Liska se cubre la boca con las manos para ahogar un gritito de sorpresa. El Leszy también se queda inmóvil, con los brazos a ambos lados del cuerpo y la calavera de ciervo que porta sobre la cabeza sonriéndole con su perpetua mueca burlona. Hoy no lleva puesta la sukmana, sino solo una camisa holgada metida dentro de unos pantalones bordados en los bolsillos y sujetos con un cinto ancho de numerosas hebillas. Ni él ni Liska pronuncian una sola palabra. Se miran, demonio y muchacha, sorprendidos de contar con la compañía del otro.
—Había una… —«Una puerta», comienza a decir Liska antes de pensárselo dos veces, porque ni siquiera está segura de saber qué ha visto.
Se hace otro momento de silencio. El demonio no aparta la mirada de ella.
—Tienes mucha comida almacenada —comenta Liska al final.
—Sí —responde él.
—Pero no tienes un huerto ni tampoco campos de cultivo.
—No.
—Entonces… —Deja la frase a medias, tensa como la cuerda de un arco—. ¿Cómo lo haces?
—Son retribuciones. —El demonio habla con tono desdeñoso.
Liska frunce el ceño antes de caer en la cuenta. Claro. Las ofrendas. ¿De verdad le llegan tantas? Ahora que lo piensa, ni siquiera sabe hasta dónde llega la Driada… Solo ha visto un mapa de Orlica en su vida, en uno de los preciados libros del padre Paweł. Debe de llegar muy lejos si tanta gente lo cruza.
—¿Cómo los proteges a todos? —pregunta.
—Eso solo le incumbe a un demonio. Vuelve al trabajo, zorrillo atolondrado, y trata de no ponerme la casa patas arriba.
Liska se obliga a asentir con gesto recatado y se muerde la lengua cuando el Leszy se da la vuelta y sale de la cocina dando zancadas. En cuanto ya no está, deja escapar un indignado:
—¿Cómo que no se la ponga patas arriba? Estoy tratando de hacer justo lo contrario, pedazo de desagradecido.
El Leszy regresa una hora más tarde, pero, como desaparece enseguida escaleras arriba, no es más que una sombra pasajera acompañada de suaves pisadas para Liska. Poco después, la joven le sube un cuenco de rosoł caliente a la torre. Cuando deja la bandeja y llama a la puerta, el Leszy dice:
—Entra.
Su voz resuena por la escalera, intimidante en la oscuridad de la torre. Liska se muerde el labio y extiende la mano para girar el pomo oxidado de la torre. Antes de que le dé tiempo a agarrarlo, un amasijo de ramas brota de las grietas que hay entre las tablas del suelo, se desliza por la superficie de la puerta y se enrosca alrededor del pomo. Liska contempla las ramas, boquiabierta, mientras estas se retuercen, tan hábiles como unas manos humanas, y abren la puerta de un tirón.
La estancia que hay al otro lado de la puerta podría definirse como un estudio, pero la palabra se queda corta ante las dimensiones del lugar. Una vez oyó al padre Paweł recurrir al término laboratorio al hablar de los eruditos de su ciudad natal, Aniołów. Según su descripción, se refería a una sala donde la sabiduría y el caos habían sellado un pacto, un lugar donde las personas se dan cuenta de lo poquísimo que saben y se sienten embargadas por el repentino deseo de ampliar mucho más sus conocimientos.
Así es como Liska se siente al contemplar las inmensas dimensiones de todo lo que ve en la sala circular: objetos cuya función y forma le resultan imposibles de adivinar, estantes llenos de viales, rollos de pergaminos y cofres. Hay cuencos con joyas resplandecientes, calaveras de mirada maliciosa en las paredes y tambaleantes pilas de libros en cada rincón. El Leszy está sentado ante un escritorio de ébano tallado, colocado delante de una ventana ojival y rodeado de ramas.
Ramas que se mueven. Son pálidas, largas y delgadas, están cubiertas de hojas, brotan del suelo y se extienden hacia las paredes como unos brazos torcidos. La mayoría permanecen inmóviles, pero, mientras Liska las estudia, se fija en que una de ellas serpentea por la estancia para hacerse con uno de los viales de las estanterías y llevárselo al Leszy, que tiene la mano abierta, expectante.
