I. Un evangelio-testimonio

Aunque todos los evangelios tienen su origen en la experiencia personal de los que desde el principio fueron testigos directos de la vida de Jesús (cf. Lc 1,1-2), solo el autor del cuarto evangelio se presenta a sí mismo con estas palabras: «el que lo vio da testimonio» (19,35). De ahí que los comentarios de Juan resalten la importancia del testimonio en la estructura y argumento de su obra.

Ya el vocabulario confirma que estamos ante una idea fundamental del evangelio: el verbo testimoniar aparece 47 veces en los escritos de Juan; y el sustantivo testimonio, 30 veces. Solo en el evangelio, el sustantivo aparece 14 veces; y el verbo, 40. Nos hallamos, pues, ante palabras clave que ayudan a definir la naturaleza del evangelio. No sorprende, pues, que el cuarto evangelio reciba el calificativo de evangelio-testimonio. Valga, como ejemplo, el libro de E. Cothenet, La chaîne des témoins dans l´évangile de Jean, que constituye un minucioso estudio sobre los diversos testimonios que forman la cadena desde el primer eslabón, Juan Bautista, al último, el discípulo amado. Conviene recordar, además, que el evangelista fue discípulo del Precursor.

Cuando se lee con atención el evangelio, se entiende el interés de su autor por recoger todos los testimonios a su alcance para hacer valer las pretensiones de Jesús como revelador y enviado del Padre. En muchos aspectos, el cuarto evangelio deja percibir, como trasfondo, un gran juicio sobre Jesús, que concluye en el tribunal de Poncio Pilato con la condena a muerte. En momentos álgidos, Jesús tiene que defender su condición de enviado de Dios con vivos argumentos, considerados por sus enemigos como blasfemias merecedoras de la lapidación. Además de personajes históricos, como Juan Bautista y el discípulo amado, Jesús utiliza las Escrituras y a Moisés para defender la legitimidad de su misión. Más aún, apelando a su condición de Hijo de Dios, recurre al Padre y al Paráclito, como garantes de su testimonio personal.

De modo más cercano y asequible a sus oyentes, Jesús apela también a las obras que dan testimonio de él. A través de ellas, sus contemporáneos pueden descubrir que Jesús no carece de avales en este mundo, puesto que trascienden la capacidad del hombre y remiten al Padre que lo ha enviado. Dicho de otra manera, Jesús no actúa por iniciativa propia, sino que dice y hace lo que el Padre le manda. El cuarto evangelio, por tanto, presenta los variados testimonios sobre Jesús con detenimiento y agudeza, de manera que tanto el testimonio como la acción de testimoniar recorren el evangelio de principio a fin. Es muy posible, además, que el hecho de que Jesús diga que ha venido a dar testimonio (cf. 3,11; 18,37), haya influido notablemente en esta consideración tan original del cuarto evangelio, que le distingue de los sinópticos, no porque estos no testimonien la vida de Jesús, sino porque no usan estos términos como vigas maestras o criterios estructurales de sus obras. Veamos algún ejemplo.

Especialmente elocuente es el relato de la muerte de Jesús, que dice:

Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrarán un hueso; y en otro lugar la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron» (19,32-37; el subrayado es nuestro).

Con el texto en la mano, el que da testimonio de lo que vio y afirma que es verdadero es el discípulo amado, a quien Jesús, momentos antes de morir, le confía su madre. Sobre la dificultad de este pasaje volveremos más adelante. Subrayamos, no obstante, que el objeto del testimonio es la muerte de Jesús y la lanzada en el costado con su consiguiente efusión de sangre y agua, dos hechos perceptibles que se presentan, además, como cumplimiento de las Escrituras.

Otro pasaje que revalida para el autor su condición de testigo directo de los acontecimientos narrados es el final del evangelio, 21,24-25. Previamente, el evangelista es designado como el discípulo amado que había recostado su cabeza en el pecho del maestro y le había preguntado sobre la identidad del traidor. El interés de este final del evangelio, que suscita tanta controversia, es dejar constancia de que el discípulo amado es quien da testimonio de todo lo que ha escrito y sabe que es un testimonio veraz.

