. Era un secreto a voces en el pueblo que Cecilia y él se entendían desde que el marido de La Ciega la abandonó por otra y se fue del pueblo. Cecilia tuvo que buscarse un oficio para mantener su casa y sus tierras. En el momento oportuno, llegó el guapo extranjero de cuerpo robusto pidiendo alquiler de campo para sus yeguas. «¡El principio del fin!», según Nalda, pero para Cecilia fue su salvación.
—Voleu anar a veure els cavalls?8
—Abuela, en castellano.
—Òndia, sí. ¿Queréis ir a ver los caballos de Cecilia?
Las dos hermanas afirmaron con la cabeza, a Adele lo de ser una amazona le parecía una experiencia excitante. Jow fue amable con Nalda y el primero de aquel pueblo en desplegar una amplia sonrisa con el saludo. «¡Extranjero tenía que ser!», pensó Kate.
—¡Fíate poco de los de gran sonrisa, niña! La aspereza raspa al principio, pero es dura, sólida, perenne. ¿Entiendes? —soltó La Roja en su defensa.
En esa tierra de contrastes, de viento huracanado, llanura de campos labrados y silueteados con los Pirineos, la simpatía no era un bien común. Eran gente como el viento, de carácter impredecible, acostumbrados a ser tierra de forasteros que se detienen por un tiempo, pero tan solo unos pocos privilegiados son acogidos.
—Es la tierra quien escoge a los lugareños, nosotros solo aceptamos el orden de las cosas.
Kate y Adele atendían a las explicaciones de Nalda, pero apenas entendían. Todo en ese pueblo estaba rodeado de un halo de misterio. Iban brotando habitantes, saliendo como setas cuando menos se lo esperaban, para esfumarse sin dejar rastro. Kate se abstrajo de las explicaciones de la anciana y se concentró en el paisaje. Desde que habían llegado, era la primera vez que observaba con interés aquel lugar; silencio, nubes que con el viento se volvían infinitas, verdes teñidos de marrones de tierra labrada, de girasoles pidiendo su gloria al sol, de casas de piedra que guardan secretos de historia y enormes pedruscos junto al camino que, seguramente, por antiguos y sagrados, nadie se atreve a moverlos, a profanarlos. Ese lugar nada tenía que ver con ella, no había diversión, todo silencio, pero algo escondía o desprendía, porque sentada en el asiento del copiloto de aquel viejo todoterreno, con el cuerpo vibrando por la gravilla del camino, con la voz reivindicativa de Nalda de fondo, sintió por primera vez bienestar; tranquilidad, sosiego y ganas de respirar aquella lejana tierra. Fue una sensación que apenas le duró medio minuto, el tiempo que le llevó salir del extraño embrujo y que floreciera de nuevo la necesidad de volver a casa y dejar ese lugar medieval.
Nalda detuvo el Rover cuando el camino se fundió con la naturaleza. Los cuatro bajaron y se perdieron por el campo. Los pasos de la vieja Nalda eran rotundos, de pisada fuerte pero lenta. Adele y Marc encabezaban la marcha, y a Kate la acompañaba la polvareda que provocaban sus pies a rastras. Sacó su móvil —ya más como un acto reflejo que por esperanza— para buscar una vez más cobertura. ¡Bingo! La magia es así de audaz, aparece siempre de la mano de la sorpresa. ¿Cómo era posible que en medio de aquella llanura de plantas silvestres y arboleda de álamos hubiera cobertura? Fuera por lo que fuese, se plantó como uno de esos árboles y se dispuso a escuchar el buzón de voz. Tenía tres mensajes nuevos. «¡Seguro que uno es de las Gotham!» Adele le gritaba desde lejos para que se diera prisa en llegar, Kate se taponó el otro oído para oír mejor y aislarse del mundo.
