
Nuevas formulaciones de las antiguas preguntas sobre los alienígenas
Fíjese en su mano. Lo sé, es una petición curiosa, pero fíjese en ella durante un momento. Dentro de cada una de las células de su mano y del resto de su cuerpo reside la memoria genética de todos sus antepasados hasta llegar al origen del Homo sapiens hace casi 300.000 años. Son más de 15.000 bisabuelos, tatarabuelos, etcétera. Llevamos multitudes en nuestro interior. También puede apostar a que todos esos abuelos y abuelas pasaron una parte de su vida observando el claro cielo nocturno mientras las vigilantes estrellas les devolvían la mirada. ¿Qué significa eso? Que usted no es el único al que le interesa el tema de los extraterrestres; a sus padres les ocurría lo mismo. Y a sus abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, etcétera. De acuerdo, no digo que a sus padres o a sus antepasados lejanos que vivieron durante el siglo XIV les obsesionara la vida extraterrestre. Sin embargo, puede estar seguro de que alguna persona perteneciente a cada una de esas generaciones pensaba seriamente en ello. Nuestra curiosidad por la existencia de vida en el Universo es tan antigua como nuestra capacidad de razonar. Resulta, pues, que hace mucho tiempo que nos preguntamos si estamos solos.
Los debates sobre la existencia de otros planetas habitados se remontan muy, muy atrás en el tiempo, y es importante entender cómo se planteaban entonces, ya que podían ser bastante acalorados. Y lo que es más importante, el hecho de que esos debates hayan ido cambiando es una demostración del giro que se produjo a mediados del siglo XX y de la gran cantidad de avances que se están produciendo en la actualidad. Después de la Segunda Guerra Mundial, las tecnologías de los cohetes, la radio, el radar y las bombas atómicas transformaron nuestra forma de pensar sobre el espacio y sobre la posibilidad de que existan civilizaciones alienígenas. También propiciaron la aparición de la primera ola de avistamientos de ovnis grabados y publicitados con generosidad, lo que hizo que la idea de los extraterrestres calara hondo en la consciencia popular. En este primer capítulo vamos a analizar esa historia para así poder entender cómo hemos llegado a este loco y asombroso momento en el que una pregunta tan antigua como la humanidad está a punto de ser respondida.
El debate sobre los alienígenas a lo largo de la historia
Podemos rastrear el debate sobre los aliens, al menos en la literatura, hasta los antiguos griegos. Aristóteles, uno de los filósofos más famosos de todos, era lo que llamaremos un pesimista en el tema extraterrestre. Puede que usted conozca su historia, pero en caso de que no sea así, haré un breve resumen: vivió alrededor del año 350 a. e. c. y desarrolló ideas sofisticadas sobre muchas materias, desde la naturaleza del arte hasta la naturaleza de la biología*. En lo que respecta a la vida en otros planetas, Aristóteles estaba seguro de que la Tierra era el único planeta habitado. Y eso era así porque, para él, la Tierra era, literalmente, el centro del Universo: el Sol orbitaba alrededor de la Tierra, y lo mismo hacían los otros cinco planetas conocidos por entonces (los mismos que usted puede ver con un telescopio: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). Para Aristóteles, la Tierra era tan especial que dividió el cosmos en un mundo sublunar, al que pertenecía todo aquello que se encontraba por debajo de la órbita de la Luna, y un mundo celeste. La vida y todos sus cambios solo se podían desarrollar en el mundo sublunar. El celeste era eterno e inmutable. Es desde esta perspectiva que Aristóteles hizo su famosa afirmación: «No puede haber más mundos que uno». Con esa frase quería decir que no puede existir ningún lugar como la Tierra (con sus seres vivos únicos) en ningún otro lugar del Universo.
Aristóteles tuvo, por supuesto, muchas grandes ideas, una gran parte de las cuales perduraron diecinueve siglos. Incluso la doctrina católica adoptó alguno de sus puntos de vista. Pero eso no significa que todos los demás filósofos griegos del periodo helenístico (hace entre 2.350 y 2.050 años) estuvieran de acuerdo con él. Hubo, por ejemplo, un grupo de pensadores, conocidos colectivamente como atomistas, que creían que la división entre el mundo sublunar y el celeste carecía de sentido. Para atomistas como Epicuro, que vivió alrededor del año 300 a. e. c., todo lo que existía en el Universo estaba compuesto por pequeños fragmentos de materia indestructible llamados átomos (átomos, atomistas, ¡obvio!). A medida que estos átomos se desplazaban por el cosmos, colisionaban entre ellos y se combinaban de todas las formas posibles. Aquí, en nuestra región del cosmos, el resultado de esas colisiones fue la formación de la Tierra y de todos los seres vivos.
Sin embargo, dado que los átomos se hallaban en todas partes y todo estaba compuesto por ellos, Epicuro llegó a la conclusión de que el Universo debía contener muchos más planetas, y muchos de ellos tenían que estar habitados. Ninguna otra opción tenía sentido. Si los átomos estaban presentes en todo el Universo, ¿por qué la Tierra iba a ser especial? Ese punto de vista convirtió a Epicuro en optimista en lo que respecta al tema alienígena, y refutó la perspectiva aristotélica cuando escribió que: «Hay infinitos mundos parecidos y diferentes a nuestro mundo. […] Además, debemos creer que en todos ellos hay animales, plantas y otras cosas que vemos en el nuestro».
Los detalles que caracterizan a estas dos posiciones (la optimista y la pesimista) fueron cambiando con el paso de los siglos, pero resulta bastante sorprendente ver que, en lo esencial, sus escritos mantuvieron el mismo espíritu durante más de dos milenios. Desde entonces han pasado unas 100 generaciones. Por lo que está bastante claro que la gente lleva discutiendo sobre la posible existencia de vida extraterrestre desde hace mucho tiempo.
Tras la caída del Impero romano, alrededor del año 500, la astronomía empezó a progresar sobre todo en los imperios islámicos, especialmente en el persa. Los astrónomos de las grandes sociedades musulmanas mejoraron la astronomía griega, creando nuevos mapas celestes más precisos y añadiendo nuevas ideas sobre un Universo geocéntrico como el concebido por Aristóteles. En el tema de la vida extraterrestre, a la habitual discusión entre optimistas y pesimistas se añadió una perspectiva teológica islámica. Algunos eruditos afirmaban que el Corán aceptaba la posibilidad de que hubiera vida en otros mundos y de que existieran otros seres humanos. Entonces, en el siglo XVI, mientras Europa dejaba atrás la Edad Media y se empezaban a realizar investigaciones científicas, el debate se acaloró todavía más.
En las últimas décadas de ese siglo, apareció en escena un monje dominico bastante radical, Giordano Bruno. Era copernicano, es decir, creía en la visión del sistema solar propuesta por el astrónomo polaco Nicolás Copérnico, según el cual el Sol estaba en el centro del Universo, no la Tierra. Dado que todos los planetas orbitaban alrededor del Sol, la Tierra fue degradada, y tan solo era «un planeta más», ya no era especial. Este modelo heliocéntrico (el Sol en el centro) era contrario a la visión geocéntrica de Aristóteles (la Tierra en el centro), que también era la adoptada de forma oficial por la Iglesia católica. Copérnico sabía que a la Iglesia no le gustaba que le tocasen las narices con herejías astronómicas, así que su teoría no se publicó hasta que falleció.
Giordano Bruno no pensaba de la misma forma. Era intelectualmente valiente, pero algo ingenuo. Conseguía enojar a casi todo aquel que le apoyaba. A pesar de que le persiguieron de una capital europea a otra, estaba dispuesto a ir más allá de los límites tolerados por la Iglesia católica en cuanto a ideas heréticas. Para Bruno, si se aceptaba que todos los planetas, entre ellos la Tierra, giraban alrededor del Sol, también se podía aceptar que las estrellas no eran más que otros soles. A partir de ahí, llegó a la conclusión de que todas las estrellas tenías sus propias familias de planetas que orbitaban alrededor de ellas, y que algunos de esos mundos debían albergar vida al igual que ocurre en la Tierra. La Iglesia, en cambio, opinaba todo lo contrario. Finalmente, los clérigos atraparon a Bruno y lo llevaron ante la tan temida Inquisición. Por toda una serie de razones oficiales, lo declararon hereje, lo llevaron a una plaza de Roma, lo ataron boca abajo a una estaca y le prendieron fuego. Como ya he dicho antes, el debate sobre los extraterrestres fue muy «acalorado» en el pasado.
Unos 80 años más tarde, las discusiones sobre la vida extraterrestre se habían sosegado bastante. En 1687, Isaac Newton puso en marcha la versión moderna de la astronomía con sus leyes sobre el movimiento y su descripción de la gravedad. Por entonces, el modelo heliocéntrico se había impuesto definitivamente: todas las personas con cierta cultura estaban de acuerdo en que el Sol no salía por el horizonte cada mañana. Era el horizonte el que descendía para mostrar el Sol. En este nuevo entorno intelectual, un francés llamado Bernard de Fontenelle escribió, en 1686, Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. En este libro, que tuvo una gran acogida, el autor afirmaba que el Universo estaba repleto de planetas y de vida: «Las estrellas fijas son otros tantos soles, cada uno de los cuales ilumina un mundo». De Fontenelle era, sin duda, un optimista en el tema extraterrestre. Un siglo y medio más tarde, la presentación de la teoría de la evolución de Charles Darwin proporcionó un nuevo marco en el que debatir sobre la vida y los planetas. Dicha teoría armaba con más argumentos a los optimistas en este tema. En la Tierra, la evolución fue capaz de crear vida a partir de roca, agua y energía. ¿Por qué no podía ocurrir lo mismo en otras partes?
