La flor de la pereza

Camino vecinal entre Almendralejo y Zafra

Provincia de Badajoz

18 de abril de 1917, a las 11.15

 

Infinidad de partículas de polvo en suspensión cubren las botas de montar que con tanto denuedo ha lustrado hace unas horas. Bien planchado el uniforme de servicio: azul marino con doble hilera de botones dorados, capa de lana; sable de infantería reglamentario al cinto. Bajo el tricornio, Martín Gallardo, teniente de la Guardia Civil destinado en el puesto principal de Almendralejo.

Bautizado igual que su abuelo hace treinta y nueve años en la catedral de Santa María de la Asunción de El Burgo de Osma, cabalga mientras fuma sin quitar la vista del camino. De buena talla, bigote de herradura y espalda ancha, destila la reciedumbre que caracteriza a los que han coqueteado demasiadas veces con la muerte. De inclinaciones maniqueístas, quienes lo conocen dicen que no conviene llevarse mal con él.

Pero bien tampoco.

El galopar de otro caballo le invita a tirar de las bridas de Alarico —hijo de Rocestes, a quien tuvo el honor de montar durante los años que estuvo en el ejército—, al que considera mucho más que su cabalgadura. Martín Gallardo no se gira, no le hace falta. El recién llegado se coloca a su altura y se aclara la garganta.

—Le pido disculpas, mi teniente. Hasta que no he llegado al cuartel no me han dado el aviso.

Nacido en Santoña pero criado en Madrid capital, el sargento Pacheco podría considerarse su mano derecha e izquierda dentro del cuartel y su único amigo fuera, lo cual no obsta para que se traten de usted cuando están de servicio; es decir, siempre.

—No hay problema.

—La criatura se resistía a salir. Tiene pinta de que va a ser dura de roer, como la madre.

—Como todas las madres. ¿Otra niña?

—Otra.

El teniente Gallardo extiende el brazo y le da un par de palmadas en el hombro.

—Enhorabuena, sargento.

—Se agradece. Cambiando de tema. ¿Ya se ha enterado? Dicen que los americanos por fin entran en guerra para ayudar a sus primos los ingleses. Y más les vale, porque con la retirada de los rusos las cosas no pintaban muy bien para ellos, ¿no cree?

—Mientras no nos afecte a nosotros, yo no creo nada —sentencia—. Ya sabe lo que pienso de esos malnacidos del otro lado del Atlántico.

—Sí, sí, ya lo sé.

—Si esos cabrones meten el hocico es por interés propio, no para ayudar a los hijos de la Gran Bretaña, que pensaban que iban a doblegar al enemigo en dos semanas. Pretenciosos. Por suerte esta guerra no va con nosotros. A nosotros ya nos tocó tragar más que suficiente...

Se refiere el teniente Gallardo a las penurias que sufrieron los miles de desgraciados que, como él, fueron llamados a filas para tratar de amarrar las posesiones territoriales de ultramar. Colonias que mucho tiempo atrás ya habían dejado de pertenecer de facto a una España que se resistía a naufragar como lo harían sus barcos en Cuba y Filipinas. A partir de entonces será inevitable que ese hado que nació de la ruptura social y política termine convergiendo en una sangrienta guerra entre las dos Españas: la de derechas y la de izquierdas; la conservadora y la liberal; la católica y la anticlerical; la del brazo en alto y la del puño cerrado.

La de vencedores y vencidos.

Derrotados todos.

Pasados unos minutos sin hablar, es el sargento quien decide romper el silencio.

—No es normal este calor a mediados de abril, todavía no son ni las doce y ya hace de verano —comenta, pero no obtiene respuesta alguna de su compañero—. En la comandancia no me han contado nada acerca del asunto. Si me pone al día se lo agradecería bastante.

—El asunto... —repite Gallardo mientras se atusa el bigote de herradura como si necesitara comprobar que, en efecto, está recortado a la perfección.

De improviso, Alarico relincha y se alza sobre los cuartos traseros. Tras un breve forcejeo con el animal, el teniente logra controlarlo.

—Shhh. Tranquilo, chico —le susurra al tiempo que le acaricia las crines—. ¿Qué pasa?

—Allí.

Pacheco señala una víbora enroscada en la mitad del camino. Con calma, el teniente desenfunda el fusil que lleva en la silla de montar, lo carga con pericia accionando el guardamonte y apunta al reptil. Este, desafiante, hace bailar su lengua bífida antes de ponerse en movimiento y perderse entre la escasa maleza que sobrevive a ambos lados del camino.

—Jodidos bichos —dice Pacheco.

Gallardo guarda el fusil, arroja la colilla que sostiene en la comisura de la boca y acaricia el cuello de Alarico.

—Ellos estaban aquí mucho antes de que nosotros empezáramos a caminar erguidos. La mayoría de los reptiles son más nobles que las personas.

