El segundo recuerdo llega de golpe, como un fogonazo. El chico que se burlaba de mi ojo vago aquel primer día de clase se llamaba Ryan Lancaster. El resto acabaron dejando de reírle la gracia pasado un tiempo, así que tuvo que buscarse otras maneras de llamar la atención.
Sissy se convirtió en uno de sus nuevos objetivos. Se metía con ella por cualquier cosa: por el volumen de sus rizos, por el tamaño de su barriga, por la cantidad de vello que tenía en los brazos o por preferir los sándwiches de mantequilla de cacahuete cortados en vertical en vez de en diagonal.
Un día, en clase de Educación Física, nos hicieron jugar al kickball. Sissy corrió hacia la zona de lanzamiento en cuanto la profesora le lanzó la pelota rodando. Le pegó tal patada al balón que voló a través del terreno de juego y del área exterior, donde impactó contra la verja que delimitaba el campo. Nuestro equipo la vitoreó y Sissy corrió hasta la primera base tan rápido como pudo, pero era bastante lenta.
¡No es justo!, gritó Ryan Lancaster desde el área exterior en vez de ir a por la pelota. Sissy llegó a la segunda base.
¿Por qué dices eso, Ryan?, le preguntó la profesora a voz en grito.
¡Porque solo los chicos son capaces de lanzar la pelota tan lejos y ella está en el equipo de las chicas! ¡Esa no es una chica! ¡Es un chico!
Sissy tropezó cuando ya estaba a medio camino de la tercera base.
¡No soy un chico!, exclamó.
¡Mentirosa!
¡Estoy diciendo la verdad!
¡Sissy es un chico!, se burló Ryan.
¡No, no lo soy!
El resto comenzaron a corear:
¡Sissy es un chico! ¡Sissy es un chico!
¡A callar todo el mundo!, vociferó la profesora de Educación Física. El campo de juego se sumió en el silencio y yo me dejé caer contra la verja metálica con la esperanza de desaparecer. La profesora reagrupó a toda la clase y nos condujo de vuelta al polideportivo. Me quedé rezagada al final de la fila, mientras que Sissy caminaba detrás de mí; tenía la cara roja y las lágrimas le resbalaban por las mejillas a pesar de que se mordía el labio en un valiente esfuerzo por no llorar.
Pensé que se me ocurriría algo que decir para animarla, pero todo en cuanto podía pensar era:
Me alegro de que no me lo haya hecho a mí.