En la actualidad

Hola, soy Paula y soy la reencarnación de Afrodita, la diosa del amor, la sensualidad y la belleza. Ni más ni menos. Y no, no pongas esa cara, porque a mí también me costó creerlo. Siempre que había oído hablar de Afrodita pensaba en una mujer poderosa, una mujer venerada, amada, deseada, con cuerpazo, con pelazo, con la piel de porcelana y sin celulitis. El típico pibón capaz de lograr el amor de cualquiera. Pues, oh, spoiler, esa no soy yo. Vamos, ni de lejos.

Yo me como una onza de chocolate y me salen tres granos al momento; tengo tanta piel de naranja en los muslos que, si los exprimes, sacas zumo; y menos mal que existe la keratina, porque tengo el pelo muy encrespado, modo rey león. Soy una chica del montón, pero tampoco pienses que me acompleja mucho el tema. Trabajo con influencers y he aprendido que con un buen filtro y los retoques necesarios cualquiera puede parecer una tía buena. Cuando las ves en persona te das cuenta de que lo único que te diferencia de ellas es la cuenta bancaria.

Pero centrémonos en lo importante: soy la reencarnación de Afrodita. A ver, no estoy mal, pero rasgos de diosa… not found. Lo fuerte es que estamos hablando de «la diosa del amor» y yo en ese campo he sido la persona más desafortunada del mundo mundial. Los dioses griegos son unos cachondos. En todos los sentidos. Me han puesto tantas veces los cuernos que, si en lugar de haberme reencarnado en Afrodita me hubiese reencarnado en un animal, sería un venado.

Supe que era Afrodita hará cosa de un año. Llevaba dos años viviendo con Mike, mi novio desde hace, perdón, hacía, ocho años. Su verdadero nombre es Miguel, pero como trabaja en una start up de high tech y viaja a menudo a California se cree que es americano. ¿Quién no se ha flipado alguna vez en la vida? Pues eso.

Mike llegó a mi vida pocas semanas después de romper con Marcos. Bueno, de que Marcos rompiera conmigo. La ruptura me dejó devastada. Y eso que la relación duró solo unos meses, pero fue de una de esas historias superintensas y supertóxicas. Marcos era del tipo que cuando por fin te soltaba el primer «te quiero», desaparecía dos días enteros y te dejaba en visto los wasap. Me daba largas para conocer a sus amigos y le «gustaba» retirarme la palabra cuando se enfadaba conmigo porque no hacía lo que él quería. Vamos, que era toda una colección de red flags, que yo no veía o no quería ver. 

Un día que estábamos en su casa a punto de ver una peli saltó todo por los aires. Me tocaba elegir a mí y escogí una peli romántica, pero Marcos tenía otro plan y básicamente se reducía a meterme mano. Cuando le dije cariñosamente que solo quería ver la peli, no sabes cómo se puso. Empezó a gritarme que estaba harto de mí, que no teníamos química, que era una frígida y una sosa y, ojo, que era mala en la cama. ¡¡¡A mí, la mismísima diosa del amor y la sensualidad reencarnada me suelta que soy mala en la cama!!! El problema fue que yo entonces no lo sabía. Es más, quiero aclarar que antes de conocer mi verdadera y divina identidad, no es que yo fuera una gurú del sexo, pero tampoco era de las que se tumban en plan estrella de mar y se dejan hacer…

Marcos empezó a reprocharme todo tipo de cosas, dibujando un retrato distorsionado de mí que yo compré sin dudar. Hice míos sus complejos, sus inseguridades. De hecho, no era la primera vez que me decían cosas así. Llevo desde la adolescencia asumiendo lo que otros afirman de mí en lugar de intentar descubrir quién soy yo por mí misma. ¿Entiendes ahora por qué me costó tanto creer que yo era, que soy, la reencarnación de la diosa Afrodita? Claro que también te digo que menos mal que yo aún no sabía quién era, porque estaba tan enganchada a ese troglodita que seguro que hubiese usado mis poderes para intentar que acabara loco por mí. De haberlo logrado, hoy seguiríamos comiendo gusanitos en el sofá mientras veíamos anime en la tele. Así que… chaaao.

Ahora que ya conoces mis antecedentes, ya sabes que hasta las diosas tenemos relaciones tóxicas. A fin de cuentas, nuestros ancestros fueron los inventores de esos lazos enfermizos. Y así nos tienen a los reencarnados, intentando arreglar ese desaguisado…

 

 

Trabajo en una de las agencias de representación de influencers y creadores de contenido más importantes del país. Me encargo de recordarles que tienen que subir una story, les paso las instrucciones de las marcas que los contratan para que hagan sus campañas, los acompaño a eventos para sujetarles el bolso mientras posan en el photocall o les consigo noches de hotel o comidas en restaurantes a cambio de promo en sus redes. Sí, la mayoría no llevan dinero encima. ¡Y encima se quejan! Se quejan muchísimo. Por eso me mantengo en la sombra para que ellos brillen. Es un trabajo pesado. Cuando un influencer dice eso de «hay mucho trabajo detrás», es verdad. Lo que no cuentan es que detrás estoy yo pringando. Por eso es importante que no te creas todo lo que ves en las redes. Es el fondo es un curro que también tiene sus cosas buenas y aunque sí, vale, hay algunos que merecen ser desenmascarados y que todo el mundo sepa la mierda de personas que son, otros son gente de lo más normal y algunos hasta se comportan como amigos.

Total, que dos de las influs más top de la agencia tenían que ir a un eventazo organizado por una marca de maquillaje en Madrid: Sandra Goal —o no dejes que un apellido como «Gómez» fastidie tu carrera— y Marta Flor —en este caso tan real y tan cursi que a la gente le encantaba— se habían hecho superfamosas con menos de veinte años y en un tiempo récord. Sandra, por salir con un futbolista de la cantera del Real Madrid, de ahí sacó lo de Goal. Muy creativa, sobre todo, teniendo en cuenta que solo se enrollaron unas cuantas veces. Sin embargo, bastaron unos likes de él en el perfil de ella para que en un famoso foro de cotilleos empezaran a especular con su supuesta relación. Enseguida se enteró la prensa y él la acusó de haberlo filtrado para hacerse famosa. Nunca le he preguntado si lo hizo o no. Además, ahora ya es famosa por sí misma, vende unos ideales superconservadores, ha fundado su propia marca de ropa y hasta ha organizado dos ediciones de un festival de reguetón. Aunque esto último no creo que lo repita, porque la última vez hubo problemas de aforo y tres chicas tuvieron que ser atendidas de emergencia al quedar sepultadas bajo una avalancha de perreo. Como era de esperar, lo contaron luego en un programa de cotilleo en la tele y Sandra sufrió una auténtica crisis de reputación que le costó la pérdida de 100.000 followers en una semana. Pero la Goal es una maestra a la hora de darle la vuelta a la tortilla. Desapareció unos días y luego llamó al mismo programa para pedir perdón públicamente mientras lloraba a mares y prometía ayudar a una de las tres chicas en todo lo que necesitara. Los mismos tertulianos que la habían destrozado unas semanas atrás, de repente, aplaudían su presunta valentía entusiasmados. Después de eso, ganó 150.000 seguidores y empezó a obtener titulares positivos. Logró pasar de asesina a santa inmolándose en prime time. Magistral.

Marta, por su parte, se hizo famosa en TikTok durante la pandemia. Enseñaba recetas sencillas mientras cantaba, pero lo atractivo no era ni lo que cocinaba ni lo que cantaba, sino que lo hacía en bikini. Luego se fueron sumando otros miembros de su familia a los vídeos y ahora todos son celebrities de las redes sociales. El padre hace bocadillos gigantes en bañador y hasta participó en un reality. La madre es la diosa del batch cooking —anteriormente conocido como hacer los táperes de la semana—, y sus hermanos han fundado una marca de sudaderas que se agotan constantemente. Resulta irónico que fabriquen una prenda que nadie de su familia usa dada su afición a salir medio desnudos en los vídeos. Entre todos suman 50 millones de seguidores en TikTok y sus ingresos son millonarios. Son como las Kardashian en versión cañí.