—Mire, ahí no le voy a quitar la razón, pero si le parece lo discutimos en otro momento. Ahora me iba a poner al día del asunto.

El teniente está a punto de reírse. Cuando termina de relatarle los hechos acontecidos en la estación de Zafra, Darío Pacheco se quita el tricornio y se seca el sudor de la frente.

—¿Y qué llevaba el pájaro en la bolsa de viaje? —quiere saber.

—Casi mil quinientas pesetas y joyas baratas, pero no nos han requerido para investigar un posible robo.

—¿No?

—No. Supongo que habrá oído hablar de la Viuda, ¿verdad?

—¿Y quién no? La mujer esa de la dentadura de oro que buscaba su quinto o sexto esposo con un anuncio en el periódico.

—La misma, pero solo ha estado casada dos veces. Pues hace un par de noches se produjo un incendio en la hacienda Monterroso que arrasó con todo. Al parecer, el detenido, que era el capataz de la finca, ha confesado haberlo hecho.

—Acabáramos. ¿Y la doña?

—Esa es la cuestión. Que nadie sabe dónde está. No se tienen noticias de ella desde la mañana de antes del incendio.

—No dar señales de vida nunca es buena señal. ¿Y qué ha dicho el capataz al respecto?

—Ha dicho que se vuelva a poner usted el tricornio de una santa vez.

Pacheco obedece sin rechistar.

—El tal Jacinto Padilla asegura que seguía las instrucciones de la señora y que ella misma fue quien le dio el dinero y las joyas. El tipo jura y perjura que eran amantes desde hace tiempo.

—Ya, claro, los Fortunata y Jacinto de Badajoz.

Ahora sí, Martín Gallardo sonríe, visaje poco habitual en él.

—Los compañeros del puesto de Zafra están seguros de que Padilla se ha cargado a la Viuda, pero llevan horas interrogándolo y sigue aferrado a su versión.

—Pues ya debe de tenerlos bien puestos, mi teniente, porque seguro que los compañeros lo han ablandado como corresponde.

—Como corresponde, ¿eh?

El sargento Pacheco no conoce los detalles —puede que nadie los conozca—, pero sí sabe que su superior no es muy partidario de determinadas técnicas de interrogatorio después de haber caído en manos del enemigo y de que los filipinos se ensañaran de lo lindo con él. Dicen que sobrevivió porque tenía el cuerpo tan destrozado que ni siquiera supo morirse.

—Mis disculpas.

Martín Gallardo saca un fósforo, lo enciende con la uña del pulgar y prende el cigarro que casi por arte de magia ha aparecido entre sus dientes.

—En el calabozo no lo habrá pasado nada bien, porque, según me han informado, durante la detención ofreció mucha resistencia y uno de los guardias salió mal parado.

—Y eso nunca juega a favor —completa Pacheco.

—No, para nada.

—Lo que no logro entender, y espero no excederme con el comentario, es por qué nos ha caído esto a nosotros.

Gallardo da varias caladas seguidas y retiene el humo en los pulmones durante los segundos en los que en su memoria se produce un salto en el tiempo hasta la tarde anterior.

En la comandancia, como llaman al puesto principal de Almendralejo, un oficial con el que se cruzó en un pasillo lo detuvo de manera amistosa.

—Gallardo, ¿se ha enterado ya de lo de la Viuda?

Lo primero que sintió fue un fuerte pinchazo en los nudillos, que todavía tenía algo inflamados y despellejados, así que no dejó de masajeárselos mientras escuchaba lo que le contaba su compañero. Acto seguido apretó el paso para llegar cuanto antes a su despacho. Una vez allí sacó una llave del bolsillo de la guerrera, con la que abrió el último cajón del escritorio; cogió la copia de una denuncia, se sentó y la leyó con detenimiento. Tras evaluar la situación, se levantó como un resorte y fue en busca del comandante Recio.

Las últimas palabras de su superior aún resonaban en su cabeza: «Ya es suficiente, Gallardo. Hágase cargo, pero no me maree más, se lo ruego».

—¿Teniente?

La voz de Darío Pacheco le devuelve a la realidad.

—Nos ha caído porque estábamos justo debajo, sargento. Simplemente por eso —apuntala.

 

 

En la plaza Grande de Zafra, un grupo de niños arrodillados sobre el frío empedrado de los soportales juegan a las canicas. Dibujada en el suelo con tiza, la infantil silueta de un pez.

—¡Vamos, Mario, te toca! —apremia uno de los críos.

El aludido no ha cumplido los diez años. Ojos castaño oscuro, piel tostada y pelo rapado con no pocos trasquilones que llegan hasta el cuero cabelludo. Se concentra y toma aire antes de impulsar la canica con el pulgar. Un tintín es la confirmación acústica de la consecución del éxito.

—¡Toma ya! —grita eufórico.

Una de las canicas sale despedida hacia el otro lado de la calle, donde saben que hay una gran alcantarilla. Mario, que no está dispuesto a permitir que se pierda su trofeo, echa a correr detrás de la bola sin pensárselo.

