Ingeniosas adaptaciones
Suave crepúsculo desvaneciéndose hacia la oscuridad en la sabana, al oeste de Sídney, en Australia. La primavera se instala en el apacible cielo de la noche. Por las ramas de una higuera corretea un pósum de cola de cepillo o zarigüeya australiana, se para y se entretiene con un higo maduro entre sus pequeñas zarpas, que parecen manos. La zarigüeya australiana es un marsupial grande, del tamaño aproximado de un gato, con el hocico puntiagudo, la nariz desnuda, grandes orejas y una poblada cola negra. La fruta está madura, deliciosa, y merece la pena pararse a terminarla cuando ya se acerca la noche. De repente, como por arte de magia, se produce un turbulento aleteo, luego unas garras que perforan, un férreo apretón. Tras un fuerte chillido, viene una lucha encarnizada y un fatídico bocado en la garganta. Para el pósum, es el fin. La criatura es devorada al instante, empezando por la cabeza.
Se trata del limpio trabajo de un nínox robusto, el búho más grande de Australia y un depredador magistral. De la palabra depredador «se abusa con frecuencia», escribe el autor J. A. Baker. «Todos los pájaros comen carne viva en algún momento de su vida. No hay más que ver al tordo, ese carnívoro que habita el césped de los jardines, que apuñala gusanos y fustiga caracoles hasta la muerte.» Baker tiene razón, por supuesto. Pero los búhos son algo más, son puros cazadores, implacables, a menudo crueles en sus hábitos alimentarios. El nínox robusto que yo vi estaba en lo alto de un eucalipto, en el jardín botánico del centro de Sídney. Debajo del árbol había unas cuantas heces de consistencia cremosa y una especie de dedo grande y gris de egagrópila rellena de piel y huesos, posiblemente todo lo que quedaba de una zarigüeya o de un murciélago frugívoro. Un búho como ese puede comer la asombrosa cantidad de 250 a 350 pósums de cola de cepillo al año, casi uno al día.

Nínox robusto con un pósum de cola de cepillo o zarigüeya australiana.

Mochuelo de madriguera expulsando una egagrópila.
Lo que hace con la comida es por sí mismo una maravilla. Los pósums de cola de cepillo a menudo los suele destripar en menos de veinte segundos, antes de partir el resto en grandes trozos y devorarlos. Como las zarigüeyas australianas son herbívoras, el búho no aprovecha toda esa vegetación y no es capaz de digerirla. Las presas más pequeñas se las traga enteras. Tal y como ocurre con todos los búhos, las partes indigeribles —piel, huesos, plumas y garras— quedan secuestradas en el estómago, donde se comprimen formando una pelotilla o egagrópila. Esta se queda ahí durante horas hasta que el búho la regurgita empujándola hacia arriba, hacia el esófago, y expulsándola luego por la boca.
Esta asombrosa habilidad para hacer que la comida no digerible suba y sea expulsada, en el sentido opuesto al habitual, se llama «antiperistalsis». Los pterosaurios, unos depredadores voladores de la era de los dinosaurios, también sabían hacerlo. El esfuerzo puede ser un tanto extenuante; de ahí que a veces parezca que los búhos hacen un gesto de dolor cuando escupen una egagrópila. Pero es una parte esencial del proceso digestivo: como la pelotilla bloquea parte del tracto digestivo, normalmente un búho no puede volver a comer hasta que la expulsa.
Los búhos se alimentan de todo tipo de animales. Algunas especies se especializan, como los búhos pescadores de Ceilán, que son casi exclusivamente piscívoros, y los autillos flamulados, que comen sobre todo insectos. Algunos, como las lechuzas campestres y las lechuzas comunes, prefieren los topillos y otras presas de pequeños roedores. Pero muchos búhos son generalistas y cazan de todo, desde arañas, ranas, salamandras y ratones hasta pájaros y en ocasiones murciélagos. Algunas especies, como el buhito ferrugíneo, son depredadores «relámpago», tan rápidos y ágiles que pueden agarrar a un colibrí del ala mientras este pajarillo está libando una flor. El cárabo gavilán se posa y ataca. Las lechuzas campestres recorren de acá para allá un campo abierto o un pastizal registrando sistemáticamente el suelo para detectar topillos, ratones y otros pequeños mamíferos. Impertérrito ante el tamaño de las presas, el búho americano o búho cornudo es conocido por comer marmotas, conejos e incluso gatos domésticos, y tampoco les hace ascos a las mofetas. En cuanto a aves, se abalanza sobre los patos y los saca del agua por la noche, y tampoco le importa abordar a un ganso por muy grande que sea. También son objetivos legítimos otros búhos —los búhos chicos y los cárabos americanos y todos los búhos pequeños del bosque—, lo que convierte al cornudo búho americano en un depredador alfa, un depredador que se come a otros depredadores.
Incluso los búhos nivales, famosos por centrarse en los pequeños roedores árticos conocidos como leminos, resultan ser de gustos eclécticos en cuanto a la comida. Puedes saber mucho sobre lo que come una rapaz al observar sus pies. «Mira los pies de un verdadero especialista en pequeños mamíferos, como un ratonero calzado o aguililla ártica, y verás que los tiene pequeños y delicados —dice el ornitólogo Scott Weidensaul—. Y luego mira a un búho nival, que tiene unos pies grandes y robustos y verás que no es un especialista en leminos, sino en “cualquier cosa que le entre por el gaznate”», incluido un pato de tamaño considerable como el eider o hasta un delfín nariz de botella en descomposición.
Durante mucho tiempo los científicos creían que los búhos no comían carroña, y que si lo hacían era por casualidad. Pero últimamente las cámaras trampa han descubierto a búhos abalanzándose como buitres sobre todo tipo de carroña: los búhos reales euroasiáticos alimentándose de ciervos y ovejas, un cárabo lapón dándose un festín a base de un ungulado matado por lobos, un búho chico de Italia sirviéndose cuatro puercoespines crestados muertos, un búho nival dándose un atracón con el cuerpo de una ballena de Groenlandia, en el Ártico, y un búho pescador castaño zampándose el cadáver de un cocodrilo.
Pero los búhos cazan vivas a la mayor parte de sus presas, y eso no es fácil. Casi todos los depredadores obtienen más fracasos que éxitos a la hora de capturar a sus presas. Las zarigüeyas, los leminos y los topillos no se quedan colgados de una parra esperando a ser comidos. Se esconden o intentan escapar o incluso contraatacan. Un pósum de cola de cepillo puede ponerse de pie sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras pegadas al pecho, y luego atacar tras un gruñido. A veces las aves contraatacan en masa, acosando y hostigando a los búhos hasta que estos renuncian a su percha.
De las proezas cinegéticas de los búhos da testimonio el hecho de que almacenen a los animales que cazan. Por rutina, los búhos acumulan o esconden el excedente de alimentos en un nido en la oquedad de un árbol o en una rama ahorquillada, como una manera de asegurarse una gran cantidad de presas que serán consumidas con posterioridad. El almacenamiento se suele producir casi siempre cuando la hembra o las crías están saciadas; entonces el macho esconde las sobras. A veces los búhos matan más de lo que en principio pueden comer cuando la presa se halla fácilmente disponible, como por ejemplo si se encuentran con un grupo de negrillos o comesebos dormidos. Los mochuelos europeos o mochuelos comunes vuelven una y otra vez al nido de un ave canora hasta llevarse a todas las crías. A veces los tecolotes afiladores decapitan a su presa, normalmente ratones o pájaros pequeños, y guardan el cuerpo para comérselo más adelante. En Noruega los mochuelos son conocidos por acumular hasta cien piezas (en su mayoría, pequeños mamíferos) en una sola despensa para pasar los crudos inviernos de ese país.