Dentro del frasquito hay una polilla viva, cuyas alas blancas están decoradas con unas estrechas manchas en forma de ojos. Cuando el Leszy le quita el tapón de corcho, el insecto se convierte en bruma y pasa como una voluta de humo por el apretado cuello del frasquito antes de volver a adoptar la forma de una polilla. Revolotea hasta salir por la ventana y desaparece entre los árboles.
—¿Qué era eso?
La voz de Liska suena débil y aguda, pero resuena por toda la habitación.
—Es una de mis centinelas —responde el Leszy—.Ahora deja eso y a callar… No, no te vayas. Solo tienes que quedarte en silencio.
Ni siquiera la mira cuando deja el vial sobre el escritorio y vuelve a extender la mano. Esta vez, una ramita más pequeña serpentea por la mesa y se desliza por una librería. Se cierne sobre los volúmenes, pensativa, antes de escoger un pesado tomo y llevárselo al Leszy. El demonio lo acepta y pasa las páginas rápidamente antes de colocar el libro delante de Liska. Ella entrecierra los ojos. Aunque sabe leer, los únicos textos a los que está acostumbrada son libros de contabilidad y recetas de cocina.
—Sí que sabes leer, ¿no?
Pese a que sus cuencas oculares están huecas, Liska siente que la está fulminando con la mirada.
—Sí, pero… —Se muerde el labio—. Aquí dice «hechizo de regeneración». Es…
Un hechizo. Eso que las brujas les lanzan a los protagonistas de las historias de tata para convertirlos en cisnes, ratones o cualquier otra criatura sobrenatural.
—Magia —dice el Leszy al mismo tiempo que Liska dice «brujería». El demonio se ríe por la nariz—. Ya veo que te han criado inculcándote la fe como a una buena orlicana. Sí, soy muy consciente de que a la Iglesia le gusta dar sermones sobre los peligros de la magia, los espíritus y las invocaciones. Pero antes de que nos tildarais de brujos, tuvimos otro nombre: czarownik. La gente reverenciaba nuestros dones en vez de repudiarlos.
Un techo derrumbado, el grito de Marysieńka, un millar de errores. ¿Cómo puede describir la magia como un don? Liska se abraza a sí misma.
—No voy a leer el hechizo.
—Sí que lo harás. —El desinteresado tono mordaz ha desaparecido de la voz del Leszy, sustituido por un sedoso filo amenazador—. Tenemos un trato, zorrillo. Estás a mi servicio. ¿De verdad crees que me iba a tomar tantas molestias para acabar contratando a cualquier sirviente viejo que cocine y limpie para mí?
Una descarga de miedo vuela por los brazos y las piernas de Liska y la deja clavada al suelo.
—No —responde lentamente.
Por supuesto que no. Los negocios con los demonios nunca son lo que aparentan. Aunque el Leszy asegure que hubo un tiempo en que lo veneraron, aunque se ría de su devoción, Liska lleva toda una vida oyendo advertencias: los demonios son esbirros del diablo, encargados de sembrar el caos y engatusar a los humanos para que caigan en la tentación. La magia es su elemento y las mentiras, sus armas.
—¿Por qué te interesa tanto? —exige saber Liska, pese a que teme la respuesta que pueda darle—. ¿Por qué necesitas mi magia?
—Por los mismos motivos por los que cualquiera la necesitaría —replica el Leszy—. Por poder. Por control.
Liska le muestra la palma de las manos.
—¿Y por qué no te la quedas y ya está? Así ambos tendríamos lo que queremos. Podría irme a casa. —Le tiembla la voz al pronunciar la última palabra.
El Leszy resopla en actitud burlona.
—Ojalá fuera tan sencillo —dice—. Mira, ¿no te había dicho ya que cada segundo de mi día a día consiste en velar por el bosque? Tú —apunta al pecho de Liska con un dedo— estás aquí para quitarme parte de ese peso de los hombros. Y no podrás sobrevivir ni un solo día ahí fuera —desvía el dedo para señalar la ventana y el bosque que se extiende al otro lado— sin magia.