Sin embargo, con la entrada del siglo XX, los nuevos descubrimientos en el campo de la astronomía, y no de la biología, daban a entender que la vida podía ser asombrosamente rara. Los astrónomos habían llegado a la conclusión de que los planetas como la Tierra debían de ser muy poco comunes. Según la teoría dominante en 1910 sobre la formación de planetas, para que se formase uno, dos estrellas debían acercarse una a la otra hasta prácticamente colisionar. La atracción gravitacional mutua ejercida por las estrellas mientras se aproximaban arrastraría material de ambas hacia el espacio, y ese material se fusionaría posteriormente para formar un planeta. Pero los cálculos demostraron que las estrellas casi nunca se acercan tanto. Eso significaría que casi nunca se forman planetas. Sin planetas, no hay vida, por lo que, a finales de la década de 1940, la mayoría de científicos pensaban que era imposible que existiera ninguna clase de vida alienígena.
Resumiendo. Llevamos unos 2.500 años haciéndonos la misma pregunta una y otra vez. Durante todo ese tiempo, a lo largo de todas esas generaciones, la pregunta se ha ido modificando ligeramente: ¿es la Tierra el centro del Universo? ¿Existen otros planetas? ¿Ha surgido la vida en algún otro lugar? Sin embargo, en todo este tiempo, lo que no ha cambiado es la falta de evidencias. La cuestión extraterrestre se limitaba a discusiones entre los optimistas y los pesimistas, en ocasiones muy enardecidas.
No obstante, en la trascendental década de 1950, las cosas empezaron a cambiar. Como veremos, fue entonces cuando se dieron los primeros y vacilantes pasos que nos conducirían al establecimiento de una ciencia sobre la vida extraterrestre. Así pues, aunque las preguntas sobre los extraterrestres sean muy, muy antiguas, solo estamos capacitados para responderlas desde hace muy, muy poco. Esa es la historia que contaré en este libro.
¿Hay un Gran Silencio?
Si nos alejamos lo suficiente de la iluminación artificial, el cielo nocturno es sobrecogedor. En las montañas que están lejos de cualquier ciudad, o en pleno desierto, podremos ver las estrellas en todo su esplendor, incluida la franja luminosa de la Vía Láctea que se extiende de un horizonte a otro. Pero la mayoría de nosotros no hemos podido contemplar nunca ese paisaje porque solemos vivir en ciudades contaminadas por la luz que nosotros mismos hemos fabricado. Es curioso que tantos seres humanos del mundo moderno nos veamos privados de esta ancestral experiencia de asombro por culpa de nuestra necesidad de luz artificial. Todos nuestros antepasados sintieron vértigo al contemplar la inmensa negrura del espacio, una oscuridad dotada de una extraña profundidad. Es como si pudiéramos sentir el vacío del espacio, el cual se extiende hasta… algún lugar. Pero, por encima de todo, nos hermanamos con todos esos seres humanos que cuando han podido contemplar un cielo nocturno cristalino han exclamado: «Dios mío, está lleno de estrellas».
Es precisamente esa sensación visceral que nos invade cuando observamos el cielo nocturno y su aparentemente infinito número de estrellas la que ha impulsado gran parte del longevo debate de nuestra especie sobre la existencia de vida extraterrestre. ¿Cómo es posible que estemos solos en el cosmos cuando puedo ver que existen tantos lugares en los que podría nacer la vida? Pero este argumento no es de gran ayuda si lo que pretendemos es poner en marcha una auténtica ciencia sobre la vida extraterrestre. ¿Cómo podemos saber, por ejemplo, cuántas estrellas hay de cara a averiguar si ha surgido vida en otro planeta? Y en ese caso, ¿cuándo y cómo ha ocurrido? Para hacer ciencia, necesitamos plantear cuestiones específicas con las que elaborar un programa de investigación concreto. Sin estas preguntas, los argumentos se vuelven demasiado dispersos. Es difícil incluso saber si nos estamos acercando a una posible respuesta.
Cuando el siglo pasado se acercaba a su ecuador, la astronomía y la física habían progresado lo suficiente como para ser capaces de afrontar, de forma científica, cuestiones relevantes sobre la vida extraterrestre inteligente (es decir, sobre las civilizaciones tecnológicas extraterrestres)*. Aunque la primera pregunta de este tipo se planteó por accidente, lo que realmente importa es cómo se originó, más que el impacto que tuvo. La primera vez que alguien planteó un problema bien formulado sobre las civilizaciones alienígenas interestelares fue Enrico Fermi con su conocida paradoja. Junto con la ecuación de Drake, ideada diez años más tarde y de la que hablaremos en el siguiente apartado, puso la guinda a la extraordinaria década de 1950.
Enrico Fermi era el tipo de genio del que siempre hablaba el resto de genios. Podía detectar al instante la clave de problemas científicos que dejaban desconcertados a sus compañeros. Y esto es exactamente lo que ocurrió con la cuestión de las civilizaciones alienígenas. Al final de una mañana de 1950, Fermi y algunos de sus compañeros se dirigían a almorzar en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, en aquella época, el principal laboratorio de armamento nuclear de Estados Unidos1. La conversación derivó hacia los avistamientos de ovnis, cuya primera oleada moderna había comenzado apenas tres años antes. Aunque los científicos se mostraban muy escépticos ante la posibilidad de que los ovnis tuvieran algo que ver con los aliens, empezaron a preguntarse cuáles eran las posibilidades reales de que existieran civilizaciones extraterrestres, debatiendo incluso sobre los detalles técnicos relacionados con la propulsión interestelar. Algo habitual cuando comen juntos los físicos. Al cabo de un rato, la conversación se desvió hacia otros temas y todos se limitaron a disfrutar del almuerzo. Sin embargo, poco después, Fermi soltó lo siguiente: «Pero ¿dónde está todo el mundo?».
En pleno almuerzo, Fermi se dio cuenta de lo siguiente: si existieran muchas civilizaciones alienígenas tecnológicamente avanzadas, ya deberían estar en todas partes, incluso en la Tierra. Es una idea sencilla que provoca que el asombro que sentimos al observar las estrellas sea aún mayor. Si la vida surge fácilmente en otros planetas y evoluciona hasta la aparición de seres capaces de construir una civilización avanzada, se preguntaba Fermi, ¿por qué no habían aterrizado los extraterrestres ya en Times Square y se habían dado a conocer? ¿Por qué no estaban ya paseando por aquí y charlando con nosotros por la calle o, quién sabe, haciéndose con el Gobierno? Fermi sabía que, si la vida extraterrestre fuera común, los aliens ya deberían estar aquí. ¿Cómo lo sabía? La respuesta es sencilla (una vez que alguien como Fermi te la explica).
La lógica de su razonamiento era más o menos esta: nada puede viajar a una velocidad mayor que la de la luz. Es una ley básica de la física. Eso significa que cualquier nave extraterrestre se desplazaría, en el mejor de los casos, a velocidades ligeramente inferiores. La Vía Láctea está formada por miles de millones de estrellas y abarca, de un extremo a otro, unos 100.000 años luz. Si dividimos la distancia (el tamaño de la Vía Láctea) por la velocidad (supongamos que las naves se desplazan a una décima parte de la velocidad de la luz, algo factible si ya se están moviendo por la galaxia), se obtiene la respuesta que se necesita para responder a la pregunta de Fermi. Una civilización tecnológicamente avanzada tardaría cientos de miles de años en atravesar sistemas estelares (puede que estableciendo asentamientos por el camino) y cruzar toda la galaxia. Dada nuestra corta esperanza de vida (aproximadamente un siglo), puede que cientos de miles de años nos parezcan mucho tiempo, pero la galaxia tiene unos 13.600 millones de años de antigüedad. Eso son muchísimos años más. Si tenemos en cuenta la edad de la galaxia, cualquier especie alienígena debería ser capaz de llegar a cualquier rincón de la Vía Láctea en un abrir y cerrar de ojos cósmico. Sin embargo, no hemos observado señal alguna de su presencia en la Tierra. Si las exocivilizaciones tecnológicamente avanzadas fueran comunes, ya deberíamos tener pruebas directas de su existencia.
Esa es precisamente la paradoja: no tenemos pruebas de su existencia. ¿Entonces? Se ha reflexionado mucho sobre esta cuestión. El astrónomo Michael H. Hart publicó un famoso artículo en 1975 sobre la paradoja de Fermi en el que argumentaba que la ausencia de extraterrestres en Times Square implica simplemente que no existen. Para él, la paradoja de Fermi significaba que, en toda la galaxia, solo existe una forma de vida inteligente: la nuestra. Asunto aclarado. Según Hart, el hecho de que haya tantas estrellas y no podamos afirmar de manera fehaciente que hemos tenido alguna visita extraterrestre quiere decir que es muy difícil que existan formas de vida extraterrestre inteligentes. Incluso las formas de vida más sencillas serían extremadamente raras.
Otros científicos, en cambio, no están dispuestos a tirar la toalla. De hecho, existe una gran variedad de artículos científicos cuyo fin es explicar la paradoja de Fermi. Por ejemplo, tenemos la conocida como «hipótesis del zoo», según la cual la galaxia podría estar llena de extraterrestres, pero estos dejan a la Tierra en paz a propósito y nos observan desde lejos, como hacemos nosotros con los animales del zoo. Otra posibilidad, defendida en su momento por Carl Sagan, es que la expansión de las especies extraterrestres en el espacio siempre se acaba deteniendo por falta de recursos. Por esa razón no se llega a poblar la totalidad de la galaxia, y por eso no hay asentamientos alienígenas aquí, en la Tierra.
