DÉCIMA CATÁSTROFE
¿A quién se lo cuento?

Creo que llevo más de cinco minutos removiendo el cacao con leche. Es el tiempo que ha tardado Cleo en traerme el plato de pancakes recién hechos con extra de beicon y huevos revueltos. Mi hermana pequeña, con la que apenas me llevo dos años de diferencia, suelta con desgana el desayuno en la mesa del bufé del hotel.

—Toma tu estúpido american breakfast —me dice, exagerando un acento americano que no tiene.

El golpe me devuelve a la realidad y recuerdo que estoy de vacaciones con mi familia en uno de esos viajes de esquí que se hacen a la montaña con motivo de la Semana Blanca. Desde que tengo uso de razón, a mis padres siempre les ha encantado practicar este deporte de invierno y, por supuesto, sus hijos no podíamos no saber esquiar.

—Me estoy arrepintiendo de no haberme ido con mamá y papá a primera hora… —farfulla Cleo—. ¿Te he hecho algo malo o…?

—¿Qué? ¡No, no! No eres tú. Es que…

Suspiro.

Lanzo un resoplido de esos que podrían apagar veinte velas de golpe en una tarta de cumpleaños. ¿Cómo se lo cuento? ¿Cómo le digo que llevo meses preocupado porque besé a quien no debía y ahora resulta que me gusta esa persona en cuestión? ¿Cómo le digo a mi hermana que creo que…?

—Pues no sé, Dani. Pero desde que hemos llegado estás apagado, enfadado y casi ni me miras —confiesa, cruzándose de brazos—. No voy a insistir más.

—No estoy enfadado, de verdad —confieso en un susurro.

Sigo removiendo el cacao. Tengo un nudo en el estómago y ganas de vomitar. Como esas veces que bebes más alcohol de la cuenta y, de repente, te despiertas de golpe con una acidez horrible y con ganas de meterte los dedos en la boca para echarlo todo. Pero a la vez no quieres. No quieres porque es incómodo, desagradable y te da miedo hacer demasiado ruido como para despertar a tus padres y que te descubran borracho.

Con el siguiente suspiro dramático que suelto, Cleo lanza un resoplido impaciente y se pone a trastear con el móvil.

Vamos, Daniel. ¡Es Cleo! ¡Tu hermana! La persona que más quieres en este mundo.

Me obligo a relajarme. Intento centrarme en el suculento desayuno que me ha traído, pero tengo el estómago tan cerrado que ni siquiera soy capaz de meterme en la boca una de mis comidas favoritas. No soy consciente de lo mucho que estoy moviendo la pierna hasta que Cleo me suelta uno de esos comentarios pasivo-agresivos.

Comienzo a echar el sirope de arce sobre todos los ingredientes. Doy un pequeño sorbo al espumoso cacao. Me obligo a quitar todos esos pensamientos de mi cabeza, centrando mi atención en algo que me ayude a aparcar esta conversación de nuevo.

Definitivamente este no es el lugar ni el momento para hablarlo.

Ya no sé las veces que he intentado sacar el tema. Lo voy posponiendo, excusándome con tonterías. Desde fuera puede parecer muy sencillo. Y estoy de acuerdo: no debería ser tan difícil. ¡Pero lo es! Hasta que no lo vives en tus propias carnes no eres consciente de lo jodidamente difícil que es.

A estas horas, el bufé no está muy lleno. La mayoría de la gente aprovecha el forfait desde que abren las pistas a primera hora de la mañana, por lo que a estas horas solo estamos los perezosos o, directamente, los que no saben esquiar.

La verdad es que el resort es increíble. Se trata de uno de esos hoteles de invierno con unas vistas de ensueño, alojamiento con pensión completa, actividades para mayores y pequeños… Tiene una piscina interior con spa, gimnasio para los que no han tenido suficiente con las pistas y una sala de máquinas recreativas que hace veinte años sería la joya de la corona. Todo ello construido con la mejor madera, decorado con elementos propios de la montaña canadiense y, por supuesto, chimeneas que siempre están encendidas y dan a la estancia una sensación muy hogareña.

Centro mi atención en uno de los televisores que cuelgan de las paredes del restaurante. Están dando uno de esos programas matutinos de tertulias en los que, por lo que veo en los rótulos, debaten sobre las anomalías climáticas que estamos viviendo desde hace meses y, por supuesto, sobre esa luna verdosa que apareció en mitad del cielo de Castilla.

