Uno

Cómo entender a los búhos

Desentrañar su misterio

Los búhos son probablemente el orden de pájaros más distintivo del mundo; con su cuerpo erguido, la cabeza grande y redonda y los enormes ojos que miran al frente, son difíciles de confundir con ninguna otra criatura. Hasta un niño pequeño es capaz de diferenciarlos sin apenas esfuerzo. Lo mismo cabe decir de un gran número de especies, incluidos otros pájaros —los carboneros cabecinegros, los paros, los cuervos y las cornejas—, que son capaces de distinguir la forma de un búho al instante y reconocerlo como enemigo. Pero, más allá de su forma delatora o reveladora, ¿qué hace que un búho sea un búho? ¿Y cómo llegaron estas extraordinarias aves a ser como son?

Al investigar el pasado y el presente de los búhos, los científicos están rastreando estos pájaros desde sus inicios para entender su evolución y su árbol genealógico. Los búhos aparecieron por primera vez en la Tierra durante el Paleoceno, hace entre cincuenta y cinco y sesenta y cinco millones de años. Decenas de millones de años más tarde se escindieron en dos familias, los Tytonidae (lechuzas comunes) y los Strigidae (todos los demás búhos). A semejanza del resto de los pájaros, inicialmente surgieron de un grupo de pequeños velocirraptores, en su mayoría depredadores, que coexistieron con otros dinosaurios más grandes hace sesenta y seis millones de años. Todo esto cambió cuando un enorme asteroide chocó contra la Tierra, desencadenando una extinción masiva que acabó con casi todos los grandes dinosaurios terrestres. Unos pocos de los ancestros de los pájaros sobrevivieron, incluidos los precursores de los actuales búhos y de todas las demás especies ornitológicas vivas.

Inicialmente se consideraba que los búhos como grupo estaban emparentados con los halcones y gavilanes porque, al igual que estas aves rapaces, compartían un modo de vida cinegético. Más tarde, se los agrupó con aves nocturnas como los chotacabras debido a sus grandes ojos y al plumaje camuflado. Sin embargo, una investigación reciente revela que los búhos no están emparentados con los halcones ni con los chotacabras, sino con un grupo de pájaros activos durante el día que incluye a los tucanes, los trogones, las abubillas, los tocos y cálaos, los pájaros carpinteros, los martines pescadores y los abejarucos. Es probable que los búhos se diferenciaran de este grupo hermanado durante el Paleoceno, después de que se extinguieran casi todos los dinosaurios y se diversificaran los pequeños mamíferos. Algunos de estos pequeños mamíferos se aficionaron a los nichos nocturnos, y los búhos se adaptaron desarrollando un conjunto de rasgos que les permitían sacar partido de esos festines. Ahora la mayoría de los búhos comparten una serie de rasgos destacables que los distingue de otros pájaros y les proporciona una habilidad única para cazar de noche, como retinas ricas en células que otorgan una buena visión con poca luz, un oído extraordinario y unas plumas suaves y camufladas que se adaptan al vuelo silencioso. De las aproximadamente once mil especies de aves que viven hoy, solo el 3 % tiene esa clase de adaptaciones que permiten acechar a la presa en la oscuridad.

Desde su primera aparición en el planeta, unas cien especies de búhos lo han poblado y han desaparecido dejando trazas fósiles de su existencia, como por ejemplo el Primoptynx, un búho muy peculiar que volaba por los cielos de Wyoming hace cincuenta y cinco millones de años y cazaba como un halcón más que como un búho, y la lechuza común gigante, de treinta centímetros de altura, que aterrorizaba a los mamíferos del Pleistoceno. Un búho extinguido que desapareció de la isla Rodrigues del océano Índico hace relativamente poco, en el siglo XVIII, tenía el cerebro más pequeño que la mayoría de los búhos actuales, pero un sentido del olfato muy desarrollado, lo que nos lleva a pensar que tal vez utilizara más la nariz para cazar y quizá incluso para buscar carroña.

