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Conocí a Jeffrey en el instituto.

Era martes.

En la cafetería había palitos de pizza y estos solo los servían los martes. Yo hacía cola para pedir una ración detrás de un chaval que llevaba un chaleco de punto. Trataba de descifrar por qué alguien llevaría una prenda de ropa como esa cuando un grupo de chicos vestidos con camisetas del equipo de fútbol americano se acercaron al del chaleco, lo saludaron y se le colaron en la fila.

¡Se van a comer todos los palitos de pizza!

Eso fue lo primero que salió de mi boca. Una frase brillante.

El del chaleco se dio la vuelta. Ya nos habíamos cruzado un par de veces por los pasillos, pero nunca me había fijado en él. Tenía unos enormes ojos marrones y unas tupidas cejas de color rubio oscuro que parecían oruguitas de miel. Mieluguitas. Daban la sensación de poder envolverte y mantenerte en calor durante un día frío de invierno. Esas cejas cerraron la distancia que las separaba cuando el chico me miró.

Lo siento mucho, dijo, ponte delante de mí, si quieres.

¿De verdad?, pregunté.

Me dejó sorprendida porque, cuando un grupo bien nutrido de chicos populares se salta la fila en la cafetería, no había nada que hacer salvo fingir no habernos dado cuenta de nada.

Él asintió, así que le cambié el sitio y me quedé con la última ración de palitos de pizza.

Al rato, lo vi sentarse en el extremo más alejado de la mesa que ocupaban los del equipo de fútbol. Estaba solísimo, comiendo nachos.

Le di un toquecito en el hombro y dije:

¿Te quieres sentar conmigo y con mi amiga? Te doy la mitad de mis palitos de pizza.

Siguió la trayectoria de mi dedo con la mirada hasta dar con la mesa donde Sissy, sentada con la espalda apoyada contra la pared, se dedicaba a pescar los trozos de jamón cocido de su ensalada completa.

Claro, aceptó.

Me llamo ( ) y me gustan los palitos de pizza, me presenté.

Yo soy Jeffrey y nunca había llegado a probar un palito de pizza, respondió.