En cierto modo, los búhos cazan como otras aves rapaces, persiguiendo a la presa con sus poderosas garras y su afilado pico. Tienen las patas y los pies dotados de fuertes músculos, así como unas garras grandes, lo ideal para agarrar y matar a la presa. Tendemos a pensar que las patas de los búhos son cortas porque las encogen cuando están descansando y volando. Pero casi todos tienen unas patas largas y bien musculadas, con una longitud equivalente a la mitad de su cuerpo y unos huesos fuertes, especialmente en los pies. Justo antes de entrar en contacto con su presa, adelantan los pies para atacar y la matan con la fuerza del impacto y con sus demoledoras garras. Un estudio reciente ha mostrado que un búho que pesa menos de medio kilo, si se abalanza sobre un ratón, puede ejercer una fuerza equivalente a ciento cincuenta veces el peso de su presa. En ocasiones, si la presa es más grande, el búho la mata picoteándole la garganta con su afilado pico o pisándola prolongada y sofocantemente. Los búhos inmovilizan a su objetivo con la máxima potencia utilizando dos ingeniosas adaptaciones de los pies. Tienen cuatro dedos, tres de los cuales están orientados hacia el frente durante el vuelo y, a veces, cuando reposan. Pero si los búhos necesitan agarrar a la presa, una articulación especialmente flexible les permite girar un dedo trasero del pie hacia delante, lo que les otorga un agarre extraordinariamente fuerte. Dicho agarre pueden mantenerlo sin cansarse gracias a que poseen un sistema de tendones en los pies que permite que los dedos estén cerrados en torno a la presa sin forzar los músculos, de modo que no gastan energía en agarrarla. Esto también beneficia a los búhos que capturan a la presa «a ciegas», debajo de la nieve o de las hojas o en completa oscuridad, pues les permite inmovilizar del todo a su objetivo aunque no puedan ver ni calcular su forma o su tamaño exactos.
Cazar supone un desafío para cualquier ave rapaz. Y no digamos ya cazar de noche... Es esa capacidad para encontrar y agarrar a la presa en la oscuridad la que convierte a los búhos en unas aves tan únicas y excepcionales.
En una ocasión, tuve la oportunidad de ver a un cárabo lapón de cerca. Percy era el macho de una pareja de cárabos lapones que residían en Skansen, el museo al aire libre de Estocolmo, Suecia. El encargado de cuidar a los animales me dejó entrar en la espaciosa pajarera, dotada de árboles y piedras, y me dijo que me quedara quieta junto a una barandilla. Al principio, el enorme pájaro permaneció en un lejano rincón del recinto. Yo a duras penas podía distinguirlo de la corteza del árbol, y hasta en ese espacio cerrado su pareja era invisible. Pero cuando el cuidador trajo un bol de ratones congelados, Percy se lanzó batiendo las alas lenta y silenciosamente, sobrevoló la barandilla y aterrizó a medio metro de mí. Me pareció enorme, y su robusta cabeza se volvió hacia mí hasta que todo el redondo disco de su cara, parecida a la de un humano, se puso a mi altura. Estaba tan cerca que pude ver sus pupilas, los huecos oscuros en el centro de sus ojos: una caléndula en el oscuro gris de su disco facial. Cuando el cuidador de los animales metió la mano en el bol, me pareció que esos ojos se agrandaban antes de que el búho volviera a girar la cabeza hacia la comida. El cuidador le dio un ratón congelado que el ave devoró de inmediato. Luego otro, y otro más; se los tragaba enteros.
Normalmente los cárabos lapones no tienen a nadie que les dé la comida a plena luz del día, sino que dependen de sus habilidades como astutos cazadores nocturnos. Algunos tipos de pájaros, como por ejemplo los chotacabras, los nictibios urutaús y los podargos, cazan grandes insectos voladores en los cielos de la noche. Pero ningún otro pájaro caza mamíferos ni otras aves nocturnas del mismo modo que los búhos.
Hace unos años, dos naturalistas de campo, mientras observaban en Canadá cómo los cárabos lapones cazaban durante las oscuras noches del invierno, percibieron cómo iban de una percha a otra hasta llegar a un sitio en el que notaban que había algo debajo de la nieve.
«El pájaro dejó de explorar y, desde un ángulo agudo, miró hacia abajo clavando la vista en el suelo —escribieron los naturalistas—. Parecía como hipnotizado por ese punto de allí abajo; no había manera de distraerle... Aunque a menudo observábamos desde unos tres o seis metros de distancia, muy rara vez veíamos algo... Sin embargo, los búhos capturaban casi invariablemente a la presa zambulléndose en lo que parecía meramente nieve.»
¿Cómo pueden localizar una presa invisible? ¿Qué clase de poder mágico es ese?
Roger Payne fue el primero en demostrar que las lechuzas comunes pueden cazar a sus presas completamente a oscuras, utilizando solo el sonido. Payne, sin embargo, es más conocido por su descubrimiento de los cantos de las ballenas jorobadas. Pero, antes de dedicarse a las ballenas, estuvo al frente de una serie de brillantes estudios sobre las lechuzas comunes, en los que se exploraba la precisión de sus ataques y las exactas claves sensoriales que usan para localizar a su presa. En uno de los experimentos, Payne apagó todas las luces de una habitación dejándola completamente a oscuras y colocó a un búho en un rincón sobre una percha. Cubrió el suelo de hojas y luego arrastró una pelota de papel arrugado del tamaño de un ratón por las hojas. El búho intentó atacar el papel crujiente. El pájaro no estaba usando la vista, el olfato ni el calor corporal para abordar a su presa. «La bola de papel y las hojas por las que era arrastrada estaban a la misma temperatura —escribió Payne—. Por lo tanto, el búho no pudo localizarla por ningún tipo de contraste infrarrojo con lo que la rodeaba. El papel no emitía ningún olor parecido al de un ratón, de modo que guiarse por el aroma no habría servido de nada. Como las luces estaban apagadas, el búho no podía ver la bola de papel... La única posibilidad que queda, en mi opinión, es que el búho se orientara acústicamente por los sonidos.»
Para asegurarse, Payne intentó bloquear el oído del búho con un taponcito de algodón, primero en una oreja y luego en la otra. Soltó un ratón para que se escabullera entre las hojas. «En ambos casos, el búho voló en la oscuridad directamente hacia el ratón, pero aterrizó a medio metro de él —escribía Payne—. Después de cada prueba, le quité el tapón de algodón y dejé que el búho intentara, completamente a oscuras, atrapar el mismo ratón que acababa de perder. Entonces el búho, en los dos casos, atacó con éxito.»
Payne filmó también a unos búhos que se dirigían volando hacia la presa en completa oscuridad. Los resultados fueron sobrecogedores. Cuando un ratón cambió de dirección, el búho giró la cabeza hacia la criatura y ajustó su ataque en pleno vuelo.
¿Cómo diablos puede hacer esto un pájaro?
Con una cabeza diseñada para escuchar, como la de Percy. El disco facial plano y gris de un cárabo lapón es como un enorme oído externo, una antena parabólica emplumada para recoger el sonido. No todos los búhos tienen los grandes y pronunciados discos faciales de los cárabos lapones, los mochuelos boreales y las lechuzas comunes. Ese disco facial es más pequeño en búhos que no dependen tanto del sonido para cazar, como por ejemplo los búhos americanos, los mochuelos europeos y los tecolotes. Y algunas especies, como los búhos pescadores, lo tienen drásticamente reducido. Esto posee sentido: los ríos son ruidosos, el agua también y el sonido se refleja en la superficie del aire-agua. De modo que, presumiblemente, un búho que esté cazando no puede oír a un pez. Pero Jonathan Slaght, un experto en búhos pescadores, opina que los pájaros utilizan el sonido más de lo que creemos. Me enseñó una foto de un búho pescador de Blakiston o búho manchú a orillas de un río, en la que el pájaro «realmente parece estar utilizando su disco facial —dice—. Por eso creo que esos rasgos “tan propios de un búho” se han reducido pero no han desaparecido del todo».

Disco facial de un cárabo lapón.
El disco facial de los búhos que cazan principalmente guiándose por el sonido está rodeado de un collarín, o anillo de plumas rígidamente entrelazadas, que capta las ondas sonoras y las canaliza hacia los oídos, como cuando nosotros nos ponemos la mano detrás de la oreja para oír mejor. Las plumas de la parte trasera del disco dirigen los sonidos agudos hacia los oídos, de manera que el búho oye menos ruido de fondo y puede concentrarse en las señales que le envía la presa. «La variedad de plumas del disco facial de un cárabo lapón es sencillamente espectacular —dice Jim Duncan, un experto en la especie—. Hay siete u ocho tipos diferentes. Las que están viendo son muy poco rígidas y filamentosas, y el sonido viaja a través de ellas con mucha facilidad. Y luego hay otras plumas curvadas y sólidas que forman la parte trasera del disco facial y actúan como el reflector parabólico de este. La curva probablemente refleja el ángulo óptimo para que los sonidos que golpean el disco se introduzcan en las cavidades auditivas.» Percy puede incluso cambiar la forma del disco usando los músculos que hay en la base de las plumas, variando así de un estado de reposo al estado de alerta de una caza activa. Es curioso observar cómo hace esto un búho: ajustar su disco facial cuando oye algo interesante. Es como si el propio disco fuera una especie de abertura, un «ojo» que se abre mucho para que entre más sonido y orientarlo hacia los oídos.