Hoy en día existen unas doscientas sesenta especies de búhos, y ese número va en aumento. Viven en cualquier tipo de hábitat de casi todos los continentes: desde el desierto y los pastizales hasta la selva tropical, las laderas montañosas o la tundra nevada del Ártico. Su tamaño, aspecto y conducta fluctúan mucho: desde el diminuto mochuelo de los saguaros, un pajarito tan pequeño como un nugget de pollo y travieso como un trol, del tamaño de una piña pequeña y el peso de un cartucho de ocho monedas de cinco centavos, hasta el enorme búho euroasiático, que puede atrapar a un cervatillo; desde el delicado tecolote afilador, que «vuela como una tierna polilla grande», según decía Mary Oliver, hasta el gracioso mochuelo de madriguera, que tiene las patitas delgadas y saluda balanceándose. Tenemos además nínox chocolate y sijúes cotuntos, nínox robustos y búhos de las Salomón (llamados «búhos temerosos» en inglés por su espeluznante grito parecido al humano y repetido cada diez segundos), búhos bengalíes o búhos reales indios y cárabos comunes, autillos vermiculados y búhos lechosos o búhos de Verreaux, que son los más grandes de África y tienen unos sorprendentes párpados de color rosa. Algunos búhos, como las ubicuas lechuzas comunes, que presentan múltiples formas en todo el mundo, llevan una serie de nombres vulgares que reflejan su poder mítico: búho demoníaco, búho fantasma, búho de la muerte, búho de la noche, lechuza de las iglesias, búho de las cuevas, búho de las piedras, búho duendecillo, búho elfo, lechuza carita de mono, búho plateado y búho dorado.

Para gran asombro de los investigadores, aún siguen apareciendo nuevas especies de búhos, como uno que dejó aturdidos a los científicos cuando fue descubierto en lo alto de las montañas andinas del norte de Perú. El mochuelo peludo, un búho minúsculo y extraño —uno de los pájaros más raros del mundo—, con sus largas y finas plumas faciales y sus alas achaparradas, es tan diferente de los demás búhos que los científicos le atribuyen un género propio, el Xenoglaux, que significa «búho extraño» en griego. Entona un canto rápido que ha sido descrito como «unas notas graves, roncas y amortiguadas con el sonido juuu o jurr», y solo es posible encontrarlo en los bosques altos que hay entre dos ríos de los Andes. En 2022, los científicos descubrieron una nueva especie de autillo de la isla de Príncipe, al oeste de la costa africana, denominado Otus bikegila en honor al guardabosques, que fue determinante a la hora de darlo a conocer. Puesto que algunos búhos viven en regiones aisladas como bosques tropicales y montañas e islas, donde las poblaciones geográficamente separadas pueden divergir en cuanto a la genética, es probable que el número de especies continúe ascendiendo.

Mochuelo peludo.

Impulsar el recuento de especies y modificar el árbol genealógico de los búhos también supone una comprensión más profunda de especies de búhos ya conocidas. Al examinar más detenidamente las estructuras del cuerpo, las vocalizaciones y el ADN, los científicos están encontrando suficientes diferencias entre las poblaciones como para escindir una especie en dos o más especies.

Veamos por ejemplo las lechuzas comunes. Siendo el linaje de búhos más antiguo, probablemente aparecieron por primera vez en Australia o África, se expandieron por el Viejo Mundo y ahora viven en casi todos los continentes. Como son parecidas en toda su área de distribución, en su momento fueron clasificadas como una sola especie. Pero los búhos nos enseñan que las apariencias pueden engañar. Unos estudios del ADN han revelado que las Tytonidae, el nombre científico de las lechuzas comunes, son en realidad un rico complejo de al menos tres especies, con un total de unas veintinueve subespecies. Y puede haber otras en lugares remotos que aún no han sido reconocidas. Asimismo, los investigadores han usado recientemente la genética para determinar con exactitud dos nuevas especies de búhos chillones de Brasil que habían sido agrupadas con otras especies sudamericanas: el búho chillón de Alagoas, de la selva tropical atlántica, y el búho chillón de Xingu, de la Amazonia. Los dos búhos están amenazados por la deforestación y se hallan en peligro de extinción.