Primer mensaje: ¡las Gotham Girls habían ganado! Sin ella, con apuros, pero por suerte habían pasado a la fase final. Jessy, a la que todas llamaban Jersey, gritaba al teléfono de la emoción y Kate brincaba por el campo. Nalda aprovechó la escena para oxigenarse. Apenas fueron dos minutos de llamada, pero de tal intensidad que consiguieron que todos los habitantes de ese trozo de tierra se enteraran de la victoria de las Gotham Girls. Ellas habían superado por la mínima a las Cleveland Rock Stars y, por primera vez en la historia, se habían clasificado para las eliminatorias.
Mientras Kate seguía celebrando la victoria, entró el segundo mensaje: ¡papá!
—Hi Kate! How is this adventure in faraway lands going? Your mother told me you are having signal problems in the village... but I need you to call me urgently. I don’t think it’s advisable that you spend Christmas in that abandoned village. Give your sister a kiss from me! Your father loves you both.9
¿Pasar las Navidades? Seguro que se trataba de una maldita confusión entre su padre y su madre. ¡Odiaba ese momento! Estaba en la cresta de la ola de la celebración y aquel mensaje la había enviado de nuevo al infierno. Ella seguía siendo una niña y no era responsable de nadie, mucho menos de su madre y de ese maldito viaje. Suficiente tenía con preocuparse por su hermana y no morirse de asco con tanto campo y tantos viejos. En un arrebato por no saber, interrumpió el mensaje de la abuela Julianne, que, al igual que su padre, trataba de utilizarla para contactar con su madre. Nalda se acercó a ella e intentó tranquilizar a aquel potrillo desbocado que con tanta coz estaba deshojando las plantas por donde pasaba. «¡Qué le iba a contar a aquella abuela con pinta más de psiquiátrico que de cuidar gallinas!» Ella no pensaba quedarse en aquel maldito lugar más allá de la semana pactada y, lo quisiera su madre o no, se largaba de allí.
—Si tuviera mi edad y viviera donde yo vivo, también estaría como yo.
Adele y Marc estaban al pie del riachuelo, sentados en cuclillas y compitiendo por ver quién descubría más renacuajos. El mundo había cambiado para Adele desde que había conocido a Marc, aquel pueblo se había convertido en un parque de atracciones gigante. Miró a su nuevo amigo, metiendo la mano en el agua helada para cazar uno, y sintió cierta pena al pensar que faltaba tan poco tiempo para que se marcharan. ¿Por qué tanta prisa por volver? Al fin y al cabo, el colegio no empezaba hasta después de las fiestas... Marc se giró entusiasmado para enseñarle el renacuajo que acababa de pescar y llevaba preso en la mano cerrada. Se dio cuenta de que su nueva amiga estaba algo triste, pero prefirió saltarse las preguntas e intentar hacerla reír soltando por los aires al renacuajo. La pequeña Adele dio tal brinco que casi termina dándose un baño de invierno si no llega a ser porque el brazo de Kate la sostuvo hasta conseguir equilibrarla. Pasado el susto, la pequeña se llevó un buen zarandeo de su hermana, que aprovechó la reprimenda para descargar la rabia contenida.
Los cuatro pasaron un pequeño puente hecho de piedras y madera fina, y siguieron campo a través. Apenas quedaban unos metros para llegar al lugar preferido de Nalda cuando era joven y ahora también el de Marc. ¿Qué podía ser tan interesante? Kate no estaba de humor para seguir con aquel paseo, pero Adele insistió en caminar un poco más hasta llegar al destino.
—¿Falta mucho? —preguntó Kate con el morro torcido.
—No me dirás que a tu edad te rindes tan pronto...
