Está claro que los detalles que estoy empezando a recordar son inútiles; no me ayudan a explicar cómo he acabado aquí, cómo llegamos todos aquí.
Me pego a la pared y avanzo sigilosamente en dirección al pasillo del departamento de Lengua. Tengo hasta el más mínimo movimiento calculado. No puedo arriesgarme a atraer la atención de lo que sea que deambula por los pasillos, así que no llamo a Jeffrey. A esto es a lo que el Instituto se dedica. Nadie pronuncia una sola palabra en los pasillos por miedo a que alguien o algo nos oiga, porque siempre cabe la posibilidad de que quien te responda no sea una persona que busca ayudarte.
Como tanto la camiseta de manga larga como los pantalones, los zapatos y los guantes que llevo puestos son negros, me camuflo bien. Otros no tienen tanta suerte: las transformaciones que han sufrido no pasan nada desapercibidas. Ese no es mi caso, claro. Soy capaz de confundirme con las sombras siempre que quiero. Ya ni mis ojos me delatarían siquiera.
La clase está desierta cuando llego allí, a excepción de la señora Remley. Qué raro. Jeffrey suele llegar antes que yo. Al igual que en el resto del edificio, la clase está iluminada por una luz tenue que siempre se mantiene fuera de nuestro campo de visión y que cambia de sitio cuando intentamos descubrir de dónde sale. La profesora, cuya capa de barniz tiene un brillo apagado, está sentada a cierta distancia de su escritorio. Le sacudo el polvo y la encajo contra la mesa. Alguien ha debido de entrar y de mover la silla sin darse cuenta de que era la de la señora Remley. Pero ¿quién habrá sido? Jeffrey y yo somos los únicos que utilizamos esta sala y ella casi nunca se mueve por sí sola.
Unos pasos resuenan por el pasillo.