A este respecto merecen destacarse los estudios de R. Bauckham sobre el lugar del testimonio en las raíces de la tradición cristiana, con especial atención al testimonio del discípulo amado (cf. Bauckham, The Testimony). Según Moloney, Bauckham pretende mostrar que «el evangelio de Juan remite a un testigo ocular, indicado por muchos rasgos en el mismo texto y que, como un actor en el ‘juicio’ cósmico que es recogido en el evangelio de Juan, ha producido una historia basada en la vida y en la enseñanza de Jesús, pero profunda y singularmente teológica». Y añade esta rotunda afirmación: «El discípulo amado es el ‘testigo ocular’, que proporcionó el relato joánico. En verdad, él lo escribió» (Moloney, Recent Johannine, 420).

La importancia del testimonio en el evangelio de Juan ha sido subrayada también por L. Devillers. Sostiene que, junto a la estructura clásica del evangelio, puede añadirse una «estructura complementaria […] cuyo hilo de Ariadna sería la cuestión del testimonio», que contaría con tres figuras clave como testigos de Jesús: Juan Bautista, Lázaro y el discípulo amado (Devillers, Trois Témoins, 62). Dejando a un lado a Lázaro, de quien no se dice que dé testimonio de Jesús, comenzaremos con Juan el Bautista que constituye, en cierto sentido, una especie de doble del evangelista.

Aunque el cuarto evangelio afirma que Juan bautizaba, no recibe el sobrenombre de «bautista», quizás para resaltar que su importancia reside en haber dado «testimonio sobre Jesús» (Cothenet, La chaîne, 19). Sea lo que sea de esta cuestión, es obvio que el cuarto evangelio concede al Bautista un puesto de excepción. Ya en el prólogo, su figura irrumpe de modo sorprendente: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él» (1,6-7, subrayado nuestro). Es significativo que un himno teológico, que nos saca del tiempo para situarnos en el seno de Dios, introduzca esta alusión al personaje histórico de Juan, cuya misión es idéntica a la del evangelista: conducir a los hombres a la fe en Cristo. Y, en consonancia con la enseñanza sobre la preexistencia del Verbo, se recogen también dentro del prólogo las primeras palabras del Bautista: «Juan da testimonio de él y grita diciendo: Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (1,15). Merece destacarse que, tanto el Precursor como el evangelista, se definen como testigos de los hechos que han visto; hechos que, según Lagrange, constituyen «el fundamento de la fe» (Réalisme historique, 328).

Fuera ya del prólogo, el evangelista narra el encuentro de Juan Bautista con los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén para indagar sobre su identidad. Juan declara que no es el Mesías, ni Elías ni el Profeta, sino solo la voz que grita en el desierto: «Preparad el camino al Señor» (1,19-24). También a los fariseos, que le preguntan sobre su bautismo, Juan aclara que él solo bautiza con agua y les anuncia que en medio de ellos existe uno, a quien no conocen, que viene detrás de él y al que no es digno de desatar la correa de su sandalia (cf. 1,26-27).

Con esta misteriosa alusión, el evangelista prepara la próxima intervención del Precursor, al día siguiente, cuando ve a Jesús que se dirige a él. En esta ocasión, abandona su lenguaje elusivo para afirmar abiertamente quién es Jesús y testimoniar lo que sucedió en su bautismo. El cuarto evangelio coincide, pues, con la tradición sinóptica al presentar el bautismo de Jesús como su solemne investidura por el Espíritu que le unge como Enviado de Dios. Juan no describe ese momento, sino que introduce al Bautista para que dé testimonio en primera persona de lo que sucedió, y aplica a Jesús el título de «Cordero de Dios» que retomará en la escena siguiente de la vocación de sus primeros discípulos (cf. 1,36). He aquí el texto:

Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. Y Juan dio testimonio diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios (1, 29-34).

La insistencia en ver —con dos verbos griegos distintos— y en dar testimonio no pasa desapercibida. El esquema de ver-dar testimonio es el mismo que utiliza el evangelista al describir el momento en que el soldado abre con la lanza el costado de Jesús muerto en la cruz. También el Precursor ve y da testimonio de que sobre Jesús ha descendido y se ha posado el Espíritu de Dios. Son dos hechos de naturaleza distinta, pero el uso de la misma fórmula nos sitúa en el ámbito de la vida de Jesús gracias a quienes han sido testigos oculares. Más adelante se dirá del Precursor que «dio testimonio en favor de la verdad» (5,33) y que, aunque «no hizo ningún signo […] todo lo que Juan dijo de éste (Jesús) era verdad» (10,41).