El uso en inglés del término eared (‘de orejas’) en los nombres vulgares de algunos búhos da lugar a confusión. Los «búhos de orejas largas» (búhos chicos) y los «búhos de orejas cortas» (lechuzas campestres) tienen penachos de plumas en lo alto de la cabeza llamados «plumicornios» (del latín ‘cuerno emplumado’), que se parecen mucho a las orejas de los mamíferos. Sin embargo, esos penachos o mechones no tienen nada que ver con la audición y guardan mucha relación con el camuflaje y, a veces, con la exhibición.
Los oídos «reales» de un búho son solo unos orificios emplazados a cada lado de la cabeza, bien cubiertos por unas plumas especiales que permiten que el sonido las atraviese. Su tamaño varía de una especie a otra, dependiendo no solo de si cazan de día o de noche, sino de la general invisibilidad de su presa. Los búhos chicos, cazadores nocturnos que se alimentan sobre todo de pequeños roedores, tienen de hecho largas orejas, además de largos penachos, con unas ranuras auditivas que van desde lo alto de la cabeza hasta el maxilar. Los cárabos norteamericanos y los mochuelos boreales, que son mayoritariamente nocturnos, también tienen grandes orificios auditivos. Pero lo mismo les pasa a los tecolotes, que a menudo cazan de día porque los pequeños roedores que constituyen su presa suelen estar ocultos en tupidos pastizales y han de ser detectados por el sonido.
¿Y la presa de Percy? En plena naturaleza está con frecuencia profundamente escondida en la nieve, la cual no solo oculta todo visualmente, sino que además crea lo que se denomina un «espejismo acústico» que altera la ubicación de los sonidos y dificulta al pájaro la identificación de su presa. Como veremos más adelante, los cárabos lapones han desarrollado algunas estrategias verdaderamente espectaculares para superar esta dificultad.
En el oído de cualquier animal, una pequeña porción de tejido llamada «cóclea» colabora con el cerebro en la ardua tarea de oír. La cóclea contiene células pilosas sensibles a las vibraciones del sonido y su longitud es una buena medida para conocer la capacidad auditiva de un animal. La cóclea de una lechuza común, por ejemplo, es enorme. «Es el equivalente al coche de carreras del oído interno de un pájaro», dice Christine Köppl, que estudia las lechuzas comunes en la Universidad de Oldemburgo, en Alemania. En sus charlas, Köppl muestra una diapositiva que compara la cóclea de una lechuza común con las de otras especies de aves, como los mirlos, los arrendajos, los busardos ratoneros y los halcones. La cóclea de la lechuza es fácilmente tres o cuatro veces más larga que las de los otros pájaros, lo que le otorga un oído extraordinariamente agudo.
El sistema auditivo de un búho comparte con otras aves otro «superpoder» que los mamíferos no poseemos: no envejece. Para comprobar si el oído de las lechuzas comunes cambia con el tiempo, Köppl colaboró con dos colegas, Ulrike Langemann y Georg Klump. Los científicos entrenaron a siete lechuzas de distintas edades a que volaran de una percha a otra para recibir un regalo en respuesta a una señal acústica. Luego dividieron a los pájaros en dos grupos por la edad, los «jóvenes» y los «viejos», y pusieron a prueba su oído cambiando los tonos, subiéndolos o bajándolos en la escala de frecuencia. El equipo no encontró ninguna pérdida de oído relacionada con la edad entre las lechuzas jóvenes y las otras más viejas. De hecho, la estrella del estudio, una lechuza «Matusalén» de veintitrés años llamada Weiss, pudo oír toda la gama tonal del mismo modo que los pájaros de dos años del estudio. Esto sugiere que los búhos, a semejanza de otros pájaros, poseen la capacidad de regenerar sus células pilosas, manteniendo así un oído agudo durante toda la vida.
Los mamíferos no somos tan afortunados. Envejecer siendo un humano, un ratón o una chinchilla trae consigo una pérdida de oído relacionada con la edad, sobre todo para la gama de sonidos de alta frecuencia. En nuestros oídos, las células pilosas dañadas no se reponen, como en el caso de los pájaros, y solo nos queda envidiar el poder regenerador del oído de los búhos.
El cárabo lapón está siempre escuchando, a todas horas. Su cabeza gira para averiguar la fuente de un sonido. Tiene un oído tan sumamente fino que es capaz de percibir las suaves pisadas de una musaraña en el bosque, el aleteo de un arrendajo canadiense, el crujido amortiguado de un topillo cavando un túnel en lo hondo de la nieve. Vuela hasta ese sitio y se queda planeando por encima con la cabeza apuntando hacia abajo, hacia el sonido; luego, justo antes del impacto, adelanta las patas y se zambulle en la nieve, a más de medio metro de profundidad, para atrapar a la presa.
Para poder cazar valiéndose únicamente del oído, los búhos no solo necesitan unos oídos hipersensibles, sino también la capacidad para localizar la fuente de un ruido pequeñísimo en un espacio tridimensional: unas veces desde la distancia y otras a través de una espesa capa de nieve, tierra o follaje. El difunto Masakazu (Mark) Konishi abordó la cuestión de cómo puede hacer eso un búho.
Konishi murió en 2020. Un año después, en el aniversario de su cumpleaños, un gran grupo de investigadores —compañeros suyos y estudiantes de posgrado— lo celebró reuniéndose virtualmente para honrar al científico y a la persona y para sacar a la luz las nuevas investigaciones inspiradas en su obra. Los títulos de las charlas reflejaban el sentimiento de admiración por los búhos que compartían con Konishi: «La asombrosa cóclea de la lechuza común», «El sorprendente mesencéfalo de los búhos», «El increíble nucleus laminaris».
Cuando Konishi oyó decir a Roger Payne que una lechuza común puede atrapar un ratón valiéndose solo del sonido, quiso comprender con exactitud cómo podía hacer eso un pájaro. ¿Cómo es capaz un búho de rastrear a su presa completamente a oscuras? ¿Cómo averigua de dónde procede exactamente un sonido? ¿Qué tipo de circuito cerebral se lo permite? Konishi sabía que los discos faciales ayudaban en esa tarea, y también la asimetría de los oídos, al menos en determinadas especies de búhos.
Algunos de ellos, como los búhos americanos y los autillos yanquis o autillos chillones, tienen las orejas emplazadas a la misma altura a ambos lados de la cabeza, como casi todos los animales. Pero otros —las lechuzas comunes, el tecolote afilador y el cárabo lapón—, que dependen mucho del sonido para cazar, tienen el orificio del oído más alto en un lado de la cabeza que en el otro. La asimetría de los oídos de Percy es asombrosa. Bajo una masa de plumas suaves, el oído izquierdo está justo debajo del nivel de los ojos, y el derecho ligeramente por encima. Para localizar a la presa con precisión, Percy compara los sonidos que le llegan a cada oído, cuál es su volumen y qué oído los detecta antes. El oído derecho de Percy es más sensible a los sonidos que vienen de encima de la línea mediana de la cara, mientras que el oído izquierdo es más sensible a los sonidos que llegan desde debajo de esa línea. La diferencia en el tiempo de llegada de las ondas sonoras entre sus dos oídos, conocida como la diferencia de tiempo interaural, ayuda a Percy a evaluar el exacto azimut (o ubicación horizontal) de un sonido. La diferencia de volumen entre sus dos oídos le sirve para determinar su elevación. Donde se cruzan el azimut y la elevación es hacia donde él dirige su ataque. Especies como los cárabos lapones, las lechuzas comunes y los tecolotes afiladores pueden localizar sonidos con una precisión de dos o tres grados.
Y aún hay más. Para rastrear la presa con exactitud hacen falta dos oídos, y su disposición asimétrica también sirve de ayuda. Pero al final es el cerebro el que localiza los sonidos en el espacio de la manera más ingeniosa.