Liska se clava las uñas en la palma de las manos.
—¿Cómo sé que esto no es más que el principio? ¿Cómo sé que no intentas tentarme para convertirme en un… demonio como tú?
Una carcajada, afilada como una aguja.
—Yo soy un demonio único en mi especie y nunca habrá más como yo.
Con eso, devuelve su atención al caótico despliegue que hay sobre el escritorio. En el extremo más alejado de la mesa, hay un orbe de cristal en cuyo interior reside una única nomeolvides atrapada y un cuenco de bayas de serbal secas. Con un único movimiento fluido, el Leszy toma un par de bayas y las coloca delante de Liska. Un escalofrío le recorre el cuerpo al acordarse del collar que perdió en el bosque.
El Leszy se mantiene impasible.
—La magia es el arte de manipular las almas, de pedirle a los objetos que se conviertan en otros e insuflarle vida a lo que carece de ella. Revívelas. Devuélveles la frescura y el color a esas bayas de serbal.
Liska sacude la cabeza, pero empieza a flaquear. El Leszy es quien tiene el control de la situación, mientras que ella tiene las manos atadas y no quiere descubrir hasta dónde estará dispuesto a llegar para conseguir lo que quiere. Tal vez sería mejor obedecerle. En cuanto vea lo volátil e increíblemente peligrosa que es su magia, seguro que el Leszy comprenderá que conviene no volver a despertarla.
Perdóname, Señor. Liska se obliga a bajar la vista al libro para leer el texto. Es bastante sencillo, como si estuviese escrito para niños. Sigue las instrucciones, cierra los ojos y se concentra. «Conecta con la esencia, con el alma del objetivo que deseas cambiar», indica el texto, así que eso hace, pese a que se siente ridícula. El silencio consiguiente le pone los pelos de punta y hace que se le pongan todos los sentidos alerta: nota la opresiva presencia del demonio y oye el susurro del papel sobre el escritorio, los sonidos del serbal al arañar las paredes de la torre.
Los pálidos dedos del Leszy empeoran la situación al cerrarse alrededor del brazo de Liska.
—Yo guiaré tu magia —dice—. Cálmate.
Su petición está tan fuera de lugar que Liska suelta una carcajada, aguda y desesperada.
Él suspira.
—Si quisiera acabar contigo, ya estarías muerta.
—Es todo un alivio.
Le han empezado a sudar las manos, así que se las seca con la falda. De niña, hubo un tiempo en que era una criatura de un poder desbordante y la magia moraba en su interior como una presencia viva tras sus costillas. Ahora, sin embargo, apenas puede sentirla. Es un peso infinitesimal contra el diafragma, inmóvil como una mariposa con las alas rotas. Liska siente el deseo de alejarse de ella, de retroceder con rechazo como cualquiera haría ante la desagradable imagen de un cadáver, pero una parte de ella, morbosa y traicionera, anhela extender la mano para tocarla. Por una vez, cede a la tentación e intenta tomar las riendas de su magia a regañadientes. La sensación hace que se le revuelva el estómago y le dé vueltas la cabeza mientras los recuerdos comienzan a agolparse a su alrededor, presionándola, sofocándola. De manera instintiva, Liska los rehúye con un escalofrío y…
—Ya basta —le espeta el Leszy.
Liska abre los ojos.
—Pero me has pedido que…
—¿Me tomas por tonto? —gruñe el demonio— Deja de resistirte. No podrás esconder tu magia de mí.
Ella lo mira con expresión confundida.
—Pero… pero si no estoy haciendo nada. Estoy tratando de seguir las instrucciones que me has dado, te lo juro.
El Leszy le aprieta los brazos.
—¿Entonces por qué no siento nada?
Liska se encoge de hombros débilmente y se estremece bajo el escrutinio del Leszy. Una rama se curva sobre la cabeza de la muchacha, le arrebata el libro sin previo aviso y regresa junto al hombro del demonio.
—Es inútil —masculla—. Aunque… no. Está ahí, tiene que estarlo.