Por último, el Bautista aparece de nuevo en un pasaje relacionado con su misión de bautizar (3,22-26). En él se recoge la polémica suscitada entre los discípulos de Juan. Estos le preguntan sobre el bautismo que realiza Jesús y afirman que «todo el mundo acude a él» (v.26). Lo que se ha presentado por los comentaristas como signo de cierta tensión entre el grupo de Juan y el de Jesús es, en realidad, una apasionada defensa de Jesús por parte del Precursor con un discurso que evoca la misma forma de hablar de Jesús. Después de recordar a sus discípulos que él había dado testimonio de Jesús, les responde:

Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo. Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar. El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él (3,28-36).

Resuenan en este pasaje temas de la conversación de Jesús con Nicodemo (lo terreno y lo celeste, testimonio, el Espíritu, creer, vida eterna). Parece que el evangelista ha querido poner en labios del Precursor el testimonio propio de Jesús para indicar que entre uno y otro hay plena sintonía. Por otra parte, la designación de sí mismo como «amigo del esposo», alude indirectamente a las bodas de Caná. La alegría de Juan, expresión de la plenitud escatológica, está enteramente colmada porque el esposo ha llegado. Si tenemos en cuenta que Juan Bautista aún no ha sido encarcelado y vive con la clara conciencia de dar paso a Jesús, la frase «él tiene que crecer y yo tengo que menguar» constituye su retrato perfecto, cargado de densidad espiritual. «La lámpara que ardía y brillaba» (5,35), como define Jesús a Juan, está a punto de apagarse con su martirio; cuando suceda, el que ha entrado como luz en la escena de los hombres brillará para siempre. Wikenhauser señala que «los dos verbos que corresponden a ‘crecer’ y ‘menguar’ sirven, en lenguaje técnico, para designar la salida y la puesta del sol; parece, pues, que su pensamiento es este: el astro viejo se oculta, mientras el nuevo se levanta: empieza un nuevo mundo» (El evangelio, 153).

El tema del testimonio no se agota con las referencias al evangelista y al Precursor. Jesús lo amplía al introducir otros «testigos» fiables que lo presentan como el Enviado de Dios. Son testigos de gran autoridad, no solo para los lectores del evangelio, sino para quienes rechazan a Jesús y se oponen a su magisterio y a sus obras. Podemos decir que Jesús hace una apologia pro vita sua en un evangelio concebido precisamente como testimonio fidedigno.

En su diálogo con Nicodemo, Jesús dice con solemnidad: «En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio» (3,11). El ambiente de polémica es claro. Aquí se enfrentan dos grupos: los que dan testimonio de Jesús, que habla en su nombre, y los que no reciben su testimonio. El hecho de que Jesús hable en plural es un hábil recurso literario porque revalida con su autoridad lo que el evangelio y la comunidad creyente dicen de él.

También 5,31 trata de la polémica entre Jesús y los que no reciben su testimonio porque quebranta el sábado y se hace igual a Dios (cf. 5,18). Para defender la curación del paralítico de la piscina en sábado, Jesús apela de nuevo a Dios — al que llama «mi Padre»— que actúa en plena sintonía con él (cf. 5,19). Sobre este presupuesto, Jesús concluye: «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí» (5,31-32). ¿A quién se refiere Jesús cuando habla de «otro»? Es obvio que solo puede ser el Padre, cuyo testimonio es «mayor que el de Juan» (v.36). Pero, dado que el Padre no se manifiesta a la vista —«nunca habéis escuchado su voz ni visto su rostro» (5,37)—, Jesús insiste en lo ya dicho —«mi Padre sigue actuando, y yo también actúo» (5,17)— para concluir que sus obras son las que el Padre le ha concedido realizar (cf. 5,36).

Ahora bien, las obras de Jesús constituyen el relato de su vida, es decir, el contenido del evangelio. Sus obras verifican la condición del Hijo como enviado del Padre; de ahí que Jesús apele a ellas como obras del Padre que avala al Hijo en todo lo que hace. Jesús no necesita, pues, el testimonio de un hombre ni depende de él (cf. 5,34) y reprocha a sus oponentes que no crean al enviado de Dios. Gracias a que son visibles y conocidas, las obras de Jesús se convierten en testigos irrefutables de su vida.