Ni mirar hacia los lados.

Por su izquierda se aproximan al galope dos jinetes cuya trayectoria converge con la de Mario. Cuando este quiere reaccionar, se paraliza al ver un animal de setecientos kilos a punto de arrollarle. Entregado a su suerte, aprieta con fuerza los párpados y oye un relincho agudo, desesperado. Al abrir los ojos se fija en el semblante descompuesto del jinete en su intento de controlar su montura. Reconocer el uniforme de la Guardia Civil le da más miedo que el caballo, por lo que en cuanto recupera el control busca refugio junto a sus amigos.

El de la Benemérita desmonta ante la atenta mirada del hombre que lo acompaña y se dirige hacia el grupo de niños. Cinco chasquidos con los dedos —uno por muchacho— es la secuencia sonora que da pie a sus palabras.

—¡Vosotros! ¡¿No tendríais que estar en la escuela?!

El mayor de todos, en su afán de consolidar su liderazgo, lejos de achantarse lo desafía frunciendo el ceño. El guardia acepta el reto, lo agarra por la oreja, se la retuerce haciendo que el muchacho se gire ciento ochenta grados y le da una patada en el culo.

—¡A la escuela he dicho, cojones!

Derrotado su caudillo, los chicos salen huyendo despavoridos por las calles aledañas.

El teniente Gallardo se sacude y estira el uniforme antes de acercarse caminando hacia la alcantarilla, a escasos centímetros de la cual se ha detenido la caprichosa canica. Amaga con agacharse a recogerla, pero tras reflexionar unos instantes la empuja con la puntera de la bota, provocando que se cuele por una rendija.

—Muerto el perro, se acabó la rabia —masculla.

 

 

De la herida que aún no ha cicatrizado en la ceja derecha se escapa una gota de sangre, que se precipita en un pequeño charco formado entre unos pies descalzos, mugrientos.

En los calabozos del cuartel de Zafra, Jacinto Padilla, esposado y en ropa interior, permanece inmóvil sentado sobre un colchón apolillado y con visibles manchas de orina. Tiene la camiseta manchada de sangre seca y en los brazos se aprecian cardenales y magulladuras de distinta consideración. En el antebrazo izquierdo luce con orgullo un tatuaje de la Virgen del Rocío, de la que es devoto. El preso, que respira con cierta dificultad, alza la mirada hacia el ventanuco enrejado por el que se cuela la luz exterior, y con la yema del índice se acaricia la cicatriz del rostro. Como si mediante ese gesto se liberaran los recuerdos más húmedos encerrados en su memoria, Padilla se ve penetrando de forma violenta a una mujer que, sentada sobre una paca de paja, gime con frenética intensidad. Las estremecidas facciones del hombre, más cercanas al sufrimiento que al placer, están a punto de desencajarse cuando alcanza el orgasmo y, ya sin aliento, se deja caer de rodillas, desfallecido.

Un ruido metálico le saca de su ensoñación sexual, y al levantar la cabeza reconoce el rostro aniñado del tipo que lo está observando a pesar del aparatoso vendaje que le cubre la cabeza.

Lobito, encolerizado, golpea los barrotes con una porra.

—¡Te estoy diciendo que te levantes y te acerques aquí, hijoputa!

Padilla lo mira, aguarda unos segundos y se incorpora con una forzada sonrisa en los labios. La mirada del guardia se desvía hacia el bulto que destaca en su entrepierna.

—¡Me cago en todos tus muertos! —grita a la vez que extrae unas llaves del bolsillo, dispuesto a entrar en la celda.

Se lo impide un hombre de pelo cano, bigote de morsa amarilleado por el tabaco y notable barriga. Se trata de Benito Yáñez, cabo de la Guardia Civil al mando del puesto de Zafra.

—Tranquilo, chico, que este ya ha tenido lo suyo. No lo vayamos a desgraciar antes de que lleguen los de la comandancia.

—¿Vienen de Almendralejo? —pregunta Lobito extrañado.

—¿No te lo han dicho? Un teniente y un sargento, ni más ni menos. En el cable lo dejan muy clarito: a partir de su llegada, ellos se encargarán del sospechoso.

—Como si nos hiciera falta.

Yáñez amaga con darle un puñetazo.

—Tú, a oír, ver y callar. Sobre todo lo último, ¿estamos?

—Estamos.

—Pues arreando. Prepara al prisionero. Adecéntalo un poco, no vayan a pensar que somos unos animales.

—¡Ya están aquí! —se oye gritar a Román Aguado desde otra estancia.

—¡Ponte en marcha, chico! Y tú sin tonterías, ¿eh? —le dice a Padilla.

En el patio del edificio principal, la comitiva de bienvenida la componen los dos miembros de mayor rango: el cabo Aguado y el cabo Yáñez. Ambos se cuadran al unísono cuando los dos forasteros desmontan. Cumplidas las protocolarias presentaciones, Benito Yáñez se arriesga.