Mi jefe me encargó acompañar a Sandra y Marta al evento. Mi cometido era hacerles fotos, guardarles las chaquetas y, sobre todo, controlar que no se bebieran hasta el agua de los floreros y acabaran enseñando las tetas en sus stories. Porque ya sabes cómo es esto de las redes: puedes hacer hate a otra persona, pero no puedes enseñar tus tetas. En fin, que nos fuimos a Madrid las tres. Cogimos el AVE desde Barcelona y Sandra y Marta se pasaron todo el camino retocando fotos. Que si la luz, que si la perspectiva, que si me borro este grano, que si me hago un poco de licuado… Sí, sí, licuado. Suena fatal, lo sé, pero es una herramienta ideal para eliminar la celulitis de las fotos. Resulta fascinante ver cómo se borran la piel de naranja mientras se zampan un bocata de lomo con queso y una cerveza a las once de la mañana para, acto seguido, grabarse anunciando unos tés milagrosos superdrenantes que te dejan un tipazo. Spoiler: lo único que te drenan estos tés es el bolsillo.

Cuando llegamos a Madrid, hicimos el check in en el hotel, nos vestimos y nos fuimos corriendo a la sala de fiestas donde habían montado el evento. La marca de maquillaje en cuestión había montado unos tocadores preciosos para que todos los invitados se pusieran en manos de maquilladores y estilistas profesionales. Me flipa cómo logran transformarlas borrando su cara y dibujando otra encima. Hoy en día cualquiera puede ser guapo pasando por una buena sesión de chapa y pintura. Tuve suerte porque la marca se enrolló y también me maquillaron y peinaron a mí.

Cuando dio comienzo el evento, mis chicas pasaron por el photocall, hicimos vídeos para reels y TikTok y luego ya pudimos relajarnos. Pero sin pasarnos. Sandra y Marta se acoplaron a un grupito de streamers que la marca había contratado para que hicieran un directo desde el evento. Ya habían terminado y estaban pidiendo chupitos de Jagger. Les dejé que tomaran uno. Les dejé que tomaran dos. Pero cuando iban a pedir el tercero les dije que ya, que el Jagger tiene más peligro que el novio de Tamara Falcó en un festival de música en mitad del desierto. Pero entonces todos empezaron a decirme que bebiera yo también.

—¡Venga Paula, solo uno! 

—No, no, que además el Jagger me sube mucho…

—¡¡¡Por eso!!! Venga, ¡Paula, Paula, Paula!

Para que se callaran, me metí el chupito de Jagger entre pecho y espalda. El licor aún bajaba por mi garganta cuando ya me estaban poniendo otro. También me lo bebí. Ya no recuerdo si me bebí cuatro Jaggers o cuatrocientos, ni sé cómo logré llegar al hotel ni cómo me metí en la cama. Me dio mucha rabia comprobar al despertarme que me había saltado mi skin care routine porque lo acabaría pagando con un brote de granitos. A las doce teníamos otro evento. Era una cosa fácil, ir a probar un nuevo helado de una conocida marca. No pagaban mucho, pero iban las influencers más top y me interesaba que las chicas se hicieran unas stories con ellos y así subir su engagement.

Fue pensar en los helados y ponerme a vomitar como si no hubiera un mañana. Me encontraba tan mal. Llamé a las chicas para ver cómo estaban y las encontré superpreocupadas por mí. Me habían estado cuidando toda la noche, pobres. Se ve que yo me puse más pedo que Alfredo, empecé a cantar en el karaoke y, por increíble que parezca…, subí unas stories en tetas. Suerte que solo los colgué para mis mejores amigos y que no soy influencer. La putada es que mi jefe está entre mis mejores amigos y los vio. Y mis tetas. Mierda.

—Paula, vamos a comer algo al bufé y luego cambias los billetes de AVE y nos volvemos antes a Barcelona —me dijo Sandra.

—Pero ¿y el evento de helados? —pregunté.

—¿De verdad no te acuerdas?

—¿De qué?

Se pusieron a reír ruidosamente, cosa que me molestó mucho porque la resaca de Jagger es malísima, y me contaron que, mientras yo cantaba en el karaoke, uno de los streamers —que era la imagen principal de los helados— se puso a hacer breakdance y el que acabó break fue él. El evento se había cancelado, pero la marca había colgado el vídeo de cómo el chico se había lesionado y se había hecho superviral en pocas horas. Lo peor de todo es que me alegré, pero por no tener que ir al evento. El pobre streamer, que constaba como residente en Andorra, estaba ya rozando el límite de días que podía pasar en España para no tener que tributar aquí. Ahora buscaba desesperado una ambulancia dispuesta a cruzar la frontera antes de que Hacienda lo crujiera de verdad. 

Al final conseguimos adelantar la vuelta unas horas. El viaje en tren fue un infierno, no solo por la mala conciencia por no haber hecho de «canguro» de mis influencers y que ellas hubieran acabado cuidándome a mí, también por el efecto de los traqueteos del tren en mi estómago. Vomité dos veces más durante el trayecto, con lo que eso supone. ¿Has vomitado alguna vez en el tren sobre esa agua azul que si te salpica te perfora la cara? Yo sí. No lo recomiendo.

El viaje se me hizo larguísimo y cuando por fin llegamos a la estación de Sants, pedí dos taxis para las chicas y me fui al metro. Sí, la agencia les pagaba los taxis a ellas, pero no a mí. Encima tenía que hacer transbordo y después caminar un poco. Parecía que mi destino se alejaba a cada paso, me pesaba el cuerpo. Y la mochila. Nota mental: comprar productos de higiene tamaño mini. Llevar el champú tamaño familiar pesa. Mucho. Y encima ni me había lavado el pelo.

Al fin llegué a casa. Metí la llave en el cerrojo, tiré la pesada mochila en la entrada, empecé a descalzarme y cuando estaba quitándome la zapatilla izquierda me di cuenta de que olía a café. Levanté la vista del suelo y lo vi. Frente a mí estaba Mike en ropa interior sujetando dos vasos de zumo de naranja recién exprimido. Habría pensado que venía a recibirme con un desayuno contra la resaca de no haber sido porque no le había avisado de que volvía a casa, y por su cara de perplejidad al verme.

—Sorpresaaa… —dije con cero entusiasmo.

 

 

Mike se quedó paralizado, igual que en las pelis de terror cuando el malo está a punto de matar al prota con una motosierra y tienes tanto miedo que no puedes ni moverte. No dijo nada, tenía los ojos muy abiertos, no parpadeaba. «Espero que no lleve lentillas, porque si no se le van a secar los ojos y luego coge conjuntivitis», me dije a mí misma a modo de pensamiento intrusivo. Sí, hablo conmigo misma a todas horas, como todos, ¿no? 

Tras preocuparme durante una décima de segundo por su salud oftalmológica caí en que Mike no estaba «solo en casa» como Macaulay Culkin en la película navideña. 

Entonces, antes de que pudiera decir nada, me fui todo lo rápido que pude hacia la habitación. Y allí estaba ella. Bueno, esa. Una chica rubia con el pelo ondulado debido a la humedad generada por la actividad coital me miraba con absoluta indiferencia. «¿Cómo era posible que aquella chica con semejante bad hair luciera mejor que yo cuando iba a la peluquería?» Otro pensamiento intrusivo inoportuno.

Era extranjera, hablaba un español de academia de idiomas con mucho acento, no sé si sueco o danés —como si pudiera distinguirlo—. Se tapaba hasta la cintura con nuestro nórdico de Zara Home blanco con pequeños topos azules y dejaba sus tersas tetas al descubierto. Unas tetas pequeñas, pero con unos pezones tan erguidos que podría haber colgado de ellos mi albornoz… mojado. Escuché los pasos de Mike acercándose y, a falta de algo que decir, vomité en el suelo.