Hace unos años, formé parte de un equipo de investigación que analizó este tema. Para comprender mejor cómo se podrían expandir los extraterrestres por toda la galaxia, creamos un modelo para simular un asentamiento interestelar. Empezamos suponiendo que una única civilización evolucionaba en un planeta aleatorio que orbitaba alrededor de una estrella igualmente aleatoria de la Vía Láctea. El siguiente paso fue que dicha civilización enviaba naves capaces de cruzar distancias interestelares que se desplazaban a una determinada fracción de la velocidad de la luz. Supusimos que, cuando una de esas naves llegaba a una nueva estrella, su tripulación se establecía en uno de los planetas y construía nuevas naves que enviaría a otras estrellas cercanas. De este modo, podíamos «observar» cómo una única civilización iniciaba un proceso de creación de asentamientos que se iba expandiendo por toda la galaxia. Tal como predijo Fermi en aquel día de 1950, nuestras simulaciones demostraron que, en unos cientos de miles de años o, en el peor de los casos, unos pocos cientos de millones de años (un corto espacio de tiempo si lo comparamos con la edad de la Vía Láctea), esa civilización habría colonizado toda la galaxia. Nada, ni siquiera las supernovas (explosión de una estrella), que esterilizan partes de la galaxia, podrían frenar la expansión. Incluso si una supernova creara una «zona muerta» de planetas deshabitados, las naves colonizadoras situadas fuera de ella la ocuparían de nuevo. En nuestro modelo, la ola de expansión nunca se detuvo. Sagan estaba equivocado.
Sin embargo, nuestros modelos ofrecieron una solución a la paradoja de Fermi. La historia de la Tierra nos ha enseñado que las civilizaciones no duran eternamente. Las civilizaciones extraterrestres podrían fracasar y desaparecer por razones que no comprendemos, como la política, las guerras, las enfermedades y las catástrofes naturales como las supernovas. También podrían desaparecer por causas que desconocemos o que nunca hemos visto, como superparásitos subatómicos que conviertan las tecnologías digitales en zombis asesinos. (Me lo acabo de inventar. Que alguien me sujete la copa mientras llamo a Hollywood para venderles la idea).
La cuestión es que, si en nuestras simulaciones permitíamos que los asentamientos acabaran muriendo a un ritmo constante, aparecía un nuevo efecto. Aunque en un momento dado hubiera muchos aliens dando vueltas entre las estrellas, el hecho de que los planetas colonizados acabaran sin vida significaba que siempre aparecían agujeros en el mapa de la galaxia habitada. Si se daban las condiciones adecuadas, es decir, que las estrellas estuvieran lo suficientemente lejos unas de otras, esos agujeros no se rellenaban hasta pasado mucho tiempo. De esa forma descubrimos que zonas relativamente grandes del espacio se podían quedar con muy poca población durante millones de años. Si nuestro sistema solar estuviera en una de esas zonas deshabitadas (un lugar que se encontraba vacío durante el ascenso relativamente reciente de nuestra especie), tendría sentido que no hubiéramos recibido visitas extraterrestres. Pero también significaría que podrían estar en camino.
Evidentemente, para quienes creen que los ovnis son naves que portan visitantes extraterrestres no hay ninguna paradoja que resolver, pues ya están aquí. Pero, en ese caso, la cuestión sería saber por qué se esconden (casi siempre). Como veremos en los siguientes capítulos, si damos por hecho que los ovnis portan extraterrestres, hay que explicar por qué siempre intentan esconderse y por qué lo hacen tan mal.
Cuando, en pleno almuerzo, Enrico Fermi tuvo esa revelación, no podía saber lo importante que esta llegaría a ser. Su paradoja ha perseguido a los científicos y a cualquiera que, desde entonces, haya intentado reflexionar sobre la posible existencia de civilizaciones extraterrestres. Aunque puede ser frustrante e incluso deprimente, la paradoja está detrás de muchas reflexiones sobre la búsqueda de inteligencia extraterrestre, ya que ha proporcionado a los científicos una pregunta bien formulada sobre la que trabajar. Eso significa que es muy importante que cualquier persona que esté interesada en la astrobiología, las tecnofirmas o los ovnis entienda qué es y qué dice la paradoja de Fermi. Pero es igual de importante saber qué es lo que no dice.
La paradoja de Fermi no nos dice que no haya vida extraterrestre en el Universo. Solo cuestiona por qué los extraterrestres no están aquí, en la Tierra, ahora mismo. No dice nada sobre nuestra búsqueda de señales de civilizaciones alienígenas en planetas lejanos.
Trataré de explicarme.
Es posible que haya oído hablar a alguien sobre el SETI y el Gran Silencio. Esas personas dicen que hemos rastreado todo el cielo con radiotelescopios durante más de 80 años y que jamás hemos captado un mensaje, una señal o una transmisión de televisión aleatoria emitida por extraterrestres. Pero eso es completamente falso. La realidad es que apenas hemos empezado a buscar. Existe la idea errónea de que, cada noche, astrónomos de todo el mundo sondean las estrellas con sus radiotelescopios en busca de señales alienígenas. La realidad es mucho más sencilla y triste. El programa SETI siempre ha carecido de fondos. Aparte de unos pocos entusiastas solitarios que han buscado en algunos lugares, la verdad es que no se ha trabajado mucho en este tema. La mayor parte de la búsqueda que es necesaria, abrumadora por su inmensidad, aún está por hacer.
Para poder buscar como es debido, los observadores del SETI deben analizar toda una serie de parámetros. En primer lugar, hay muchas estrellas en las que fijarse. Después, tienen que decidir en qué frecuencia de radio buscar. Luego está la cuestión de cada cuánto hay que observar esa estrella. ¿Cada día? ¿Cada segundo? La lista es más larga, por lo que es muy difícil hacer un seguimiento para saber quién ha observado qué. En 2018, Jason Wright y sus compañeros de la Universidad de Penn State intentaron hacer precisamente eso. Trabajando sobre una idea de Jill Tarter, analizaron todas y cada una de las búsquedas realizadas por el programa SETI. Querían saber cuál era la proporción real analizada de una forma completa y sistemática. Su conclusión fue bastante sorprendente. Imaginemos que el Universo que los investigadores del SETI deben explorar ocupa lo mismo que todos los océanos de la Tierra. En ese caso, podemos decir que el equipo de Wright descubrió que, hasta el momento, la cantidad de agua analizada es la que cabe en una bañera de hidromasaje. ¿Tendría sentido decir que en el océano no hay peces después de haber analizado solo esa cantidad de agua?
La moraleja de esta historia es que existe una paradoja de Fermi directa, pero no una indirecta. ¿Por qué los extraterrestres aún no se han asentado en la Tierra? Usted mismo puede proponer su respuesta favorita, ya que esa pregunta es la paradoja de Fermi directa. Existe un amplio abanico de respuestas, desde «los extraterrestres no existen» hasta «son los ovnis, tío». Pero si queremos plantearla de forma indirecta, es decir, preguntarnos si existen pruebas de vida alienígena en planetas lejanos, la respuesta es muy sencilla. No existe tal paradoja de Fermi. Simplemente, todavía no hemos buscado las pruebas. Hasta ahora. Por todas las razones que explicaré en los siguientes capítulos, la búsqueda se está acelerando. Estamos preparados. Podemos hacerlo y vamos a hacerlo.
Formular las preguntas adecuadas
Los optimistas en el tema extraterrestre observan el cielo nocturno plagado de estrellas y están completamente seguros de que, si la vida surgió en la Tierra, eso mismo puede suceder en cualquier otro lugar. Dado que existen tantas estrellas, ¿por qué deberíamos ser únicos? En cambio, a los pesimistas no les impresiona el cielo nocturno porque están convencidos de que las probabilidades de que no surja vida son superiores al número total de estrellas. Después de todo, si compras 1.000 boletos de lotería, pero las probabilidades de que ganes son de uno entre 10.000 millones, lo más probable es que no te toque.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, los optimistas y los pesimistas se han enfrentado sin tener más armas que afirmaciones basadas en opiniones personales. Pero la ciencia no se basa en opiniones, sino en investigaciones. Para que la cuestión de la vida extraterrestre progresara científicamente, alguien, en algún lugar, tenía que dar a ambas partes algo con lo que trabajar. La paradoja de Fermi proporcionó a los científicos una pregunta, pero no un plan. Alguien tenía que proporcionárselo para que pudieran seguir adelante. Una vez que lo tuvieran, podrían crear un programa de investigación cuyo objetivo fuera buscar pruebas de la existencia de vida extraterrestre.
Esa persona resultó ser Frank Drake, radioastrónomo del Medio Oeste de voz amable cuya valentía solo era igualada a su creatividad. Su punto de vista sobre la ciencia relacionada con la búsqueda de inteligencia extraterrestre quedó plasmado en una sencilla ecuación que formuló hace más de seis décadas. Con ella, cambió radicalmente nuestra forma de pensar sobre la vida en el cosmos y sobre cómo buscarla. La ecuación de Drake, que es como se denomina ahora, sigue siendo la fórmula más importante de la astrobiología.
Se le ocurrió en 1961, poco más de un año después de que él mismo lanzara la primera búsqueda científica de vida extraterrestre utilizando un radiotelescopio en el Observatorio Green Bank, en Virginia Occidental. A sus treinta y pico años, le preocupaba que su interés en la vida extraterrestre no le hubiera proporcionado nada más que burlas por parte de sus compañeros. Aunque con esa búsqueda inicial no obtuvo el tipo de elogios que uno espera de sus colegas, recibió una importante llamada de la Academia Nacional de Ciencias (NAS, por sus siglas en inglés). Al otro lado del teléfono estaba J. Peter Pearman, y su deseo era que Drake dirigiese un seminario sobre, mira por dónde, «comunicaciones interestelares».
Pearman y la NAS querían averiguar si era posible que fuéramos capaces, en un breve periodo de tiempo, de enviar y recibir señales de civilizaciones extraterrestres. Contento por saber que alguien más estaba interesado en la vida alienígena, Drake aceptó la oferta y empezó a organizar la reunión. Pearman y él invitaron a ocho investigadores, entre ellos el prestigioso astrónomo Otto Struve; el bioquímico Melvin Calvin, quien poco después recibiría el premio Nobel; el especialista en el lenguaje de los delfines John Lilly y un joven y ambicioso astrofísico llamado Carl Sagan. A medida que se acercaban las fechas del seminario, Drake empezó a confeccionar un orden del día para guiar el debate, pero incluso una tarea tan aparentemente sencilla como esa acabó siendo compleja. ¿Cómo organizar un debate científico sobre un tema que nunca se había tratado científicamente? Fue precisamente pensando en ese problema cuando a Frank Drake se le ocurrió su famosa ecuación.