—¿Y bien? —suelta—. ¿En qué podemos ayudarlos?

—Agua para los caballos y un lugar donde podamos refrescarnos —contesta Gallardo, seco, directo—. Después interrogaré al prisionero.

Yáñez hace el ademán de agarrar las riendas de los animales, pero enseguida su dueño se lo impide.

—A Alarico solo lo tratamos el sargento y yo —informa Gallardo—. Nadie más. Solo ocúpense de que no les falte comida ni agua.

Los guardias se miran.

—¡A sus órdenes! —contesta Yáñez.

El aseo es un rincón infecto, pero Martín Gallardo agradece poder desnudarse de cintura para arriba y enjabonarse el torso tras casi cuatro horas de trayecto tragando polvo. Frente a él, un espejo resquebrajado refleja una distorsionada imagen de sí mismo que le fuerza a coger la pastilla de jabón y restregarse la cara con saña, como si así pudiera limpiar su conciencia. No lo logra. Como tampoco evita rememorar cómo empezó todo.

Aquella mañana, como una premonición, la luz que entraba por la ventana le pareció menos intensa de lo habitual. Siendo un hombre de costumbres, antes de abordar los asuntos pendientes de la jornada prendió un cigarro y dejó que su mente se vaciara de los demonios que acudían a verle cada noche. Se disponía a revisar el primer expediente que tenía sobre la mesa cuando alguien llamó a la puerta. No solía recibir a nadie tan temprano, anomalía que se reflejaba en el semblante del sargento Pacheco cuando le anunció la visita de un viejo camarada.

—¿Un viejo camarada? —respondió extrañado.

A pesar de llevar un elegante traje negro de dos piezas y un ridículo bombín, no le costó reconocer aquel rostro de trazos rectos, tupida barba embetunada y ojos opacos. No supo o no pudo reaccionar durante unos segundos, pero cuando el cigarro se le cayó de la boca y salió del bloqueo emocional en el que estaba sumido, se levantó y se fundió en un abrazo con su antiguo compañero de armas, Sebastián Costa.

La pastilla de jabón se le resbala de las manos temblorosas. Martín Gallardo se las agarra y aprieta con fuerza, como si de ese modo pudiera contener la vergüenza que circula por sus venas.

—Me cago en mi condenada alma.

 

 

Es consciente de que son muchas, demasiadas, las escenas con las que va a tener que convivir el tiempo que le quede, y no deja de preguntarse si se librará de ellas cuando llegue al infierno. Porque Jacinto Padilla tiene asumido que más pronto que tarde es ahí donde terminará.

De todas esas imágenes, la que ahora le atormenta es la de la noche en la que le tocó deshacerse del segundo cadáver: un empresario de Cáceres llamado Herminio Montiel. Todavía puede sentir en los hombros y en la espalda la sobrecarga muscular por haber arrastrado el cuerpo por el camino de arena arcillosa que llevaba hasta el pozo; puede percibir el olor que desprendían sus poros, exudando perturbación y miedo; puede ver el haz de luz de la linterna rompiendo una noche cerrada de luna nueva; puede oír sus jadeos, cada vez más intensos, más entrecortados, más angustiosos. De todas esas sensaciones, la que recuerda con más intensidad es el alivio que le invadió tras el titánico esfuerzo que tuvo que realizar para arrojarlo dentro.

Empeño que habría de repetir unas cuantas veces más.

Pero hay otras muchas escenas de las que tampoco conseguirá desprenderse. Como la que aconteció la mañana en que uno de los mozos fue a buscarle con el rostro desencajado y le avisó de que algo le pasaba a Marcelino, uno de los cerdos macho, que destacaba entre los demás ejemplares por su tamaño. Cuando llegó a los corrales se lo encontró tumbado de costado, con las fauces abiertas y emitiendo ruidos extraños, agónicos, y se dio cuenta de que algo le estaba impidiendo respirar. Sin pensárselo demasiado, agarró una piedra de buen tamaño, se la introdujo en la boca para que el animal no pudiera cerrarla y le metió la mano hasta la garganta. Allí palpó algo duro, que era sin duda lo que estaba a punto de ocasionarle la muerte a Marcelino. Con absoluta determinación, Padilla lo manipuló para desencajarlo del esófago y tiró hacia afuera con fuerza. Al instante el cerdo se repuso y se incorporó como si nada hubiera ocurrido, provocando la algarabía de los allí presentes. Cuando el capataz miró el objeto que sostenía en la mano, se horrorizó al comprobar que se trataba de un pedazo de maxilar inferior humano. Un fragmento de mandíbula que bien sabía él a quién pertenecía. No en vano había sido Padilla quien le había pegado dos tiros por la espalda, le había robado el dinero que traía, lo había descuartizado para echárselo a los marranos y había quemado su ropa. De aquel pobre desgraciado no había quedado ni su ridículo bombín.

