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El tranquilo irreverente

A la mayor parte de las gentes se les hace demasiado honor al decir que profesan esta o aquella religión, pues no conocen ni piden ninguna. 

La religión dentro de los límites de la mera razón, III, 1

 

Este rey sería motivo de una novela como esas que publican los libertinos en Francia: tan falso virtuoso como pecador. Reprime a los que se apartan de las buenas costumbres, pero él mismo es polígamo y tiene amantes, y cree más en los Rosacruces y su mística extravagante que en la religión cristiana de su pueblo. Él es Federico Guillermo II de Prusia. Nacido en Berlín, hombre bien parecido, bon vivant, y no exento de cultura, ya había despertado sospechas por su conducta a su antecesor en el trono, Federico el Grande.

Cuando solo lleva dos años de reinado, no le tiembla su joven mano al firmar, en 1788, un Edicto sobre la Religión (9 de julio), otro Edicto sobre la Censura (19 de diciembre), o al crear en 1791, en Berlín, un órgano de vigilancia y control de la religión cristiana. Tras ello, la revista Berlinische Monatsschrift, plataforma de las ideas ilustradas, tiene que marchar de Prusia e instalarse en Jena. El edicto de julio se refiere indirectamente, entre otros, a Kant, al sostener «que incluso profesores de confesión luterana y calvinista tratan de socavar las verdades fundamentales de las Sagradas Escrituras, y bajo la falsa apariencia de ilustración difunden de forma vergonzosa innumerables errores». Al rey le han llegado noticias de que el viejo filósofo de Königsberg es demoledor con la religión. Más nerviosamente, el edicto de diciembre exige «... poner el necesario coto a los excesos de los actuales ilustradores y de la libertad de prensa que degenera en libertinaje». O se es obediente, o se dimite.

Contribuye a esta manía del rey por la ortodoxia, introduciendo el oscurantismo en su país, el hacerse perdonar sus escándalos sexuales, en especial ante su ministro y confidente Johann Wollner. La vida del rey, por demás de temperamento inseguro, no se entiende sin la de aquel. Sacerdote, luego casado, cercano a la masonería y finalmente jefe de los Rosacruces, Wöllner influye sobre el rey con su mezcla de misticismo y ambición política. El rey le ha nombrado ministro y consejero de Estado con plenos poderes de gobierno. Ya el anterior monarca, Federico el Grande, había avisado que se trataba de un «sacerdote intrigante y desleal».

Los mencionados edictos recogen ahora la inquina de este personaje contra la Ilustración, a pesar de que en Europa triunfan las ciencias experimentales —en el mismo 1788 Lagrange publica la Mecánica analítica—, la Enciclopedia francesa hace treinta años que se sigue editando, y que un joven Mozart compone óperas de tema libertino, como Don Giovanni, de reciente éxito en Praga.

 

 

Uno de los tópicos más comunes sobre Kant es que fue un cumplido creyente cristiano y que toda su filosofía así lo refleja. Que el pietismo, la rama del cristianismo luterano con la que se asocia el personaje, es el arquetipo moral de su filosofía y fija los ideales de su vida, caracterizados por un sentido del deber heredado, por tanto, de su entorno.

Kant creció dentro de una familia, en efecto, pietista. El pietismo defiende la importancia del estudio libre de la Biblia, la fe personal, la del «corazón», y los actos de caridad. El verdadero cristiano es el que se arrepiente de sus faltas y tiene voluntad de renovarse, un «volver a nacer» gracias a su «conversión» del mal al bien.

El pietismo fue fundado por Jakob Spener, autor del libro Pia desideria (1675), y tiene como defensor en Königsberg a Franz Albert Schultz, procedente de la Universidad de Halle, centro impulsor de esta rama del luteranismo. Esta corriente ha sido apoyada por Federico Guillermo I de Prusia para ayudarle a imponerse con sus reformas centralistas sobre la nobleza prusiana, de ortodoxia luterana. La madre de Kant es una ferviente pietista. Envía a su hijo Immanuel, de ocho años, al Collegium Fridericianum de Königsberg, dirigido por el propio Schultz, párroco-pastor de la familia y ahora catedrático de Teología en la universidad de esta ciudad prusiana.