Su primer paso fue definir explícitamente la pregunta. ¿Qué era lo que querían averiguar los científicos presentes en la reunión? Con cierta ingenuidad, se podría pensar que la pregunta clave era: ¿existen civilizaciones extraterrestres? Pero esa pregunta no permitía profundizar en el tema y averiguar qué pasos (el plan de investigación fundamental) había que dar para encontrar una respuesta. A los científicos les encanta tener un plan, por lo que Drake propuso otra pregunta diferente. En lugar de preguntar si existen o no los aliens, simplemente preguntó: ¿cuántos hay ahí fuera? Era una modificación pequeña, pero lo cambió todo.
La pregunta científica de Drake era exactamente esta: ¿cuántas civilizaciones tecnológicamente avanzadas existen en la galaxia de la Vía Láctea? Para Drake, tecnológicamente avanzada significaba que dicha civilización poseía radiotelescopios que podían utilizar para entablar comunicaciones interestelares. Sí, lo sé, es una forma bastante limitada de definir lo que es una civilización, pero servía para un propósito concreto: descomponía la pregunta en subpreguntas más precisas. Al resolver cada una de ellas, el plan de los científicos se podía determinar mejor. De esa forma, paso a paso, los investigadores se iban acercando cada vez más al ansiado número de civilizaciones tecnológicamente avanzadas, al que llamaremos N.
Discutir cada subproblema por separado también proporcionó a Drake el orden del día que había que seguir en su seminario. Los científicos analizan mejor una cuestión si esta se puede expresar matemáticamente, así que Drake combinó todos esos subproblemas en una única fórmula:
N = R* ∙ fp ∙ ne ∙ fl ∙ fi ∙ fc ∙ L
Lo que nos dice esta ecuación en palabras es lo siguiente (si lo va a decir en voz alta, coja aire, va a ser una oración larga): el número de civilizaciones alienígenas que podemos detectar en la galaxia (N) es igual al número de estrellas que se forman cada año (R*), multiplicado por la fracción de esas estrellas que tienen planetas orbitando a su alrededor (fp), multiplicado por el número de planetas en cuyo entorno podría surgir vida (ne), multiplicado por la fracción de esos planetas en los que realmente surgió vida (fl), multiplicado por la fracción de esos planetas en los que ha evolucionado una forma de vida inteligente (fi), multiplicado por la fracción de todos esos seres inteligentes que son capaces de crear civilizaciones tecnológicas (fc), multiplicado por la vida media de esas civilizaciones (L).
Ya puede respirar.
La ecuacioncita de Drake, escrita en una pizarra hace más de 60 años, se convirtió en la base de todo análisis, no solo sobre la vida alienígena inteligente, sino sobre la vida alienígena de cualquier clase. Ha aparecido en una enorme cantidad de artículos científicos y libros de texto, se ha estampado en camisetas, se ha comentado en películas y programas de televisión y se ha convertido en el tema de debate de innumerables podcasts y vídeos de YouTube.
Entonces, ¿qué es lo más importante de la ecuación? ¿Qué nos dice realmente sobre la existencia de vida alienígena en el cosmos, y por qué ha sobrevivido tanto? La respuesta es la evolución. La ecuación de Drake refleja con toda claridad que la aparición de civilizaciones tecnológicas es un proceso cósmico que parte de lo más sencillo para alcanzar una enorme complejidad. Para verlo, repasemos los siete términos de la ecuación, de izquierda a derecha.
El primer término, R*, tiene que ver con las estrellas, algunas de las primeras «estructuras» que evolucionaron en el cosmos. Justo después del big bang, hace unos 13.800 millones de años, el Universo era bastante sencillo. Solo existían unos pocos tipos diferentes de partículas perfectamente mezcladas en una sopa homogénea de gas primordial. Las estrellas fueron una de las primeras grandes «cosas» que evolucionaron a partir de ese estado inicial. Al empezar con el número de estrellas que se forman cada año, la ecuación de Drake reconoce que estas son el primer peldaño del Universo en la escalera que conduce de la simplicidad a la complejidad de las civilizaciones tecnológicas.
El segundo término de la ecuación tiene como protagonistas a los planetas. En la escalera de la complejidad, los planetas están un peldaño más arriba. Seguramente, para que surja la vida, la química solo puede obrar su magia en sus superficies o en sus océanos. Pero cuando Drake escribió su ecuación, nadie sabía si existían planetas más allá de nuestro sistema solar. Era muy posible que nunca surgieran esos planetas. Por esa razón, el segundo término de la ecuación de Drake expresa la probabilidad de que cualquier estrella dada tenga planetas (fp). Si el valor de fp fuera cercano a cero, entonces los planetas serían algo extraordinario y un cuello de botella en el proceso de creación de vida.
Sin embargo, cuando se trata de proporcionar las condiciones idóneas para que surja la vida, no todos los planetas son iguales. Mercurio está tan cerca del Sol que su superficie está siendo bombardeada continuamente por la radiación solar. La temperatura de su superficie alcanza los 370 ºC. Es muy difícil imaginar cómo podría surgir la vida en un horno como ese. En cambio, en los planetas congelados situados en la parte más exterior del sistema solar sucede todo lo contrario. Las temperaturas allí son tan bajas que las bioquímicas implicadas en la aparición de la vida carecerían de la energía necesaria para construir algo parecido a una célula (es decir, algo complejo). Esa es la razón por la que el tercer término de la ecuación de Drake es ne, la proporción de planetas apropiados para la vida por cada sistema solar. Es decir, planetas situados en la zona en la que la temperatura superficial no es ni demasiado caliente ni demasiado fría. Es la conocida como zona habitable.
Con los siguientes tres términos es cuando la cosa se pone realmente interesante. La vida no se parece a ningún sistema físico del Universo. Gracias a los procesos de la evolución darwiniana, la vida es creativa. Por esa razón aparecen nuevas formas, algo que ni las estrellas ni los cometas ni los agujeros negros podrán hacer. ¿De dónde demonios salieron los canguros? Son como extraños conejos gigantes que pueden darte un buen tortazo. Es un proceso ajeno a cometas y agujeros negros. Pero, gracias a la evolución, a partir de criaturas unicelulares aparecidas hace miles de millones de años, surgieron en la Tierra multitud de especies. Entre ellas los canguros.
Sin embargo, lo primero que debe «inventar» la vida es a sí misma. Por esa razón, la formación de vida es una especie de big bang, gracias al cual el Universo crea complejidad.
El cuarto término de la ecuación de Drake tiene que ver con el proceso llamado abiogénesis. Es un nombre bastante sofisticado que significa que la vida debe formarse de algún modo a partir de materia inerte (es decir, de sustancias químicas). Una vez más, Drake lo expresa en términos de probabilidades, ya que fl es la probabilidad de que surja la vida en un planeta de la zona habitable elegido al azar.
Después de la abiogénesis, Drake se centra en la evolución de la inteligencia, un proceso que en la Tierra ha sido muy lento. La vida apareció en la Tierra hace al menos 3.500 millones de años. Los primeros animales no surgieron hasta casi 3.000 millones de años más tarde (hace unos 500 millones de años) y el primer asomo de inteligencia animal no surgió hasta que el tamaño del cerebro aumentó y pasó a ser similar al que tenían los dinosaurios hace unos 100 millones de años. Si optamos por la versión más conservadora, podríamos decir que, para que surgiera y empezara a evolucionar la inteligencia, hubo que esperar a que aparecieran los mamíferos de mayor tamaño. Drake expresa la cuestión de la inteligencia con el parámetro fi, que representa la probabilidad de que, una vez que surge la vida, esta siga evolucionando hasta dar lugar a seres como los simios, los delfines o los dinosaurios inteligentes. ¿Por qué es tan importante? Bueno, se necesita que en ese planeta viva alguna especie inteligente para que se pueda dar el siguiente paso, conseguir algún logro tecnológico del estilo de un radiotelescopio.
Para construir radiotelescopios, la especie inteligente en cuestión debe desarrollar formas de cooperación a gran escala. Debe ser capaz de desarrollar los mecanismos necesarios para crear y almacenar conocimientos sobre su mundo. Luego debe utilizar ese conocimiento para extraer y refinar recursos a gran escala. En resumen, estas formas de vida inteligente deben desarrollar lo que definimos como civilización. Está claro que Roma, la China de la dinastía Tang y los aztecas fueron civilizaciones muy complejas, pero no eran del tipo requerido por Drake. Se centró en los radiotelescopios porque, en el tema de la vida extraterrestre, solo nos interesan las civilizaciones que hayan alcanzado, por lo menos, un nivel de desarrollo similar al nuestro (recuerde que Drake estaba pensando en la comunicación interestelar). En su fórmula, Drake expresa este paso evolutivo con fc, que corresponde a la probabilidad de que, una vez que ha surgido una especie inteligente, esta cree una civilización tecnológicamente compleja capaz de construir dispositivos con los que enviar mensajes a través de las increíbles distancias que separan unas estrellas de otras.