Hay una creciente urgencia en sus palabras, una inquietud que le pone los pelos de punta. Suena casi… aterrado. Pero, antes de que Liska tenga oportunidad de concluir si está en lo cierto, el tono de voz del Leszy cambia cuando se inclina hacia ella y cierra el puño.
—Tal vez haya que encontrar otra manera —dice.
Unas ramas rodean de pronto los tobillos y el cuello de Liska, le cortan la circulación. La joven grita y se debate contra ellas, pero la tienen sujeta como una soga y el roce de la corteza contra la piel le hace daño. Las ramas se aprietan cada vez más y más y el pánico se adueña de Liska. ¿Habrá cambiado el Leszy de idea? ¿Tendrá intención de matarla después de todo?
No. No, no puede morir, no estando tan lejos de casa. No después de haber sobrevivido a la noche anterior.
Su magia despierta con un batir de alas tan potente como un trueno y aviva la ira que le arde en el estómago. A su espalda, se oye un sonoro crujido, seguido del repiqueteo del cristal al caer. El Leszy se echa hacia atrás precipitadamente cuando un vial pasa volando a su lado y por poco le da en la cabeza antes de romperse contra el alféizar.
Al ver semejante demostración, el demonio se ríe. Suelta una radiante carcajada y chasquea los dedos. Las ramas se retiran tan pronto como han aparecido y se desvanecen entre las grietas o serpentean por las paredes. Liska cae de rodillas mientras jadea en busca de aire.
—Bueno —dice el Leszy—. La magia está ahí, aunque solo sea en parte y no sirva de mucho.
—¿Qué quieres decir con eso? —resuella Liska, temblando—. ¡No entiendo nada!
El Leszy guarda silencio. Tras una pausa, se agacha y ayuda a la muchacha a levantarse.
—Yo tampoco —admite—. Dime: ¿alguna vez has sido capaz de utilizar tu magia? No de manera instintiva como acabas de hacer, sino a propósito.
—M-más o menos —responde ella con voz débil.
—¿Cómo que «más o menos»?
—Bueno… Hubo un tiempo en que podía invocarla. Mi madre es una sanadora. Nunca confió en mí para que la ayudara con sus pacientes humanos, por… —hace un gesto vago en dirección al vial destrozado— eso mismo. Pero yo me encargaba de tratar a nuestros animales o a los de los vecinos, si ellos me lo pedían. Si un caballo colapsaba o una vaca dejaba de dar leche, yo utilizaba mi magia para determinar qué les pasaba. Si la liberaba solo un poquito, era capaz de sentirlos, de sentir su miedo, su dolor e incluso podía ver sus recuerdos.
Era sencillo: lo único que tenía que hacer era posar una mano sobre la frente del animal y concentrarse con todas sus fuerzas hasta que sintiera las emociones de la criatura como si fuesen las suyas propias. Sabía que lo que estaba haciendo era antinatural, casi un pecado, pero llegó a la conclusión de que no podía ser tan malo si empleaba sus poderes para algo bueno. Qué tonta. No podía haber estado más equivocada. Esa indulgencia y temeridad le habían costado todo cuanto tenía.
—En fin —continúa apresuradamente para evadir sus pensamientos—. Mi magia no siempre estuvo tan desbocada. Nunca me resultó fácil dominarla, pero… conseguía arreglármelas bien en la mayoría de los casos.
—Entonces, ¿qué le ocurrió? —pregunta el Leszy.
Liska juguetea con la tela de la falda, enrollándosela en un dedo.
—No lo sé.
El Leszy se ríe entre dientes con un sonido aserrado.
—Y, aun así, de alguna manera te las ingeniaste para encerrarla y reducir su naturaleza a la de un animal enajenado que ataca por instinto. Permíteme decirte que es impresionante. En mis setecientos años de vida, nunca he visto magia tan rota.
«Rota». La palabra trepa hasta el pecho de Liska, se hace un hueco en su interior y resuena en ciertos puntos de su cuerpo, que a su vez se muestran de acuerdo con una punzada de dolor. Sin embargo, no puede evitar sentirse aliviada.
—Bueno, ahí tienes la respuesta. No puedo practicar la magia.