Muchos pensarán de él que había perdido el juicio para terminar cometiendo tantas atrocidades, pero solo Jacinto Padilla sabe que siempre estuvo en sus cabales y que, si en algún caso enloqueció, fue la pasión descontrolada lo que le llevó a convertirse en lo que es hoy.

Aunque quizá fuera la lujuria.

Poco importa ya.

Lo único que le impide terminar con su sufrimiento reventándose la cabeza contra la pared es la necesidad de averiguar que ella está sana y salva.

—Vamos, tú, espabila, que unos amigos tuyos han venido a verte —oye.

De nuevo el guardia al que todos llaman Lobito reclama su atención. Apretando los dientes, el detenido se incorpora y avanza hacia la reja.

—¿Qué amigos?

—Unos que vienen de la comandancia de Almendralejo y que no tienen pinta de conformarse con la sarta de mentiras que nos has contado a nosotros. Porque, como ya sabes, la Viuda sigue sin aparecer. Saca las manos.

El prisionero obedece y Lobito lo esposa sin dificultad.

—Ahora podría devolverte la paliza, hijo de puta, pero la diferencia entre tú y yo es que tú eres un criminal y yo soy un hombre de honor. El honor es mi principal divisa —enfatiza repitiendo el primer dogma del reglamento dictado por el duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil.

—No sé qué es eso de divisa, pero sí que el otro día tu honor estaba por los suelos —se mofa Padilla.

El rubor que nace de la ira colorea la cara del guardia.

—No sabes las ganas que tengo de verte muerto, desgraciado.

Padilla sonríe y saca la lengua por el espacio libre que ha dejado el incisivo que le falta.

—No más que yo, muchacho, no más que yo.

 

 

Las manchas de humedad y los grandes desconchones dominan en las cuatro paredes que conforman el cuartucho de cinco metros de largo por tres de ancho al que Yáñez se refiere con orgullo como «sala de interrogatorios». En el suelo, sin embargo, solo hay salpicaduras de sangre. Una bombilla que se descuelga del techo cual araña de luz furibunda, una mesa de campo y dos sillas de madera devoradas por la carcoma completan el escenario.

Desde la puerta, sin ocultar la repulsión que le produce, Martín Gallardo examina el entorno mientras escucha hablar al cabo Yáñez.

—Ese maldito cabrón los tiene bien puestos. Tanto que he estado dudando si debía cortarle los huevos para colgarlos del mástil de la bandera o guardarlos en formol para la ciencia.

Por la pétrea expresión de Gallardo, el cabo entiende que la broma no ha causado ningún efecto.

—No ha soltado prenda sobre el paradero de la Viuda —continúa Yáñez— o dónde demonios está su cuerpo, y eso que nos hemos empleado a fondo para darle lo suyo. Claro que, viendo cómo están sus nudillos, supongo que ya sabe de qué le hablo...

El teniente le retira la mirada.

—Gracias, cabo. Ya sé lo que necesitaba saber. Puede usted retirarse.

—¿Cómo dice?

—Lo que ha oído. El sargento Pacheco y yo nos hacemos cargo del interrogatorio a partir de ahora.

Benito Yáñez, beligerante ante la presencia de su subordinado, se niega a dar su brazo a torcer.

—Es mi obligación decirle que eso va contra lo establecido en el procedimiento.

—Dicho queda —contesta el otro con cáustico sosiego—. Por cierto, voy a necesitar tabaco y una botella de algún licor fuerte.

—Con todos mis respetos, teniente, creo que se equivoca conmigo. No tiene derecho a apartarme así porque sí. Y déjeme que le diga que si no es por mí no sabríamos nada de...

Anticipándose a la reacción de su superior, el sargento Pacheco resopla a la vez que niega con la cabeza. Tal y como había previsto, el teniente Gallardo se aproxima a Yáñez.

—Lo único que usted sabe es lo que él le ha querido contar para que dejara de golpearle, que es lo mismo que decir que no tiene la menor idea de nada —sentencia endureciendo el tono.

El cabo parece querer añadir algo, pero solo lo parece.

—Tráigame lo que le he pedido. Es urgente. Luego, le ordeno —enfatiza— que se desplace a la hacienda Monterroso con algunos de sus hombres y se asegure de que los vecinos de la zona no se llevan hasta las cenizas.

Yáñez se cuadra. Los botones de la guerrera están a punto de saltar por los aires.

—¡A sus órdenes, mi teniente! —vocea.

Gallardo espera a que se marche para encender un cigarro.

—Es un zoquete, pero nos puede servir —interviene Pacheco.

—Es posible, pero resulta que antes he bajado a ver al detenido al calabozo. Está hecho un guiñapo. Ni siquiera se ha percatado de mi presencia.

Pacheco frunce los labios.