El último término de la ecuación de Drake se centra en algo que supera el conocimiento que de momento atesoramos. Puede que no sepamos con qué frecuencia surge en los planetas una forma de vida que evoluciona hasta convertirse en una especie tecnológica, aunque sí sabemos que eso ha ocurrido al menos una vez. Pero ¿cuánto dura, por término medio, una civilización tecnológica como la nuestra? Solo hace un par de siglos que jugamos en la liga de las civilizaciones industriales, y solo un siglo que disponemos de radiotecnología. Entonces, ¿nos quedan miles, o incluso millones, de años por delante? ¿O desapareceremos dentro de un siglo? Quizá otras especies nunca serían tan idiotas como para inventar armas nucleares. Probablemente, otras especies no serían tan estúpidas como para no darse cuenta de que han desencadenado un cambio climático en el planeta y de que son las responsables de la desaparición de la mayor parte de la flora y la fauna. Por otro lado, puede que la mayoría de las especies sean más idiotas que nosotros. Tal vez sean tan mezquinas, agresivas y egoístas que en menos de un siglo se hayan eliminado a sí mismas del tablero galáctico. Estas son las preguntas que esconde el factor final de la ecuación de Drake, la duración media de una civilización. Por lo tanto, L es la vida promedio de las civilizaciones que pueda haber en la galaxia.
Al plantear la cuestión de la forma en que lo hizo Drake, se inició el camino para hallar el valor de N, el número de civilizaciones con las que los humanos podrían comunicarse. Hay que recalcar algo importante. Cuando Drake escribió su fórmula (hace más de 60 años) solo se conocía el valor de uno de los términos: el número de estrellas que nacían cada año. Ahora sabemos con certeza que fp es igual a uno, es decir, que casi todas las estrellas que vemos en el cielo tienen planetas orbitando a su alrededor. También sabemos que ne es aproximadamente 0,2. Una de cada cinco estrellas alberga un planeta que se encuentra en la zona habitable, es decir, en la zona en la que puede surgir la vida. El hecho de que ya conozcamos los valores de fp y ne es bastante sorprendente. Demuestra que, solo en las últimas décadas, hemos avanzado enormemente en una cuestión que nos planteamos hace más de 2.500 años.
¿Cómo funciona la ecuación de Drake? Para empezar, primero obtenemos los valores de cada término realizando mediciones, construyendo una teoría o simplemente haciendo conjeturas. Luego multiplicamos todos esos factores para obtener el valor de N, el número total de civilizaciones avanzadas presentes en la Vía Láctea. Escojamos algunos números y veamos qué ocurre.
Ya conocemos los valores de R*, fp y ne, por lo que seamos optimistas respecto a los demás factores y supongamos que la probabilidad de cada uno de ellos es 1,0 (es decir, en cada planeta de la zona habitable surge la vida, y esta evoluciona hasta dar lugar a una especie inteligente capaz de crear una civilización). Seamos también optimistas respecto a la vida media de dicha civilización y adjudiquemos a L un valor de 1.000 millones de años. Si lo multiplicamos todo, vemos que N es igual a 200 millones de civilizaciones en nuestra galaxia. Son muchísimas. En la Vía Láctea hay unos 400.000 millones de estrellas, por lo que tendremos que observar unas 2.000 estrellas al azar antes de encontrar una que tenga un planeta habitado por una civilización. Esos valores están dentro de las posibilidades actuales de nuestra tecnología.
Por otro lado, si optamos por un cálculo pesimista, podemos adjudicar a cada valor una probabilidad de, por ejemplo, uno entre 1.000. También podemos suponer que la vida media de una civilización tecnológica es de tan solo 500 años. Dado que tenemos radio desde hace 100 años, solo nos quedan unos 400 hasta que nos llegue nuestro armagedón, así que aproveche el tiempo. Si introducimos todas esas cifras en la ecuación de Drake, obtenemos un valor de N = 0,3. Es decir, ni siquiera una civilización en toda la Vía Láctea, por lo que podemos decir que es una galaxia estéril. Pero nosotros existimos, así que sabemos que esta estimación pesimista es, como mínimo, algo errónea.
¿Cuál de los dos cálculos es el más correcto? No podemos saberlo de momento, pero la ecuación de Drake permite, tanto a los optimistas como a los pesimistas, ver exactamente en qué aspecto concreto están siendo optimistas o pesimistas. Les permite entender las cuestiones científicas concretas asociadas a este tema: el número de planetas que hay en la zona habitable, la abiogénesis, la duración de las civilizaciones, etcétera, en las que se apoyan tanto las opiniones pesimistas como las optimistas. Además, gracias a Frank Drake disponemos de un método con el que saber cuán ignorantes somos en este asunto y trazar un plan para dejar de serlo. Su trabajo ha servido de motivación para tres generaciones de astrobiólogos, gracias a los cuales ahora poseemos, por fin, la tecnología necesaria para averiguar, de una vez por todas, cuál es el valor de su ecuación.
Kenneth Arnold ve platillos volantes. El incidente de Roswell. Los informes gubernamentales
La repentina ocurrencia de Fermi respecto a los viajes interestelares y la ecuación de Drake, que proporcionó una base sobre la que crear un programa de investigación, son un ejemplo del surgimiento, durante los primeros años de la Guerra Fría, de una ciencia cuyo objetivo era averiguar si existían vida y civilizaciones más allá de la Tierra. Sin embargo, durante ese periodo, también surgió otro modo de afrontar la cuestión extraterrestre, uno que también influiría profundamente en nuestra forma de pensar sobre la existencia de vida en el Universo. Pocos años antes del famoso almuerzo de Enrico Fermi con sus amigos, los ovnis pasaron a formar parte de la imaginación popular.
El 24 de junio de 19472 era un buen día para volar sobre el noroeste del Pacífico. En Mineral, Washington, el cielo estaba libre de nubes. Era pleno día cuando el piloto aficionado Kenneth Arnold sobrevoló la imponente cima del monte Rainier con su avioneta monomotor para participar en una exhibición aérea que se iba a celebrar en Oregón. Había oído que un avión de transporte del Cuerpo de Marines había desparecido y que se ofrecía una recompensa a quien encontrara sus restos. Arnold decidió dar unas vueltas y echar un vistazo por la zona. No tenía ni idea de que, con ese vuelo, iba a formar parte de la historia de los ovnis.
Mientras observaba el terreno sobre el que volaba, vio un destello de luz azulada. ¿Era la luz del sol reflejándose en otro avión? Se percató de que, a lo lejos, volaba un DC-4, pero no portaba luces parpadeantes. Y entonces reaparecieron los destellos. Esta vez pudo ver de dónde procedían: nueve objetos que volaban en formación diagonal y que se movían al unísono como la «cola de una cometa china». Al ver cómo se inclinaban y giraban, Arnold pensó que se trataba de algún avión militar avanzado. Utilizando los montes Rainier y Adams como referencia, fue capaz de calcular grosso modo la velocidad a la que se desplazaba la extraña aeronave. Según su limitado cálculo, se movían a más de 2.400 kilómetros por hora, casi el doble de la velocidad del sonido. Dado que eso ocurría en 1947, unos pocos meses antes de que Chuck Yeager rompiera la barrera del sonido con un avión experimental, la velocidad que calculó parecía inalcanzable. Arnold siguió a la formación durante un rato antes de que desapareciera definitivamente de su vista. El incidente no duró mucho, pero le dejó con una «sensación de inquietud». Después de aterrizar para repostar, contó lo que había visto a unos amigos en el aeródromo. Lo que ocurrió a continuación influiría para siempre en la historia de los ovnis, e iba a condicionar nuestra forma de pensar sobre ellos y su conexión con los extraterrestres del espacio exterior.
El relato de Arnold se propagó a toda velocidad. Los periodistas del East Oregonian le pidieron que acudiera a la sede del periódico y les diera más detalles de lo sucedido. Les pareció que Arnold era un testigo creíble y un observador muy cuidadoso. Expuso la cronología de los hechos y describió tanto la nave como los movimientos que efectuó. Lo que sucedió después sigue siendo controvertido, pero cuando Arnold explicó que parecía que los objetos se movían como «un platillo cuando lo lanzas horizontalmente sobre la superficie del agua y rebota» desencadenó una serie de acontecimientos que dieron lugar a la que puede ser calificada como la mayor cita errónea de la historia del periodismo.
En el artículo publicado en el East Oregonian, un modesto periódico de la zona, aparecían frases como «aeronave similar a un platillo». Entonces, uno de los periodistas presentó otra historia que fue recogida por Associated Press y, sin saber cómo, la descripción se distorsionó. El relato de Arnold hablaba de una nave voladora con forma de media luna y «alas» que se inclinaban hacia atrás formando un arco. Eso no es lo que otros periódicos extrajeron del cable de Associated Press, que malinterpretaba la descripción de Arnold. Después de eso, el Chicago Sun, un periódico en absoluto modesto, publicó la noticia en portada con un espectacular titular: «Platillos volantes supersónicos avistados por un piloto de Idaho»3.
El artículo del Sun provocó una avalancha. En seis meses, la historia del platillo volante se publicó en más de 140 periódicos de todo Estados Unidos. Y lo que resulta más sorprendente, surgió una auténtica epidemia de avistamientos de platillos volantes por todo el país. Durante los meses posteriores a la publicación de la historia, se avistaron más de 830 ovnis en Estados Unidos y Canadá. Curiosamente, los supuestos testigos dijeron que las naves tenían forma de platillos. Al final del verano de 1947, los «platillos volantes» ya formaban parte del imaginario colectivo.
Pero ¿qué vio realmente Kenneth Arnold ese día? No tengo ni idea, yo no estaba allí. Pero ¿sabe qué? Allí no había nadie más que una persona llamada Kenneth Arnold. Ni yo, ni usted ni nadie más. Esa es la primera lección fundamental que hay que aprender de su relato. La historia de Arnold fue el primer relato público sobre ovnis. Provocó un debate entre creyentes y detractores que sería el elemento esencial de este tema. Los creyentes señalaron el hecho de que Arnold era un respetable hombre de negocios que a la mayoría de personas (incluidos los funcionarios estadounidenses que le entrevistaron más tarde) les parecía un tipo serio y sensato. Eso parece ser cierto. En aquel momento nadie pensó que aquel hombre estuviera tratando de engañarles, y su intento de calcular la velocidad de la nave a partir de la distancia conocida entre las dos montañas demostró que era un piloto experto y un observador reflexivo.