—Por el momento —concede el Leszy, aunque es evidente que le molesta—. Pero pronto recuperarás tus poderes. Acuérdate de lo que te digo, zorrillo. No hay nada irreparable, ni siquiera esa aflicción arcana tuya. Encontraré la manera de enmendar tu situación.
¿Y si no se puede hacer nada? Liska no se atreve a preguntárselo. Es mejor dejarle creer que lo de su magia tiene remedio. Lo último que necesita ahora es que el demonio reconsidere el trato y se dé cuenta de que no le va a servir de nada, de que Liska no puede ser lo que él espera de ella. Con suerte, cuando decida rendirse, ya habrá pasado un año entero y, para entonces, tendrá que cumplir su parte del trato.
—Eso es todo por hoy —dice el Leszy al fin. Tiene las manos a la espalda y contempla su escritorio, perdido ya en sus pensamientos—. Puedes marcharte ya.
No hay nada que Liska quiera más en el mundo, pero permanece inmóvil durante un segundo más. No consigue dejar de pensar en la manera en que el Leszy ha hablado de su magia; sus poderes casi parecían hacerle salivar. Siente como si el grillete se cerrase en torno a su muñeca, como si se burlara de ella por haberle vendido un año de su vida a un monstruo y por pensar que su palabra tenía el más mínimo valor. Una pregunta le corroe la mente como un veneno: ¿Qué hago aquí exactamente?

Liska se ve incapaz de pensar en nada más mientras deambula por la Casa bajo el Serbal, sintiéndose en gran medida como un fantasma que se aparece por sus abandonados pasillos. Contempla el atardecer de color borgoña que desciende sobre la Driada gota a gota, como un reguero de sangre, y deja que su ira se desvanezca con el sol. Le alegra sentir cómo desaparece. La ira es un sentimiento que juega malas pasadas y era lo que solía hacer que su magia se despertara cuando era niña. Hubo un tiempo en que no comprendía el peligro en que la convertía. No hasta que algo sucedió una noche, cuando tenía siete años.
Liska recuerda la escena como si fuera ayer. Acaba de llegar el invierno, voluble y helador, y el viento que ha descendido de las montañas apalea la cabaña, cargado con la primera nevada de la temporada. Sin embargo, la estancia disfruta del agradable calor del horno y huele a la barszcz de mamá, una sopa hecha con levadura de centeno y setas silvestres deshidratadas.
Hace demasiado frío como para dormir en la buhardilla, así que Liska se sienta en la cama de sus padres junto a tata, que le cuenta un cuento. Con el tiempo, el rostro de su padre cada vez se va desdibujando más en su memoria, pero todavía recuerda el brillo en sus ojos, que adoptan el color de la miel bajo la luz de un candil consumido. Tata acaba de terminar de contarle su cuento favorito, el de la niña que derrota al basilisco de Gwiazdno, y se prepara para levantarse de la cama, después de arropar a Liska con el desgastado edredón.
—¡Otro más! —le pide mientras le tira de la muñeca—. ¡Solo uno más, por favor!
—Estoy cansado, słoneczko —dice tata, soltándose de su agarre—. Yo también tengo que dormir.
—¡Pero mamá todavía no ha vuelto!
—Quizá tarde un rato en volver. El chico de los Prawota tiene fiebre y tu madre ha ido a ver si puede ayudarlo.
—¡Por eso mismo! —exclama Liska—. ¡Te da tiempo a contarme otro cuento más!
—Que no, Liska —dice tata con firmeza.
—¡Que sí!
Liska patalea, pero tata ya no le está prestando atención. Furiosa, busca esa cosa que vive en su pecho. Todavía no entiende muy bien qué es, puesto que hace solo unos meses que ha comenzado a sentirlo. Algo la llama, aletea suavemente y susurra un «úsame» con tono cantarín. Lo usó un par de veces para encender los candiles desde lejos, hasta que mamá se asustó y los obligó a rezar el rosario, temerosa de que quien estuviera detrás de aquello fuese un espíritu de la Driada. En otra ocasión, Liska le pidió que cubriese las ventanas de escarcha en un abrasador día de verano. Se lo enseñó a tata, pensando que se sentiría orgulloso de ella, pero su padre la agarró por los hombros y le hizo prometer que nunca volvería a hacer algo así.