Cuando Konishi se trasladó de Princeton a Caltech en 1975, tenía veintiuna lechuzas comunes adiestradas para atacar a unos altavoces que producían toda clase de sonidos, entre ellas una lechuza a la que llamaron Roger en honor a Roger Payne. (Por cierto, el búho Roger resultó ser una hembra; en un momento dado, «él» puso un huevo.) Roger protagonizó tantas publicaciones que los investigadores que estaban celebrando el aniversario de Konishi pensaron que quizá figurase entre los animales publicados más famosos, rivalizando incluso con Alex, el loro gris o yaco que, junto con la científica de Harvard Irene Pepperberg, enseñó tanto al mundo acerca del cerebro y la inteligencia de los pájaros.
La investigación de Konishi experimentó un fuerte impulso cuando un maquinista, famoso por haber trabajado en la sonda espacial Viking en la primera misión a Marte, diseñó y construyó un sofisticado equipo para sus estudios sobre los búhos: un ingenioso tren ligero dispuesto en semicírculo. Acoplado al tren había un pequeño altavoz por control remoto que podía viajar alrededor de la cabeza de un búho manteniendo una distancia constante tanto en dirección horizontal como vertical. Con la ayuda de este artilugio basado en el espacio, Konishi y su alumno de doctorado Eric Knudsen hicieron un notable descubrimiento. Ciertas neuronas auditivas del cerebro de un búho solo responden cuando el sonido viene de un lugar en concreto. Al comparar las respuestas al sonido que dan las neuronas de la cóclea de los dos oídos, el cerebro crea una especie de mapa multidimensional del espacio acústico. Esto permite que los búhos determinen la ubicación de la presa rápidamente y con precisión.
Aquello fue una sorpresa. Los animales tienen mapas cerebrales para la visión y el tacto, pero estos se construyen a partir de imágenes visuales y receptores táctiles que se integran en el cerebro a través de proyecciones punto a punto directas. Con los oídos ocurre algo completamente distinto. El cerebro compara la información recibida de cada oído sobre la cadencia y la intensidad de un sonido, y luego traduce las diferencias a una percepción unificada de un solo sonido emitido por una región específica del espacio. El mapa acústico resultante permite que los búhos «vean» el mundo en dos dimensiones con sus oídos.
Esto resultó ser un gran avance para entender cómo el cerebro de todos los animales, incluidos los humanos, aprende a comprender su entorno mediante el sonido. Imagínese que está en el bosque y oye el crujido de una rama que se cae o el susurro de la pisada de un ciervo en las hojas secas. Su cerebro calcula la cadencia y la intensidad del sonido para determinar de dónde proviene. Los búhos llevan a cabo esta tarea a una velocidad y con una precisión increíbles. Cada cóclea del búho proporciona al cerebro la precisa cadencia del sonido, que llega a ese oído al cabo de veinte microsegundos. Esto determina la precisión con la que el cerebro puede calcular la diferencia del tiempo interaural, la cual a su vez determina la exactitud de la localización de un sonido en el azimut. «La precisión en microsegundos proporcionada por la cóclea de un búho es mayor que la de cualquier otro animal que haya sido puesto a prueba —dice Köppl—. Tenemos grandes cabezas, de manera que las diferencias del tiempo interaural son mayores, mientras que la tarea resulta más fácil para la cóclea y el cerebro. En resumidas cuentas, es la combinación de una cabeza pequeña y una localización muy precisa lo que convierte al búho en una criatura única.»
Y he aquí un hallazgo que nos deja boquiabiertos. José Luis Peña, un neurocientífico del Albert Einstein College of Medicine, y sus colaboradores han descubierto que el sistema de localización del sonido en el cerebro de una lechuza común realiza sofisticados cálculos matemáticos para llevar a cabo la identificación de la presa. Las neuronas específicas del espacio en el especializado cerebro auditivo de la lechuza hacen cálculos matemáticos avanzados cuando transmiten su información, no solo sumando y multiplicando las señales entrantes, sino también obteniendo el promedio de ellas y utilizando un método estadístico llamado «inferencia bayesiana», que implica actualizar la información según se vaya ampliando su disponibilidad.
Todos estos cálculos en menos de lo que se tarda en pestañear. Lo sé: es alucinante.
No solo es agudo el sentido del oído de un búho. Estas aves tienen asimismo una visión excepcional, y la investigación sobre cómo trabajan juntos estos dos sentidos ha aportado unos conocimientos fascinantes acerca de los búhos y también de los bebés humanos.
Cuando me acerco mucho a Percy, a veces parece que me mira como poniendo los ojos en blanco... si es que pudiera hacerlo. Los grandes ojos de los búhos son tubulares y rígidos y miran al frente desde sus cuencas. Esto no es común entre los pájaros. Lo más típico y frecuente es que las aves tengan unos ojos ovales o en forma de disco a los lados de la cabeza.
¿Por qué los búhos tienen unos ojos que miran hacia delante?
Graham Martin, que lleva estudiando el sentido de la vista en las aves desde hace más de cincuenta años, argumenta que es por una razón muy simple. Por su tamaño. Percy mide unos sesenta centímetros de altura y pesa solo un kilo aproximadamente, pero en sus ojos recae el 3 % del peso de su cuerpo. Si mis ojos tuvieran una proporción similar con mi cuerpo, como los de Percy la tienen con respecto al suyo, serían del tamaño aproximado de una naranja y pesarían casi dos kilos. Los ojos de los búhos miran al frente por ser tan grandes, sostiene Martin, y el cráneo de un búho es tan pequeño y está tan repleto de grandes y elaboradas estructuras auditivas que no queda ningún otro sitio en el que encajen las órbitas. De hecho, a través del orificio auditivo se puede ver el lado del ojo de un búho, «lo que indica que los ojos y los oídos están muy comprimidos dentro del cráneo —escribe Martin—. ¿En qué otro sitio podrían estar emplazados los ojos?».
Puede que así sea, pero además los ojos que miran al frente les confieren a los búhos un don esencial para la caza: la visión binocular. Para un gorrión o para un herrerillo bicolor o carbonero cresta negra, los ojos a los lados ofrecen un amplio campo visual, lo ideal para ver venir a un depredador. Los búhos tienen un campo visual total más estrecho, pero su visión binocular les mejora la capacidad para determinar la dirección de marcha y el tiempo requerido para alcanzar un objetivo, lo que supone una ventaja para concentrarse en la presa, especialmente si esta ha de ser atrapada en fracciones de segundo. Si uno se pone cerca de un búho, puede que este se balancee, dé vueltas y mueva la cabeza de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás, arriba y abajo, rotándola a veces hasta que casi se queda boca abajo. El pájaro está intentando escudriñarte en toda regla.
Que los ojos de Percy miren solo hacia delante significa que la única manera que tiene de seguir mis movimientos es girando la cabeza. Afortunadamente, eso se le da bien. Mientras que es un mito que los búhos pueden rotar la cabeza en círculo completo desde un punto de partida, algunas especies, como los cárabos lapones y las lechuzas comunes, pueden girar la cabeza tres cuartas partes del círculo completo, es decir, 270 grados, tres veces la flexibilidad de torsión que poseen los humanos. Los búhos tienen exactamente el doble de vértebras cervicales que los humanos, lo que les otorga una flexibilidad mucho mayor. Otros pájaros tienen el mismo número de vértebras cervicales y son capaces de torcer el cuello 180 grados o más para acicalarse. Pero sus cuellos no están enterrados en plumas como lo está el cuello de un búho, de modo que es más fácil detectar la flexión y la torsión cuando «se estiran» para ver qué hay detrás de ellos. Que el cuello de un búho se pueda mover con suavidad y rapidez durante esos 270 grados de rotación se debe a algunas ingeniosas adaptaciones, como la forma aproximada de una S, que le da flexibilidad, y un sistema de huesos y vasos sanguíneos que garantiza la circulación a través del cuello hacia el ojo y el cerebro cuando gira la cabeza.
En 2016, unos científicos que exploraban cómo evoluciona la visión en los pájaros descubrieron un secreto acerca de los búhos. El equipo estudió 120 genes visuales en 26 especies diferentes de aves, desde búhos y abubillas hasta halcones y pájaros carpinteros. Resultó que los búhos eran los reyes de la adaptación visual, con más modificaciones de genes relacionados con la visión que ningún otro grupo de aves.