Sin embargo, los escépticos recordaron que al menos uno de los funcionarios había dicho que parecía estar en un estado de excitación (aunque, ¿cómo no iba a estarlo si realmente vio lo que dijo que vio?). Además, presentaron diversas explicaciones alternativas, no alienígenas, a lo que pudo ver Arnold. Por ejemplo, un espejismo provocado por una inversión térmica de la atmósfera, gansos volando alto o incluso un meteoro que se estaba fracturando. Los creyentes respondieron con contraargumentos propios que, según ellos, echaban por tierra esas supuestas explicaciones. Dirían que nunca se habían visto meteoros moviéndose de la forma que describió Arnold. Y los gansos no son conocidos por volar a velocidades hipersónicas. Estas discusiones continuaron hasta que…, bueno, hasta que todos dejaron ya de escuchar al otro y siguieron con sus vidas.
No hay mucho que la ciencia pueda hacer con un único testimonio personal, aunque el testigo parezca creíble. De hecho, como le dirá cualquier policía o psicólogo, el testimonio personal es la prueba más endeble. Se ha demostrado, una y otra vez, que es muy fácil que no sea del todo cierto. De hecho, la memoria puede exagerar detalles que resultan ser falsos o, debido al estado de excitación en el que se encuentran, los testigos pueden pasar por alto cosas que habrían sido esenciales para que su explicación se ciñera más a la verdad. Lo mejor que se le puede decir a alguien como Arnold es «de acuerdo, creo que hablas en serio y que lo que describes es lo que crees que viste». Si eso le parece ser demasiado permisivo, le diré que es mucho mejor que decirle: «Eres un perro mentiroso que cree que me puede tomar el pelo».
Así pues, ¿qué vio Arnold? ¿Eran naves espaciales que viajaban a velocidades que no tenían precedente alguno? ¿Eran aviones militares avanzados que, todavía hoy, más de 75 años después, seguimos sin saber cuáles eran? ¿Se trataba de algún fenómeno natural? No hay forma de saberlo ni de ponernos de acuerdo respecto a lo que sí sabemos.
La segunda lección importante que hemos de aprender de Arnold es a darnos cuenta del inmenso poder que tiene una historia. Arnold vio un platillo volante. Vio el primer platillo volante. Y luego, casi inmediatamente después de que los periódicos llegaran a los quioscos, mucha gente empezó a verlos. Pero resulta que Arnold no vio un «platillo volante». Vio una nave delgada en forma de C cuyo borde trasero se parecía a esas estrellas ninja en forma de murciélago que Batman va lanzando por ahí…, más o menos. Los periódicos citaron mal a Arnold, y por eso la gente veía platillos volantes cuando detectaba algo en el cielo que no sabía qué era. Eso provocó una oleada de avistamientos de platillos después de que se conociera su historia. Un creyente podría argumentar que eso ocurrió porque, hasta ese momento, nadie se había tomado los avistamientos anteriores lo suficientemente en serio como para publicarlos. Pero para los escépticos, la avalancha de avistamientos de platillos que se produjo tras la publicación del testimonio de Arnold, cuando la verdad es que no vio ninguno, hace que dudemos de todos esos nuevos relatos, especialmente porque aparecieron en masa. Eso no significa que esas historias individuales sean falsas; solo significa que hay más paja que grano.
El avistamiento de Arnold introdujo un componente crítico en nuestra forma de pensar sobre los alienígenas. Fue la primera historia real sobre ovnis (en este caso, un platillo volante), y la idea de que podía haber vida interestelar tecnológicamente avanzada aquí y ahora empezó a filtrarse en la consciencia colectiva. Independientemente de lo que usted crea, el hecho de que los ovnis portadores de extraterrestres pasaran a formar parte tan rápidamente de la cultural global ha tenido un profundo (y en su mayoría negativo) efecto en la búsqueda científica de vida más allá de la Tierra. Como veremos, la forma en la que los ovnis aparecieron en nuestra cultura y la manera en que abordamos el tema, tanto dentro como fuera del Gobierno, no ayudaron en nada a entender qué eran realmente dichos objetos. Básicamente, Arnold puso en marcha, de forma involuntaria, un espectáculo lamentable, y el ejemplo más desastroso de todos es el de Roswell, Nuevo México. Una de las razones que justificó que los científicos serios se mantuvieran alejados del tema ovni y de la cultura que los rodea fue la locura ocurrida en Roswell, donde se juntaron creyentes auténticos, charlatanes y estafadores.
Estos son los hechos básicos de este caso*. El 14 de junio de 1947, mientras cruzaban en coche el rancho en el que trabajaban, W. W. «Mac» Brazel y su hijo encontraron un montón de escombros compuesto por tiras de goma, papel de aluminio y palos4. Brazel no tenía en casa ni teléfono ni radio, por lo que desconocía la historia de Arnold y su platillo volante, sucedida la semana anterior. Pero después de hablar con gente del pueblo, estableció una conexión entre el revuelo provocado por el platillo y los escombros que vio. Habló con el sheriff local, quien, a su vez, le sugirió que se pusiera en contacto con el aeródromo militar de Roswell (en la actualidad, Centro Aéreo Internacional de Roswell). El Ejército asignó al comandante Jesse Marcel la investigación del caso. Brazel, el sheriff y el comandante Marcel volvieron al rancho y recogieron los restos. Más tarde, Marcel hizo una declaración a la prensa local que se publicó con un titular bastante sorprendente: «Las Fuerzas Aéreas capturan un platillo volante en un rancho de Roswell». Pocos días después de eso, el alboroto generado se aplacó un poco gracias a una declaración oficial del Departamento de Guerra de Washington. Aseguraron que el material encontrado en el rancho de Brazel pertenecía a un globo meteorológico. El periódico local publicó un nuevo titular: «El Ejército desautoriza el disco volador de Roswell que tanto entusiasmo generó». Hicieron algunas fotos de Marcel y los restos. Definitivamente, parecían un montón de palos y goma, no una nave espacial alienígena5.
Y eso fue todo. Allí mismo se acabó la historia, desvaneciéndose con el paso de los días en la oscuridad del olvido. Después de aquello, nadie pensó mucho en Roswell, excepto, por supuesto, los roswellianos.
Treinta años después, se volvió a montar un circo.
A finales de la década de 1970, Roswell volvió a ser el centro de atención gracias a que un investigador especializado en ovnis llamado Stanton Friedman entrevistó varias veces a Jesse Marcel. De ellas dedujo que lo que Brazel descubrió en el rancho eran piezas de un platillo volante. El siguiente paso fue la emisión de un episodio de la serie de televisión titulada En busca de… dedicado a Roswell, los extraterrestres y el supuesto encubrimiento gubernamental. Como un cáncer, la historia de Roswell no dejaba de crecer y evolucionar por sí sola, y cambiaba a medida que se añadían más testigos y se aportaban nuevos detalles.
En 1980, Charles Berlitz y William L. Moore echaron más leña al fuego al publicar el libro titulado El incidente Roswell. Estos autores ya habían cosechado éxitos de menor calado con libros sobre el Triángulo de las Bermudas y el Experimento Filadelfia. Este último trataba, ya saben, de aquella época de la Segunda Guerra Mundial en la que un destructor de la Marina estadounidense quedó atrapado en una curvatura del espacio-tiempo.
La historia de Roswell encajaba a la perfección en su literatura. Según su libro, lo que realmente sucedió en 1947 fue que un platillo que volaba cerca de una zona en la que el Ejército de Estados Unidos probaba armas nucleares fue alcanzado por un rayo. Esta nave, que hasta ese momento había logrado cruzar el espacio interestelar ilesa, quedó gravemente dañada por el impacto y se estrelló en el rancho de Brazel. Todos los aliens murieron. Fue en este libro donde se mencionó por primera vez la presencia de cuerpos alienígenas en el lugar del accidente, un detalle que desempeñará un papel fundamental más tarde. Y lo que es más importante, los autores afirmaron haber entrevistado a decenas de testigos.
El incidente Roswell tan solo fue el primero de toda una serie de libros que intentaban desentrañar lo ocurrido. Cada libro añadía más supuestos testigos y más detalles, incluida la historia del dueño de una funeraria, Glenn Dennis, que tuvo la oportunidad de ver los cuerpos sin vida de los alienígenas. Bueno, tal vez, o tal vez no… En algunos de los libros se decía que hubo más platillos y más extraterrestres, tanto vivos como muertos. Se dijo que dos de estos extraterrestres fueron puestos bajo custodia gubernamental. Algunos decían que incluso el presidente Eisenhower pudo ver los cuerpos.
Todo el relato es muy enrevesado y, lo que es más importante, muy falso, algo que han demostrado en múltiples ocasiones diversos autores. El verdadero problema es que, a pesar de todas las contradicciones, absurdos o bulos que aparecen en estos relatos, la fe de los que creen sigue firme. Para los especialistas que estudian estas cosas, Roswell es un claro ejemplo de cómo nace un mito. Es una historia cuya falsedad no puede demostrarse. Para los que se lo creen seguiría siendo real aunque se pudiera demostrar que no es así.
He mencionado la historia de Roswell porque tuvo un gran efecto en la idea que tenía la comunidad científica sobre los ovnis. Para que algo sea considerado una prueba, los científicos ponemos el listón muy alto. El circo que se montó con lo ocurrido en Roswell causó estupor a cualquiera que no formara parte de la comunidad de creyentes del tema ovni. También sigue proyectando una larga nube negra sobre los debates actuales sobre los FANI. Los científicos serios que quieren abordar el tema, sin ideas preconcebidas sobre qué son realmente esos fenómenos, deben pensárselo mucho antes de entrar en este mundo. ¿Por qué arriesgar su reputación metiéndose en este absurdo berenjenal?