Dicho colegio, fundado en 1703, se encuentra bajo la protección de Federico I. Acoge a niños de familias humildes y no es el preferido de la clase alta de la ciudad. De hecho, el pietismo es considerado poco ortodoxo con la lectura de la Biblia y condescendiente con la nueva cultura de la Ilustración. Sus pastores son tenidos como simples maestros de escuela, en lugar de formados predicadores. En alguna ocasión los más activos defensores del pietismo han llegado a correr peligro físico en la ciudad.

El niño Kant pasa en el colegio ocho años de atmósfera y disciplina pietistas, hasta el punto de que sus padres esperan que estudie para pastor luterano. Su hermano menor, Johann Heinrich, llegará a serlo. Kant renuncia a este destino tan pronto como entra, en 1740, en la universidad. Descargo que puede haber sido facilitado por la muerte de su padre, seis años después. Es probable que el anterior ambiente de ritos y oraciones constantes sea la causa del posterior ánimo refractario de Kant a la religiosidad externa y también, como interpretan algunos, de su desconfianza hacia el papel del sentimiento, tanto en la vida como en la comprensión de la moral. Kant no solo se quiere alejado del pietismo, sino que lo ve más cerca del fanatismo que de la sincera piedad religiosa.

Para su ética, como veremos, de la autonomía de la voluntad, el factor pietista de la «conversión», azuzada por el arrepentimiento, resulta un fenómeno oscuro y dependiente de principios tan poco creíbles como que del mal se puede pasar radicalmente al bien. Pensará Kant que en la naturaleza humana bien y mal se dan en amalgama y que el entendimiento humano no es lo suficientemente potente para conocerlos a fondo y confrontarlos, como hace la ilusión típica del sujeto religioso. Ser pietista entraña, pues, el riesgo de caer en una «servil actitud» moral. En adelante, el pietismo se identificará para Kant solo —pero nada menos— con el recuerdo positivo que guarda del obrar sencillo y sincero de sus padres, así como con la deuda hacia algunos de sus maestros en ciencias y humanidades del colegio de su infancia. El más grande y noble agradecimiento de un intelectual es el que puede tener hacia quienes mejor le enseñaron en su época de formación como estudiante y persona.

Por lo demás, la distancia de Kant con el pietismo y la religión en su forma más convencional se acrecentará a lo largo de la vida. Una distancia que habrá contribuido, por ejemplo, al rechazo, en 1756, a escogerlo como sucesor de Knutzen en la cátedra de Lógica y Metafísica. Kant tendrá que conformarse durante mucho tiempo con ser un profesor asociado —un Privatdozent—, en cuyas concurridas clases no entrará en cuestiones teológicas o religiosas militantes, deteniéndose antes en exponer las obras de filósofos ilustrados como Hume y Hutcheson, recién traducidos, a mitad del siglo, al alemán.

 

 

A todo esto, digamos que, sin ser un hombre religioso, la religión está siempre entre las reflexiones de Kant. Y puesto que estas son las de un pensador racionalista, prácticamente un deísta —el «Dios de la razón»— y un cristiano «de corazón», más que de fe, sus ideas sobre la religión no han cesado de generar comentarios, repulsas y al final la censura sobre ellas.

Se dirá en los seminarios católicos de curas que, si sus estudios no llegan hasta Kant, los seminaristas conservarán la fe, pero que, si entran en su filosofía, la perderán. Kant, «el demoledor». El pensador al que hay que refutar. La meditación kantiana sobre la religión —en un sentido abstracto— recorre casi toda su obra, centrada sin embargo en el estudio de la estructura del conocimiento y en el análisis del fundamento de la moral. El resto gira a su alrededor.