Estas temperaturas no son normales en pleno febrero —defiende el meteorólogo Leonardo Pacheco, marcando con paciencia e insistencia su negativa—. Se han registrado récords con medidas propias de junio.

—¿Y cree que ese artefacto está relacionado con el cambio climático? —le pregunta un colaborador.

—¡Claro que está relacionado! —interviene otra integrante del programa con cierta prepotencia.

Caballeros, por favor, no volvamos a eso —pide la presentadora—. El comunicado que lanzó el Gobierno descarta que sea peligroso.

—¿Sabes lo que creo? Que has tenido problemas con Jess.

La acusación de mi hermana me devuelve la atención a la mesa. Veo que me observa con el móvil en la mano, alzando la ceja.

—Cleo… —digo, soltando los cubiertos—. En serio, para. No quiero hablar del tema.

—Ya sé que no quieres hablar del tema —me contesta con ese tono de voz que roza la arrogancia y que, a veces, odio con todas mis fuerzas—, pero… Dani, en serio. Te quiero. Eres mi hermano mayor y… y siento que estás metido en una especie de pozo de oscuridad. ¡Y tú eres un ser de luz!

—¿Te ha dicho eso el horóscopo? —pregunto con una mueca burlona.

—Mira, guapo, ¡que te den! —me contesta levantándose de golpe—. Yo solo estoy preocupada por ti. Si no quieres hablar conmigo, ¡perfecto! ¡No hay problema! Pero hazte un favor y habla lo que mierdas te pase con alguien.

—Cleo…

—¡Ni Cleo ni Clea! —me interrumpe con su particular mal genio—. Voy a ponerme el mono y después me voy a esquiar un rato. Porque, ¡sorpresa!, hemos venido a la puta montaña a esquiar. Que te aproveche el american breakfast.

Cleo se marcha como un torbellino y yo vuelvo a quedarme a solas con el cacao batido, el exceso de comida que voy a dejar sobre la mesa y el tipo de la tele hablando de sus cosas de meteorólogo.

Vamos, Dani. ¡No seas tonto! Es tu hermana.

Pero una parte de mí tiene miedo. Miedo de que no me vuelva a mirar. Miedo de que cambie su relación conmigo. Miedo a que me ponga esa cara de «Papá y a mamá van a alucinar». ¿Qué pasa si su reacción no es la que espero? ¿Cómo se lo voy a poder contar al resto del mundo? Admiro a la gente que se acepta de la noche a la mañana, pero a mí esto… ¡Esto no formaba parte del plan! Y suficiente me está costando asimilarlo como para que el resto del mundo me lo ponga más difícil.

Odio que el ser humano se mueva por clichés sociales, por apariencias, por preceptos establecidos. Odio que me sienta un bicho raro por no formar parte del plan. Odio sentirme fuera de lugar con los de mi propio ¿colectivo? porque no cumplo los cánones que la mayoría defiende y marca. Odio no sentirme identificado con lo que me venden las redes sociales y los malditos medios de comunicación porque eso me hace sentirme aún más solo, apartado y alejado.

Quizá por esto mismo Cleo es la primera persona a la que quiero contárselo. Porque es una manera de que alguien me diga que todo está bien, que no va a pasar nada y que mis padres van a seguir queriéndome tal y como soy. Es un primer contacto con mi nueva realidad, una forma de seguir alimentando mi confianza y valor para contárselo al resto de las personas que quiero. Porque, en el fondo, me aferro a eso. Si mi familia y mis amigos me quieren, esto les dará absolutamente igual. Pero es que…

¡Nada de «es que»! ¡Échale cojones, niño!

Me obligo a levantarme de la mesa con la misma fuerza con la que lo ha hecho Cleo, abandonando el desayuno que apenas he tocado. Corro hasta la recepción y, en vez de esperar a los ascensores, decido subir por las escaleras hasta la séptima planta, que es donde se encuentra nuestra suite familiar.

Siento que el corazón se me va a salir por la boca. Tengo buena forma física, pero los nervios parecen fatigarme más que cualquier maratón o sesión de crossfit.

Cuando llego a la habitación, paso la tarjeta y abro la puerta con decisión. Cleo está terminando de ponerse los tirantes del pantalón cuando me ve aparecer como si fuera un demente.

—Creo que soy gay.

Lo suelto de golpe. Sin tapujos. Como el que se quita de cuajo la tirita de una herida. Como el que descorcha sin avisar una botella de champán.