En este momento, todo le da igual. Una mezquindad infantil se ha apoderado de ella y lo único que quiere es que su padre se quede a su lado, así que invoca a esa cosa prohibida. De entre las tablas del suelo, brotan unos zarcillos espinosos que se lanzan hacia arriba para rodear la muñeca de tata. Él grita y Liska se echa hacia atrás, asustada. Cuando se gira hacia ella, los ojos de su padre ya no tienen el color marrón de la miel, sino que la preocupación los ha ensombrecido.
Liska se hace un ovillo, pues el miedo ha reemplazado a la ira.
—Lo siento —susurra—. Lo siento… No era mi intención…
Pero sabe que no es verdad. Es su culpa por haber pedido que ocurriera.
Con un suspiro, tata se agacha ante ella mientras se arranca las espinas de la muñeca. El dolor brilla en sus ojos, pero se lo traga incluso cuando la sangre comienza a gotearle por los dedos. Esconde la mano herida bajo la manga de la camisa y extiende la otra para acariciarle la mejilla a Liska.
—¿No te lo advertí la última vez? —pregunta con voz queda—. Ahora ya ves por qué. Sé que es tentador, pero no vuelvas a hacer nunca algo así, ¿me entiendes?
Su memoria se vuelve borrosa a partir de ahí, pero recuerda haber llorado hasta quedarse dormida en brazos de tata. Después, se despierta con un sobresalto cuando la puerta se abre de un bandazo. Una ráfaga de aire gélido se cuela en la estancia, seguida de las pisadas de mamá. Liska no abre los ojos y finge estar dormida. La puerta se cierra con un traqueteo y sus padres se ponen a hablar en voz baja. Un minuto después, mamá toma una brusca bocanada de aire.
—Esto se nos está yendo de las manos. Tenemos que hacer algo, tenemos que…
—Espera, Dobrawa. ¡Espera! No la despiertes. No pasa nada, solo ha sido un accidente. Sabe que ha hecho mal.
—¿Que ha hecho mal? Esto es mucho peor. ¡Hay zarzas creciendo dentro de casa, Bogdan! He sido una idiota al intentar encontrar una explicación lógica para todo esto. Como no había pasado nada desde lo de la ventana en agosto, pensé que… pensé que a lo mejor fue cosa de algún espíritu estival que hubiese escapado de la Driada durante el solsticio…
—Ya te dije que no había sido ningún espíritu.
—¡No quiero saber nada más! Escarcha en verano, velas que se encienden solas, cientos de pájaros posados ante nuestras ventanas… ¿Cómo va a ser todo eso obra de mi hija?
—Está usando magia —dice tata con firmeza—. Magia de verdad.
—No es magia —intercede mamá bruscamente—. Liska no es ninguna bruja.
—Tal vez no sea una bruja como las que nosotros tenemos en mente. Mi babcia vivió en un tiempo en que la magia era más normal y solía decir que, por aquel entonces, la gente no odiaba tanto a las brujas como ahora. Hasta las llamaba por otro nombre, aunque no logro recordarlo.
—Tu abuela contaba muchas historias descabelladas —replica mamá—. Te llenaba la cabeza de pajaritos, igual que estás haciendo tú ahora con nuestra hija. Debe de haberse acercado demasiado al bosque de los espíritus y algo se ha apoderado de ella. No suelo hacerle caso a la pani Prawota, pero quizá esta vez… —Mamá se interrumpe—. Da igual.
—¿Qué dijo, Dobrawa? —pregunta tata, preocupado.
—Dijo… Bueno, dijo que ayer vio a una urraca posarse sobre la mano de Liska cuando ella la llamó y que no le hizo falta engatusarla con comida ni nada. Dijo que hablaba con el pájaro como si fueran buenos amigos. Como siempre, fue a contárselo todo a la pani Jankowa y estoy segura de que esa cotilla se lo habrá contado ya a medio pueblo. Si los vecinos empiezan a hablar… Ya sabes lo supersticiosos que son. Vivimos en un pueblo que limita con la Driada. Bastaría con pronunciar la palabra «demonio» para hacer que cundiese el pánico.
