Bueno, pues al final resulta que sí me acuerdo de algo.
Me enjabono el pelo con el jabón de manos del dispensador del lavabo, me lo aclaro por segunda vez y me lo seco con una de las toallas del vestuario, que, por suerte, no tienen ni una sola mancha de sangre. Después, me seco las gotitas que me salpican la máscara. Las esquinas de la toalla se me meten en un par de ocasiones en el hueco de las cuencas oculares y no hay ni una vez que no dé un respingo, a pesar de no sentir nada.
Puede que al resto les impresione verme sin ojos. Tendré que tenerlo en cuenta y andarme con ojo cuando volvamos a encontrarnos para que sepan que sigo siendo yo.
Cuando quedo limpia (aunque, dado que quitarme la ropa está resultando ser un problemilla últimamente, debería decir «Cuando mi cabeza queda limpia»), doblo la toalla con cuidado y la dejo en la balda que hay sobre los lavabos antes de pasarme los dedos enfundados en guantes negros por el pelo también negro y estudiar la máscara una última vez para asegurarme de que nada más ha cambiado.
Nop. Todavía soy un gato.
De entre las transformaciones que hemos sufrido algunos de los estudiantes en este instituto, acabar con una máscara de gato hecha de piel endurecida se catalogaría como uno de los cambios aburridos. No puedo gesticular tanto como antes y ahora ya no tengo ojos, pero, al menos, sigo siendo yo misma.
Muchos otros no tuvieron tanta suerte.