La chica se levantó de un salto y, solícita, me sujetó el pelo mientras mi cuerpo expulsaba todo lo que había comido la semana anterior. Mike entró en la habitación y dedicó unos segundos a buscar dónde dejar los vasos de zumo. Ella me acariciaba la cabeza como si fuera un perro y me decía:

—Tú vomita, sentirás mejor luego… ¿Quieres tumbar en cama?

—Ay, sí, qué buena idea, ahora mismo lo que más me apetece en el mundo es tumbarme en la cama en la que tú y mi novio habéis estado follando hasta hace 5 minutos…

Obviamente no le dije eso. Ojalá lo hubiera hecho. Solo negué con la cabeza y miré a Mike.

—Paula, es un rollo de Tinder, de verdad que no es importante, se vuelve a Copenhague mañana mismo…

—Genial, entonces no me preocupo. ¿Se puede saber por qué usas una app de ligues? Y por cierto, ¿qué parte de la idea de follarte a miss Copenhague en nuestra cama te parece normal?

—Bueno, trabajo en hightech, en mi sector es normal tener las apps más populares en el móvil para testearlas…

—Es la peor excusa que he escuchado jamás —le dije después de que me diera una arcada importante.

Ella tiene razónsoltó la danesa de pezones como escarpias, comentario que agradecí en mi interior—. ¿Os importa si voy baño?, tengo popó.

«¿En qué clase de academia de idiomas le enseñaron a decir “tengo popó” en lugar de “me estoy cagando”? Al menos la pobre se ha puesto de mi parte.» 

Mientras miss Copenhague descargaba el depósito después de tener el detalle de abrir el grifo de la ducha para que no escucháramos nada, Mike se animó a darme explicaciones.

—Lo siento mucho, Pau. Solo ha sido sexo, de verdad. Tú y yo apenas follamos, cariño. 

—No me llames «cariño». Además, no follamos porque tú nunca quieres, siempre estás cansado o tienes que trabajar hasta tarde… Espera. Esta no es la primera vez, ¿verdad?

—La primera física, sí…

—¿Eres un salido que folla online? ¡¡¡Mike, eso es patético!!!

La danesa con pezones-perchero salió del baño. Caminaba de puntillas, irónicamente, para no molestar. Parecía que quería borrarse de la escena cuanto antes, lo cual era comprensible. Este tipo de peleas molan cuando las ves en un reality, pero en persona resultan bastante violentas. Cogió su sujetador bralette del suelo —por cierto, uno muy bonito de terciopelo rosa—, la camiseta blanca de algodón y se despidió: 

—Chicos, me voy, que en el hostel solo puedo ducharme hasta las dos. —Se acercó a la mesa donde estaban los zumos y se bebió uno de un trago—. ¡Gracias por el zumo! ¡Adiós!

 

 

Nos quedamos en silencio hasta que oímos la puerta cerrarse tras ella. Yo estaba buscando una frase de esas superelaboradas, elegantes e hirientes que avergonzara a Mike hasta el punto de tener que arrastrarse y, en un supergesto de amor hacia mí, su único y verdadero amor, me pidiera matrimonio. Pero mi cerebro estaba en modo ahorro de energía y no se me ocurrió nada. Solo tenía ganas de llorar. Entonces fue él quien habló.

—Paula, creo que es mejor que lo dejemos. Necesito más acción, más deseo, ni siquiera te pones bragas bonitas para mí, nos hemos vuelto una pareja aburrida, esto no es lo que yo quiero ahora mismo…

No. Otra vez no. Otra vez un hombre diciéndome que lo que pasaba era por mi culpa. No. Lo había pillado en casa con otra chica, no iba a soportar que, encima, me echase la culpa a mí. Y menos teniendo resaca.

Recordé que, dos meses atrás, había dejado en la habitación una bolsa preparada para ir al gym con una muda —con las bragas dadas de sí de algodón, qué pasa— y un minineceser. La cogí y le solté la frase que tantas veces había visto en las pelis:

—Vendré esta misma semana a por mis cosas.

—Vale, avísame antes por si no quieres que esté.

Me dirigí a la puerta y cuando estaba saliendo me dijo:

—¡Espera!

Un atisbo de esperanza me hizo creer que ese era el momento en que me iba a decir que se arrepentía, que era un imbécil, que no me fuera; el instante en que iría corriendo a la mesita de noche y del cajón sacaría una cajita pequeña con el logo de una lujosa joyería y me pediría que nos casáramos. Pero en su lugar soltó:

—Oye, ¿qué hacemos con el crucero?

Mike y yo habíamos encontrado una superoferta para hacer un crucero por las islas griegas. Pero contratamos una tarifa no reembolsable. Por un momento pensé en llamar a la agencia y decir que tenía una emergencia, pero supongo que solo me habrían devuelto el dinero en caso de defunción, o sea de la muerte de una persona, no del amor entre dos personas. Me apetecía tanto ese viaje. Siempre había sentido atracción por la cultura griega, las ruinas, la mitología... Hasta me había comprado ya una guía y un libro sobre los dioses griegos. Pero en ese momento el crucero me importaba entre uno y dos pimientos. Entonces Mike dijo:

Como al final no quisiste coger el seguro de cancelación como yo te dije... —¿En serio me estaba haciendo un reproche EN ESE MOMENTO?—, yo te pago tu parte y me voy yo…

Lo vi claro: ni de coña se iba a ir él al crucero con otra, porque seguro que nada más salir yo del piso iba a meterse en Tinder a buscarme sustituta. Sin pensar en el dinero que tenía en la cuenta, zanjé el tema:

—Mira, no. Al crucero me voy yo. Y ya te pagaré tu parte. Cuando me venga bien.

Spoiler: Jamás le ingresé su parte. 

Tras una rápida negociación mental conmigo misma, decidí que no pagarle su parte servía como venganza, y puse rumbo a casa de Mónica, mi mejor amiga. Nos íbamos de viaje.

 

 

—Tía, vaya pinta. Estás horrible —me dijo Mónica al abrirme la puerta de su casa con su particular forma de animarme—. Antes de nada, pasa y date una ducha, anda. Voy a pedir comida thai y me cuentas. 

Mónica es muy directa y practica el sincericidio. Si algo no le gusta, te lo dice, aunque luego te quedes más hundida que el Titanic. Eso sí, aunque tiene barra libre para decirte lo que quiera, como alguien se meta contigo delante de ella le mete un zasca que lo deja tiritando durante dos horas.

Me di una ducha en su megabaño con sus productos lujosos. Porque Mónica es rica. Bueno, su familia es rica. Le pusieron un pisazo en el Eixample de Barcelona con una persona de servicio interna para que pudiera centrarse en acabar sus estudios de Derecho, cosa que no ha logrado a sus treinta años. Olé su coño. A favor de Mónica puedo decir que habla cuatro idiomas y es muy lista, lo que pasa es que su padre la obliga a hacer una carrera que no le gusta y lo castiga eternizando sus estudios. No tiene pareja, tiene clarísimo que no quiere tener hijos y practica sexo con absolutamente todo tipo de personas, en singular y en plural. Además, y esto es importante, me deja gorronearle todo, me paga las fiestas y me da la ropa que ya no usa, como Georgina Rodríguez con sus amigos. Solo le falta el avión privado y ser adicta a los ibéricos. Así que no seré yo quien la juzgue.