Kate sintió la punta del desafío de Nalda y apenas rechistó el resto del camino. Supo que estaba en minoría y prefirió tentar de nuevo a la suerte con la cobertura para llamar a Jersey. Aunque sorprendentemente la halló, le fue imposible hablar con su amiga; el saldo de su tarjeta se había agotado. Comenzaba a sentir frío en los pies y las manos, miró a Nalda y la vio sin ánimo de detenerse y dar marcha atrás. En medio del campo arado, un solo pino gigantesco, con un tronco que parecía llegar al cielo y una copa tan frondosa que impedía a la lluvia tocar suelo. Adele y Marc fueron los primeros en llegar y, lejos de detenerse al pie del árbol, comenzaron a trepar sin dudarlo ni esperar a Kate. En cuanto vio la hazaña de su hermanita la exploradora, Kate corrió tan rápido como pudo para evitar una desgracia y obligar a su hermana a tocar suelo y que, en vez de trepar, se dedicara a cazar gusanos. No fue hasta casi darse con el robusto tronco que no descubrió la escalerilla con pequeños tablones clavados al tronco y dos cuerdas a cada lado por la que Marc y su hermana habían trepado. Sin pensárselo ni ver más allá, Kate hizo lo mismo hasta llegar al final y descubrir una pequeña cabaña de madera escondida entre las ramas y la frondosidad de las hojas. Allí dentro, Marc le mostraba a Adele las vistas, la impresionante llanura de campos rodeados de montañas grisáceas y rocosas que albergaban pequeñas poblaciones tan antiguas como polvo acumulado. Kate observó aquella cabaña, una sola estancia con un par de colchones individuales, un pequeño hornillo y algo de provisiones para pasar más de una noche. En un rincón, un espectacular telescopio para descubrir nuevos planetas y contar estrellas. Tenía que reconocer que siempre había soñado con una casa en un árbol y aquello la había sorprendido. Marc le explicó que su abuelo Vicente se la había construido a su abuela, quien, desde que había llegado al pueblo, había luchado para que ese pino milenario no fuera talado jamás. El abuelo de Marc evitó la desgracia convenciendo a su abuelo para poder construir una cabaña y casarse con su enamorada. Allí arriba se declararon amor eterno y pasaron parte de su luna de miel. Aquellas tierras fueron saqueadas por los nacionales y refugio de republicanos que huían del país por el paso fronterizo conocido como «de las casas» para llegar a Francia. Con el tiempo el abuelo Vicente fue perfeccionándola y dotándola de lo necesario para pasar unos días.
—¿Y el baño? —se interesó Adele.
Ella y su hermana sentían esa ausencia, mientras que Marc apenas le daba importancia. Cuando sus abuelos eran jóvenes, ni siquiera en las casas había retretes, la gente hacía sus necesidades en la planta baja, donde los animales. Los Brugat fueron los primeros en instalar un baño en el pueblo, y todos acudieron en procesión para contemplar el futuro. Ninguno pudo hacer uso, solo se les permitió observarlo. Los Brugat, ricos y agarrados, consintieron la romería al inodoro para dejar claro, una vez más, que eran la familia más adinerada y poderosa del pueblo.
Marc interrumpió la explicación y salió de la cabaña al toque de silbido; su abuela Nalda estaba al pie del árbol. Adele la saludó efusivamente desde una de las ventanas. Lo que no podían imaginarse es que la abuela octogenaria fuera a subirse también. No lo hizo como ellos por las escaleras, sino por una especie de plataforma con polea que Marc se encargó de activar girando una manivela y llevando la plataforma hasta el suelo. Era como una especie de columpio donde Nalda posó su trasero, y antes de agarrarse a las cuerdas volvió a silbar para ser izada. Marc, con la ayuda de las dos hermanas y sin excesivos problemas, subió a Nalda hasta el pequeño rellano de tablillas de madera. Kate la ayudó a levantarse y las dos entraron de nuevo en la cabaña. Marc y Adele fueron detrás, divertidos por la situación. Hacía más de ocho meses que Nalda no subía, a pesar de la insistencia de su nieto. Cuando la edad y la pereza se unen, te alejan de sueños pasados y hacen de la inmovilidad rutina. Invitó a los niños a sentarse mientras encendía el hornillo, calentaba leche con cacao para todos y sacaba de una minidespensa un paquete de galletas maría y chocolate.