Se oye el susurro de una tela. Puede que tata haya abrazado a mamá.
—¿Qué sugieres que hagamos?
—La llevaremos mañana a la iglesia a que le hagan un exorcismo.
Tata se queda callado durante un momento.
—No creo que sea tan sencillo.
—No hay otra opción —dice mamá—. ¿Qué vamos a hacer si no?
—Tendremos que enseñarle a controlarla y habrá que ser estrictos con ella. Siempre que sea capaz de mantenerla… en secreto, Liska estará a salvo. Después de lo que ha pasado hoy…, creo que lo entenderá.
Al día siguiente, llevaron a Liska a la capilla y el párroco rezó por ella entre susurros sombríos y amenazantes. Recuerda haber temblado de pies a cabeza, puesto que la tensa atmósfera y las miradas preocupadas de sus padres la aterraban. Al final, el sacerdote se había limitado a sacudir la cabeza, lo cual pareció dejar destrozada a mamá. Fue entonces cuando Liska llegó a la conclusión de que había algo malo en ella y que no podría deshacerse de ello con unas simples plegarias. Lo que albergaba en su interior asustaba a los demás. Aprendió a reprimirlo, a ocultarlo, pero todavía había momentos en los que esa cosa se imponía sobre ella. Momentos que hicieron que las espinas con las que había herido a su padre parecieran insignificantes, incluso inofensivas en comparación.
El recuerdo hace que Liska sienta un nudo en la garganta. Exhala para deshacerse de esa sensación y enterrarla en su interior mientras contempla el crepúsculo. A su alrededor, las velas se van encendiendo mientras que, afuera, las sombras de la Driada se vuelven más largas y amenazadoras y los árboles retorcidos se recortan contra la niebla.
Es repentino. En un abrir y cerrar de ojos, el jardín deja de estar desierto y la criatura se muestra ante ella.
Es el perro de ojos rojos.
Está junto al pozo abandonado, como una sombra que ha tomado forma. Incluso pese a la distancia, pese a estar separados por una ventana y por las paredes de la casa, Liska siente que se le va a salir el corazón del pecho. Esta vez el perro no desaparece, ni siquiera cuando se frota los ojos. Tiene la mirada burdeos clavada en ella y la boca abierta en un grotesco gruñido.
Márchate márchate márchate. El gruñido sobrenatural rechina contra el pecho de Liska, contra sus mismísimos huesos. Márchate antes de que se despierte.
—¿Qué estás mirando?
Liska se sobresalta y deja la ventana a su espalda. El Leszy viene hacia ella por el pasillo; sus pisadas son imperceptibles sobre el desgastado suelo de madera.
—El… —Liska vuelve a mirar el jardín, pero el perro ya no está—. ¿No lo has oído?
—¿El qué?
Por supuesto que no lo ha oído. Liska traga saliva, embargada por el miedo.
—¿Tienes…? Quiero decir, ¿alguna vez has tenido un perro, Leszy?
—¿Cómo?
—Un… perro lobo.
El demonio inclina la cabeza hacia un lado.
—Pero ¿de qué diablos estás hablando?
—Acabo de ver un perro ahí fuera. Ya no está, pero…
—Los demonios pueden adoptar muchas formas distintas. —Se da un toquecito en una de sus astas para darle énfasis a sus palabras—. Debes tranquilizarte. Tengo hechizos de protección levantados por toda la finca. Ningún espíritu puede cruzar las barreras sin mi permiso.
—Pero estaba ahí. El perro… vino a verme anoche.
Al oír eso, el demonio se queda quieto.
—Ah, ¿sí? —dice con tranquilidad. Liska sospecha que su intención era que la pregunta sonase indiferente, pero también se percibe cierto recelo en su voz—. Parece ser que algo se me ha escapado. Es cierto que he estado ocupado con otros asuntos durante los últimos dos días. Reforzaré las protecciones solo por ti, zorrillo atolondrado. Sea lo que sea lo que hayas visto, no volverá a molestarte.
Hace una pausa y se inclina hacia delante, hasta que su cabeza queda a la altura de la de Liska. La luz de las velas destaca las grietas de su rostro de calavera.