Mónica y yo estudiamos en la misma facultad. Ella, como ya he dicho, estaba en Derecho y yo en Empresariales, aunque luego me cambié a Marketing. Nos conocimos porque las dos estábamos en el comité estudiantil, donde sus miembros nos hacíamos llamar «Los conspiradores». Íbamos a reuniones, asambleas y presionábamos al decano para que cambiara los ordenadores o para que mejorase los convenios con las empresas para hacer prácticas. De hecho, fue él quien inventó el apodo de «conspiradores». «Os creéis unos revolucionarios, pero solo sois unos conspiradores», nos dijo un día que fuimos con la propuesta de incluir una opción vegana en el menú de la cafetería. No solo no nos ofendimos, sino que ese mismo día dibujamos ese nombre en una cartulina con varios rotuladores de colores y la colgamos en la puerta de nuestro despachito. ¡Cómo le fastidiaba verla al decano! La verdad es que hicimos una pandilla ideal. Mónica, Santi, Fran, Lucía… Sin duda, Mónica era mi mejor amiga. Pero en el grupo había otra persona especial: David. Aunque eso era distinto. Porque David era el chico perfecto: aplicado, lo suficientemente guapo, pero si pasarse —no me gustan los chicos superguapos, me hacen sentir insegura—, inteligente, buen amigo… Pero él siempre recalcaba lo buena amiga que era. AMIGA. Nunca intenté nada con él. Además, en segundo de carrera él se emparejó y yo luego empecé a salir con Marcos, luego con Mike… Nuestros timings no estaban ajustados, pero reconozco que alguna vez pensaba en él y sentía un pellizquito en el corazón cuando me mandaba un wasap a mí y no al grupo de Los conspiradores. Casi siempre era para pedirme consejo sobre cosas relacionadas con su trabajo de asesor político, pero aun así era agradable tenerle para mí sola un rato. Siempre me mandaba gifs divertidos que iban directos a mi carpeta de favoritos. Y me contaba cotilleos sobre los políticos a los que asesoraba por los que podría cobrar dinero en la tele.

A Mónica le encantaba bromear con este tema, decía que en un universo alternativo estaríamos juntos seguro. Nos encantaba hacer terceros grados a sus novias y luego ponerlas a parir porque ninguna nos parecía suficientemente buena para él y así se lo hacíamos saber, generándole inseguridades o poniendo en riesgo sus relaciones.

—¿Has visto, David? Tu nueva novia le ha dado like a ese diputado tan mono…—le decía Mónica.

—Que le haya dado like no significa nada, es algo inofensivo, yo también lo hago con vuestras fotos —contestaba David, claramente molesto.

—Sí, bueno, el like vale, ¿pero el emoji del fueguito? Eso es que quiere tema que te quema…—remataba yo.

El pobre se iba rayadísimo y nosotras contentísimas porque sabíamos que tendría bronca con la novia de turno gracias a nuestra intervención. Qué curioso. Lo queríamos tanto que lo queríamos solo para nosotras. Siempre pensamos que los tóxicos son los demás. Supongo que es más fácil ver la toxicidad en el ojo ajeno. Porque yo tenía novio, pero me daba rabia que él tuviera novia. Lo quería en la reserva, por si lo mío con Mike fallaba, como plan B, como si él fuera un taxi con la lucecita en verde de forma permanente y solo para mí. Yo miraba al frente mientras avanzaba en mi vida, pero siempre mirando por el rabillo del ojo lo que hacía él. Y con quién.

—Ya me he enterado, lo siento mucho —me dijo David tras enterarse de que Mike me había dejado. La asesoría en la que trabaja estaba muy cerca de la casa de Mónica y muchas veces quedábamos por la zona los tres para tomar algo después del trabajo.

—Estoy bien, de verdad —afirmé de forma muy poco convincente mientras reabsorbía un moco que me colgaba de la nariz.

—No me gustaba nada Mike para ti, Paula. Siempre con el móvil, con secretitos, viajando tanto… Sabes que eres demasiado para él, ¿verdad? —David dejó de hablar por un momento mientas dirigía su mirada a la puerta del bar en el que estábamos tomando unas cervezas—. ¡Cariño, estamos aquí!

Era morena, peinada con un corte bob y flequillo recto, las gafas de pasta nacaradas y los labios pintados de rojo. Llevaba un traje de falda y chaqueta estilo Chanel, pero made in Inditex, bolso Loewe, zapatillas de deporte y unos Loubotin en la mano. Era bajita, pero estaba perfectamente proporcionada. Las tetas del tamaño ideal, ni muy grandes como para que te destrocen la espalda ni muy pequeñas como para no llegar a formar canalillo. Como las mías. Que son pequeñas y encima separadas. «Pocojuntas», las llamo yo. Tendría que colocar un imán en cada pezón para que se unieran. Para mí que mis tetas se odian entre ellas… Entenderás que me fijara en sus tetas después de haber pillado a mi chico con una chica de tetas perfectas. Las tetas perfectas me perseguían. Sufría «el ataque de las tetas». La chica caminaba con gracia y soltura y tenía bonitas piernas. Seguro que hacía spinning. Odio el spinning. ¿Qué clase de persona va a un gimnasio a montarse en una bici para que le griten y le pongan música de discoteca mientras pedalea y encima sin un triste cubata? Eso no es normal. O quieres fiesta o quieres deporte. ¿Tú has visto a David Guetta correr en una cinta mientras pincha en Ibiza? No, ¿verdad? Pues eso es porque cada cosa tiene su momento y su lugar.

—Bueno, os presento a Julia —dijo David con una mezcla de orgullo y timidez—, mi novia. Le encantan las redes, Paula, a ver si un día le echas una mano con el Insta, ¡ya tiene casi 10.000 followers!

Mónica y yo nos miramos y en una décima de segundo intercambiamos mentalmente un montón de información: «mierda, que tiene novia», «justo ahora, ya le vale», «encima es guapa».

—¡Encantada, claro que te echaré una mano! —aseguré con una sonrisa falsa como se hace siempre en estos casos—. No admito un no por respuesta.

—Tú debes de ser Paula —me dijo—, ya me ha contado David lo que te ha pasado. Me ha hablado mucho de ti y estoy de acuerdo con lo que dice él. Es un auténtico imbécil por dejarte escapar. No todos los hombres están preparados para estar con una diosa como tú.

Dijo «diosa». En ese momento pensé que era una exageración, pero me alimentó el ego y me subió un poquito la autoestima. Julia me cayó muy bien. Aunque lo mejor hubiera sido que fuera una imbécil integral para poder odiarla y poder conspirar con Mónica de forma legítima y hacer que rompiera con David. Unos días después, nuestro amigo nos comunicó que se habían prometido. Una vez más, mi gozo en un pozo.

 

 

Pasara lo que pasara, siempre me quedaba ella: Mónica. Es muy especial, lo sé, no cae bien a todo el mundo. O la amas o la odias. Pero tú no eliges si eres su amiga. Ella te elige a ti. Ella te pone a prueba sin que lo sepas y cuando atraviesas su coraza encuentras a una amiga fiel, capaz de llegar a las manos por ti. Literalmente. Una noche salimos juntas de fiesta a una discoteca. A eso de las tres de la madrugada a mí me entró hambre. Con hambre no funciono. Te juro que soy como un juguete que se ha quedado sin pilas. No pienso con claridad y me pongo de mal humor. Alguien dijo que cerca de la discoteca había una panadería y que a veces sacaban cruasanes para la gente que estaba en la disco. Cruasanes recién hechos. Música para mis oídos y mi estómago. Le dije a Mónica que volvía enseguida y me fui a por mi dosis de glucosa. El panadero me sacó una bandeja de cruasanes pequeñitos. Unos con chocolate, otros sin y otros con una salchicha de Frankfurt. Me iba a dar un banquete con todo eso. Tú dame de comer y soy feliz. Me senté en el banco de una plaza. No había nadie. Le di un mordisco a un cruasán de chocolate, cerré los ojos y pensé que eso era la felicidad. Pero al abrir los ojos vi a dos chicos delante de mí. Lucían un aspecto bastante cani. Cani de horteras. Y cani de caninos, porque estaba claro que tenían tanta hambre como yo.

—Dame un cruasán —me soltó uno de los chicos.

—Eh… ¿déjame pensar?… No —me negué—, ve a la panadería de allí y que te den unos cuantos, estos son míos.