«La nocturnidad de los búhos, poco común entre los pájaros, ha favorecido un sistema visual excepcional que se ajusta perfectamente a la caza nocturna», escriben los científicos. A lo largo de la evolución parece ser que los búhos han hecho una especie de trueque sensorial. Han perdido algunos de los genes involucrados en la luz del día y en la visión del color. Pero a cambio los genes para la visión nocturna han mejorado y se han perfeccionado. Los halcones peregrinos y otras aves rapaces pueden tener una visión más aguda a la luz del día, lo que les permite distinguir detalles mínimos desde mayores distancias, pero los grandes ojos tubulares de los búhos admiten más luz y tienen más células que procesan los fotones, lo que les da una gran agudeza visual incluso en condiciones de máxima oscuridad. Casi todos los pájaros tienen una retina en la que predominan los conos, unas células que como mejor funcionan para contribuir a detectar el color es con la luz clara. Las retinas de los búhos están llenas de bastoncillos, que son mucho más sensibles a la luz y al movimiento. Los búhos que cazan de noche, como Percy, tienen aproximadamente un 93 % de bastoncillos y un 7 % de conos, lo que les confiere cien veces más sensibilidad lumínica que a una paloma. Su visión nocturna es mejor que la nuestra, pero no tan aguda como la de un gato.
Es posible que los búhos hayan perdido algunos genes para la visión diurna, pero han conservado algo extraordinario que poseen la mayoría de los pájaros que están activos de día: la sensibilidad a la luz ultravioleta. Los pájaros diurnos tienen cuatro tipos de conos sensibles al color en su retina, incluido uno que responde a la luz ultravioleta, lo que permite a algunas especies percibir otra dimensión completa de color, millones de matices que nosotros no podemos ver. Ahora unos estudios recientes están demostrando que algunos búhos tienen bastoncillos retinianos que son sensibles a la luz ultravioleta. ¿Para qué necesita tener sensibilidad a la luz ultravioleta un ave que sobre todo está activa de noche? Como veremos más adelante, para cosas importantes que tienen que ver con alimentar a los polluelos y ahuyentar a los rivales.
Para los ojos de un búho todo está lleno de luz. Las pupilas de los búhos pueden dilatarse hasta alcanzar casi el tamaño del ojo, permitiendo así que entre más o menos el doble de luz que en las pupilas humanas. Y esas pupilas se dilatan aún más si el búho oye un ruido, lo que establece un vínculo entre la vista y el sonido que incrementa las aptitudes cinegéticas. (Los ojos de Percy, por cierto, aumentaron de tamaño cuando oyó el ruido que hacía el cuidador de los animales al meter la mano en el bol de los ratones.)
Cuando el neurocientífico Avinash Singh Bala dio con este descubrimiento hace unos años, fue algo completamente inesperado que resultó de gran utilidad para comprender el oído de los bebés humanos. Bala estaba adiestrando a unas lechuzas comunes para que respondieran a diferentes estímulos auditivos; se trataba de un estudio destinado a entender cómo procesan el sonido los cerebros humanos. Mientras estaba haciendo el experimento, notó que los ojos de las lechuzas se dilataban en respuesta a un ruido extraño: un portazo o algo que cayera al escritorio. Más tarde se dio cuenta de que los humanos también reaccionaban con esa respuesta involuntaria de las pupilas, lo que podía utilizarse para medir la audición no solo de los búhos, sino también de los bebés. Dado que los bebés no pueden decirte lo que oyen, diagnosticar problemas de audición resulta complicado. El descubrimiento de que sus pupilas, como las de los búhos, respondían a un ruido nuevo, incluidas leves variantes en el volumen o el contenido de sílabas como ba y pa, dio lugar a una nueva prueba diagnóstica para la pérdida del oído en niños pequeños. Se trata de un ejemplo elocuente de cómo la ciencia básica sobre los búhos ha servido para impulsar la medicina humana, y de cómo los ojos y los oídos del búho trabajan conjuntamente.
Ningún otro pájaro utiliza la visión y el oído de una manera tan sumamente coordinada para detectar y atrapar presas, dice Graham Martin. «En casi todas las aves es probable que la visión y el oído tengan diferentes funciones a la hora de guiar su conducta, pero en los búhos los dos sentidos colaboran para localizar un objeto durante la captura de la presa. La máxima agudeza auditiva de los búhos se encuentra directamente delante de la cabeza, en el campo de visión binocular. Si pueden ver de dónde viene un sonido, además de oírlo, utilizan la visión para calcular la dirección y el tiempo que tardarán en entrar en contacto con la presa cuando se abalancen sobre ella.»
Un equipo de científicos holandeses que estudian la anatomía del cerebro en los búhos ha encontrado recientemente otra conexión entre el ojo y el oído: parte del nervio auditivo que va al cerebro se bifurca desviándose también hacia el centro óptico del búho. «Esto indica que parte de la información sonora que los búhos reciben a través del oído se procesa en el centro visual del cerebro, de tal manera que los búhos obtienen una imagen de lo que oyen —especula Kas Koenraads, un morfólogo y ecólogo de los Países Bajos que dirige la investigación—. No sabemos lo que esto significa para un búho. Podría ser que, si un búho oye algo que se mueve en un entorno oscuro y boscoso, recibe algún tipo de indicación visual sobre la procedencia de las señales acústicas, como un punto iluminado en la oscuridad del bosque. Sería genial si la cosa funcionara así —dice—. Si nos basamos en las características morfológicas, es una posibilidad. Pero probablemente nunca lo averigüemos porque no podemos meternos en la cabeza de un búho.»
Imaginemos que sí podemos.
Aunque solo sea por un momento, imaginemos que notamos lo mismo que nota un búho y oímos todos los sonidos del bosque, hasta los más nimios, como si fuéramos, digamos, un cárabo lapón como Percy recogiendo comida para su pareja o sus crías en plena noche cerrada... no del bol que le ofrecía el cuidador de animales, sino de una enmarañada espesura de pastos y juncias o de las profundidades de la nieve. Desde su percha, Percy explora con esos intensos ojos que atrapan la luz, sondea la oscuridad, reúne todos los escasos y dispersos fotones que puedan existir y los introduce en sus dilatadas pupilas. Gira la cabeza para sintonizar con el más leve de los susurros, centrando el vórtice de su atención en el tenue crujido del suelo o en el fondo de la nieve. Sus oídos se fijan en la presa. Luego, volando con la suavidad de una cálida brisa, persigue a la criatura tan veloz y silenciosamente que esta nunca llega a ver lo que se le viene encima.
Gran parte de este sofisticado equipo del que están dotados los búhos tiene por objetivo localizar a una presa difícil de detectar porque solo emite unos sonidos muy débiles que duran un instante. Cuando intentamos escuchar algún levísimo ruido, guardamos todo el silencio que nos sea posible. Imaginen lo silencioso que tiene que ser un búho que esté cazando. Recuerdo que cuando Percy, con su fornido cuerpo, se me acercó volando hasta aquella barandilla, sus alas casi me rozaron la oreja y, sin embargo, no se oía absolutamente nada, ni siquiera el murmullo del plumaje al entrar en contacto con el aire o el ruido de la respiración.
El vuelo silencioso de un búho es uno de los grandes milagros del mundo ornitológico, que solo está empezando a revelar sus misterios.
Si alguna vez ha visto un búho mojado, sabrá apreciar plenamente su plumaje. No hace mucho tiempo, una clínica de recuperación de la fauna de Nueva Zelanda publicó en las redes sociales una imagen de un nínox maorí allí alojado, antes y después del baño. El pequeño cárabo común (también llamado por su nombre maorí, ruru, debido a su reclamo de dos notas) era pura pose y presunción antes del baño. Pero los veterinarios habían detectado bacterias en su piel, de modo que le dieron un buen remojón que aplanó por completo, aunque temporalmente, su esponjoso plumaje dejándolo ralo y desaliñado. El contraste era tan acusado que la imagen cosechó 37.000 likes en tan solo dos días. ¿De dónde salía esa criatura que parecía un palillo?
El gran tamaño de un cárabo lapón da la impresión de que se reduce considerablemente cuando uno palpa los delicados huesos y el cráneo que hay bajo el plumaje. Son solo los diez centímetros de plumas que rodean su cráneo las que le dan a Percy el engañoso aspecto de un ave enorme.