—¿Puedo hablarle con franqueza?

—Puede.

—Creo que, aunque uno se empeñe, las cosas no pueden cambiarse de la noche a la mañana.

—Las cosas solo pueden cambiarse si uno se empeña en que las cosas cambien.

 

 

Camina cabizbajo, encogido. Esposado con las manos por delante, Jacinto Padilla avanza a trompicones por un estrecho pasillo que desemboca en las escaleras que conectan con la planta superior. A su espalda, Lobito se divierte empujándolo cada pocos pasos.

—Vamos, tira, que no tenemos todo el día.

—Me estoy meando.

—Pues te lo haces encima.

Padilla se da media vuelta.

—Te digo que me meo.

—¡Y yo te digo que...!

Suena como una rama seca al partirse.

La cabeza golpea la nariz de Lobito, que, medio noqueado, intenta sin éxito mantener la verticalidad aferrándose al vacío que lo envuelve. Un segundo después, en el suelo panza arriba, el guardia civil boquea. Teniéndolo a su merced, el detenido se siente tentado de aplastarle la cara a patadas, pero decide agacharse y arrebatarle —por segunda vez— el revólver que lleva en la funda del cinturón.

Enseguida traza la ruta de huida, que consiste en recorrer en sentido contrario el itinerario que guardó en su memoria el día anterior.

Con los ojos anegados de lágrimas, Pedro Lobato lo ve desaparecer escaleras arriba. Su primera intención es incorporarse, pero apenas si logra mantenerse a cuatro patas. Desde esa bochornosa posición, emulando un ciervo en celo, berrea. La intensidad de los alaridos y lo reducido de las instalaciones se alían con el joven guardia para favorecer la propagación del sonido, que alcanza los oídos de quienes están en la planta superior. Uno de ellos es Darío Pacheco, que además de manejar el sable con gran destreza tiene el oído muy fino.

—¿Ha oído eso? —le dice a Gallardo—. Viene de abajo.

Solo unos segundos después llegan al pie de la escalera, donde encuentran a Lobito todavía grogui, con la cara ensangrentada pero ya en pie.

—El muy bastardo me ha quitado el arma —balbucea.

Gallardo y Pacheco desenfundan las suyas casi al unísono y se lanzan en su persecución. Se disponen a cruzar el patio interior del cuartel en dirección a la salida cuando el teniente Gallardo lo oye. Quizá no tenga el oído tan fino como su compañero, pero reconocería en cualquier circunstancia el relinchar de Alarico si algo lo altera. Así, se detiene en seco, agarra a Pacheco del brazo y señala los establos.

—Está allí.

Tan pronto como entran comprueban que el teniente no se equivoca. Al fondo, Padilla está tratando de ensillar a Alarico, pero las esposas le impiden operar con normalidad.

—Sus muertos —murmura el sargento Pacheco.

—Ni se le ocurra disparar —le advierte Gallardo en voz queda.

El otro asiente.

—¡Jacinto Padilla! —grita Gallardo.

Alertado, el hombre se gira al tiempo que suelta la silla de montar, saca el revólver del bolsillo y dispara sin pensarlo en dirección a los guardias. El proyectil se pierde muy por encima de sus cabezas, pero la formación militar de ambos los hace arrojarse al suelo de inmediato y arrastrarse buscando refugio. Los caballos reaccionan como les dicta su asustadiza naturaleza.

—¡Sus muertos! —insiste Pacheco.

—No dispare —insiste Gallardo.

—¡Al que se asome le pego un tiro! —los amenaza Padilla.

—Soy el teniente Gallardo. Me envían de la comandancia de Almendralejo para hablar con usted.

—¡No quiero hablar con nadie más!

—Tengo que averiguar qué pasó en la finca y solo usted lo sabe.

—¡Ya se lo he contado al gordo!

—No es verdad, solo le ha dicho lo que él quería oír.

Silencio.

—¡Es una historia muy larga! ¡No tiene ni idea de lo que hay en la hacienda Monterroso! ¡Ni la más remota idea!

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¡No, jefe, no! ¡Ya me han sacudido suficiente! Me han molido a palos. ¡No aguantaré más!

—Escúcheme con atención: voy a tirar el arma y me voy a acercar. Si tira la suya le aseguro que nadie volverá a tocarle un pelo. Tiene mi palabra.

—¡Su palabra no vale una mierda!

—Quizá, pero es lo único que puedo ofrecerle y, sobre todo, es lo único que tiene usted. O se fía de mí o usted y yo no amanecemos mañana.

—Teniente, por lo que más quiera... —farfulla Pacheco.

Martín Gallardo hace caso omiso y arroja su revólver donde Padilla pueda verlo.

—Me voy a levantar muy despacio, ¿de acuerdo?

Totalmente expuesto, y con las manos por encima de la cabeza, el de la Benemérita avanza hacia él.

—Déjela en el suelo.