Empezamos a discutir hasta que uno de los chicos me cogió la cara con las dos manos, separó una de las manos para coger ángulo y me soltó un bofetón. Se me cayeron todos los cruasanes y empecé a gritar para que alguien viniera a ayudarme. Entonces apareció Mónica, que había visto que tardaba mucho en volver y había salido a buscarme. Les dio una buena tunda. Y es que Azumi, la interna que tiene en casa, es japonesa, muy sabia y, además, experta en aikido, un arte marcial que deriva del mundo samurái. Se lo enseñó para que aumentara su capacidad de concentración y para que canalizara sus emociones, pero, para qué engañarnos, era un gran recurso para la defensa personal.

Ahora deseaba que le diera una tunda igual a Mike. 

Mientras me ponía todas las cremas de Mónica en la cara y en el cuerpo escuché el timbre. Comida. Mi estómago estaba reclamando alimento puesto que lo había evacuado todo, así que salí del baño sin secarme el pelo.

—Así que con una de Tinder —me lanzó Mónica—, no me sorprende para nada. Mike siempre me ha parecido un cutre. Además, te voy a decir algo: hace días que pensaba que no te veía realmente enamorada de él. Es que me da la impresión de que estás con los hombres por estar, por no estar sola. Si empezaste con él poco después de romper con Marcos. No pasaron ni cinco minutos. No haces los duelos sentimentales, eres la Tarzana de las relaciones, saltas de una a otra, así es normal que…

—Joder, Mónica, dame un poco de tregua, pava, que me acabo de enterar —le dije con un noodle colgando de mi boca. Un día tenemos que hablar de lo difícil que es comer noodles—, pero tienes razón. Estoy… estaba con Mike por estar. La verdad es que me alegraba cada vez que tenía que irse a currar a California porque podía acurrucarme en el sofá a ver las series de Netflix que me gustan mientras como guarrerías, que él es más de brócoli que de pizza. Pero duele, Mónica. Duele mucho. 

Estuvimos hablando durante horas. Llegamos a la conclusión que muchas parejas practican el autoengaño para seguir juntas. Se dicen a sí mismas que son felices, que se quieren y que no quieren cambiar nada. Da demasiada pereza cambiar de casa, comenzar algo con otra persona y acostumbrarte a un cuerpo nuevo. Pero luego van a los restaurantes y no se hablan. Cada uno engulle su comida pensando en otras cosas, en otras personas o, lo que es peor, en nada. Y yo pertenecía a esa categoría de persona. Me conformaba. Y Mike, sin proponérselo, me había sacado del letargo y me había empujado a vivir la mayor aventura de mi vida. Porque le conté a Mónica lo del crucero y tardó un «nanosegundo en el metaverso» en decirme que se apuntaba. Que esa misma tarde nos iríamos a comprar bikinis y modelitos ideales y que pagaba ella. La cosa pintaba bien.

 

 

Mónica me acogió feliz en su casa de rica y yo me sentía como si viviera en un hotel de 5 estrellas. Encima, Azumi, además de saber de aikido y dar hostias como panes, hace unas tortitas con plátano para desayunar que te mueres. Definitivamente, tendría que ir al gym

Hablé con mi jefe, que fue bastante comprensivo con mi situación y apenas me echó la bronca por la borrachera y las stories enseñando las tetas. Anoté mentalmente sacarlo del grupo de mejores amigos por si el Jagger volvía a llamar a mi puerta. Teniendo en cuenta mi situación sentimental era bastante probable que volviera a pasar. 

Me dio permiso para irme al crucero con Mónica, pero no me liberaba de mis tareas. Debía seguir conectada y llevando a mis creadores de contenido asignados. No supuso un problema, estoy muy acostumbrada a trabajar a distancia ya que la mayoría de influs de la agencia se pasan la vida viajando. Esta vez me tocaba a mí. Aunque haría bastante menos postureo. Eso sí, la conexión por satélite del barco corría de mi cuenta y cuando vi lo que costaba enseguida se lo comenté a Mónica sabiendo que se ofrecería a hacerse cargo de ese gasto. Sí. Le gorroneo a mi amiga. Aunque técnicamente a quien gorroneo es a su padre… Tenía una nueva mujer jovencísima y Mónica estaba deseando castigarlo. 

—Una chica más joven que yo, Paula —se quejaba indignada. 

Tirar de la Mastercard de su padre era la forma que tenía de castigarlo, pero era bastante frustrante porque no solía funcionar. Ni siquiera llamaba para reñirla. Así de forrado estaba el padre de Mónica, que tenía un alto cargo en un banco alemán.

Su madre murió de cáncer cuando ella tenía doce años. Él volvió a casarse con una azafata de vuelo de veintiséis años a la que había conocido en uno de sus frecuentes viajes de trabajo y ya tenían dos hijos pequeños. Mellizos. Sí, fecundación in vitro. Y además a la carta. Porque en España es ilegal elegir el sexo de los bebés, pero si tienes dinero para costear el tratamiento en otro país puedes elegirlo todo. Hay sitios donde encargar un bebé es como ir a un restaurante de pokés, solo que en lugar de preguntarte si la base la quieres de arroz o quinoa te preguntan si quieres niño o niña. O en lugar de preguntarte si quieres proteína animal o vegetal te preguntan si quieres que el bebé tenga los ojos azules o verdes. Muy romántico todo.

El padre de Mónica siempre había querido varones. Y ahora tenía dos. También pretendía que estudiaran derecho como Mónica y en su fuero interno siempre pensaba que esos bebés que aún berreaban se sacarían antes la carrera que su primogénita. Yo creo su padre la quería, lo que pasa es que ella le recordaba demasiado a su madre. Por eso no le hacía caso. Era demasiado doloroso. Y cobarde. Por eso contrató a Azumi, que significa «lugar seguro» en japonés, tras un largo proceso de selección. Necesitaba que alguien cuidara y guiara a su hija, pero él no se veía capaz de hacerlo y prefería pagar a alguien para que lo hiciera por él.

A veces me daba pena mi amiga porque aquella relación le provocaba carencias. Pero al menos ella sabía qué le había pasado a su madre. Yo no. A mí me crio mi padre y cuando le preguntaba por mi madre era como si se formara encima de su cabeza una nube negra dispuesta a descargar una tormenta terrorífica. Se ponía de mal humor y no contestaba a ninguna de mis preguntas. Mi padre y yo no nos llevábamos fenomenal, pero teníamos una relación correcta. Que me diese una Mastercard con crédito ilimitado como la de Mónica hubiese mejorado bastante las cosas, la verdad… pero con que me contara qué había sido de mi madre ya me habría bastado.

Mónica me llevó a la tienda La Perla de Paseo de Gràcia. Nos compramos unos bikinis de precio prohibitivo con los que te sentías entre disfrazada y potra irresistible. También cogimos pareos, unos cestos preciosos y una pamela que me probé para hacer la coña, pero que Mónica se empeñó en que me quedara. 

—Tía, no me veo con esto. No es mi estilo, es too much...

—Paula, no puedes ir de crucero a las islas griegas sin una pamela. Este viaje va a descubrir a una nueva Paula.

Y vaya si tenía razón… 

 

 

Nos fuimos a Venecia en avión y desde allí embarcamos hacia las islas griegas unos mil quinientos jubilados, nuestras compras de La Perla, Mónica y yo. Nos instalamos en el camarote y dediqué un rato a deshacer todas las toallas dobladas a modo de cisne que había. ¿Quién inventó tal horterada? Nos embadurnamos bien de crema solar y fuimos a buscar sitio a una de las cinco piscinas del barco. Yo estaba triste, pero no pensaba renunciar a un buen bronceado.

Poco se habla de lo que cansa llorar, de hecho, a mí me da sueño. Me quedé frita tumbada boca abajo en una hamaca y cuando me desperté, tenía la espalda como la camiseta de la selección española. Después de eso, aprovechamos la excursión a Santorini para comprar aftersun y aloe vera para calmar mi piel. A veces no sabía si lloraba por el luto de mi ruptura con Mike o por las quemaduras. Intentamos ver el atardecer desde Oia pero estaba tan lleno de turistas que al final desistimos y nos fuimos a tomar un vino malvasía que estaba bastante rico. También te digo que a diez euros la copa ya podía estar bueno.