Aunque no sean resistentes al agua, las plumas de los búhos han desarrollado a lo largo de millones de años ingeniosas adaptaciones para el camuflaje y el vuelo silencioso. Ya solo su colorido, en el que predominan las tonalidades naturales y los matices del marrón, del crema y del gris, es una maravilla de la especialización. Las superficies oscuras de las barbas de sus plumas están impregnadas del pigmento de la melanina, lo que les proporciona no solo fuerza y dureza, sino también resistencia a la abrasión y a las bacterias y los parásitos que degradan el plumaje.

Un búho americano después de la lluvia.

Ala de una lechuza común mostrando la pigmentación de las plumas.
Con todas las ventajas que trae consigo el plumaje oscuro, ¿por qué los búhos no tienen una coloración uniformemente oscura? Porque producir partes de plumas oscuras, incluidos depósitos de minerales como el calcio, el cadmio y el zinc, requiere más material y más energía. (Para los búhos no es fácil asimilar el calcio, pues digieren los huesos de sus presas peor que otras aves rapaces.) Además, las plumas de color más oscuro pesan más. Las partes más claras del plumaje pesan hasta un 5 % menos que las adyacentes partes oscuras. De ahí que los búhos sean «ahorradores» con su coloración oscura: presentan rayas y motas estratégicamente repartidas por las superficies superiores de las alas y de la espalda, y un plumaje más pálido en las alas inferiores y en el vientre. Algunos búhos, en particular las especies forestales, tienen plumas oscuras muy impregnadas de melanina en los bordes frontales y en las puntas de las alas, lo que les confiere fortaleza frente a las colisiones y resistencia al desgaste que provoca volar a través de la vegetación. Los grandes búhos, como las lechuzas comunes, tienden a tener fuertes raquis y nervaduras, cuyas rayas oscuras contrastan con un fondo más claro y más pálido (que tarda menos en crecer), mientras que los búhos más pequeños poseen raquis más endebles reforzados por unas barbas más oscuras que presentan un dibujo a base de motas y óvalos pálidos (una vez más, para ahorrar en energía y en peso).
A semejanza de otros pájaros, los búhos mudan su plumaje desprendiéndose regularmente de las plumas que están viejas o deterioradas por rozar unas con otras durante el vuelo, o que resultan dañadas por las colisiones con las ramas o por atravesar las estrechas oquedades de los árboles. Especialmente propensas al desgaste por las plumas adyacentes son las partes más claras de las barbas, que no están reforzadas por una pigmentación oscura. La muda renueva el plumaje de un pájaro y lo mantiene en perfectas condiciones para el vuelo eficiente y el aislamiento térmico.
Por regla general, los búhos tienen más plumas que la mayoría de las aves. No hace mucho, cuando David Johnson y un equipo de voluntarios contaron todas las plumas de un búho americano hembra muerto —una labor que les llevó cuarenta y seis horas de trabajo—, el resultado ascendió a 12.230 plumas. Las águilas o casi todas las demás aves de rapiña tienen más o menos la mitad. El búho chico tiene cuatro veces más plumas que otros pájaros de tamaño similar. Las plumas tienden a ser más densas alrededor de la cara de un búho. La cabeza del ejemplar que examinó Johnson tenía el 32 % de todas las plumas, cerca de cuatro mil —más que ninguna otra parte del cuerpo—, pero representaba solo el 7 % del peso total de las plumas. Por debajo de las ligeras plumas grisáceas del disco facial de un cárabo lapón hay unas plumas preciosas de color amarillo anaranjado. Jim Duncan especula que tal vez los cárabos lapones presentaran en otro tiempo un mayor colorido, pero la evolución ha dotado a todas las plumas expuestas de una neutra coloración gris, marrón y blanca con vistas al camuflaje. Algunos búhos tienen incluso unas plumas parecidas a cerdas alrededor del pico que actúan como receptores táctiles. Y otros, como los búhos nivales, tienen unos pies densamente emplumados.
Como las plumas tienden a hacer mucho ruido, resulta muy llamativo que el vuelo de los búhos sea tan silencioso. Una vez asistí a una demostración de vuelo libre de un halcón guiado por un maestro cetrero. El halconero nos pidió a un grupo de unas treinta personas que nos tumbáramos en un campo de hierba pegados unos a otros. Cuando cesaron las risitas, su asistente se colocó de pie en un extremo de los cuerpos tendidos con una aguililla rojinegra, también conocida como águila de Harris o gavilán acanelado, sobre su brazo. El cetrero se puso en el otro extremo y nos dijo que cerráramos los ojos. Mientras estaba allí tumbada en la hierba con los ojos cerrados y el corazón palpitando por la expectativa, era fácil imaginar cómo se sentiría uno siendo una presa, alerta a cualquier sonido, a cualquier olor del aire o a cualquier movimiento. El asistente soltó al pájaro. De repente, unas fuertes batidas de alas y, por un instante, cuando el ave bajó en picado por encima de nosotros en su camino hacia el cetrero, se oyó un estrépito de alas y aire turbulento.
Todos los pájaros hacen ruido al volar. Los ruidos proceden de la resistencia que opone al aire el cuerpo del ave, de los vórtices, o de los turbulentos remolinos de viento en la estela del pájaro, que generan ondas sonoras; asimismo proceden del aire que entra por los huecos que hay entre las plumas, y del roce de unas plumas con otras. Con cada aleteo, las alas del pájaro susurran, vibran, silban y zumban. También tamborilean, chasquean y hacen un ruido parecido al de las palmadas. Pero los sonidos que hacen muchos búhos cuando vuelan son tan débiles que están por debajo del umbral del oído humano. Unas mediciones realizadas en un laboratorio para comparar un águila de Harris y un cernícalo vulgar, por un lado, con una lechuza común y un búho real euroasiático, por otro, demostraron que las alas de los dos búhos producían un ruido entre cinco y diez decibelios inferior al de las alas de las otras especies.
Pese a haberle dedicado décadas de estudio, el vuelo furtivo de un búho es una proeza de sigilo biomecánico que aún sigue desafiando a biólogos e ingenieros, y es uno de esos «superpoderes» que hacen de los búhos una de las cumbres de la evolución.
Busque en Google «vuelo silencioso de los búhos» y encontrará un impresionante vídeo de un experimento llevado a cabo por la BBC Earth en el que se compara el ruido del vuelo de una paloma, un halcón peregrino y una lechuza común. El equipo filmó a las tres aves a cámara lenta cuando, en un itinerario de vuelo, descendían en picado equipadas con seis micrófonos supersensibles. Resulta realmente sobrecogedor ver a un pájaro volando a oscuras con un espectrograma que indica el ruido que hace cuando planea en mitad de la noche. Las diferencias entre unos y otros son abismales. El aleteo de la paloma y del halcón se revela en el espectrograma como grandes picos de sonido. La onda acústica de la lechuza es plana.

Lechuza común volando.
Christopher Clark cree que el videoclip ha podido ser manipulado en cierto sentido. «Los búhos sí hacen ruido cuando vuelan», dice.
Clark sabrá. Dirige el Animal Aeroacoustics Lab, de la Universidad de California, en Riverside, que estudia los sonidos que hacen los animales cuando vuelan. Él y su alumna de posgrado Krista Le Piane hicieron su propio experimento con unas lechuzas que volaban a menos de medio metro por encima de un micrófono. El aleteo de la lechuza se revela como una forma de onda de baja frecuencia, de muy baja frecuencia, pero ahí está. (También resulta levemente audible un componente del sonido de una frecuencia más alta que, según Clark, proviene de las plumas.)
De todos modos, la conclusión de la BBC está bien planteada. Los búhos puede que no sean unos voladores insonoros, pero casi no hacen ruido. Esto se debe en parte a que tienen una carga alar baja —sus alas son grandes en relación con su cuerpo—, de modo que su vuelo es vigoroso y lento, tan lento como ocho kilómetros por hora para un pájaro grande como la lechuza común, lo que lo vuelve más silencioso. (Los búhos necesitan volar despacio para acechar a la presa en campo abierto y para moverse a través de los árboles y otros obstáculos del bosque.) Pero es su maravilloso y único plumaje y la estructura de sus alas lo que realmente vuelve silencioso su vuelo.
Chris Clark siente fascinación por las plumas, en especial, por el sonido que los pájaros emiten con ellas, y en el caso de los búhos, por cómo suprimen el ruido que las plumas hacen de manera natural. Recientemente ha estudiado en profundidad cómo han evolucionado las plumas de los búhos para mitigar el sonido, lo que confiere a estos pájaros el extraordinario don del sigilo. Algunos de sus hallazgos confirman lo que ya sabemos. Otros ponen nuestros viejos conocimientos patas arriba y plantean nuevos e intrigantes enigmas.
