II

Volvía a casa al final del día, tras veinte minutos de traqueteo de metro y otros diez caminando entre guiris que visitaban la Sagrada Familia y calles que parecían sucias pese a no estarlo; entraba en casa y todo estaba en orden. Los trapos de cocina, limpios y bien colgados, las sábanas revueltas sobre el colchón, lo que no suponía ningún drama doméstico, y, si Nico se había ido con prisa, existía la posibilidad de encontrar rastros de su marcha, lo cual era harto improbable, ya que nunca se marchaba con prisa.

Las semanas en las que me enfrenté a mi nueva carga de trabajo, Nico estaba fuera, como venía siendo común en los últimos dos años. Lo habían ascendido en la consultora y se veía obligado a salir del país mucho más que al inicio de nuestra convivencia. Teniendo en cuenta que la casa era grande para dos, cuando uno de nosotros no estaba —básicamente él—, se me hacía más grande aún. Podía pasarme días sin tener ninguna razón para entrar en el despacho o ir al comedor. Con Nico, el uso de la casa estaba más instaurado: cocinábamos, nos turnábamos las tareas, comíamos en la mesa, frente a frente, hacíamos la cama casi cada mañana.

Sin embargo, en el mundo que suponía ese territorio para mí sola, las reglas cambiaban, y la cama, los platos, los horarios de comida eran marcados en función de mi humor. Solía estar demasiado cansada para hacer nada más que subir las bolsas de la compra, ducharme, preparar una comida rápida para el día siguiente, recalentar lo que me sobraba del táper de mediodía, comerlo con las piernas cruzadas sobre el sofá viendo un par de capítulos de alguna serie de abogados y hacerme una bola con el edredón en mi lado de la cama, hasta caer dormida con el punto de libro que rescataba de milagro la última página que había atisbado. De hecho, echaba de menos los días que alargaba la lectura sin importarme la hora que marcase el reloj, con tal de avanzar página tras página. Mi pasión por los libros se había visto diluida en una lectura siempre a medias, sobre la mesita de noche, de la que me avergonzaba antes de caer rendida.

Por mucho que pudiese dormir cinco de siete noches a la semana sin un hombre de casi dos metros en el otro lado de la cama, jamás salía de mi esquina cuando él no estaba. Tal vez era por la fuerza de la costumbre: nueve años acomodándote al cuerpo de otra persona son suficientes para entrenar un hábito.

Había aprendido a respetar el tipo de vida que llevábamos para que su ausencia no alterase nuestros biorritmos. Durante los primeros meses, desde que le había tocado recorrer el mundo en horarios infernales, había tratado de mantener mi vida con Nico intocable, aunque él no estuviera para acusar el cambio.

—¿No echas de menos hacer la cucharita cuando no estoy? —me solía preguntar algún que otro viernes por la noche, o cuando volvía a casa de un viaje largo.

—La cama es demasiado grande para mí... —respondía yo acomodándome en su hombro, bajo su brazo que me rodeaba la espalda.

En realidad, hacía tiempo que algo se había visto alterado. Cada vez más a menudo yo amanecía con el estómago revuelto, enfadada con su presencia en el lavabo o la cocina. Me despertaba con el ceño inevitablemente fruncido, como si me incomodase la naturalidad con la que vivíamos el hecho de estar separados. Cuando el requerimiento de los viajes había comenzado, me había sentido muy frustrada ante sus ausencias. Hablábamos por videollamada cada noche si el cambio horario lo permitía y nos contábamos cada anécdota tonta —«Oliver ha descubierto que quiere ser Lady Gaga, y lo peor de todo es que la emula en el lavabo»— en mensajes que siempre nos hacía ilusión rescatar en medio de una reunión.

Sin embargo, los silencios se hicieron cada vez más largos.

Yo le mandaba un mensaje insustancial para hacerlo partícipe de mi rutina ante los ya desgastados «¿Qué tal tu día?». Él también tardaba en responder, aunque en su caso lo acusaba al cambio horario. Tampoco profundizaba: «Acabo de ver el gato más grande del mundo en una calle de Brasil y creo que si lo traigo a casa y lo hacemos youtuber podemos vivir de rentas el resto de nuestras vidas #FatCatRules».