En Mikonos Mónica bajó sola a la playa porque yo me quedé a bordo discutiendo con una marca que estaba enfadada con una de mis influs, que había puesto mal el enlace de unas stories pagados y no la localizaba para cambiarlo. Mira que no es tan difícil, que les mando el enlace por WhatsApp. Solo tienen que cortar y pegar. ¡Y aun así, muchas veces, se equivocan!

No localicé a la influencer a tiempo y esas stories estuvieron colgadas sus 24 horas. Suerte que logré convencer a la marca de que no cancelara el contrato a cambio de volverlas a subir al día siguiente con el enlace correcto. Cuando le expliqué a Marinachis, la influencer, lo que había pasado ni se molestó en disculparse y encima refunfuñó por tener que repetir el trabajo.

—Estoy de vacaciones —me soltó.

Estuve tentada de decirle que yo también y que a mí me llegaba una parte ínfima del fee, que es como llamamos al caché de los influencers, que ella cobraba, pero para qué si la empatía no era uno de sus rasgos característicos. Encima siempre se metía en polémicas chorras para generar engagement que le hacían subir las views, pero hacían huir a las marcas. 

Mónica todavía no había llegado de la excursión por Mikonos, pero a mí ya no me salía a cuenta bajar del barco. Me apeteció darme un chapuzón en una de las piscinas del crucero. Tenía ganas de tirarme por el tobogán gigante, pero me dolía demasiado la espalda. Fui a una que tenía varios jacuzzis con agua calentita, no sé si por la climatización o por los orines de la gente. Todo el mundo se mete en la piscina con un cóctel en la mano en vaso de plástico en los cruceros. Llega un momento en el que asumes que te estás bañando en pis humano y confías en el poder del cloro. Me metí en una de esas bañeras con un mojito de fresa en la mano, me acomodé e hice pis. Vaciaba la vejiga con los ojos cerrados y con la cara hacia el cielo. Y en ese momento alguien me habló.

Oye, no se puede hacer pis aquí, eh —me dijo una voz masculina.

Eh… Yo… ¿Cómo? —fingí que me importaba.

—¡Que es broma! Me parece que tu amiga y tú sois las únicas que no habéis meado en la piscina —me dijo divertido—. Por cierto, ¿dónde está?

—Ha bajado a Mikonos, yo tenía trabajo.

—Yo también. De hecho, te dejo, que esos holandeses son capaces de ahogarse en la piscina infantil con todo lo que han bebido. ¡Nos vemos! 

Era uno de los socorristas del barco. Mónica y yo ya le habíamos echado el ojo. Alto, guapísimo, fornido y con una capacidad de cambiar de humor sin precedentes, porque pasó de ser supermajo y simpático conmigo a pegarles unos gritos a los holandeses borrachos que yo creo que acabaron meándose en el agua pero de miedo. Me llamó la atención que llevara tatuada a Ariel de La sirenita en un pectoral —qué pectoral, madre mía, era un pectoral para entrar a vivir— y un colgante con una caracola. Le gustaría mucho el mar, supongo…

Me dispuse a relajarme y entonces se metió en el jacuzzi «la pareja pesada». Así los llamábamos Mónica y yo. Una pareja de unos cuarenta y cinco años que en una de las cenas nos contó que se acababan de casar. Los dos eran recién divorciados y se habían conocido en una clase de pádel. Al parecer, lo suyo fue tal flechazo, que se casaron a los dos meses. A Mónica y a mí nos pareció que más que un flechazo, lo que les unió fue el miedo a quedarse solos. Por eso le daban la brasa a todo el barco, para no tener que hablar entre ellos. 

—¡Hola, Paulaaaa! —gritó ella metiéndose en el agua.

—Hola… —contesté yo tratando de disimular que me apetecía más hacerme un té con el agua con pis del jacuzzi que hablar con ellos.

—Lo hemos pasado tan bien en Mikonos, no sé por qué no has bajado. —Si la excursión había sido tan guay, por qué demonios habían vuelto antes—. ¿Verdad, gordi, que ha sido preciosa la excursión? —le preguntó a su marido.

—Eh, sí… Una pasada —contestó él de forma automática.

Pensé que Mónica estaría al caer, así que les dije que tenía que arreglarme para recibirla y desaparecí.

—Oye gordi, esta agua está como muy caliente, ¿no? —les escuché decir mientras me iba—. ¿Tú crees que alguien se habrá meado aquí?

Apreté el paso y me fui al camarote a esperar a Mónica, que llegó agotada y con un montón de anécdotas. Algunas eran medio inventadas, pero a Mónica le gustaba añadir fantasía a las cosas. Por eso pienso que el destino la puso en mi camino. Lo que iba a pasar a continuación desafiaba los límites de la realidad.

Mientras me maquillaba y escuchaba las anécdotas de Mónica oímos por megafonía los detalles de nuestro próximo destino: Atenas.

—Recuerden que los que han contratado la excursión a Delfos deben estar a las 6:30 en tierra. Visitaremos los yacimientos del antiguo templo de Apolo y podrán preguntar al oráculo. Quizá tengan suerte y les conteste. La caminata será larga, recomendamos ropa fresca y calzado cómodo —decía la voz femenina que cada noche nos resumía lo que veríamos al día siguiente.

Más vale que bajemos pronto a cenar, Paula, que mañana tenemos que madrugar un montón —me dijo Mónica.

Nos acabamos acostando a las dos y media de la madrugada después de habernos bebido dos botellas de vino blanco y una de Moët. El día que me iba a cambiar la vida me pillaría con resaca. Como diría Kiko Rivera: «Así soy yo». 

Me encanta citar a los clásicos.

 

 

Cuando sonó el despertador a las cinco y media dudé entre quedarme en la cama, levantarme y ducharme con agua fría o tirarme por la borda. Menuda resaca tenía, madre mía. ¿Quién dijo que el champán no da resaca, que lo mato?

Mónica se duchó primero y me dejó remolonear en la cama unos minutos más. Me fui a la cafetería a por las cestas de picnic con nuestros desayunos, puesto que el buffet estaba cerrado a esas horas.

Me puse un short vaquero, una camiseta con un corazón roto que tenía de antes de romper con Mike —¿una señal?—, zapatillas de deporte y una gorra que me había comprado Mónica que costaba 600 euros.

—¿Seiscientos euros una puta gorra? —le dije cuando la compró—, si no tiene nada, es blanca, no tiene ni logo, tía.

—Tía, es lujo silencioso. La gente con pasta de verdad no lleva logos. Eso es para las influencers esas que llevas tú, que son todas new money y quieren que la gente sepa que manejan. Pero los que tienen dinero de verdad lo demuestran con su actitud y la calidad de las prendas que lleva. Cualquiera puede identificar el logo de Chanel. Pero muy poca gente va identificar que tu gorra es de Brunello Cuccinelli. Esa es la gente que merece la pena, darling. Dinero llama a dinero.

Tengo que reconocer que la gorra tenía un tacto que te mueres. Elaborada a mano en Italia, con tejido de seda y con la parte de atrás bordada con lentejuelas blancas. Me sentía una mezcla de ángel de Victoria’s Secret y la chica que venía del futuro en el anuncio de lejía.

La imaginación de Mónica, que había conocido esa marca gracias a la serie Succession, contaba con que nos tropezáramos con un par de ricachones que nos invitaran a pasar una noche loca en Atenas. Y pensaba atraerlos con una gorra cara. Pobrecita. Para ella era un plan sin fisuras y como lo estaba pagando todo, ¿quién era yo para cuestionarla? Además, no descartaba la idea de echar algún polvete terapéutico durante el viaje. ¿Por qué no?