El reo niega con la cabeza, pero no logra evitar que el peso del arma venza la resistencia del brazo.

—No puedo más, jefe. Necesito dormir —es lo primero que dice.

—Le dejaré dormir hasta mañana a primera hora.

Padilla, que parece que va a desmoronarse de un momento a otro, trata de enderezar la espalda.

—¿Me lo jura?

—Tiene mi palabra.

Cuando Padilla suelta el revólver, Gallardo le hace un gesto a Pacheco, quien a su vez lo traslada a los guardias que están fuera del establo.

Yáñez y Aguado son los primeros en aparecer.

—Que se asee. Consíganle ropa limpia y comida, y que duerma hasta las ocho de la mañana. Ni usted ni nadie que no seamos el sargento Pacheco o yo tiene permiso para dirigirle la palabra a este hombre. Mucho menos para ponerle la mano encima. ¿Ha quedado claro?

Yáñez asiente antes de llevarse al detenido.

El teniente se agacha para recoger el revólver y se acerca a Alarico. Lo acaricia en el morro y apoya la frente en su quijada.

—En peores nos hemos visto, ¿verdad, chico?

 

 

Martín Gallardo y Darío Pacheco caminan por las calles mal iluminadas del centro de Zafra con sus petates al hombro. No hay intercambio de palabras, todo lo que tenían que hablar acerca del caso lo han dicho en el cuartel. Entre otras cosas, el teniente ha desvelado el as que se guarda en la manga para sacarlo en el interrogatorio del día siguiente.

En sus rostros se cincelan las secuelas de una jornada que ambos están deseando concluir. En el caso de Gallardo, además de la tensión y del cansancio acumulados, cuenta con una razón física que necesita atender cuanto antes. Ya empieza a notar el sudor frío por la espalda y sabe lo que sigue si no lo remedia de inmediato.

El sonido de las espuelas es lo único que se oye transcurridas un par de horas desde que el sol —que hace años que sí se pone en el Imperio— se ha marchado, y la única actividad de los segedanos consiste en ingeniárselas para llenar sus hambrientos estómagos. No corren buenos tiempos para los españoles. Y en la Extremadura rural, el tiempo, simplemente, ha dejado de correr.

Fuera de las fronteras patrias se libra una guerra de ámbito mundial que en solo tres años ya se ha cobrado millones de víctimas. Dentro, la debilidad de los sucesivos Gobiernos, horadados por la sombra de la amenaza militar, la siniestra luz de la Iglesia y, cómo no, por su propia inoperancia política, ha provocado el descrédito de la población hacia un sistema incapaz de adaptarse a las necesidades de una sociedad cada vez más agrietada. Más agriada. Menos halagüeña aún es la situación socioeconómica de las regiones latifundistas como la extremeña, donde unas pocas familias concentran la escasa riqueza que obtienen de la tierra y el caciquismo domina la miserable cotidianidad de quienes no tienen más remedio que trabajarla.

—Esa debe de ser la Esperancita que ha mencionado Aguado —indica Pacheco.

La talla en cuestión, venerada por los zafrenses desde tiempos pretéritos, les indica el camino que seguir hasta la pensión donde se van a alojar.

—Estamos fuera de servicio, ¿verdad?

—Lo estamos.

—Entonces me va a permitir que le haga una pregunta personal y usted verá si me la contesta o no.

—Dispare, hombre, dispare.

—No es lo que se dice muy devoto, ¿no?

—No, no mucho.

—A veces ayuda creer en algo.

El teniente se aclara la garganta antes de responder.

—¿En qué demonios ayuda, sargento?

—No sé, pero ayuda.

—Solo sirve para tratar de encontrar explicación a lo que no entendemos. Pero yo, que he tenido la desgraciada fortuna de ver muchas cosas que no me entran en la cabeza, prefiero buscar otro tipo de razones.

—¿Como cuáles?

—Casi todas convergen en la misma: el ser humano es basura y se comporta como tal.

La fachada del edificio de tres plantas que alberga las dieciocho habitaciones de la pensión Casa Matilde presenta un estado poco esperanzador respecto a lo que se van a encontrar dentro, lo cual, habida cuenta de los lugares en los que suelen alojarse, no parece importarles demasiado. En pie tras el mostrador de recepción, una mujer con profundas arrugas —que intenta ocultar bajo varias capas de maquillaje, rutilante peluca rubia y sonrisa embadurnada de un carmín belicoso— sostiene dos llaves que hace bailar una en cada mano.

—¡Bienvenidos a mi casa, señores! Pueden llamarme doña Matilde o Matilde a secas. Román Aguado, que es íntimo de toda la vida de Dios, me ha avisado de su llegada. Segundo piso, la doce y la catorce. Con aseo las dos. En la doce la cisterna hace un ruido raro y en la catorce las cortinas tienen algunas quemaduras de cigarro, porque al último que pasó por allí, un comerciante de poco pelo y con muy mala sangre, le debió de parecer divertido. Ustedes deciden.