La vida con él lejos me parecía, en su momento, insoportable..., hasta que, como a todo, me acostumbré.

Luego no. Pasé a agradecer el espacio que me proporcionaba su ausencia. Me gustaba la persona que era cuando estaba sola. Puede que sea algo duro de decir y, en cierto modo, yo misma no me permitía admitirlo, pero sabía que no ansiaba ya su vuelta.

Sí, Nico volvía y retomábamos nuestra rutina, pero hacía tiempo que no me había parado a pensar si en realidad mi vida estaba resultando lo que yo anhelaba. Buscar una explicación, ahora en la distancia y de manera fría, se me antoja mucho más sencillo que tratar de quitarle la venda a la Emma de por aquel entonces. Nunca he sido una persona a la que le agraden los cambios. Mentiría si dijese que estaba cómoda con una vida alejada de la persona a la que quería, pero no era capaz de resistir el tumulto de lo opuesto. Era más fácil esforzarme por complacer y no alterar la vida que habíamos creado Nico y yo desde hacía casi una década que ponerme a pensar en qué quería realmente yo en aquel momento.

En ese sentido, ambos éramos iguales. Los dos tratábamos de alejarnos del conflicto en vez de enfrentarnos a él, y todo gracias a nuestra eterna predisposición de complacer al otro.

—¿Ponemos una peli? —pregunté vagamente después de llenar el lavavajillas una noche que él había vuelto de un viaje de una semana en Alemania.

—Vale, pero no prometo que aguante despierto.

—Yo tampoco —bufé agotada.

—¿Alguna sugerencia?

Me tumbé en el sofá a su lado y cambié de canales en el satélite para evitar tener que entrar en alguna plataforma de streaming: sabía que la elección podía robarnos fácilmente el tiempo de visionado y acabaríamos, hartos, yéndonos a la cama sin haber tomado una decisión.

Entonces me topé con la última película que había dirigido Stanley Kubrick recién empezada.

—¿Qué te parece? —le indiqué señalando con el mando la pantalla.

—Kubrick siempre es buena opción.

Nico no tardó en cerrar los ojos y cabecear —roncaba cuando se dormía en cualquier posición que no fuese horizontal—, y yo, entre el sueño y la vigilia, lo observé dormitando al lado y acerté a comparar nuestra relación con el film: Nico y yo éramos como Eyes Wide Shut. Todos los elementos, siendo analizados por separado, funcionaban a la perfección. Buena fotografía, buena dirección, buenas interpretaciones, un guion preciso que seguía una estructura profunda y llena de lecturas que no podía fallar... Y, aun así, en conjunto la película no funcionaba y, en mi opinión, desde 1999 nunca lo ha acabado de hacer.

 

 

—No queremos hacer nada grande —dijo mi amiga Eulalia tomando una cerveza en un bar a un par de esquinas de la agencia—. Será un evento informal, una cena más, pero con muchos invitados.

No era la primera vez que, a mi edad, escuchaba a un conocido decir aquello y luego dejarse llevar por la rueda imparable de una organización que los acababa convirtiendo en expertos en fundas de sillas alquilables.

—Me alegro —suspiré.

—Ya sé que no te gustan las bodas —añadió ella casi disculpándose—, pero ya verás que esta será distinta. ¡No pienso ni ir de blanco!

—No es que odie las bodas... —Eulalia levantó una ceja—. Es solo que yo no me veo en una como novia.

Nico y yo no estábamos casados ni existía ningún papel oficial sobre nuestra relación, pero teníamos toda una vida en común que imitaba a la de un matrimonio y no se diferenciaba de él más que en la vertiente legal. ¿Hacía falta algo más? Habíamos comprado un coche, teníamos una cuenta bancaria conjunta y en cuestiones funcionales pensábamos a la par. Además, en ese sentido, todo esto era definitorio de su carácter: él era una persona solucionadora, fiable, práctica.

—¿Y Nico? —preguntó entonces ella—. ¿Lo habéis hablado?

—La institución del matrimonio es una convención que nunca nos ha interesado.

Mentí. Una en la que yo nunca había estado interesada. No era justo para Nico que hablase en plural porque me constaba que él, no tan en secreto, no opinaba lo mismo.