—No es una molestia, sino un ritual, ¿verdad, Marc? —matizó La Roja.
El pequeño afirmó bajando la cabeza. Él y su abuela pasaban muchas mañanas o tardes en aquella cabaña leyendo, contemplando la tierra desde lejos o echándose una siesta. Pocos afortunados tenían la llave para acceder a aquel refugio de solitarios y exploradores. Muchos habían querido contemplar la llanura, pero pocos habían sido los agraciados. Los Brugat jamás fueron invitados, a excepción de Francisca La Santa, la prima de Tomasa, Brugat de segundas y tan pobre como desgraciada por terminar sus días como la criada de su prima La Rica. Nalda respetaba a los Brugat, pero «a la ambición sin fronteras, mejor mantenerla lejos». Aquella familia había comulgado con los nacionales, comprado casas a costa de desgracias y unido a seres sin amor solo por amasar tierras. Poder y dinero a cualquier precio. Nalda escupió como símbolo de rechazo y Marc repitió la acción esperando que sus invitadas hicieran lo mismo en señal de respeto a su abuela. Kate y Adele se miraron y tardaron en entender el silencio repentino y las miradas expectantes de Nalda y Marc. Adele fue la primera en escupir y Kate, divertida, hizo lo mismo. Sus padres jamás aplaudirían tal grosería y mucho menos las invitarían a hacerlo como símbolo de respeto y buenas maneras. Los habitantes de aquel pueblo comenzaban a despertar en Kate cierta curiosidad por sus costumbres, tan alejadas de las suyas.
—¿También coméis con las manos?
Nalda recibió el comentario con agrado. Poco a poco estaba consiguiendo que aquella muchacha cogiera confianza, aunque, por el momento, solo fuera para ridiculizar. Todavía le afloraba la soberbia de quien se cree superior, de quien decide juzgar en vez de entender. Tanto ella como su hermana eran Xatart, formaban parte de aquel lugar aunque todavía estuvieran lejos de descubrirlo. Nalda la miró divertida y, sin responder a su envite, le pasó el tazón de leche caliente con cinco galletas maría. Los cuatro comieron y bebieron a gusto; Kate y Nalda apenas hablaron, todo lo contrario que la pareja, que siguió compartiendo risas y tejiendo sueños para disfrutar.
Gala llevaba un buen rato buscando a sus hijas, preguntando por el pueblo si alguien las había visto. Era como si aquel lugar de tierra rojiza y húmeda se las hubiera tragado. No solía asustarse con facilidad, pero al estar tan lejos de casa y en un sitio tan primitivo le parecía que los peligros estaban más presentes. Cuando apenas sabes orientarte ni moverte, más temes o desconfías de los extraños. Solía sobrevenirle una sensación parecida cuando viajaba y, en un ataque de exploración, se salía de los lindes marcados y se sumergía en lo autóctono sin turistas. En ese pueblo, muy al contrario, parecía haber más forasteros que oriundos. Se acercaba la hora de comer y los coches se agolpaban alrededor del restaurante La Muga. A lo largo de los años, con su cocina Agnès se había labrado cierta fama de saber extraer los verdaderos sabores de esa tierra. Dobló una de las calles y descubrió la que hasta el momento le parecía la propiedad más grande del pueblo: una antigua casa solariega, medio en ruinas, con un precioso torreón de piedra blanca y hormigón convertido en un improvisado palomar. «¡Ya podría haber sido esta la de la tía abuela!» Alrededor de la casa, mucho terreno de pasto verde salvaje con al menos quince caballos reposando, bebiendo y soltando crin. Jow saludó a Gala sonriente, mientras cepillaba una yegua de un brillante pelaje plateado. Gala reposó los brazos sobre el muro de hormigón y, elevando como pudo media cabeza sobre él, preguntó si había visto a sus hijas. Con voz tranquila y acento extranjero, le confesó haberlas visto en un antiguo Land Rover azul y blanco conducido por Nalda La Roja. ¿Una abuela secuestrando a sus hijas? Aquel pensamiento se deshizo antes de completarse, pero no por ello disminuyó la angustia: una abuela octogenaria conduciendo podía ser responsable de muchos accidentes en carretera. Tras agradecer la información al mozo de caballos, Gala volvió tan rápido como supo y pudo al pajar.