Durante la última década, además de nuevas especies, ha surgido también de los laboratorios y estudios de campo de todo el mundo una gran cantidad de descubrimientos sobre la naturaleza de los búhos, lo que ha servido para desentrañar muchos misterios relacionados con estas aves. ¿Por qué están surgiendo ahora estos descubrimientos? ¿Cómo hacen los científicos para conocer la vida y los hábitos clandestinos de estos pájaros tan inescrutables? 

Por una parte, existen nuevas herramientas innovadoras para estudiar la evolución, la anatomía y la biología de los búhos y para encontrarlos en estado salvaje rastreando sus movimientos y monitorizando su conducta. La tecnología de visualización puntera, como el escaneo de la tomografía computarizada (TC) por rayos X, permite a los investigadores ver el interior del cuerpo de los búhos vivos y examinar las estructuras anatómicas que están directamente relacionadas con la conducta, así como mirar a través de la piedra para detectar fósiles. El análisis del ADN está revelando relaciones en el árbol de la vida de los búhos, poniendo así en tela de juicio viejos conceptos sobre quién está relacionado con quién y cómo es de estrecha esa relación. El campo está lleno de nuevos «ojos» —cámaras infrarrojas y otros equipos de visión nocturna, etiquetas RFID y drones en áreas tan remotas como los paisajes nevados de Siberia— que impulsan nuevos descubrimientos sobre la conducta de los búhos o confirman observaciones más antiguas hechas por los anilladores y los biólogos que llevan décadas sobre el terreno. La telemetría satelital está ilustrando los movimientos de los búhos en distancias cortas y largas. Pequeñísimos transmisores por satélite colocados a lomos de los búhos nivales, por ejemplo, revelan nuevos y asombrosos conocimientos sobre algunos de sus misteriosos movimientos, como los desconcertantes viajes hacia el norte que emprenden algunos de estos icónicos pájaros en pleno invierno.

Las cámaras de nidificación están ofreciendo una visión de las interacciones íntimas de los búhos en el nido que de otro modo sería imposible observar: la alimentación de la pareja y las crías, por ejemplo, y las peleas entre hermanos. «Las cámaras de nidificación te lo cuentan todo —dice el ornitólogo Rob Bierregaard, que estudia los cárabos norteamericanos—. Ofrecen la mejor imagen de lo que tienen para cenar (ardillas voladoras, escarabajos cardenales, salamandras, peces, cangrejos, insectos grandes) y de cómo se alimentan. Se puede ver al macho pasándole comida a la hembra para que esta se la ofrezca a los polluelos. He visto a machos ir acumulando ratones en las ramas, y también zarigüeyas, e ir dándoselos a la hembra trocito a trocito.» Las cámaras de nidificación desenmascaran la dinámica a veces desagradable y a veces caritativa entre hermanos. Los pollos de una nidada pueden ser egoístas y competitivos hasta el punto de incurrir en el cainismo. Sin embargo, algunos mochuelos despliegan un altruismo tan destacable que es raro en el mundo animal. Los pollitos de las lechuzas comunes, por ejemplo, son conocidos por darles comida a sus hermanos más pequeños, y lo hacen dos veces por noche de promedio.

El biólogo Dave Oleyar, que estuvo investigando para su máster a finales de la década de 1990, dice que ojalá hubiera tenido entonces la tecnología que existe hoy en día. «Es asombroso lo que podemos hacer ahora —afirma—. Con estas cámaras de nidificación que documentan el suministro de presas al nido, lo que traen los padres y con qué frecuencia lo hacen, podemos recabar una cantidad enorme de datos sobre sus pautas de forraje. Antes de que tuviéramos esos “ojos” en el campo, las dificultades logísticas para estudiar el crecimiento, el desarrollo y las interacciones de las crías eran abrumadoras y limitantes.»