Es posible que, a este respecto, nuestro entendimiento del matrimonio como extensión del amor se hubiese visto secuestrado por todos los momentos iniciales de nuestra relación. Es tan sencillo distraerse con ese entusiasmo original que es fácil confundirlo con la manera en la que se ha de amar a otra persona.

—Eres una cínica del amor —sentenció Eulalia con una sonrisa dando un trago a su copa de vino.

Me tomé unos segundos para pensar y defenderme.

—Es que creo que con el tiempo todo se vuelve aburrido y nos decepcionamos porque tendemos a la comparación con lo que creíamos que era amor al inicio. Idealizamos la relación con ese estándar y...

—Sí, pero no es lo mismo enamoramiento que amor.

—Bueno, yo solo digo que, tal vez, la única manera de no sufrir llegados a cierto estadio de nuestras vidas es dejar de exigir la idea de amor y buscar más la idea de compartir la vida con alguien.

Eulalia asintió mientras buscaba el teléfono móvil en su bolso.

—Vengo ahora —me señaló levantándose para coger la llamada fuera del local—. Amoooor...

En su ausencia reflexioné: yo creía tener más que cubiertas mis necesidades en cuanto a relaciones (o al menos me sentía fiel a mi propia teoría). Pensaba que había alcanzado el equilibrio, que estar junto a ese compañero de viaje suponía un talento bien alejado de los momentos iniciales, cuando la sola presencia de Nico me sobrecogía y me hacía sentir protegida. Cuando su practicidad me parecía un valor seguro de cara a mi futuro... Claro que esa era la Emma que acababa de cumplir veinticinco años y empezaba a ver que le salían las cosas tal y como había planeado. La Emma que vino después se tuvo que enfrentar al hecho de que la vida avanza con o sin ti y le importa una mierda que tú hayas ido tachando en el camino los puntitos que unen la línea temporal que te lleva de la juventud a la madurez.

«La teoría de los puntitos» fue como acabé por llamarla, primero en mi cabeza y luego en conversaciones con mis amigos más íntimos —Eulalia entre ellos— o en cenas con Nico. Se define por el instante en el que te das cuenta de que ya no eres (tan) joven y te encuentras en un momento de tu vida en el que ves que te quedan muchas fases por cumplir, como ingredientes dentro del carrito de la compra que has de ir tachando sobre el papel, pero cada vez cuentas con menos tiempo para hacerlo. Pasas los treinta y todavía no tienes un trabajo estable, una hipoteca, unos ahorros en el banco, un plan de futuro, una boda por todo lo alto en una masía, la idea de tener un hijo o dos...

Y está bien, no pasa nada, no has de haber tachado todas y cada una de las cosas que has querido/quieres/te toca hacer a estas alturas. El problema está cuando sufres pequeños ataques de ansiedad al darte cuenta de que el tiempo para tacharlos se va acortando y la lista no se reduce ni hay planes de que eso suceda. No puedes permitirte fallar ahora que has construido el castillo de naipes; te quedan tramos por elaborar y cada vez has perdido más tiempo jugando esta mano de cartas.

Por eso, por esa presión estúpida de sentir que no estaba consiguiendo nada más que comer mal, robar ratos de lectura y ver mucha televisión, tenía que mirar hacia otro lado cuando me asolaban pensamientos tales como que vivía al lado de alguien que estaba distraído de manera perpetua mientras yo había dejado de asistir a una fiesta por quedarme a su lado.

Dudas que me perseguían en noches como aquella, junto a Eulalia, cuando entre líneas me preguntaba que por qué no me quería casar con Nico. Dudas furtivas que me parecían tan correctas y comunes a todos los mortales, tales como qué pasaría si cualquiera de los dos cayésemos en la cuenta de que nuestra relación acaso era un error, que llegados a cierto punto no se parecía en absoluto a la idea y a las esperanzas que habíamos depositado en ella y que tal vez, solo tal vez, podríamos estar teniendo una vida mejor en cualquier otro sitio.

—He pedido otra ronda y algo de picar. ¿Tienes hambre? —preguntó Eulalia al regresar de su llamada—. Por cierto, ¿cómo está tu abuela?

—Como una rosa.

Cuando regresé a casa, un poco achispada tras haber ingerido más bebida que comida en mi encuentro con Eulalia, mi mente todavía viajaba por esos derroteros. Nico había llegado antes de uno de sus viajes y me había esperado deshaciendo la maleta y duchándose.