Siendo un ávido observador de pájaros desde la infancia, Clark se sintió cautivado por el vuelo acrobático del llamado colibrí de Ana, que vio de adolescente en el arboreto de la Universidad de Washington, en Seattle. Empezó su carrera estudiando la biomecánica del vuelo, específicamente la cinemática tridimensional del vuelo del colibrí, es decir, cómo estos pájaros diminutos se sostienen en el aire moviendo las alas.
«No me interesaba nada el sonido y nunca se me ocurrió pensar que el ruido producido durante el vuelo pudiera ser importante», dice. Pero todo eso cambió al contemplar el colibrí de Ana. En 2008, Clark descubrió un prodigio en el cortejo del colibrí: durante su impresionante exhibición de la zambullida para seducir a una potencial pareja, el pájaro «canta» con sus plumas o, como escribe él en su tesis doctoral, «gorjea con la cola». En esa tesis, Clark demuestra que el fuerte gorjeo que el colibrí macho emite en el nadir o punto más bajo de su zambullida, justo cuando el pájaro está directamente encima de la hembra, no es una vocalización, como antes se creía, sino un curioso chirrido mecánico producido por una rapidísima y muy bien acompasada vibración de sus especializadas rectrices o plumas de la cola. «Pasé más o menos la siguiente década midiendo cómo las diferencias en la forma de las plumas de las distintas especies de colibrís afectan a los sonidos que estos producen —dice—. Me planteaba la siguiente pregunta: “¿Cómo es que algunos pájaros generan un sonido adicional cuando están volando?”. Y se me ocurrió que el vuelo silencioso es como la otra cara de la misma moneda... e igualmente ingeniosa.»
«Las plumas son unas estructuras asombrosas y probablemente una de las razones por las que los pájaros son tan increíblemente afortunados en todo lo que hacen —dice—. La queratina que compone las plumas resiste más grados de deformación que el aluminio, lo cual significa que las plumas son sumamente flexibles y pueden doblarse considerablemente, antes de empezar a tener fatiga (pérdida de la resistencia mecánica de un material al ser sometido a esfuerzos repetidos) u otros problemas.»
Pero las plumas tienen también otras cualidades que podrían ser un inconveniente para un pájaro que caza furtivamente. «Las plumas son autónomas y ásperas, con barbas y barbillas a una escala submilimétrica, de modo que tienden a producir un sonido friccional durante el vuelo —explica Clark—. Frote entre sí dos plumas de la cola de un ratonero de cola roja y obtendrá un claro sonido friccional, como el que se produce cuando despegamos dos piezas de velcro o frotamos un trozo de lija contra una superficie.» Debido a que casi todas las plumas hacen ruido, la mayor parte de los pájaros producen lo que Clark llama «una firma audible» con cada batida de sus alas..., igual que hacía el halcón peregrino en el vídeo de la BBC y el aguililla rojinegra cuando nos sobrevoló en el campo. Tanto los buitres como los tocos y los cálaos hacen ruido incluso cuando planean. Los búhos no.
Ya en 1934, Robert Rule Graham, un piloto británico y amante de las aves, identificó tres rasgos que suprimen el sonido en el vuelo de los búhos. En primer lugar, observó un rasgo inusual conocido como el «peine», una fila de cerdas finas como hilos que se extienden por el borde delantero del ala (donde esta topa con el aire que viene de frente). Asimismo, identificó un cinturón de flecos de barbas desigualmente ralos en el borde de la fuga del ala (es decir, en el borde trasero) y, por último, observó una fina capa aterciopelada que envolvía toda el ala.
Graham tenía en gran parte razón. Estos tres mecanismos son esenciales para el vuelo silencioso. Pero en las décadas que han transcurrido desde sus observaciones, un grupo de biólogos e ingenieros ha perfeccionado sus interpretaciones analizando los diversos rasgos de las alas que él describía e incluso utilizando dibujos inspirados en búhos para crear alas de aviones y aspas y palas de aerogeneradores más silenciosas.
En la mayoría de los pájaros, el aire que fluye por la superficie de las alas produce turbulencias, corrientes de aire que hacen ruido. Un equipo de investigadores que estudiaba el «peine» del borde delantero del ala de una lechuza común descubrió que, cuando el flujo del aire golpea los dientes serrados, similares a un peine, estos dispersan la turbulencia suprimiendo con eficacia ese zumbido que oí cuando me sobrevolaba el aguililla rojinegra. Cuando un ingeniero comprobó el número de «dientes» del peine en el ala de un búho real euroasiático, encontró que tenía la cantidad ideal para reducir la turbulencia: catorce por centímetro. El peine también sirve para silenciar el flujo —de lo contrario, ruidoso— de la punta del ala, sobre todo justo antes de que el búho aterrice, cuando está a punto de detenerse durante la fase final de un ataque. Estos rasgos posiblemente expliquen los hallazgos de los ingenieros que recientemente han experimentado con varios nínox boobook, creando por ordenador simulaciones del flujo del aire que rodea a un búho cuando bate las alas: el aire que se desprende de las alas del búho se dispersa, no queda «organizado» como en otros pájaros de vuelo más ruidoso. Otro equipo de investigación que hace poco analizó las plumas de las alas primarias o remeras de los búhos descubrió que tienen unas puntas suaves y elásticas que anulan el ruido que puede brotar en torno a un ala de bordes rígidos.
Pero en opinión de Chris Clark, el vuelo silencioso de un búho se debe principalmente a una notable capacidad para reducir el ruido friccional entre las plumas.
Coja un par de plumas de búho y frótelas entre sí; seguro que no oye casi nada. Eso es porque las plumas están revestidas de una fina capa de fibras afelpadas, llamadas pennula, que mitigan el sonido y proporcionan a las alas de los búhos ese tacto suave y aterciopelado que mencionaba Graham. Las plumas de las alas de un búho se separan ligeramente entre ellas durante el vuelo, de modo que el aire fluye por las plumas, y las pennula rellenan el hueco que hay entre las plumas adyacentes, por lo que no se produce la fricción ni el roce que se da en casi todos los pájaros. Los flecos de barbas desigualmente ralos en la punta de las dos alas y en la cola también contribuyen a impedir que se formen remolinos de viento. Tanto el borde serrado como las pennula y las puntas ralas unen todas las plumas formando una sola superficie suave, sin bordes afilados ni ruidosos.
No todos los búhos tienen unas alas suaves e insonoras. El conjunto de herramientas para el vuelo silencioso varía de una especie a otra. Los búhos que dependen menos del oído cuando cazan, como el mochuelo gnomo, tienen un vuelo más ruidoso. El cárabo lapón posee los rasgos más extremos para el vuelo silencioso: la superficie aterciopelada más gruesa, uno de los más largos peines de los bordes delanteros y, posiblemente, los flecos de las barbas más largos que ningún otro búho.
¿Por qué el cárabo lapón es un «extremista del vuelo silencioso»?
En 2022, Chris Clark y el experto en cárabos lapones Jim Duncan dirigieron un ingenioso experimento que sugiere que la respuesta se halla en la manera en que este búho caza topillos debajo de la nieve.
A Duncan siempre le ha intrigado la habilidad del cárabo lapón para localizar a la presa debajo de la nieve, donde se zambulle hasta una profundidad de medio metro. Al principio de su investigación sobre estos búhos en Manitoba, Canadá, notó algo que no era normal: conforme avanzaba el invierno, los cárabos lapones iban engordando. «El invierno en Manitoba no es un camino de rosas», dice. Hay muchas especies de la fauna silvestre que padecen calamidades. Hasta un 40 % de la población de ciervos cola blanca puede morir en un solo invierno. «Los cárabos lapones parecen ser una de las pocas especies que sencillamente adoran el invierno. Por eso me planteé la siguiente pregunta: “¿Qué los convierte en unos cazadores tan magníficos en la nieve?”.»
En Manitoba, Clark y Duncan comprobaron el impacto de la capa de nieve en los sonidos grabados de topillos que cavan bajo su superficie, utilizando una cámara acústica especial que crea imágenes de sonido.