Amat apenas se inmutó con la excursión de su madre en un Land Rover cargado de niños. Le sorprendió que fuera en el coche de Amelia Xatart y no en el suyo, pero por lo demás Nalda solía hacer escapaditas sola o acompañada. Miró un reloj de cuco que reposaba sobre una antigua alacena; apenas faltaba un cuarto de hora para las cinco. En media hora a más tardar, su madre estaría de regreso con los niños y ¡fin de la historia! Aquella explicación, lejos de tranquilizar a Gala, le disparó los nervios, pues lo mínimo que esperaba de él era que se movilizara para dar con el paradero de su madre, su sobrino y sus hijas. En algo debería sentirse responsable, pues su bendita madre se acababa de llevar sin previo aviso a dos menores y eso, al menos en Estados Unidos, era un ¡delito grave! En medio de lo que parecía el principio de una acalorada discusión, sonó en un móvil Gangnam style.
Gala miró a Amat como si la cosa no fuera con ella, esperando a que contestara. Podía ser su madre, que se había perdido o que había pinchado una rueda, o una de sus hijas pidiendo auxilio. Los dos esperaron reacción el uno del otro hasta que se hizo el silencio y, en menos de un minuto, la melodía volvió a la carga.
Gala tardó en reaccionar, pero lo hizo al tiempo que sus mejillas ardían de vergüenza, no solo por no reconocer su propio móvil, sino por llevar, gracias a su hija Adele, la dichosa canción del caballo.
—¡Frederick!
Al ver que se trataba de Frederick, zanjó la conversación estirando el brazo y abriendo la palma izquierda en señal de «stop» o de «continuará», al tiempo que se apresuraba a atender la llamada.
Por el tono de voz, Frederick parecía algo excitado. Era cierto que habían pasado tres días desde su llegada y ni siquiera se había molestado en buscar cobertura o un teléfono para hablar con él. Al llegar le había escrito un mísero mensaje de WhatsApp y ya está. Don Pluscuamperfecto —más herido en su orgullo que preocupado— sometió a su mujer a un cínico interrogatorio con el único fin de obtener la ansiada confesión: «Sorry, I screwed up!».10Al no obtener lo deseado, por venganza confesó a Gala que, «sin querer», había roto el pacto: le había contado a su madre que su bella esposa se había ido con las niñas una semana al pueblo del abuelo Román. A Julianne casi la habían tenido que ingresar a causa del ataque de ansiedad, no solo por el arrebato de su hija Gala, sino por el torrente de recuerdos que explosionaron sin avisar después de años escondidos, solidificados en su interior para evitar la enajenación tras una pérdida irreparable. Gala estuvo a punto de lanzar el móvil contra una de las paredes del pajar, no soportaba que Frederick invadiese su intimidad para recuperar el control. Gala sintió una punzada de traición en la boca del estómago y no fue capaz de procesar toda la cadena de insultos que le salieron. En parte por la impotencia de saberse en el mismo punto que cuando había aterrizado en La Muga: sin herencia y con un pequeño jeroglífico que resolver que a nadie parecía importarle, y para lo que ni mucho menos había voluntarios para echarle un cable. Su marido permanecía al otro lado, con aires de superioridad y cruzando una vez más la línea: le estaba advirtiendo de que no se le ocurriera quedarse allí durante las Navidades.