—Se suponía que eran siete horas de vuelo, pero el piloto ha podido echarse el viento a favor y hemos recortado bastante en ruta —exclamó él tras la mampara de la ducha mientras yo hacía pis a escasos centímetros.

No existe ninguna relación en el mundo que no pase por baches, pensé al instante. El objetivo de las turbulencias es que nos asusten lo suficiente como para agarrarnos fuerte al asiento; y, sin embargo, lo que me hacía sospechar que el vuelo no estaba siendo del todo tranquilo era precisamente lo rara que resultaba la calma en una travesía tan larga.

 

 

Más o menos por la misma época que Oliver se fue y yo empecé a verme sobrecargada de tareas (la época en la que Alexis hizo aparición en mi vida), se nos estropeó la lavadora en casa. Pasé cerca de ocho días sin hacer nada al respecto hasta que la montaña de ropa comenzaba a hablarme desde un rincón y mi mente mantenía una conversación futura con Nico a su vuelta. No me estaba aleccionando (bueno, un poco), pero su voz dejaba claro una vez más que yo me permitía desatar en demasía mi vertiente caótica en su ausencia. Así que llamé al casero, orgullosa de mí por haber ganado una batalla mental inexistente, para que viniera a solucionarlo lo antes posible. Mientras nos mandaban a un técnico, tuve que buscar por la zona una lavandería. Ni siquiera había reparado en la existencia de una tan cerca de casa; cuestiones, imagino, de necesidad.

Al entrar, me sentí como recién salida de una película americana o una de las decenas de series de televisión que dejaba de fondo mientras cabeceaba en el sofá los días que no conseguía llegar con dignidad a la cama. Cargar con la ropa, las monedas y, sobre todo, la espera. ¿Qué se hace con el tiempo perdido de lavandería, mientras custodias la seguridad de tus sábanas y bragas de algodón durante hora y media? Me giré mientras introducía la ropa dentro del tambor y vi como un par de personas, auriculares enfundados, tenían la cabeza metida en sus móviles; otra leía una novela. Ya que no había tenido que enfrentarme a aquel hecho, no se me había pasado por la cabeza llevar un libro encima, por lo que me senté delante de aquella lavadora industrial a ver mi ropa dar vueltas.

La noche anterior había tenido de nuevo un sueño muy parecido a otros que se habían sucedido con anterioridad. No sé si podría llamarlo recurrente, pero llevaba una temporada notando que, aunque los escenarios y las personas no fuesen las mismas, la acción acababa reduciéndose a algo similar. En aquel caso, tenía que encerrarme en una casa grande debido a una amenaza externa. No recordaba qué era en particular (¿asesinos?, ¿zombis?), pero mi miedo a salir era tal que aquella amenaza iba invadiendo más y más estancias hasta el punto en el que me veía recluida en el espacio más reducido. En todas aquellas situaciones, al igual que había pasado aquella noche, siempre me despertaba antes del «final».

Viendo las sábanas en centrifugado y quedándome sola después de que el último cliente abandonase el lugar, pensé que tal vez no había un final para el sueño; tal vez la cuestión residía en que mi encierro era cíclico, porque la amenaza suponía tan solo estar atrapada y no hacer nada al respecto, siempre a la espera de algo peor, sin darme cuenta de que, de hecho, lo peor ya estaba pasando.

¿Era un mensaje subliminal que mi estado de inconsciencia trataba de mandarme? Me llevé la reflexión a casa, cargada con la ropa limpia y seca, hecha una bola dentro de una bolsa azul de Ikea, esperando a ser doblada cuando entrase por la puerta. No era tonta, lo sabía. Hacía tiempo que mi vida se reducía, en la medida de lo posible, a conseguir pasar el día, y así uno tras otro cada semana. Que muchas veces, ensimismada como me quedaba en el chaflán opuesto mientras hacía la pausa para el café, o veía el mensaje de turno de Nico en el móvil, era consciente de que deseaba estar en cualquier otro lugar. No sentía el caos apoderarse de mi mente porque todo era correcto. Nada fallaba a excepción de mi lavadora. Entonces, ¿por qué sentía que el barco flotaba a la deriva?