Un joven Kant publica en 1763 El único fundamento posible de una demostración de la existencia de Dios, donde rebate el hasta ahora mayor de los argumentos en favor de la existencia de Dios: si pensamos que Dios es perfecto, como perfecto debe de incluir también su existencia, luego Dios existe. Pero Kant replica: la existencia no es un «predicado», la cualidad de una cosa. Aquel argumento falla. Hay que admitir que Dios es un principio necesario de la razón. No es aún la idea que caracteriza a su pensamiento sobre la religión, pero ya ha introducido en esta la primacía de la razón sobre la fe. Es por ello su primera obra con trascendencia pública, especialmente bien acogida en Berlín. La fe descansa en la razón: no al revés. Cuando una filosofía se identifica con el credo de una Iglesia o esta la hace suya, deja de ser filosofía para pasar a ser otra cosa. En una carta a Caspar Lavater, del 28 de abril de 1775, dice que él no busca en el Evangelio la «razón de su fe», sino una «confirmación de su fe». Esta es una fe racional y, por tanto, libre de un credo y de iglesia. Hay que ser «lo más sincero posible» con ella. Es decir, la fe tiene una condición moral: la sinceridad. Antes de un año le escribe a Christian Wolke (28 de marzo de 1776) que la religión es una simple «ilusión» si de lo que se trata con ella es ante todo de buscar el favor de Dios y de no faltarle. Tal cosa hace imposible que la fe obedezca, como debiera ser, a una «convicción moral».

Mientras tanto, Kant ha podido conversar con creyentes de todo tipo y también de ideas propias, como su vecino de habitación Johann Starck, francmasón, o el filósofo protestante Johann Hamann. Königsberg tiene asimismo habitantes de culto católico y judíos. Y por descontado a Kant no le es indiferente la polémica generada en Prusia en 1785 a raíz del panteísmo, con dos destacados filósofos como protagonistas, Mendelssohn y Jacobi, tras conocerse que uno de los principales inspiradores de la Ilustración alemana, la Aufklärung, se había confesado spinozista. Spinoza, máximo exponente del panteísmo, es considerado en Prusia un «satánico ateo». Mendelssohn afrontará la cuestión del panteísmo, pero Jacobi saldrá al desquite en su libro Cartas sobre la doctrina de Spinoza, oponiendo al panteísmo la «verdadera fe». Por lo cual Jacobi será criticado como «oscurantista».

Ahí media Kant, con un artículo en la Berlinische Monatsschrift de agosto de 1786, escribiendo contra la «rareza» de la posición de Jacobi y el alegato, por otra parte, de Mendelssohn en favor de una «sana razón», sosteniendo que ambas visiones «abren la puerta al fanatismo». Por cierto, en 1763 Kant había competido con Mendelssohn, quedando en segundo lugar en el concurso para contestar a la pregunta planteada por la Academia de Ciencias de Berlín sobre si las verdades de la metafísica y la teología son tan claras como las verdades de la ciencia. En su texto, publicado en 1764 (Investigación sobre la evidencia de los principios de la Teología Natural y de la Moral), Kant siembra la semilla de todas sus posiciones posteriores sobre la cuestión religiosa. En ocasión de la referida disputa sobre el panteísmo, el filósofo continúa manteniéndose en que la religión ha de obedecer a una «creencia racional». Y que esta no solo consiste en creer en ciertos artículos de fe, sino ante todo en la razón, que por sí misma tiene todos los recursos necesarios para poder creer. Más aún: la necesidad de creer, postula al final, es inherente a la razón.

Unos años antes de ese artículo de 1786, Kant ha dejado clara su idea filosófica de la religión en el principal de sus libros, la Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft), de 1781. Dos son sus tesis clave en este asunto. La primera es que las ideas religiosas pueden ser valiosas, pero solo si admitimos que por sí no constituyen conocimiento. La segunda es que todo lo que es esencial en religión se debe reducir a lo que es esencial en moral (B-856) («B» indica la segunda edición de la Crítica). Kant sostiene que querer agradar a Dios al margen de la moralidad racional es pura idolatría. Y en la tercera y última de las Críticas, la Crítica del juicio (Kritik der Urteilskraft), de 1790, asentará la idea de Dios «solo como cosa de fe para la razón pura práctica» (§ 89). Lo demás, el carácter estatutario y ritual de la religión, sobra. En una conversación Kant ha dicho: «No entiendo el catecismo, pero antes lo entendía». Por lo general, se burla de las prácticas religiosas.