La autodefensa de Jesús cuenta aún con otros testigos cuya autoridad en Israel era indiscutible: Las Escrituras y Moisés. La diatriba de Jesús crece en el tono y contenido al citarlos en su favor. Huelga recordar que la palabra de Dios ha llegado a Israel por medio de Moisés y de las Escrituras. Los judíos no han visto el rostro de Dios ni le han oído hablar directamente, pero tienen las Escrituras para estudiarlas y hallar la vida eterna. Jesús se dirige a su auditorio con esta osada afirmación: «¡Ellas son de hecho las que dan testimonio de mí!» (5,39). Para valorar este giro en su argumentación, es preciso recordar que las Escrituras son usadas por el evangelista para refrendar la vida de Jesús —hechos y dichos— con la autoridad suprema de la palabra de Dios. Por eso, puede decir a sus adversarios que la palabra de Dios no habita en ellos y que, a pesar de estudiar las Escrituras, no acuden a él para alcanzar la vida que buscan en ellas (cf. 5,38.40). Ahora bien, si detrás de las Escrituras se halla Moisés, la conclusión de Jesús es clara: «Si creyerais en Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?» (5,46-47). Nada dice el evangelista de la reacción que estas palabras de Jesús suscitaron en sus oyentes. El cambio de escenario en el siguiente capítulo deja al lector con la intriga de saberlo, aunque bien puede deducir que la acusación de no creer en Moisés acrecentó la aversión contra Jesús. Afirmar que Moisés escribió de él equivale a decir que las Escrituras se cumplen en Cristo como enviado de Dios.

El capítulo 8 retoma con más brío esta polémica. De nuevo aparece el vocabulario del testimonio. Al ser acusado por los fariseos de que, al dar testimonio a su favor, hace que sea inválido (8,13), Jesús se defiende apoyándose en la ley: «En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo doy testimonio de mí mismo, y además da testimonio de mí el que me ha enviado, el Padre» (8,17-18). Jesús no está solo, su Padre está con él, como atestiguan sus obras. Al referirse a la ley, que con ironía llama «vuestra», deja claro que cumple con ella, pues goza de la compañía de un testigo de excepción.

La simple mención del Padre suscita la pregunta de los fariseos: «¿Dónde está tu padre?». Según Loisy, los fariseos parecen referirse a la presencia del padre terreno de Jesús. A juicio de Lagrange, sin embargo, los fariseos no eran tan obtusos y «era evidente que Jesús se decía desde el comienzo enviado por Dios, que él llama su Padre. Los judíos no creen nada de esto y como él ha pretendido no estar solo y ha añadido que el Padre da realmente testimonio a su favor, ellos preguntan irónicamente: ¿dónde está él?» (Lagrange, Jean, 234-235).

Junto al Padre, aparece otro testigo de excepción: el Espíritu. En el discurso de despedida, Jesús revela a sus discípulos que, cuando venga el Espíritu de la verdad, «dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio porque desde el principio estáis conmigo» (15,26-27). Esta entrada del Espíritu en la escena del mundo cierra el ciclo de los testimonios de la vida de Jesús. Por una parte, el Espíritu tiene una misión parecida a la de Cristo. Así como Jesús ha dicho y hecho lo que ha oído y visto en el Padre, el Espíritu no hablará por sí mismo, sino que comunicará a los discípulos lo que «ha escuchado/recibido de él (Jesús)» (16,15). Según Barrett, «Juan no se cansa de subrayar que las palabras y las obras de Jesús no eran las de un sabio accesible y cercano, ni las de una especie de semidiós, sino que procedían del único Dios verdadero. Lo mismo ocurrirá con la enseñanza del Espíritu; no será una mera inspiración, en el sentido corriente del término, sino de la enseñanza del propio Dios» (El evangelio, 743).