¿Y qué podía pasar? ¿Acaso él no podía hacer alguna vez algo por su familia? ¿Qué había de malo en pasar las Navidades en familia en un exótico pueblo perdido? Frederick siempre tenía galas solidarias y nunca sacrificaba una mísera operación de pechos por un partido de su hija, una excursión en familia o una cena romántica con su mujer. Cuando se goza del control de la situación, no es necesario el sacrificio porque son los demás los que deben someterse. Esa era su filosofía, esa misma que años antes había hechizado a Gala y, en ese preciso momento, le provocaba arcadas. Con una bola en el estómago y la cabeza a punto de explotar, fue incapaz de verbalizar una respuesta que estuviera a la altura para detener el pasatiempo preferido de su querido maridito: ¡humillar! «Absurdo viaje... La mísera herencia... La repentina y vulgar emancipación de su malcriada mujer...» Todo por conservar el statu quo, el suyo y su complacencia. El mundo debía girar alrededor de sus necesidades y estaba claro que esa situación ni le aportaba nada ni le tranquilizaba. Agotados todos los insultos, Gala prefirió no verbalizar, por enésima vez, su necesidad de independencia, ni justificar aquel viaje. Ni siquiera compartir con él las extrañas sensaciones de aquella tierra que, ¡por si él y su madre lo habían olvidado!, era la tierra en la que había nacido su padre. Frederick se despidió con un escueto y seco:
—En cuatro días te espero en el JFK, ¿me oyes?
Gala silenció la respuesta y colgó con la mirada ausente. Cuando ves la batalla perdida, lo mejor es evitar la tortura y la estocada final. Apoyada en un antiguo secreter, volvía a ser aquella niña desvalida a la que la vida golpeó tempranamente con la pérdida de su padre y la falta de refugio para su pena. Incapaz de tragar saliva, se acarició la boca del estómago con suavidad para deshacer con cariño esa nueva bola, esa herida abierta que le recordaba su debilitada autoestima. Amat, que no se había perdido ni un aliento de la conversación, reconociendo en cada suspiro el desconsuelo de Gala, sabía percibir de muy buena tinta cuándo el manto de la tristeza se apoderaba de un cuerpo, y aquella mujer lo llevaba incrustado en su piel más tiempo del debido. Optó por el silencio y no la caricia, porque un animal herido es capaz de matar a quien intenta socorrerlo. Ignorando la escena y su presencia, siguió encerando una cómoda del siglo XVIII.
Gala mantuvo la cabeza gacha durante un buen rato, permaneció como una estatua de yeso, presa de sus pensamientos. Poco a poco fue recobrando la vida y la energía para retomar la conversación con Amat.
—¿Ni siquiera vas a llamar a tu madre para saber adónde se ha llevado a mis hijas?
—Lo hice, pero no ha contestado.
Sin fuerzas para un nuevo asalto, se sentó vencida por el agotamiento y esperó a que aquel hombre terminara su labor y se apiadara de ella. Amat comprendió a Gala y se comprometió a ayudarla en la búsqueda cuando terminara de darle la mano de cera a la cómoda.
—Si te ayudo... acabamos antes, ¿no?
No desaprovechó la ocasión para untar las refinadas manos de Gala e intentar ablandar con mano y trapo la bola de tristeza que intuía que llevaba dentro. Amelia Xatart lo había hecho con él; quizá ahora, como la teoría del búmeran, debía devolverle el favor y sanar a aquella yegua malherida. Ella se dejó llevar, pero no pensaba olvidarse de la subasta de muebles. Había colgado un cartel en el corcho de al lado de la tienda de ultramarinos para que todos los del pueblo acudieran. Había avisado al abogado Robert Riudaneu, que le había prometido informar a los oriundos de los pueblos vecinos. Y pensaba pasarse por otros pueblos para avisar de la subasta de muebles a precios de ganga. Aún estaba a tiempo de evitar la terrible desgracia: comprarle su parte del negocio a buen precio y ayudarla a encontrar al autor del maldito cuadro.
—¿La mar?
—No tengo ni idea de quién puede ser, solo sé que tu tía abuela tenía devoción por aquella mala copia del cuadro de Dalí, Mujer en la ventana.