Ni ser, por lo demás, decano de la facultad, como es el filósofo en estos primeros años noventa, ni su edad —va hacia los setenta años—, ni la espada de Damocles de la censura, le hacen declinar a Kant su postura ante la religión, que mantiene en dos obras más sin suavizar su posición. Se trata del ensayo Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en la teodicea, de 1791 —«teodicea» es la demostración racional de la existencia de Dios—, y del artículo «Sobre el mal radical en la naturaleza humana», de 1792, el primero de cuatro para la revista Berlinische Monatsschrift. Si el rey de Prusia asevera que la gente debe «esforzarse» en creer, Kant, en el ensayo de 1791, opone a esta improbable misión la fe como una creencia arraigada en la razón moral y siempre —como el santo bíblico Job— desde la «sinceridad del corazón». Pues el vicio capital de la naturaleza humana es la «propensión a la falsedad», la «propensión perversa al engaño disimulado», tan abundante en las cuestiones de fe. Para Kant la mentira es siempre lo peor del hombre y la puerta al mal radical. En el mismo ensayo se pregunta, con cierto sarcasmo, de dónde saldrá la «admiración» que popularmente se tiene por la sinceridad, a no ser que esta «sea la cualidad de la que directamente más alejada se halla la naturaleza humana».

Esos cuatro artículos se recogerán en seguida en el libro de 1792 La religión dentro de los límites de la mera razón (Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft), con una segunda edición en 1794. En esa fecha Kant no está solo en la crítica de la religión. El joven filósofo Fichte publica el mismo año su Crítica de toda revelación, gracias al apoyo de nuestro filósofo. Se corrobora, así, con ambas obras, una línea de filosofía crítica respecto de la religión, iniciada en Alemania con Lessing (La educación del género humano, 1780) y Mendelssohn (Jerusalén, 1783), la cual continúa con el mismo Kant y evolucionará desde el idealismo de Fichte y Hegel hasta el ateísmo de Feuerbach y Marx, más la definitiva estocada del «Dios ha muerto», de Nietzsche, en el libro Así habló Zaratustra (1883-1885, con la edición completa, incluida la cuarta parte, en 1892). 

Para Kant, aunque Dios es incognoscible e indemostrable, solo puede ser un «ser moral» y dentro de los límites de la razón práctica, no de la «revelación» ni de la sola fe (La religión dentro de los límites de la mera razón, IV, 2). Solo una «fe práctica» y cordial, no «teórica» ni creencial, aquella que está sujeta a un credo previo, puede sostener nuestra libre y personalísima confianza en un ser supremo. En su raíz, esta fe práctica hace innecesaria y contraproducente su mezcla con lo doctrinal y su enmarque dentro de lo eclesial. La religión es una experiencia interior, con lo que puede haber muchas «creencias», pero una sola «religión»: la religión moral posible en todo ser racional (III, 1-2). La exterioridad de la religión —santoral, culto, rezo, clérigos— es pura farsa, y para los más inocentes, ilusión.

Y puesto que esta religión personal, sin credo ni templo, tiene como único motivo de fondo la «intención del corazón», obligado es hacer ahora una breve mención del pensador y matemático Blaise Pascal, nacido un siglo antes que Kant, con su propuesta también de una religión personal: «El corazón tiene razones que la razón no entiende», escribió. Para ambos, Dios no es cognoscible por el entendimiento. La fe reposa en el corazón, mientras que Dios permanece escondido, para Pascal, e indemostrable, para Kant.