Cualquiera que conozca el silencio que suele reinar en un paisaje nevado es consciente de que la nieve absorbe y amortigua el sonido. Pero, como los científicos descubrieron con la cámara de sonido, la nieve también crea un «espejo acústico» que refracta los sonidos que hay debajo de ella y los desplaza. Es como cuando el agua refracta la luz, de modo que si estás mirando un pez con cierto ángulo desde una barca, donde ves el pez no es donde realmente está porque el agua desvía la luz. La nieve es agua helada y desvía el sonido. La única forma en que un búho puede detectar la verdadera ubicación de un topillo que esté resoplando debajo de la nieve es cerniéndose directamente sobre él. Y eso es exactamente lo que hace un cárabo lapón. La mayoría de los búhos vuelan directamente hacia la presa. Los cárabos lapones que cazan en parajes nevados vuelan hasta un sitio que esté por encima de la presa y luego planean durante unos diez segundos antes de zambullirse en picado. (Esta es la misma táctica que emplean las águilas pescadoras y los martines pescadores para hacer frente a los efectos de la refracción de la luz en el agua: cernirse directamente sobre su objetivo y luego lanzarse en picado.)

Cárabo común planeando.
¿Y la capa aterciopelada tan gruesa, los largos peines y los flecos de las barbas del cárabo lapón? Sirven específicamente para amortiguar los sonidos del vuelo mientras el ave se cierne sobre la presa.
¿Por qué el vuelo silencioso es de una importancia tan vital para los búhos? ¿Es para evitar hacer un ruido que interfiera con el propio oído del búho, para que este pueda oír a su presa..., lo que Clark llama la hipótesis del «oído del búho»? ¿O es para que la presa, ese atemorizado ratón, no oiga cómo se acerca el búho..., la hipótesis del «oído del ratón»? Es decir, ¿necesitan los búhos el vuelo silencioso para localizar a la presa por el sonido mientras vuelan? ¿O lo hacen por sigilo, para poder acercarse a su presa sin ser detectados?
Clark ha encontrado una prueba a favor de la hipótesis del «oído del búho»: los búhos con grandes discos faciales tienen también los dientes serrados del peine más largos, lo cual sugiere que las especies que dependen más del oído para localizar a la presa también tienen un vuelo más silencioso. Pero él es el primero que afirma que esas funciones del «oído del búho» y el «oído del ratón» no se excluyen mutuamente. «En la ciencia nos encanta contemplar las cosas como una oposición binaria, pero lo cierto es que las dos funciones seguramente desempeñan un papel.»
Para analizar si los búhos desarrollaron el vuelo silencioso para reducir el ruido que hacen ellos mismos (lo que resulta ideal para oír a su presa, o para acercarse a ella más sigilosamente y atraparla por sorpresa —o, lo que es más probable, ambas cosas—), «realmente tienes que saber lo que los búhos oyen de su propio vuelo», dice Clark. He ahí el gran reto que supone meterse en la cabeza del búho. «¿Hasta qué grado adopta el modo sigiloso, cambiando así su propia cinemática (las propiedades de su movimiento) para volar más silenciosamente? ¿Hasta qué grado cambian de conducta si les cuesta mucho esfuerzo oír a su presa? Y, por otra parte, ¿qué oye su presa? ¿Qué oye un ratón cuando un búho cae en picado sobre él?»
A Clark se le han ocurrido una serie de ingeniosos experimentos para intentar desentrañar estas cuestiones y responder a estas preguntas. Ha contemplado la posibilidad de ponerle a un búho un micrófono en un pequeño arnés para grabar lo que el búho oye cuando vuela y cuando caza. «Pero la tecnología aún no ha llegado ahí», dice.
Unos pocos meses antes de que habláramos, Clark leyó un artículo científico en el que los autores habían colocado pequeños registradores de datos en unos cárabos californianos para grabar los sonidos que hacían. «Me emocioné tanto que les escribí un e-mail a los autores diciendo: “Oh, eso es genial. Es increíble. Yo no sabía que hicieran registradores de datos tan pequeños” —recuerda—. Luego me enviaron algunas de las grabaciones y eran decepcionantes, de una calidad horrorosa. Se oye ulular al cárabo californiano. Se oye cuando atrapa a un roedor del tipo que sea. Se oyen los chillidos mortales del roedor. Pero los micrófonos tienen tan poca sensibilidad que no hay manera de medir el ruido que hace el cárabo con las alas cuando vuela.»
«Que yo sepa, la tecnología sencillamente todavía no sirve para medir de verdad lo que oye el búho cuando se acerca a la presa —dice—. Así que realmente para este experimento harían falta pequeños micrófonos instalados dentro de las orejas del búho para grabar lo que este está oyendo según cómo vuele. Una vez que tengas eso, podrías intentar averiguar lo siguiente: ¿ajustan los búhos su cinemática en respuesta a los sonidos específicos para hacer que su vuelo sea más sigiloso?»
Grabar desde la perspectiva del búho es realmente difícil, dice Clark. Grabar desde la perspectiva de la presa puede ser más fácil. Clark está trabajando ahora en ello, para lo que utiliza ratones domésticos de una tienda de animales. «Nadie ha puesto un micrófono cerca de un ratón para grabar la experiencia acústica del roedor mientras está siendo atacado por un búho», dice. Esto es importante para determinar con exactitud la diferencia entre la hipótesis del «oído del búho» y la del «oído del ratón». Sin embargo, incluso esta estrategia está plagada de problemas y es un buen ejemplo de lo complejos que pueden ser estos estudios.
Clark tuvo una experiencia —bueno, dos, en realidad— con este planteamiento y ninguna salió bien.
«Tenemos un centro de investigación en el desierto —explica—. Los desiertos constituyen un entorno excepcionalmente silencioso, sobre todo en otoño e invierno. De modo que fui allí en septiembre e introduje un ratón dentro de una pequeña jaula con un micrófono cerca de él. Luego metí en la jaula unas cuantas hojas secas. Si quieres cazar un búho, eso es lo que hay que hacer, pues el ratón, al andar por la jaula, hace un ruido que el búho puede oír.» Después, desenvolvió su saco de dormir cerca de la jaula y se acostó. A las cinco de la mañana, de repente se despertó y encontró justo a su lado a un búho americano, pero este le vio y se fue volando. «Más tarde, comprobando la grabación del sonido, lo único que se había registrado era el ruido del ratón andando sobre hojas secas —dice—, ese fortísimo crinkel-crinkel-crinkel, crinkel-crinkel-crinkel, y luego el golpetazo del búho al chocar contra la trampa. Como el ratón estaba haciendo tanto estruendo, no se grabó lo que yo quería: el ruido del vuelo del búho oído por el ratón. Lo único que conseguí fue la grabación de un ratón pisando hojas.»
¿Cómo sortear ese problema? En un campo de golf cerca de su casa, Clark intentó atraer a los búhos no con un ratón de verdad, sino con un altavoz por el que se oía el crujido de las hojas cuando un ratón las pisaba. «Al cabo de un minuto apareció una lechuza común y aterrizó en el árbol más cercano a mí», dice. Pero al parecer, el búho se dio cuenta de que algo no iba bien. «Simplemente se quedó allí posado durante veinte minutos mirando el altavoz. En un momento dado, sobrevoló el altavoz y pasó de largo, y luego se quedó planeando sobre la hierba alta como buscando la fuente del sonido no donde estaba el altavoz, sino “detrás de él”.»
Clark cree que puso demasiado alto el volumen. «A la lechuza debió de sonarle como si fuera el ratón más grande del mundo arrastrándose por las hojas más grandes del planeta.»
Jim Duncan está abordando la cuestión de lo que oye un búho desde otro ángulo. Se ha planteado investigar cómo el gran disco facial de búhos como Percy puede aumentar el volumen de los sonidos. Tiene intención de colocar unos micrófonos diminutos en los oídos de los búhos —búhos muertos—, para medir y cuantificar los efectos de ampliación del sonido que ejerce el disco facial sobre los débiles sonidos que brotan del suelo. De momento tiene cinco cabezas de búho en el congelador, la mayoría de las cuales son de búhos que murieron chocando contra un vehículo. «Suena horripilante», dice Duncan, pero podría arrojar una fascinante nueva luz sobre lo que oye un búho.
El extraordinario esfuerzo que hacen estos científicos para saber lo que oye un búho —y lo que oye su presa— es un buen ejemplo del desafío que supone entender a los búhos y de la tenacidad y creatividad que conlleva desvelar sus secretos.