Gallardo y Pacheco se miran.

—Lo mismo me da —dice el teniente.

—Que me da lo mismo —responde el sargento—. Me quedo la de la cisterna, que no creo que suene más fuerte que mis ronquidos.

Doña Matilde suelta una carcajada histriónica nada proporcionada con el comentario jocoso de Pacheco.

—Buenas noches —se despide Gallardo.

—¡Un segundito, caballeros! ¿Hasta cuándo dicen que se quedan?

—No lo hemos dicho —responde el teniente sin detenerse—. Esta noche seguro; mañana ya veremos.

Frente a la puerta de su habitación, Gallardo finge que está buscando algo en los bolsillos para dar tiempo a que Pacheco se meta en la suya y no le vea fracasar en el intento de abrir. Ya tendría que estar habituado al temblor de sus manos, pero lo cierto es que le sigue irritando como el primer día que se percató, hace ya varios años, de que tenía un problema.

Un problema de dimensiones colosales.

Una vez dentro del cuarto, Gallardo corrobora sus sospechas. El mobiliario está compuesto por un camastro cubierto con una colcha de ganchillo, un armario de doble hoja con una puerta desencajada y dos mesillas de madera mal pintadas de un verde desesperanza que hace juego con la tapicería de la butaca y con las ya mencionadas cortinas. El aseo, para su sorpresa, huele a lejía y no presenta demasiados desperfectos. Sin perder un segundo se quita las botas, las polainas y se desnuda de cintura para arriba, arrojando la guerrera y la camisa al suelo como si le provocaran urticaria. La imagen que le devuelve el espejo es la de un lienzo remendado una y mil veces sobre el que se aprecian cicatrices de distintos tipos. Las de arma blanca son finas y alargadas; circulares y abultadas las de bala; amorfas y gruesas las marcas de metralla. Recuerdos casi todas de gloriosas acciones militares o ajustes de cuentas, y otras causadas por razones de diversa índole. Una fatamorgana del pasado de la que no puede ni quiere desprenderse. Qué más da. En este instante lo único que le importa es lo que guarda en un pequeño estuche negro que compró en Manila en 1897 y que desde entonces lleva en el petate.

Siempre.

Más le vale.

Martín Gallardo se sienta en el camastro, abre el estuche y deja caer el contenido sobre la colcha. La pipa mide veinte centímetros, y, aunque preferiría una más larga, la capacidad de la cazoleta le sirve —de momento— para albergar la dosis que suele tomar. Junto a ella, la bola de opio, varios fósforos y dos fotografías. Gruñe de frustración al tratar de arrancar con las uñas los trozos de opio, que debe mezclar con el tabaco para lograr el descanso. Sabe que la ansiedad es su peor enemigo y que solo alcanzará su objetivo si se arma de paciencia, por lo que respira de forma acompasada durante unos segundos antes de volver a intentarlo. Lo consigue en el siguiente intento y, antes de coger un fósforo, se recuesta de medio lado. Lo prende con la uña del pulgar y lo mantiene a un centímetro de la abertura de la cazoleta. Preferiría estar tumbado en un diván y utilizar una lámpara de aceite, comodidades con las que contaba en Filipinas durante sus primeros coqueteos con la flor de la pereza, pero ahora el teniente Gallardo no está para exquisiteces. La primera calada es la mejor, la más reconfortante, la que borra de un plumazo la ansiedad y el dolor ligados a la abstinencia. Siempre lo ha comparado con el servicio que ofrecían las chicas del barrio de Pinalagad: breve pero eficaz, incómodo pero funcional. La segunda, más larga y profunda, la retiene en su interior durante unos segundos antes de liberar el humo, como le enseñaron a hacer las prostitutas con las que se dejaba buena parte de la soldada del mes y cuyas artes amatorias invitaban al incauto a dilatar la despedida todo lo posible. Antes de dar la tercera calada alarga la mano libre para coger, ahora sí, con pulso firme y resuelto, las fotografías que descansan sobre la colcha. La que está en peor estado, por ser la más antigua, muestra la imagen en tonos sepia de una mujer de mediana edad, gesto amable y mirada misericordiosa. Es a la otra, sin embargo, a la que presta atención: algo más joven, de facciones propias del este de Europa, ojos claros, labios carnosos y pose lasciva. De improviso, como si le hubiera sobrevenido un mal recuerdo, frunce el ceño y aparta la imagen de la joven. Se acerca a los labios la primera fotografía, besa a la mujer que hay en ella a la altura de la frente y la guarda bajo la almohada.

Dos caladas más tarde, Martín Gallardo, teniente de la Guardia Civil destinado en la comandancia de Almendralejo, exmilitar de carrera y adicto al opio, deja que sus pestañas se abracen antes de caer inconsciente.

En el dorso de la fotografía puede leerse un nombre escrito a mano: Antonia Monterroso.