—Yo soy el único en quien puedes confiar aquí. No lo olvides.
Hay algo en sus palabras que hace que se le ponga la piel de gallina. Como la superficie de un lago en calma que oculta una corriente traicionera, en las profundidades de su voz hay amenazas y enigmas con las que es mejor no jugar.
Liska no puede evitar preguntarse qué ocultará.
Espera a que el Leszy se marche antes de darse la vuelta para mirar por la ventana de nuevo. La oscuridad ha consumido el jardín por completo y no hay ni rastro del perro. Todo es verano y quietud, pero la calma brilla por su ausencia. Hay una pesadez en el aire, una energía en la penumbra, como si el bosque estuviera pendiente de todos y cada uno de sus movimientos.
Liska ahoga un escalofrío y se aparta de la ventana. Durante uno de sus vagabundeos matutinos, ha encontrado una habitación vacía frente a la puerta cerrada con llave que seguramente conduzca al dormitorio del Leszy. Allí es hacia donde se dirige ahora, a la habitación vacía que hay frente a la del demonio. Parece una opción más segura que la de dormir en el saloncito de nuevo.
Las velas se encienden en cuanto abre la puerta e iluminan el dormitorio. Compararlo con su buhardilla y su colchón de paja en Stodoła sería como comparar un pavo real con una paloma vieja. Tiene unas dimensiones que resultan abrumadoras y una elegancia tan triste como la del resto de la casa y cuenta con un papel de pared verde musgo, robustos muebles de madera tallada, un tocador sobre el que descansa un candelabro y un armario contra la pared más alejada de la puerta.
Parece ser una especie de habitación de invitados. Movida por la curiosidad, Liska se acerca al armario y abre las puertas, suponiendo que lo encontrará vacío o quizá convertido en un lugar donde guardar otros trastos.
Sin embargo, descubre un extraño despliegue de ropa de todo tipo. Hay una camisa de lino y un abrigo con forro de piel, un amplio jubón y una estola de piel de zorro. En la parte de abajo se topa con un collar que han dejado allí tirado junto a un par de botas de trabajo desgastadas y unos preciosos zapatos de tacón. Cada pieza pertenece a una época diferente y, lo que es aún más curioso, es que todas son de distintas tallas, por lo que deben de haber tenido distintos dueños. ¿Quiénes serían aquellas personas? A juzgar por la calidad de muchas de las prendas, es imposible que todas fueran de ayudantes como ella. Pero, si eran invitados, ¿por qué dejarían sus pertenencias atrás?
—¿Qué os pasó? —susurra Liska mientras acaricia el ala de seda de una capota.
La advertencia del perro se le viene a la mente: «Márchate antes de que se despierte».
Liska deja el sombrero donde estaba, cierra el armario apresuradamente y acalla sus pensamientos. Es fácil volverse paranoica durante la noche, ver cosas que no están ahí realmente y ponerse en la peor de las situaciones. Puede que el Leszy no sea demasiado amable, pero si el interrogatorio de hace un momento ha demostrado algo es que la necesita.
—Estoy a salvo.
Liska lo afirma como si pudiera obligar a la Casa bajo el Serbal a que la proteja. Además, ¿quién sabe? Tal vez lo consiga. Tal vez el armario, y el tocador, y la cama estén sumidos en un profundo sueño, a la espera de regresar a la vida ante la más mínima señal de peligro. Si las velas son sintientes, ¿por qué no iba a ser ese el caso para el resto de la casa?
Aunque infantiles, esas ocurrencias le hacen compañía a Liska al abrir el arcón que descansa a los pies de la cama para sacar unas sábanas limpias, pero con aroma a moho. Del baúl también sale un camisón adornado con tantos lazos y encaje que debe de valer más que el fondo de armario de Liska y mamá juntos. Al ponérselo, se siente como una ladrona, una impostora que se viste con las ropas de otra mujer.
Una mujer desaparecida.
Cuando Liska apaga las velas y se acurruca en la enorme cama, no puede evitar preguntarse cuántas personas habrán dormido en esta habitación antes que ella.