—¡Cat! ¡Ay, Cat! ¡Qué bien, por fin te encuentro!
Jeffrey se asoma por la puerta de la clase de la señora Remley. Me gustaría lanzarle un bufido para que aprenda a moverse sin hacer tanto ruido. Al entrar, pasa tan cerca del marco de la puerta que roza la madera con la cabeza y retrocede con un estremecimiento. Cada vez se le da mejor evitar chocarse con cada esquina, pero, de vez en cuando, si se emociona y deja de prestar atención, se le suele olvidar que su cabeza es una caja de cartón. Apoya la mano contra uno de los laterales cortos de la caja y me mira con expresión aturdida.
Cada vez que veo a Jeffrey, siento una sacudida en el pecho, como un calorcillo que me tranquiliza y me asegura que todo saldrá bien incluso estando encerrados en este lugar. Esa sensación no tiene nada que ver con el aspecto que tiene ahora, sino con lo que Jeffrey significa para mí. Sus facciones son un tosco boceto dibujado con ceras de colores; no son más que dos círculos grandes y una boca rectangular compuesta de cuadrados blancos a modo de dientes. Cuando parpadea, sus ojos pasan de ser círculos a convertirse en una línea y recuerda a un dibujo animado que solo tiene dos fotogramas.
Se coloca bien el chaleco azul de punto y echa un vistazo a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que no hay nadie delante para ver lo torpe que ha sido, a pesar de que sabe que la señora Remley nunca se reiría de uno de sus alumnos.
—Cat —comienza de nuevo, aunque con voz más pausada—. Tienes que venir a ver una cosa…
Se interrumpe cuando doy un paso hacia él y sé que me he detenido en un punto lo suficientemente iluminado como para que me vea los ojos. O la ausencia de ellos. Unas líneas rectas similares a un par de cejas fruncidas aparecen en su rostro y forman una arruga en el cartón de su frente. Las comisuras de su boca rectangular se curvan hacia abajo.
—¿Cat?
—Estoy bien —lo tranquilizo. Mi voz retumba en las polvorientas paredes de la clase—. ¿Qué tengo que ver?
Deja caer los hombros y apoya una mano sobre su rostro para cubrirse el ojo que previamente había cerrado.
—Madre mía, Cat. Pensé que habías dejado de ser tú.
—Nop. Sigo aquí.
Separa los dedos para mirarme desde detrás de la mano. Una de sus pupilas es un círculo de color sólido, mientras que la otra es una circunferencia vacía.
—¿Todavía puedes ver?
—Veré lo que sea que tengas que enseñarme.
Ahora mismo me preocupa más la razón por la que Jeffrey ha entrado corriendo a la clase que mis ojos. Él nunca tiene prisa. Incluso cuando está nervioso, Jeffrey adopta el comportamiento de uno de esos presentadores carismáticos típicos de los concursos de la tele que intentan darle valor a un premio de mierda. Jeffrey es un mar en calma en medio de la tempestad, porque es lo que le ha tocado ser, porque es quien tiene que encargarse de que haya paz entre nosotros.
Y eso se aplica a todos y cada uno de nosotros: tanto a los que han cambiado como a los que siguen igual.