Un eterno silencio se hace entre nosotros. Mi hermana se queda congelada en el sitio. No sé si me ha entendido, porque vengo con el aliento entrecortado, así que, más tranquilo, me relamo los labios, respiro hondo y, mientras camino hacia ella, se lo repito:

—Soy gay. —Esta vez me sale un gallo pequeño al pronunciar esa última palabra, que tanto miedo me da. No por lo que significa, sino por lo que implica para mí.

Sin esperar a la reacción de mi hermana, siento cómo mis músculos se relajan. Toda esa tensión que me poseía hacía unos minutos se esfuma por completo. De alguna manera, por fin he vomitado eso que me estaba carcomiendo por dentro.

Cleo sonríe. Y es una sonrisa tierna. De esas que me regala cuando me felicita por mi cumpleaños o cuando le enseño alguno de mis dibujos. En ella hay orgullo, admiración y, por encima de todo, amor.

Mi hermana está a punto de abrir la boca para decir algo, pero…

BOOM.

Un estruendo nos hace mirar al balcón de la habitación.

La impresionante montaña que se alza delante del hotel y sobre la que descansan las pistas de esquí empieza a echar humo. No es la típica nube densa y negra. Es más bien un polvo blanquecino que comienza a difuminar la cumbre de la montaña. ¿Un volcán? ¿Desde cuándo esta montaña es un maldito volcán?

Cleo y yo nos acercamos a la puerta corredera de cristal para acceder a la terraza privada de la suite. En cuanto salgo, noto una brisa que en mi paladar sabe a mar. Noto un picor en la mejilla, muy sutil, como si algún bicho me estuviera picando. Cuando me llevo la yema de los dedos a la cara, noto que eso que se ha solidificado en mi moflete es una pequeña línea de hielo.

La temperatura empieza a ser más baja de lo normal. El vaho que sale por mi boca es cada vez más denso. La nube blanca sigue ahí, cubriendo toda la montaña, pero, cuando quiero forzar la vista para ver si distingo algo entre la espesura, una ráfaga de viento me obliga a taparme el rostro con la mano. Suelto una mueca de dolor al sentir cómo decenas de agujas invisibles chocan contra mi palma. Al principio parece tener el aspecto de una tenue lluvia, pero cuando el líquido entra en contacto conmigo se congela al instante y provoca pequeñas estalactitas que cuelgan, directamente, de mi piel.

Justo cuando voy a regresar al interior de la suite, un nuevo rugido, esta vez similar al sonido que hacen las piedras al chocar unas con otras, inunda toda la ladera de la montaña.

El gélido viento se detiene de golpe y… lo vemos.

No se trata de un volcán.

La nube de polvo blanco resulta ser nieve que se esparce por el aire debido al inmenso trozo de montaña que se ha desprendido de la ladera. Los casquetes de hielo han producido un inmenso alud que desciende a toda velocidad por la falda del monte, arrasando con todo lo que se encuentra a su paso.

Los árboles, que a esta distancia parecen diminutos, desaparecen en un parpadeo. La avalancha se ha transformado en una enorme masa blanca que parece ir devorando todo.

No tarda en llegar a las pistas más altas. Los telesillas comienzan a desaparecer. Los gritos de la gente se ahogan por culpa del extraño ruido, que a cada segundo que pasa es más ensordecedor. Unas veces es similar al rugido de un animal; otras, al soplido de un vendaval.

Debería parar. Las avalanchas se detienen en algún punto.

Pero esta no lo hace.

Cuando veo cómo engulle las pistas de esquí, no me da tiempo a pensar en mis padres porque está a tan solo unos metros de alcanzar el hotel.

El gélido viento resurge con fuerza, anunciando lo inevitable. Así que agarro a mi hermana del brazo y la arrastro de nuevo a la habitación. Con todas mis fuerzas, cierro de golpe la puerta corredera de cristal.

—¡Dani! —grita mi hermana.

Antes de que pueda llegar hasta ella, la luz desaparece. La tierra vibra. Un estruendo rompe los cristales de la habitación y el frío inunda todo. Una fuerza invisible me abraza con sus monstruosos brazos de hielo.

Aun así, en mi interior siento calor por culpa de la velocidad a la que late mi corazón.

Todo va a ir bien, me digo.

Y, la verdad, no estoy pensando en el alud que nos acaba de sepultar.