Poder escuchar a los búhos desde la distancia con nuevos y sofisticados dispositivos de grabación de audio ha sido una bendición para la investigación sobre estos pájaros, pues ha ayudado a que los científicos comprendan la interacción de diferentes especies de búhos sin necesidad de molestarlos. Con la monitorización acústica, por ejemplo, los investigadores están resolviendo la dinámica entre los cárabos norteamericanos y los amenazados cárabos californianos o búhos manchados de la Sierra Nevada. Al colocar grabadoras de audio en cerca de mil ubicaciones, a lo largo de seis mil kilómetros cuadrados de terreno montañoso, para registrar las llamadas de los búhos, han descubierto interacciones del todo inesperadas entre los agresivos cárabos norteamericanos y los más pequeños pero sorprendentemente aguerridos búhos manchados... con significativas consecuencias para la conservación.

Otro método nuevo e inusual para estudiar y monitorizar a los búhos implica claramente menos alta tecnología y más «olfato». Los investigadores están aprovechando la potencia olfativa de los perros para localizar a las especies de búhos esquivos en lugares tan lejanos como Tasmania y el noroeste del Pacífico. Perros «husmeadores» o rastreadores especialmente adiestrados olfatean los pellets, también llamados egagrópilas, unos deformes cigarros puros hechos a base de los indigestos restos de piel y huesos que los búhos expulsan al suelo cerca de sus nidos y perchas. Las egagrópilas son difíciles de detectar, pero emiten un olor que los perros identifican con facilidad, llevando así al investigador directamente a los sitios en los que pasan el rato los búhos.

Muchos descubrimientos se han hecho también por medios más tradicionales para estudiar a los búhos —atraparlos, medirlos y anillarlos—, y monitorizando a estas aves durante largos períodos de tiempo. El estudio a largo plazo de los búhos en estado salvaje es un trabajo lento y duro, pues ha de hacerse estación tras estación, año tras año, haga el tiempo que haga; sin embargo, brinda nuevas y esenciales perspectivas acerca de la conducta reproductiva y las tendencias poblacionales. Unos estudios realizados durante varias décadas con los búhos chicos, los mochuelos de madriguera, los búhos nivales y los cárabos comunes revelan cómo están reaccionando los búhos ante la pérdida del hábitat y el cambio climático, indicándonos así las posibilidades de conservación no solo de los búhos, sino también del ecosistema en su conjunto.

 

 

Para comprender a los búhos hay que observarlos en estado salvaje, en su hábitat natural. Pero aunque son fáciles de reconocer, no resultan fáciles de ver ni siquiera para los expertos. A menudo se esconden de día justo delante de nuestras narices, camuflados entre la corteza de los árboles o metidos en las oquedades, y de noche ponen rumbo a la oscuridad sin que nadie los vea. «Encontrar a los búhos es difícil —dice David Lindo, un naturalista, fotógrafo y guía de avistamiento de aves con mucha experiencia, conocido como el Pajarero Urbano, que se pasa la vida buscando pájaros—. Normalmente suele ser cuestión de diligencia. Tienes que comprometerte a hacerlo. Has de intentarlo y calcular dónde pueden estar, y luego buscar religiosamente los árboles, las egagrópilas y las heces de los búhos.»

Autillo yanqui.