Amat la miraba para comprobar que no tenía idea de quién era Salvador Dalí, pero para su sorpresa no solo lo sabía, sino que algo había investigado sobre su vida y obra.
—Me llamo Gala por eso, ¿lo sabías? Mi padre eligió mi nombre en honor a él y...
Amat comprobó que Gala no sentía atracción ni devoción por la obra de Dalí, apenas había visto algunas obras de él en el MoMA y poco más. La curiosidad no la había llevado a investigar más allá de por qué Gala, quién era y... ¡ya! El resto era la vida y obra de un pintor mundialmente famoso, algo perturbado para su gusto, con obras llenas de sexualidad y frustración. Amat la invitó a recorrer con él las tierras que ese pintor, por el que su padre sentía devoción, adoraba. Consiguió, con trapo y cera, ablandar a la burguesa y una promesa de excursión a la casa de Dalí y Gala en Portlligat. Salir de aquel pueblo no les iría mal, ni a ella ni a las niñas, y descubrir qué había más allá de esas cuatro casas de piedra a medio construir o derruir, según cómo se mirase.
La ruidosa entrada llena de euforia y excitación de Adele rompió el frágil hechizo de la pareja. Gala soltó bruscamente el trapo y fue a abrazar a su hija pequeña, que parecía un cervatillo desbocado contando atropelladamente y a trompicones todo lo vivido: Land Rover, prado, riachuelo, renacuajos, enorme pino, cabaña, galletas maría y leche con cacao. Gala miró a Kate sin entender parte de lo que su hija pequeña le contaba. ¿Los cuatro en una cabaña en lo alto de un pino milenario? Mirando a la abuela de gorro de lana y gafas extragrandes, llegó a la conclusión de que la imaginación de Adele era cada día más preocupante. Su sorpresa vino cuando Kate se sumó dando nuevos detalles de la aventura, como el telescopio, que Nalda le había dejado conducir un poco el Rover y que, si no llega a ser por ella, Adele se cae al río. Gala miró a la abuela con ganas de estrangularla por consentirlas y habérselas llevado sin su permiso, pero se retuvo al ver el disfrute de sus hijas. Adele no paraba de corretear por el pajar moviendo las alas como una mariposa y Kate, a su manera, con las manos en los bolsillos y las piernas cruzadas, estaba más relajada.
—Mamá, ¿puedo ir con Nalda y Marc a su casa a preparar muffins?
La primera reacción fue negarse, pero su hija pequeña estaba tan contenta que le fue imposible declinar la propuesta.
—¿Y tú, Kate? ¿Te vas con ellos o vienes conmigo de excursión?
Al fin y al cabo, si ese viejo todoterreno era de su tía abuela, ella podía disponer de él siempre que quisiera, y aquella tarde le venía ideal para pegar carteles de la subasta de muebles por los pueblos vecinos. A Kate no le pareció mal la proposición. Amat la advirtió de que el viejo Rover no era de fiar y que, si quería un coche mejor, le dejaba el suyo. Pero el orgullo y no querer deber favores al enemigo la hicieron decidirse por la antigualla. También pensó que, por esos caminos de tierra, era mejor un coche más parecido a un tractor que, seguramente, un deportivo.
Salieron con el sol bajo, cargando el cuadro La mar y una decena de carteles hechos con rotulador grueso negro. Kate tenía la esperanza de encontrar cobertura y convencer a su madre de volver a casa cuanto antes.
Hacía muchos meses que ella y Kate no estaban a solas en un pedazo de metal de menos de dos metros cuadrados. Dentro de ese coche que escupía el paso de los años y con un tubo de escape pendiente de revisión, se dio cuenta de que apenas sabía de Kate. No recordaba cuándo se había cortado el hilo de complicidad que un tiempo atrás compartieron. Antes eran cómplices, ahora se miraban sin encontrar nada más en común que ser madre e hija.