Bajamos del barco a la hora acordada y nos subimos a un autocar con algunos pasajeros más que también habían contratado la excursión. Se me cerraban los ojos de sueño, pero Mónica no me dejaba dormirme.

—¡Mira el paisaje, ya tendrás tiempo para dormir! —me decía.

Vimos amanecer desde la autopista y paramos a tomar café en un pueblecito del Monte Parnaso. Nos dieron unos pastelitos tan ricos que pasamos de la comida que nos habían preparado en el barco. Acompañamos el café con un paracetamol, volvimos a subir al autocar y al cabo de un rato aparcó en un descampado.

—El acceso al pueblo está a unos quinientos metros y desde allí pueden decidir si se van de compras o si visitan los yacimientos arqueológicos. Les recomiendo que no se vayan sin ver el templo de Apolo —nos sugirió el conductor del autocar.

Mónica propuso ir de tiendas primero y a ver el templo a mediodía porque al hacer más calor habría menos gente. Quizá te preguntes: ¿era nuestro plan evitar a la multitud a cambio de una insolación? La respuesta es sencilla: sí, lo era.

Paseando por un mercadillo callejero sentí una mirada clavada en mi espalda. Por un momento pensé que sería un atractivo griego de ojos verdes dispuesto a echarme un polvo Gelocatil, esos polvos que no curan, pero sirven para calmar los síntomas del desamor, sin embargo: griegotíobueno not found. Quien me miraba intensamente era una anciana vestida de negro de arriba abajo que prácticamente se abalanzó sobre mí gritando mientras me abrazaba y me daba ruidosos y húmedos besos en la cara. Me zafé como pude de la vieja, perdón, anciana, y traté de alejarme. La señora me seguía mientras iba gritando y clamando al cielo con las manos en alto. Yo os prometo que ese día todavía no había bebido, que esto pasó de verdad, eh. Como no dejaba de seguirme traté de comunicarme en inglés con ella, pero nada, no me entendía. Mónica trataba de hablarle a través del traductor del móvil, pero la señora la ignoraba. Era como si en el mundo solo estuviéramos ella y yo. Caminábamos sin rumbo, la gente se apartaba cuando nos acercábamos, sin reparar en nosotras, solo querían seguir comprando souvenirs y bebiendo vino de uva volcánica de buena mañana. Hay que ver cómo bebe la gente en vacaciones. Me incluyo. Y de repente se hizo el silencio. La anciana se calló y se limitaba a señalar a un determinado punto. Me giré. Detrás de mí había una estatua a la que le faltaban los brazos. La diosa Afrodita o la Venus de Milo. La anciana no dejaba de señalar a la estatua, que era una réplica de la que está en el Louvre, y yo no entendía por qué insistía tanto. Hasta que se arrodilló delante de mí y empezó a besarme los pies… ¡Qué pesada la señora con los besos, de verdad! Yo intentaba apartarla con sumo respeto, que igual es que no estaba bien de lo suyo. 

—Ya que lo mencionas, la verdad es que os dais un aire, eh —me dijo Mónica.

—¿Con la estatua? —respondí cabreada—. ¿Qué dices?

—Sí, te lo juro —insistió mientras me hacía un repaso de pies a cabeza—, bueno, tú estás algo más rellenita.

—Muchas gracias, Mónica, ya hemos hablado demasiadas veces sobre que no es necesario que me digas siempre lo que piensas…

—Ay, qué sensible. Mira, ponte al lado, que os hago una foto.

—¿Qué dices? Déjame en paz —solté mientras se me empezaban a abrir las aletas de la nariz, lo cual indica que la ira se está apoderando de mí.

—Va, en serio. Que te hago una foto. De recuerdo. Venga, ponte.

Me puse solo para que me dejara tranquila. Posé con la típica mirada de desagrado, parecida a cuando miras a alguien de reojo, con la vieja de fondo haciendo gestos raros. 

—Abre el móvil, que te la mando por airdrop y así la tienes con buena calidad —continuó Mónica ajena a mi cabreo.

Cuando la vi sí encontré cierto parecido, pero muy sutil. Pensé que si fuera una de las influencers de la agencia subiría una story a Instagram con el comentario: «Me han dicho que me parezco a Afrodita, qué fuerte, ¿estáis de acuerdo?», y debajo añadiría la cajita encuesta. Funciona genial para el engagement. Pero yo no soy influencer y encima estaba molesta y con resaca.

—Venga, ya tienes lo que querías —le dije a Mónica—, vamos a comprar algo.

Nos metimos en una tiendecita a mirar pendientes y anillos y cuando salimos la vieja seguía allí. Nos seguía. En ningún momento pensamos que nos quisiera robar ni nada, era imposible, era muy menuda y caminaba con cierta dificultad. Le quisimos dar un billete de veinte euros pensando que quería dinero, pero lo rechazó dándome un golpe en la mano, ofendida. Vale, no quería dinero. ¿Qué demonios quería?

No paraba de señalar hacia un punto. Hasta que al final llegué a la conclusión que señalaba al yacimiento arqueológico, justo donde íbamos a ir.

Mónica y yo nos dispusimos a ir al yacimiento para ver el templo de Apolo, deseando encontrar a alguna falsa pitonisa que nos predijeran el futuro, aunque supiéramos que nos diría lo que queríamos escuchar. Mientras recorríamos un camino de tierra sin asfaltar hasta las ruinas, entendí enseguida por qué nos habían recomendado llevar zapato cómodo. 

La vieja no nos perdía de vista. De repente caminaba con más agilidad, como si le hubiesen inyectado vitalidad. Iba clamando al cielo y gritando, contenta. También gritaba «foto, foto» y señalaba mi móvil. Por suerte, guardaba cierta distancia. Con eso me valía.

Cuando llegamos al yacimiento nos dispusimos a recorrer los restos del templo de Apolo escuchando una audioguía que Mónica se había descargado de internet. Estaba ella trasteando su móvil cuando de repente se acercó un tipo muy raro. Lo vimos venir de lejos: bajito, delgado, ágil, con rastas y apestando a marihuana. Un vagabundo que llevaba un cuervo negro en el hombro que parecía muy manso, pero con una mirada casi humana, le habló suavemente a la anciana. El hombre, no el cuervo…

No sé qué le dijo, pero la anciana lo miró y rompió a llorar emocionada. Se marchó girándose dos veces mientras clamaba al cielo y la vi alejarse dando saltos de alegría. El hippy se acercó y me dijo en perfecto castellano:

—Ya era hora. Has tardado mucho en volver. ¿Dónde estabas, Afrodita?

 

 

Me quedé en silencio, titubeando… ¿Estaba compinchado con la vieja? ¿Era esta una forma muy retorcida e imaginativa de robar a los turistas?

Eh, estoy hablando contigo. Llevo muchos años esperándote, podrías responder… ¿cómo te haces llamar ahora? —me preguntó tratando de domar su impaciencia.

—¿A ti qué te importa cómo se llama? —gritó Mónica.

—En realidad sé muy bien cómo se llama, Mónica. Solo trato de romper el hielo. Lo sé todo sobre ella. Incluso más que ella misma. Y de ti también. Siempre he sentido respeto por los mortales que os consagráis a la ayuda y protección de nuestros dioses. Así que debo darte las gracias de parte de la cúpula olímpica. Tu tarea es encomiable, llevamos tiempo observándote y se está estudiando otorgarte algún tipo de privilegio en el futuro…

—¿Qué nos estás contando? —pregunté gritando—, ¿cómo sabes su nombre?

—Lo sé todo, Paula. Y me encantaría tener tiempo para contarte por qué lo sé, pero no tenemos tiempo que perder. Eres Afrodita, Paula. Has vuelto del Inframundo y tenemos que darnos prisa porque…

—¿Qué inframundo?, ¿qué dices? —En la guía de viajes advertían sobre diferentes formas de robo en las calles de las islas, pero esto aparecía en ninguna de ellas, y os juro que Mónica se lo había empollado todo a fondo.

