AGUJEROS

No tengo ojos.

Ya me lo estaba viendo venir.

Clavo la mirada en el espejo del vestuario de chicas durante dos buenos minutos y estudio el novedoso vacío que ahora hay dentro de los agujeros para los ojos de la máscara. Después, espero otro minuto más antes de meterme casi un dedo entero dentro de una de las cuencas oculares.

No hay nada. Debería estar removiéndome los sesos.

Aquí va la pregunta del día: ¿qué es más raro… intentar removerte los sesos o desear poder hacerlo de verdad?

En fin. De poco me servían ya los ojos de todas formas.

Meto la cabeza bajo el grifo del lavabo y dejo que el agua me empape el pelo. Antes de que empezase a correr la sangre por ellas, yo solía utilizar las duchas. Ahora ni siquiera hay que abrir el grifo porque el flujo caliente, espeso y pegajoso nunca se interrumpe. Es extraño, pero me recuerda a esa escena inicial de Carrie; la lluvia roja golpea los azulejos y yo me imagino un grupo de chicas que corean: «¡Tapónalo! ¡Tapónalo!».

Ojalá se taponaran las duchas. El vestuario huele que apesta.

Contemplo mi reflejo en el espejo y me pregunto cómo habré acabado atrapada y con este aspecto aquí, dentro del Instituto, donde la sangre corre por las cañerías.

No me acuerdo de nada.

Y a los demás les pasa lo mismo.