Esta es la razón por la que son tan importantes las nuevas herramientas para la detección y la monitorización de los búhos. Pero incluso con estas poderosas tecnologías localizar a los búhos en estado salvaje sigue siendo a menudo una enloquecedora y escurridiza búsqueda del tesoro. Como me contó Sergio Córdoba Córdoba, un ornitólogo que estudia a los búhos neotropicales: «Puede ser realmente frustrante. La tecnología es un gran aliado, las cámaras infrarrojas y la telemetría en particular, pero a menudo seguimos amparándonos en los sonidos. Tratar de encontrar un búho al que oyes cantar es como ser un explorador de los viejos tiempos. Intentas seguir el sonido, andar o gatear para acercarte sin hacer ruido (casi imposible con las hojas secas del suelo del bosque), y cuando crees que ya estás lo bastante cerca, enciendes la linterna y ves quién está cantando. Lo cierto es que la mayor parte de las veces lo espanto y nunca averiguo quién es».

Los investigadores y observadores de pájaros a menudo atraen a los búhos con el playback, utilizando grabaciones de audio de llamadas territoriales o de llamadas de apareamiento de los búhos para que se acerquen. «Un guía puede poner la llamada de una especie en particular, como un autillo chillón —según explica Lindo—, y luego, al cabo de cinco minutos, aparece uno en el árbol, enciendes una linterna, sacas una foto y entonces el pájaro se va.» Utilizando este método, pude ver emocionada a una familia de lechuzones orejudos y dos especies de autillos chillones neotropicales en el sudeste de Brasil. Es una herramienta importante para los investigadores. Pero, como dice Lindo, para el observador ocasional «es un poco como hacer trampa» y suele perturbar la conducta natural de los búhos.

Nada puede reemplazar a un encuentro inesperado como el de cruzarse con un búho en su hábitat natural. La gente que comprende el privilegio de la quietud y el silencio, el de simplemente sentarse, mirar y escuchar —como hacen los propios búhos—, a veces tiene suerte. Uno de los momentos más memorables de Lindo con los búhos sucedió de esta manera. Hace algunos años estuvo dirigiendo un tour de avistamiento de pájaros en Helsinki, Finlandia. Como tenía un día libre, pidió prestada una bici en el hotel. «Me enteré de que había una zona boscosa en una isla —me contó—. Así que crucé en bicicleta un puente que llevaba hasta allí. Recuerdo que dejé la bici y sencillamente me senté en el bosque. Mientras estaba sentado, se me acercó mucho un carbonero común. Se posó en mi gorra y luego salió disparado hacia el árbol. Hizo eso un par de veces, lo cual me desconcertó. Luego vi que algo bajaba en picado en el claro del bosque que tenía frente a mí. Era un joven búho chico que estaba cazando, completamente ignorante de mi presencia. Seguí allí sentado observándolo durante unos cuarenta minutos, mientras volaba a mi alrededor y de vez en cuando se paraba muy cerca de mí. Como permanecí inmóvil y estaba camuflado por los árboles, no llegó a verme. Fue un momento increíble.»

Jennifer Hartman, que pasó años estudiando los búhos manchados o mochuelos brahmanes, describe cómo se sentaba en silencio a observar las aves amenazadas, una a una, durante dieciocho horas seguidas. «No creía que una persona pudiera pasar el tiempo de esa manera con los búhos salvajes y que estos no se estresaran ni se marcharan volando —dice—. A veces se quedaban dormidos mientras yo estaba allí. He visto a búhos que descendían al suelo del bosque para dar sorbos de agua en un charco. Los he visto despertarse de una siesta y bajar aleteando al suelo forestal y desplegar las alas en un sitio iluminado por la luz del sol..., probablemente para quitarse las garrapatas de las plumas o para dejar que las hormigas se suban a su plumaje para comerse las garrapatas. En una ocasión vi cómo un colibrí se abalanzaba sobre una hembra de búho que estaba dormida. Al despertarse puso una cara como diciendo: “¿Qué demonios pasa? ¡Si no estoy haciendo nada!”.» 