El vagabundo nos miró, resopló, se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita de marihuana. Luego lio un porro de tamaño descomunal, lo encendió, le dio una calada y cuando expulsó el humo me dijo: 

—Disculpa, las visiones no me dejan en paz. Estoy recibiendo información todo el tiempo. Fumo marihuana para poder pensar con claridad. Es duro ser…

—Sí claro, el Oráculo, ahora resulta que eres el Oráculo. —Me estaba riendo de él mientras me sentía orgullosa de tener ciertos conocimientos sobre mitología y poder insultarle de esa forma tan sofisticada mientras pensaba que Oráculo rima con culo. Porque una es sofisticada, pero no tanto.

—Jajajaja, reconozco que lo de que Oráculo rima con culo me ha hecho bastante gracia —dijo divertido—, pero sé que eres capaz de hacer rimas y chistes mejores.

Vale, aquí ya flipé bastante. Me había leído el pensamiento. Yo había hecho la rima dentro de mi cabeza, te juro que no fue en voz alta.

—Paula —dijo con tono misterioso, como si fuera a hacerme una revelación—, eres la reencarnación de la diosa Afrodita. Mira la foto que te ha hecho antes Mónica. ¿No ves que eres idéntica a la estatua del pueblo?

Lo de la foto no me impresionó porque perfectamente se lo podría haber contado la vieja. Que supiera nuestros nombres me dejó algo helada al principio, pero luego pensé que Mónica y yo los habíamos pronunciado varias veces durante la caminata con la vieja pegada a nuestros talones. Nos podía escuchar perfectamente y quedarse con ellos. Lo de leer mi pensamiento sí que no sabía cómo explicarlo.

—Vale —decidí seguirle el juego a ver a dónde nos llevaba—, si soy Afrodita tendría que haber nacido de la espuma del mar…

—Bueno, espuma sí hubo en tu regreso a la tierra… ¿No te ha contado tu padre lo del túnel de lavado? —apuntó dándose cuenta enseguida de que yo no manejaba esa información.

¿Qué túnel de lavado? ¿Qué decía este hombre? Me quedé paralizada. Todo era muy raro. Tendría que preguntar a mi padre por ese tema.

—La verdad es que me parto de la risa cada vez que escucho esa historia, que Cronos le cortó los testículos a Urano, los lanzó al mar, provocaron espumita como la máquina de hacer café latte del Starbucks y de allí naciste tú. Querida, cuando escribimos todo eso le tuvimos que meter un poco de fantasía y salseo. A ver si crees que todo lo que sale en la Biblia es verdad y que Jesucristo nació porque a María la visitó un ángel. Pues con esto igual. Puro marketing. Todo es mucho más simple en realidad, deberías saberlo y más dedicándote a lo que te dedicas… —dijo tratando de desviar la atención de la anterior revelación que, obviamente, me había dejado muy descolocada.

Se acercaba la hora de salida del autocar hacia Atenas. No podíamos perderlo porque estaba a dos horas y media de camino. Aunque me pareció muy fuerte que el hombre pudiera leer los chistes malos de mi cabeza y supiera nuestros nombres, tampoco era como para creerme lo de que yo era la reencarnación de Afrodita, así que le ofrecí veinte euros a cambio de que nos dejara en paz, repitiendo la estrategia que había probado con la vieja, pero en esta ocasión tampoco funcionó. 

—Si de verdad crees que lo que estoy buscando es dinero es que no has entendido nada. Eres Afrodita, tienes unos poderes y conllevan una responsabilidad —me soltó visiblemente molesto. 

—Esa frase es de Spiderman —le respondí indignada y, esta vez, orgullosa de mis conocimientos cinematográficos. Bueno, sí, conocimientos mainstream, pero conocimientos.

—Me gusta el cine, ¿qué pasa? —argumentó el Oráculo molesto—, me ayuda a distraer la mente casi tanto como la marihuana.

—Dejad de discutir —intervino Mónica—, mirad, hagamos una cosa. Realmente este hombre sabe cosas de nosotras que es imposible que sepa sin que alguien se las haya contado. Y creo que no tenemos conocidos en común. Algo me dice que aquí pasa algo raro, Paula. —Se giró hacia el vagabundo—. Si lo que dices es cierto podrás probar que ella es Afrodita, ¿no?

—Pero ¿cómo voy a ser Afrodita, Mónica? ¿Me has visto? ¿Cómo voy a ser YO Afrodita? Tengo celulitis, me apunté al gym en enero y no lo he pisado más que para ducharme un día que nos cortaron el agua en casa. Además, todos los novios que he tenido en mi vida me han dejado o me han puesto una cornamenta tan descomunal que aún no me explico cómo no he agujereado esta gorra de seiscientos pavos. 

—¿Seiscientos euros una gorra? —gritó sorprendido nuestro nuevo colega—. ¡Solo Afrodita llevaría una gorra tan absurdamente cara!

—No la he comprado yo —contesté indignada—. Eso es cosa de ella, que es mi amiga y, no te ofendas Moni, es una pija de mucho cuidado. Se cree que es un personaje de Gossip Girl, ¿sabes? —me defendí.

—Me encanta Gossip Girl —respondió el Oráculo.

—Os estáis desviando del tema… —apuntó Mónica.

—Es verdad —aseguré, retomando la conversación sobre mi reencarnación, que era bastante más importante que el precio de una gorra—. Búscate a otra a la que colar esta movida porque a mí no… —le grité al hippy chimenea porril—. Porque, además, si soy Afrodita, ¿se supone que tengo poderes? ¿Puedo hacer que cualquiera se enamore de mí? ¡Enamórate de mí!

—No es tan sencillo…

—Ah, aquí está la letra pequeña. Venga Mónica, vámonos…

—No, espera Paula, deja que te demuestre que lo que dice es verdad. Tengo un presentimiento, tía —suplicó Mónica, que os recuerdo tiene más fantasía que George R. R. Martin, que cogió la historia de la guerra entre los Lancaster y los York, también conocida como la Guerra de las Dos Rosas, le añadió unos dragones, unos lobos gigantes, un poquito de sexo duro y gente que resucita y ala, toma best seller. Sorry, me despisto. Sigo. Pero menuda fantasía la del bueno de George que encima tuvo la huevada de no terminar la saga porque le compraron la serie, ¿no? Ay, sí, sí. Sigo.

—De acuerdo —dijo el Oráculo—. Te lo cuento, pero cálmate —me dijo con los brazos estirados como si quisiera pararme—. Solo podrás activar tus poderes si yo te ayudo. Déjame demostrarte que eres Afrodita, es vital para la humanidad. Si haces lo que te digo y no funciona, nunca más sabrás de mí. Pero si rechazas hacer lo que te pido, tus poderes podrían acabar en manos de la persona equivocada. Y eso sería un desastre para la humanidad, por no hablar de que me despedirían sin finiquito ni nada. Y piensa que llevo currando más de tres mil años, no voy a renunciar a mi indemnización. 

—¿Tres mil años fumando a este ritmo y sigues teniendo constantes vitales? —pregunté interesada y poniendo de manifiesto que soy bastante dispersa. 

—¡Me la suda cuánto tiempo lleva inhalando maría, que te cuente cómo saber si eres Afrodita o no, va que se va el autocar! —insistió Mónica, centrando la conversación—. ¿Cómo sabremos que Paula es Afrodita? —le preguntó al Oráculo metido a hippy fumeta, con una naturalidad que hacía que todo pareciese verdad.

—Puedo demostrártelo una vez activemos tus poderes. Pero solo lo harán usando el ceñidor mágico de diosa original. —Afrodita tenía un ceñidor, un cinturón, que le daba el poder de doblegar y enamorar a todo aquel que se le antojara. Así podía lograr todo lo que se proponía—. Y hay un pequeño problema…

—¿Por qué? ¿Dónde está?

—Lo tiene el nuevo Hefesto, quien fue tu marido y a quien engañaste con Ares. No te tiene demasiado cariño…