Por otro lado, es cierto que una parte de la historia fue una conspiración. El Gobierno encubrió lo sucedido allí. La historia del globo meteorológico era mentira. Lo que se estrelló en el rancho de Brazel fue un artefacto del proyecto Mogul, un programa experimental que utilizaba globos a gran altitud para espiar las pruebas nucleares llevadas a cabo por los rusos. Lo sabemos porque, en 1997, el Gobierno hizo público un informe completo y detallado titulado The Roswell Report: Case Closed, en el que explicaba detalles del proyecto y el encubrimiento realizado en Roswell.
Mira por dónde, resulta que la vida real tiene sentido del humor.
La oleada de avistamientos de platillos volantes que se produjo en 1947 tras la publicación de la historia de Arnold no pasó inadvertida para el Gobierno estadounidense. Durante las dos décadas siguientes, la gente corriente y los Gobiernos nacionales entraron en un ciclo que se repetía una y otra vez: interés ferviente, informes importantes y, finalmente, expectativas que se desvanecen. Está claro que este ciclo ha vuelto a empezar con la publicación de los ya famosos encuentros de pilotos de la Marina estadounidense con los FANI. El posterior informe gubernamental de 2021 sobre avistamientos de diversos artefactos voladores no identificados reavivó el tema en lugar de apaciguarlo. Tanto es así que, en 2022, la NASA reunió su propio comité de expertos en ovnis/FANI. Para entender todos estos hechos hemos de hacerlo desde la perspectiva adecuada, y para ello debemos analizar la larga historia de informes del Gobierno estadounidense sobre los ovnis. Pero prepárese, que vienen curvas.
Apenas un año después de que, en 1947, se pusieran por primera vez de moda los ovnis, la Administración estadounidense puso en marcha el proyecto Saucer (Platillo) para estudiar el tema. Cuando se dieron cuenta de que el nombre no era nada apropiado, ya que lo que se pretendía era investigar el asunto a fondo para aliviar los temores de la gente, lo rebautizaron como proyecto Sign (Señal). Oficialmente, el objetivo era determinar la naturaleza de los ovnis, es decir, averiguar si eran reales y, en ese caso, si suponían una amenaza para la seguridad nacional. Como verá, el asunto de la seguridad nacional estará muy presente de aquí en adelante. Dará sentido a una gran parte de lo que voy a explicar (si es que algo así puede tener sentido).
Es posible que, dependiendo de su inclinación política, no le resulte sorprendente que los avistamientos y el interés gubernamental surgieran justo cuando la Guerra Fría se estaba recrudeciendo. Estados Unidos estaba inmerso en un conflicto mortal con Rusia en el que el ganador se lo quedaba todo; una contienda en la que las armas secretas de alta tecnología y la guerra psicológica estaban a la orden del día. Todo ello rozaba la paranoia. Cada vez que aumentaba el número de avistamientos de ovnis, y con ello el interés de los medios de comunicación, al Gobierno le preocupaban dos cuestiones. Primero, ¿representaban los ovnis una amenaza? ¿Poseían una tecnología que alguien, terrestre o alienígena, pudiera usar contra la nación? La segunda cuestión iba en una dirección bastante diferente: ¿era el interés por los ovnis una amenaza en sí mismo? ¿Acaso la ansiedad que provocaba este tema en la mayoría de personas podría ser utilizada en contra del país? La respuesta oficial a estas dos preocupaciones explica cómo y por qué la cultura ovni moderna sigue envuelta hoy en día de una perenne y cambiante niebla, llena de conspiraciones.
Dentro del proyecto Sign se produjo una división entre los que pensaban que los ovnis no eran reales y aquellos que creían en lo que pasó a conocerse como la hipótesis extraterrestre o, como la bautizó la autora Sarah Scoles, la dicotomía «es una estupidez frente a son extraterrestres»*. Esa discrepancia tuvo consecuencias de gran alcance. Como parte del proyecto, se redactó (supuestamente) un documento con el grandilocuente título de «The Estimate of the Situation» («Evaluación de la situación»). Según el último administrador del proyecto Sign, el general Edward Ruppelt, la conclusión de ese grueso informe ultrasecreto fue que los ovnis tienen un origen interplanetario6.
¡Vaya! ¿Se redactó un informe gubernamental a principios de la década de 1950 en el que se reconocía que estábamos siendo visitados por alienígenas interplanetarios? Bueno, puede ser, o puede que no. Ruppelt reveló la existencia de dicho informe en un libro escrito ocho años después, pero, a día de hoy, no existe ninguna copia de «The Estimate of the Situation» en el registro público. También vale la pena señalar que Ruppelt fue el primero de una larga lista de antiguos funcionarios gubernamentales y militares partidarios de la existencia de los extraterrestres que escribieron libros en los que se suponía que lo contaban todo.
Finalmente, el proyecto Sign pasó a llamarse proyecto Grudge (Rencor). Lo sé, fue una extraña elección. La conclusión de su informe fue que la mayoría de avistamientos podían explicarse, aunque aproximadamente el 23 % se resistían a una descripción sencilla. Según ese informe, «existe el suficiente fundamento psicológico […] para proporcionar explicaciones plausibles de los avistamientos que no se pueden aclarar de ningún otro modo»7. Es decir, las conclusiones del primer informe gubernamental sobre los ovnis eran las siguientes: (a) no eran reales y (b) no constituían una amenaza para la seguridad nacional. Sin embargo, lo que sí era una amenaza para la seguridad nacional era la histeria potencial que provocaban los avistamientos de ovnis. ¿Es factible, parecía concluir el informe, que la Unión Soviética pueda utilizar como arma el miedo y la fascinación que siente la gente por los ovnis como una forma de control mental (un tema en boga en aquellos días)?
Esa preocupación del Gobierno estadounidense, no por los ovnis, sino por la cultura ovni, pasó al plano político con el infame comité Robertson de la CIA8. La reunión secreta, que duró cuatro días, fue convocada por la agencia de espionaje en 1953. Se centró en las diversas formas en que los ovnis (reales o ficticios) podrían ser utilizados por Rusia para sembrar el caos o incluso para enmascarar un ataque contra Estados Unidos. El informe secreto del comité secreto (desclasificado en 1975) señalaba que los grupos de ciudadanos que se reunían para investigar el tema ovni por su cuenta debían ser vigilados para asegurarse de que no estaban siendo utilizados con fines subversivos. Otra de las conclusiones del informe fue que el Gobierno debía desacreditar públicamente todos los informes sobre ovnis y asegurar a la población que el furor que provocaba este tema carecía de sentido, pues era por algo irreal. Da la impresión también de que el informe parece desacreditar la información oficial sobre avistamientos de ovnis, ya que afirma que «en estos tiempos peligrosos, pueden suponer una amenaza para el funcionamiento correcto de los órganos protectores del cuerpo político»9. Es evidente, pues, que en aquellos días la Administración de Estados Unidos no era muy transparente en este tema.
A finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, nuevas oleadas de avistamientos inundaron la cultura y la política. Washington reaccionó poniendo en marcha el llamado proyecto Blue Book (Libro Azul). Mientras estuvo activo, desde la década de 1950 hasta 1969 se investigaron más de 12.000 casos. De ellos, se consideró que 11.300 se podían explicar por las razones habituales10. Venus, nuestro planeta hermano, puede ser extraordinariamente brillante cuando sale y se esconde. Los aviones pueden parecer inmóviles mientras se acercan al observador hasta que, «de repente», se alejan. En la lista de posibles explicaciones encontramos globos, aves, meteoros y diversos fenómenos atmosféricos. Al final, tan solo 700 avistamientos (alrededor del 6%) no se pudieron explicar. Y en algunas ocasiones se debía a que no se tenía la suficiente información para empezar siquiera a buscar una aclaración coherente.
En 1966, mientras el proyecto Blue Book avanzaba a buen ritmo, surgió otro repunte de avistamientos que provocó la creación de una investigación no militar y a cargo de especialistas (aunque estaba financiada por el Gobierno). Edward Condon, físico nuclear de la Universidad de Colorado, en Boulder, fue el elegido para dirigir el proyecto. El objetivo era afrontar los casos del proyecto Blue Book desde otro punto de vista estrictamente científico y responder así a una simple pregunta: ¿existe algún aspecto del tema ovni que tenga relevancia científica? Por ejemplo, ¿es importante para la ciencia el hecho de que seamos visitados por miembros de una civilización alienígena increíblemente avanzada? Después de dos años analizando los archivos del proyecto en busca de posibles explicaciones, el comité Condon publicó un informe cuya conclusión era que los ovnis no tenían ningún interés para la ciencia. El comité no encontró suficientes razones que les hicieran pensar que, tras los ovnis, existía un nuevo fenómeno ajeno a la física conocida por nosotros. A los pocos meses de su publicación, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia respaldó las conclusiones del comité, razón por la cual el informe Condon se convirtió, de facto, en la respuesta oficial durante las siguientes décadas. Si alguien quería plantear de nuevo alguna cuestión referente al tema ovni para conocer la opinión oficial, era remitido al informe Condon, con lo que se zanjaba el asunto.
Sin embargo, no todo el mundo estaba de acuerdo con esa conclusión, por lo que no tardaron en aparecer dudas sobre la imparcialidad científica del comité. Uno de los que se quejó fue James E. McDonald, respetado físico atmosférico, que criticó duramente el informe. McDonald se mostró categórico al afirmar que el trabajo del comité (y las explicaciones anteriores de la Fuerza Aérea) era, científicamente, muy pobre. Según McDonald, las pruebas importantes de los casos más interesantes no fueron analizadas con el rigor requerido. Además, nunca se buscó a los principales testigos oculares para volverles a tomar declaración. La crítica de McDonald resonaría a lo largo de los años y llegaría hasta nuestros días mientras aumentaban las peticiones de afrontar el tema de los ovnis con una ciencia de más calidad y más rigurosa.