«Y los ruidos que hacían también eran algo extraordinario —recuerda—. Cuando pasó volando un azor, el macho ululó en un tono grave que yo nunca había oído hasta ese momento y que era su manera de alertar a la hembra, como diciendo: “Mantén la calma, quédate agazapada, no te muevas”. Todas las cosas que estaba aprendiendo sobre ellos no podría haberlas aprendido con ningún libro. Fue una experiencia muy íntima y apacible, casi sobrenatural, que me cambió la vida.»

 

 

Los búhos te cambian la vida, y el esfuerzo que hacemos por entenderlos configura nuestra manera de experimentar el mundo e intensifica nuestro asombro.

Esto lo vi con total claridad un día de primavera en una cárcava llena de espinos y cerezos, al oeste de Montana. Yo tenía un búho chico hembra atrapado en estado salvaje, que sujetaba con la palma de la mano enroscada alrededor de sus pies y las garras remetidas entre mis dedos. El experto en búhos Denver Holt estaba a mi lado guiando la liberación del ave. «Observa atentamente cuando se vaya», me susurró. Nos había llevado toda la mañana y buena parte de la tarde atraparla mediante unas redes de niebla. Era un pájaro grande, maduro, precavido y difícil de capturar, con unas patas fuertes y unas plumas tan suaves como el pelaje de un conejo.

Antes la había visto con los prismáticos mientras descansaba agachada, postura que suelen adoptar los búhos durante el día. Al principio no entendía lo que veía, una masa fina y oscura en las enmarañadas ramas de un espino que parecía desaparecer cada vez que yo apartaba la vista y luego volvía a mirar. Tan pronto estaba como no estaba allí. Creí que mis ojos me estaban jugando una mala pasada. Más que a un búho, se asemejaba a una rama rota, completamente quieta, erguida, rígida, tan estirada y contraída que parecía perfectamente cilíndrica, muy delgada y muy alta. Sus largas orejas con mechones —que en inglés dan nombre a su especie: «búho de orejas largas»— estaban totalmente extendidas, tiesas y paralelas, una manera de alterar la delatora silueta de un búho, por lo que se fundía impecablemente con las ramas del lugar en el que reposaba. Lucía un cálido color marrón grisáceo con una mezcla jaspeada de franjas horizontales y verticales, exactamente iguales que las de la corteza del árbol. Si no llega a ser por sus ojos, de un refulgente color amarillo, no habría dado crédito a lo que veía.

Nos costó un gran trabajo atraparla, tuvimos que desplazarnos muchas veces desde varios ángulos diferentes para que se metiera en las redes. Cuando finalmente lo conseguimos, me lanzó a los ojos una mirada más propia de un gato. Entonces la medimos, la pesamos y la anillamos hasta que quedó lista para la liberación. Me agaché en el túnel formado por los alisos y la puse mirando hacia un estrecho claro que había entre las tupidas y enmarañadas ramas, ladeé un poco la muñeca y luego abrí los dedos. Alzó el vuelo sin hacer el menor ruido, desplegó las alas, las batió lenta y uniformemente, atravesó el angosto claro con tan solo un leve zumbido y volvió a desaparecer en la negra espesura del bosque.

Holt ha presenciado miles de momentos como ese con los búhos. Para mí fue una aventura luminosa, intensa y profundamente conmovedora. Ese búho parecía un mensajero de otro tiempo y otro espacio, como la luz de las estrellas. De alguna manera, estar a su lado hizo que se me empequeñeciera el cuerpo y se me agrandara el alma.

Le pregunté a Holt por qué había dedicado la mejor parte de su vida a estudiar estas esquivas criaturas. «Por esto —me dijo, señalando el camino ahora vacío emprendido por el búho chico—. Por lo maravillosamente bien que se han adaptado a su mundo; por ser tan silenciosos, invisibles y crípticos no solo en cuanto a la coloración, sino también en cuanto al sonido. Y por ser tan ágiles en la oscuridad y tan magníficos cazadores, unos rasgos que han ido evolucionando a lo largo de millones de años. Y también —añadió— porque aún siguen estando llenos de sorpresas.»