La diferencia entre ambos está en que según el primero la fe es un don y tiene el concurso de la gracia de Dios, y según Kant se ciñe «dentro de los límites de la mera razón». Según testimonios, en las cenas en casa del filósofo, cuando a este le preguntaban si creía en Dios, respondía que no, pero que lo «postulaba».

 

 

La crítica de Kant a la religión no es vulgar ni apasionada, pero resulta demoledora. El viejo profesor es finalmente censurado y amonestado por sus tesis sobre dicha materia. Como buen filósofo, y además de setenta años, no le debe de extrañar, pero sí le sorprende. Es consciente de su heterodoxia, aunque nunca se opone a que le llamen cristiano.

Un cristianismo que, por otra parte, no ejerce —la buena filosofía no puede ser nunca confesional—, pero que respeta y al que su racionalismo da indirectamente entrada si el mensaje y la conducta cristianas se contienen dentro de la razón práctica. Pero ya hace tiempo que ciudadanos de Königsberg están haciendo a Kant responsable del vaciado de las iglesias en los domingos y hasta de que algunos de sus pastores se estén volviendo kantianos.

Para algunos, Kant es simplemente un ateo y se le acusa de propagar una filosofía peligrosa. Su crítica de la religión se utiliza también como motivo para rechazar en general su filosofía como abstrusa, incomprensible e inútil. Se ha llegado a decir que uno de sus estudiantes se ha vuelto loco a causa de las ideas del maestro y que ha tenido que marchar de la ciudad. Se cuenta también que en la ciudad universitaria de Jena dos lectores se han batido en duelo porque uno ha acusado al otro de haber necesitado treinta años para entender la Crítica de la razón pura y que después no sabe explicarla. A Sócrates, acusado también de subvertir las buenas conciencias, al menos se le entendía mejor. Quizás por ello fue más rápidamente condenado.

Pero ¿cómo condenar a Kant, el principal pensador alemán de la Ilustración y ese vecino anciano y afable de Königsberg? Pues con advertencias personales y al final con la prohibición de algunos de sus escritos. Él mismo ha sabido desde el primer momento que puede ser víctima de los edictos de 1788 sobre la religión y la censura, que hacen peligrar su posición y prestigio. Por ello se mantiene alerta e intenta no provocar. Pero ya tres de los referidos cuatro artículos enviados en 1792 a la revista de Berlín fueron rechazados en junio por la censura. Son los que integran, ya se ha dicho, su libro sobre la religión, de aquel mismo año, obra que tiene que publicar con una autorización de la Facultad de Filosofía de Jena, pues esta ciudad no pertenece a Prusia, que se halla bajo la férula inquisitorial del ministro Wöllner.

Ante la difusión del libro La religión dentro de los límites de la mera razón, este Wöllner envía a Kant, con fecha 1 de octubre de 1794, una carta por orden del rey, en la que se le reprueba por su ignorancia de las Sagradas Escrituras y se le amenaza con la pérdida de su puesto y salario, y hasta con el destierro. Se lee en ella: «Exigimos de inmediato vuestra responsabilidad más concienzuda», y que «en el futuro no incurráis en nada semejante [...] en caso contrario tendréis que esperar inevitablemente disposiciones desagradables si reincidís».

El filósofo, que no teme por su situación económica y acaba de ser nombrado miembro honorario de la prestigiosa Academia de Ciencias de San Petersburgo, se sorprende por tamaña dureza, pero afirma que es inocente en una carta de contestación dirigida al propio rey, el 12 de octubre de 1794. Hace en ella un breve resumen de las ideas contenidas en dicha obra y reitera su carácter estrictamente filosófico, a la vez que expresa su lealtad al país y al monarca, del que espera seguir teniendo «libertad de hacer tales proposiciones». No se excusa ni se retracta, pero promete no seguir publicando más sobre el tema de la religión.

No obstante, tres años después, al final de La metafísica de las costumbres, recuerda que la moral es solo una conducta entre los hombres y no entre el hombre y Dios, cuyos mandamientos son en rigor deberes morales humanos tomados como deberes divinos, no al revés. Otro nuevo desafío de Kant en nombre de la razón.