De esta historia de comisiones, comités y programas gubernamentales se pueden extraer un par de conclusiones que merecen la pena. La primera es que solo una pequeña parte de los objetos no identificados vistos en el cielo siguen sin haber podido ser explicados. La otra es que, durante las dos primeras décadas de avistamientos de ovnis, el Gobierno no fue muy franco sobre cuáles eran sus verdaderas preocupaciones. Es perfectamente posible ser escéptico respecto a la relación de los ovnis con los extraterrestres (como es mi caso) y, al mismo tiempo, reconocer que el Gobierno no fue del todo honesto. Tanto si su objetivo era mantener a los soviéticos desconcertados sobre nuestra tecnología como si era mantenerlos desconcertados sobre lo que sabíamos de su tecnología, Washington optó por la desinformación.
Sin embargo, en la década de 1990, cuando la Guerra Fría ya había finalizado, aparecieron nuevos informes gubernamentales que intentaban aclarar lo que no se había explicado durante las décadas de 1950 y 1960. En concreto, en un informe hecho público en 1997 se afirmaba que el Gobierno encubrió lo sucedido en Roswell. Básicamente, decía lo siguiente: «Sí, por entonces mentimos sobre el “globo meteorológico”, porque en realidad se trataba de un programa secreto de detección de armas atómicas llamado proyecto Mogul». Pero eso no impresionó lo más mínimo a los que seguían creyendo que los ovnis eran naves alienígenas. Está claro que el Gobierno se esforzó para que se propagase desinformación sobre los ovnis, aunque solo lo hizo de forma temporal. Fue una consecuencia directa de la paranoica geopolítica de la Guerra Fría. Así que, cuando esa época se terminó, al menos algunos miembros del Gobierno reconocieron el error.
De todos esos informes se puede extraer una conclusión más general que ha seguido siendo válida durante todo este tiempo. La mayoría de avistamientos de ovnis tienen explicaciones mundanas. Pero en la larga historia de avistamientos siempre ha habido un puñado de casos que, cuando se analizan más a fondo, son lo suficientemente extraños como para desconcertarnos. Eso no significa que tengan algo que ver con los extraterrestres, pero sí que merecen que se realice una investigación científica más profunda. El problema es que esa mezcla de ofuscación gubernamental y conspiranoia de los verdaderos creyentes en los ovnis terminó afectando al programa SETI. Como veremos, aquel que era escéptico respecto a este tema se convertía, de manera falaz, en culpable por asociación, algo que, más de una vez, casi acaba con el trabajo científico del programa. Ahora, por fin, gracias a una serie de descubrimientos asombrosos como los exoplanetas, el campo de la astrobiología está saliendo de las sombras.
¡Están aquí!
Si queremos comprender la situación actual de la astrobiología y la búsqueda de vida en el Universo no nos podemos limitar a los descubrimientos científicos. Los avistamientos de ovnis y los informes gubernamentales habían sido algo más que noticias, también estaban cambiando la sociedad. Los científicos son seres humanos moldeados por las culturas en las que crecen. Lo mismo ocurre con los políticos que deciden qué ciencia se financia y con los mandos militares que se preocupan por las amenazas potenciales. Eso significa que, en realidad, existen dos tipos de alienígenas: los que pueden o no vivir en planetas lejanos y los que viven en nuestras cabezas.
Con el inicio de las eras nuclear y espacial en la década de 1950, los aliens empezaron a invadir insidiosamente nuestro espacio mental colectivo y cultural. La verdad es que no opusimos mucha resistencia. En los 70 años que han trascurrido desde lo de Roswell, el tema de la vida extraterrestre se ha introducido en casi todos los ámbitos culturales. Está presente en películas exitosas como las de Marvel y en podcasts como los de Ezra Klein. Si queremos averiguar hacia dónde se dirige ahora la búsqueda científica de vida en el cosmos, debemos desentrañar antes cómo fue posible que esos alienígenas acabaran metiéndose en nuestros cerebros. Se dice que la vida imita al arte y viceversa. Eso es doblemente cierto cuando hablamos de la vida en el Universo. La opinión que tenemos de los extraterrestres está enormemente influida de un modo u otro por aquellos aliens que se instalaron en nuestro imaginario colectivo.
Antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial era muy difícil «encontrar» extraterrestres. Habitaban en revistas de ciencia ficción como Cuentos asombrosos o los seriales cursis de Flash Gordon. No había mucho espacio para ellos ni en el cine ni en la radio (los medios dominantes en aquella época). Sin embargo, la guerra trajo consigo dos acontecimientos muy significativos que hicieron que los extraterrestres pasaran a formar parte de la cultura popular. Primero, después de que la Unión Soviética detonara sus propias bombas atómicas y termonucleares en 1949 y 1953 la aniquilación instantánea de toda la civilización se convirtió en una posibilidad real. Las armas nucleares demostraron que la tecnología tenía un poder casi divino.
Segundo, y puede que más importante que el primero para los alienígenas que habitan en nuestra mente, fue la construcción de potentes cohetes. Los alemanes inventaron los V-1 y V-2 que sembraron muerte y terror en Londres. Cuando durante la década de 1950 la Guerra Fría se recrudeció, tanto Estados Unidos como la URSS se esforzaron en hacer cohetes cada vez más potentes. Desarrollaron Misiles Balísticos Intercontinentales (ICBM, por sus siglas en inglés) que podían lanzar cabezas nucleares hasta el borde del espacio exterior y dejarlas caer sobre objetivos situados a medio mundo de distancia. A estos misiles se les adjudicó un papel prioritario en los programas espaciales de ambas naciones. En 1957, la URSS lanzó el primer satélite artificial, el Sputnik 1, utilizando un ICBM modificado. En 1961, los soviéticos utilizaron el mismo tipo de cohete para poner en órbita al primer ser humano, Yuri Gagarin. En 1962, Estados Unidos por fin se anotó un tanto en la carrera espacial al utilizar un ICBM modificado para llevar la sonda espacial Mariner 2 a Venus. Era la primera misión cuyo destino era otro planeta.
Por un lado, la gente tenía miedo de la incineración nuclear, pero, por otro, era consciente de que se abría la frontera ilimitada del espacio. Era mucho con lo que lidiar. Y, por si fuera poco, en los periódicos empezaban a aparecer informes sobre avistamientos de ovnis. Hollywood estudió el tema y decidió que podían utilizar a los aliens para llenar los cines.
A principios de la década de 1950, los viajes espaciales y los extraterrestres empezaron a convertirse en los pilares de los proyectos de muchos estudios cinematográficos. La mayoría de las películas no serán recordadas por su calidad, tenían presupuestos muy limitados y títulos como El ser del planeta X, La diabla de Marte y La bestia de un millón de ojos. Es más que probable que usted no haya visto ninguna de estas películas, pero yo las he visto todas. He de decir que también se hicieron películas sobre extraterrestres muy bien escritas que tuvieron un gran impacto. Ultimátum a la Tierra contaba la historia de Klaatu, un embajador de otro planeta. Klaatu y su robot guardaespaldas aterrizaban en Washington D. C. con su nave en forma de platillo (por supuesto). Nada más llegar, lanzaban un duro mensaje a la humanidad: «Enmendad vuestro comportamiento violento o alejaos del espacio exterior». La invasión de los ladrones de cuerpos fue la primera película sobre una invasión alienígena. Aunque también era una alegoría sobre el conformismo político (era la época de la caza de brujas de supuestos simpatizantes comunistas). Esta fue la primera versión de una historia muy repetida: aliens infiltrados entre nosotros que cambian de forma. Planeta prohibido, la mejor de todas, nos presenta a una civilización avanzada que cae por culpa de poderosas fuerzas y decide dejar tras de sí su tecnología para que futuras civilizaciones la encuentren y usen. Este tema fue adoptado posteriormente por incontables películas de ciencia ficción, series de televisión y videojuegos, y como soy un friki, no puedo evitar citar algunas: Star Trek, Stargate, The Expanse y la impresionante serie de videojuegos Mass Effect.
A pesar de la abundancia de naves espaciales de cartón y disfraces alienígenas baratos, todas estas películas de gran presupuesto acabaron formando parte de la cultura popular. Consiguieron perdurar de tal manera que han influido en nuestra actual forma de pensar sobre los extraterrestres y las civilizaciones alienígenas.
Por ejemplo, los científicos que, como yo, trabajamos en programas de búsqueda de inteligencia extraterrestre y tecnofirmas tenemos siempre presente el hecho de que, por muy avanzada que sea la tecnología de una civilización, esta puede acabar desapareciendo igualmente. La ciencia ficción creó un conjunto de conceptos e imágenes sobre la vida en el Universo que sigue influyendo, positiva y negativamente, en cómo afrontamos este tema en la actualidad. En primer lugar, ocasionó que la gente fuera consciente de que, algún día, la ciencia sería capaz de responder una serie de preguntas muy importantes sobre la vida alienígena. En algunos de esos casos, las preguntas invitaban a una profunda reflexión. Por otro lado, todas esas terribles películas de serie B sobre extraterrestres consiguieron que todo el asunto pareciese una broma. Así nació el conocido como «factor risitas» («giggle factor»), por el que cualquier mención al programa SETI, las tecnofirmas o incluso la astrobiología provoca incredulidad y risas sarcásticas disimuladas. Como veremos, el «factor risitas» asociado a los «hombrecillos verdes» convirtió al SETI en una dinamita política que casi impidió que siguiera adelante durante 30 años.
Así, cuando usted piensa en un extraterrestre, los aliens que le vienen a la mente no surgieron de la nada. Son el fruto de muchas décadas de sueños culturales colectivos que aparecían en los medios populares. Hay que tener presentes esos sueños mientras intentamos despertar para afrontar la búsqueda de vida alienígena de una forma mucho más científica.