¿De aquello iba la adolescencia? ¿Cuántos años duraba? Nadie le había dicho que fuera fácil ser madre, ni siquiera su propia madre, que lo resolvía todo con personal interno y todo lo deseado al alcance de la mano. Ella se prometió no imitarla, pero había fracasado en el intento de mantener una estrecha relación con Kate. Su hija había dejado de respetarla y ella se había despreocupado para evitar enfrentarse a una reacción temperamental de una adolescente. No midió las consecuencias y el agujero entre ellas se había convertido en un socavón imposible de saltar. Kate se pasó todo el camino y parte de la tarde buscando cobertura en el móvil de su madre para conseguir hablar con Jersey y prometerle que volvería a casa para jugar las eliminatorias. Gala pegó los carteles y se perdió con sus pensamientos por aquellos caminos de tierra, solo iluminados por los faros del Rover.
La pequeña Adele llamó por teléfono y empezó a hablar como una ametralladora, llena de emoción: había encontrado a un amigo, había hecho muffins, y le estaba rogando a su madre que la dejara quedarse en casa de Nalda La Roja a dormir para hacer noche de cine y chimenea en casa de los Falgons. A Gala le pilló por sorpresa la petición de su hija pequeña; todo había ido demasiado rápido. Apenas sabía qué debía hacer... Al fin y al cabo, estarían a tan solo unos metros de distancia y... podría aprovechar la ocasión para acercarse a Kate, pasar la noche con ella y darle un poco de protagonismo a su hija adolescente, que, aunque quisiera simular dureza, en el fondo seguía siendo una niña. Después de Adele, Nalda se puso al teléfono para tranquilizarla y contarle que estaría bien atendida y cuidada y que, sin falta por la mañana, la llevaría a Can Xatart. Gala se vio sin salida, sin derecho a réplica y casi obligada a concederle a Adele su deseo. Así lo hizo. Colgó el teléfono y miró de soslayo a Kate para no perderse su reacción, que no fue otra que agarrar el móvil y seguir whatsappeando con Jersey sin mediar palabra con su madre.
Cuando su hija dejó de hablar o la falta de cobertura zanjó abruptamente la conversación, ambas permanecieron en silencio, sintiendo la tensión entre ellas. Apenas se veía nada desde los cristales, pero se podía oír claramente el ruido de las ruedas aplastando la grava del camino. Solo bosque cerrado alrededor y ni una casa a la vista. Kate estaba segura de que su madre se había perdido, pero era incapaz de confesarlo. Ella tampoco tenía idea de dónde se encontraban; aquellos caminos parecían caminos de un mismo laberinto que no van a ninguna parte.
—¿Hay cobertura en el móvil?
Kate apretó un botón para activar la luz de la pantalla y comprobó que seguían incomunicadas y perdidas. Antes de levantar la cabeza, su madre dio un brusco volantazo y, aunque pisó el freno con todas sus fuerzas, no pudo evitar salirse de la vía y meter las dos ruedas delanteras en una especie de desnivel lleno de barro y malas hierbas. Kate miró a su madre con la esperanza de que, con un golpe de acelerador, resolviera aquella situación. Por más que lo intentó, estaban atascadas en medio de la nada y sin cobertura. Gala salió del coche temiéndose lo peor, el volantazo no había sido por cruzarse un cervatillo, sino por haber pinchado una de las dos ruedas traseras. Abrió el capó y gritó con rabia al cielo estrellado: ni gato ni rueda de repuesto ni pajolera idea de dónde se encontraban. Pensó en la sonrisa de satisfacción de Frederick y, sin ser consciente, se arrodilló delante de los faros, arañó dos puñados de tierra del barrizal dejándose toda la manicura y, como si el espíritu de Escarlata O’Hara la hubiera poseído, abrió las manos y, soltando tierra, entró en un bucle preocupante.
—Ni tú ni esta tierra vais a poder conmigo. ¿Me has oído? Ni tú ni esta tierra vais a poder conmigo. ¿Me haaas oído?