A través del concepto de testimonio, Juan ofrece una magnífica síntesis trinitaria: El Padre da testimonio de Jesús, y el Espíritu habla de lo que Jesús ha dicho y hecho. Esta perfecta comunión pasa a los discípulos, que reciben, por tanto, lo que el Padre y el Espíritu testimonian de Jesús. Tal testimonio no es otra cosa que la vida de Jesús contenida en el evangelio. Por ello, Jesús dice a los suyos que darán testimonio, «porque desde el principio estáis conmigo» (15,27). Este principio, colocado en cierto paralelismo con el principio eterno de Dios que inicia el prólogo, es el de la vida terrena de Jesús en la que Dios se manifiesta. Se explica, pues, que el testimonio de los discípulos sea presentado en plena continuidad con el del Espíritu de la verdad que los conducirá a comprender en plenitud el sentido de la persona y vida de Jesús (cf. 16,13). El verbo que utiliza Juan para explicar en qué consiste el acceso a toda la verdad de Jesús es hodēgeō, que describe la acción de un buen guía para llevar al verdadero camino. Si Jesús no habló por cuenta propia (cf. 7,17; 12,49; 14,10), tampoco el Espíritu «hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará» (16, 13-15).

La expresión recibir de lo mío indica que el Paráclito comunica a los creyentes lo enseñado por Jesús, es decir, la revelación de Dios hecho presente en sus palabras y obras. Todo lo que ha oído (cf. 16,13c) y sabe de Jesús, lo trasmite y actualiza en plena fidelidad a lo que ha recibido. Si tenemos en cuenta la afirmación de Jesús —«todo lo que tiene el Padre es mío»—, el posesivo «mío» incluye también el misterio de su preexistencia junto al Padre y lo acontecido en el tiempo de su vida entre los hombres. Ambos aspectos, como ya hemos dicho, son inseparables. Dado que los creyentes no han sido testigos de la vida del Verbo junto al Padre, es obvio que necesitan entender en su plenitud lo sucedido en la historia con la luz que aporta la revelación de Jesús y la acción del Espíritu que la actualiza en cada momento.

Esta misión del Espíritu se esclarece aún más con las palabras de Jesús que presentan la función defensora del Espíritu en el juicio contra el mundo por haber rechazado el testimonio de Jesús. Ya hemos dicho que el cuarto evangelio tiene como trasfondo el juicio que los poderes de este mundo sostienen contra Jesús al rechazar sus pretensiones divinas. El Espíritu viene a defender a Jesús y mostrar que es el enviado del Padre (cf. 16,8-11). Por eso, dice Jesús que el Espíritu le glorificará, del mismo modo que el Padre lo ha glorificado. «Proclamar que el crucificado de ayer es el Justo glorificado por Dios no incumbe a las capacidades de la inteligencia humana. Solo el Espíritu Santo permite al creyente decir: ‘Jesús es Señor’» (Cothenet, La chaine, 117).

Para concluir este apartado sobre el carácter testimonial del cuarto evangelio, debemos hacer una observación sobre el testimonio de Jesús sobre sí mismo que el evangelista consigna por escrito. En lo que llevamos dicho, Jesús apela a sus palabras y a sus obras como «testimonio» de lo que ha oído y visto del Padre. Ahora bien, 21,24 dice así según la traducción Alonso Schökel: «Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y lo ha escrito; y nos consta que su testimonio es fidedigno» (Biblia, III, 295). Si la primera frase está escrita por el autor, que protege su anonimato, la segunda parece ser el refrendo de una comunidad que asegura la autenticidad del testimonio del discípulo. Todo estaría en orden. Pero, si, como defendemos en el estudio sobre este final del evangelio (cf. García – Franco, La iglesia naciente, 114-161), las dos frases pueden haber sido escritas por la misma mano, el texto diría entonces: «Este es el discípulo que da testimonio acerca de algunas cosas y el que ha escrito las otras, las cuales reconocemos que verdaderamente son testimonio de él».

Manteniendo su anonimato, en la segunda frase el autor utiliza el plural asociativo para subsumir en el «nosotros» a la comunidad de la que forma parte. Un ejemplo de este plural asociativo tenemos en 3,11, donde Jesús habla en plural. Si esto es así, el autor querría dejar claro que el evangelio está formado por cosas de las que él da testimonio y otras que son «el testimonio de él». Ahora bien, con este genitivo —de él— no se refiere a sí mismo, lo cual no tendría sentido, sino a Jesús; es decir, se trata del testimonio de Jesús sobre sí mismo. Al concluir el evangelio, el autor deja constancia de que su escrito es verdaderamente el testimonio de lo que Jesús había dicho y hecho, es decir, de su vida.