—Dos cucharadas de comino bañadas en vinagre..., una onza de polvo de jengibre... —se decía a sí misma Francesca. Anna jugaba a sus pies con una muñeca hecha de esparto y ropa vieja.
La barraquita de los Estrany, más parecida a una cueva que a una casa, estaba adosada a un edificio de la calle del Pou de l’Estany. Aquellas eran las viviendas de la gente más pobre del barrio, la que no se podía permitir comprar una casa decente. Estaba compuesta por una única estancia oscura y minúscula con chimenea donde hacían vida y una habitación en un entresuelo al que se accedía por una pequeña escalera de madera. El hecho de dormir todos juntos en el suelo sobre un jergón de paja tenía muchos inconvenientes, pero al menos en invierno no pasaban tanto frío. Sobre la única mesa, e iluminado por una vela, descansaba un recetario voluminoso y viejo, de tapas duras y ennegrecidas por el paso del tiempo. Eulàlia nunca había revelado quién se lo había entregado y le había enseñado a leerlo, aunque Francesca sospechaba que se trataba del apotecario Francesc de Camp, el padre de Blanca. Con las recetas del libro, la muchacha también había aprendido más o menos a leer. Salvo por los poquísimos chicos que también sabían, madre e hija eran las únicas del barrio que habían aprendido. Allí nadie lo consideraba demasiado importante. De hecho, los libros eran escasos y casi todos estaban en manos de clérigos y ciudadanos ricos, de modo que en la Ribera eran objetos extravagantes. Martí sí leía, gracias al rector de Santa Maria del Mar, que dedicaba algunas tardes a enseñar a los niños en la sacristía. A Blanca, en cambio, pese a tener algún recetario a mano, nunca le había interesado aprender. «Para ser madre y esposa de nada sirve», decía. En eso eran como la noche y el día. A menudo pensaba que quizá la rara era ella, y la acompañaba la sensación de estar haciendo algo que no le correspondía.
—¿Qué haces? —le preguntó Joan, mordisqueando el último pedazo de pan que le quedaba, que estaba hecho con habas, porque la harina ya se les había acabado.
—Estoy preparando un jarabe para el dolor de barriga a Genís Jordà, ese pescador gruñón amigo de padre.
Había dejado a Pere en casa del ama de cría y había aprovechado para dedicarse a lo que más le gustaba: experimentar con las recetas del viejo antidotario. Había conseguido algunos utensilios viejos que el padre de Blanca ya no quería (una balanza, un decantador, un destilador y hasta una prensa para extraer el jugo a algunas semillas y frutos), y se enorgullecía de saber preparar el coriandro confitado para matar los gusanos del estómago, el jarabe para la tos —que se elaboraba hirviendo vino, hinojo y marrubio— o la bebida de vino cocido con raíces de cintoria para soldar los huesos.
—¿Ves? Desmenuzo cuatro clavos... —dijo mientras los molía en un mortero de piedra—, añado una cucharada de cardamomo...
A continuación, traspasó el polvo del mortero a un caldero y le incorporó dos cucharadas de miel. Joan metió el dedo en el frasco de cardamomo y lo escupió.
—¡Qué asco! Tengo hambre. ¿Qué más hay de comer?
—Yo también tengo hambre —gimoteó Anna.
Francesca recorrió la estancia con la mirada. Sabía de sobra que ya no les quedaba nada con qué saciarla.
—¿Sabéis por qué le estoy haciendo esta poción a Genís Jordà? —preguntó para intentar distraerlos—. Porque el pobre hombre está tan hinchado de pedos que un día va a explotar.
Joan y Anna estallaron en carcajadas y comenzaron a imitar un montón de pedos de diferentes intensidades. Con un poco de suerte se olvidarían del hambre durante un rato. Se aproximó al fuego con el caldero y lo enganchó de las llares de hierro que colgaban encima de la llama. Cuando la mezcla llevaba un rato hirviendo, un aroma dulce le destapó los orificios de la nariz e hizo que le sonaran las tripas. Con destreza, vertió el brebaje en una botellita sin derramar ni una gota.
Bonanada abrió la puerta en aquel momento. Venía de asistir un parto.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Francesca mientras la ayudaba a quitarse la capa.
—El parto bien, pero la criatura no vivirá mucho. Es más pequeña que un gorrión —explicó la abuela con voz cansada—. Supongo que tu padre no ha vuelto...
Francesca negó con la cabeza. Sin aquella fuente de ingresos estaban perdidos, ambas lo sabían. La anciana se desprendió de la toca, una tela blanca que llevaban tanto casadas como viudas, y liberó una cabellera blanca como la nieve.
—Y esos piratas desgraciados vuelven a campar a sus anchas —se quejó la mujer—. ¡Las malditas hogueras que han puesto en Montjuïc y Montgat para avisar a los pescadores no sirven de nada, por Dios bendito! ¡Seguro que los que tienen que encenderlas se pasan el día en la taberna!
Se había acercado a la mesa y miraba fijamente el ungüento que había preparado Francesca.
—Veo que has hecho la poción que te he encargado...
La olisqueó y, después de ponerla al trasluz de la vela para inspeccionarla, sentenció:
—No la has pifiado completamente...
Francesca no desaprovechó el momento, y, viendo que su abuela parecía satisfecha con la tarea, dejó caer:
—Es que me esfuerzo porque quiero ser cirujana.
—¿Eh...? ¡Esta sí que es buena! ¡Vaya humos se gasta la muchachita...! Las mujeres somos comadronas, nada más.
—Pero yo he oído que hay mujeres con licencia para curar —se atrevió a apuntar.
La mujer le lanzó una mirada desafiante.
—¡Por santa Quiteria y santa Úrsula! Quítate esas ideas de la cabeza. ¡No te traerán más que problemas!
—Joana Sarrovira...
Se hizo el silencio. Bonanada se quedó absorta un momento, como si estuviese rememorando algo.
—Sí, ella tiene licencia —dijo por fin—. Y por las almas que arden en el infierno que no querrías estar en su lugar. —Chasqueó la lengua—. Le hacen la vida imposible... Los muy desgraciados... —añadió enigmáticamente.
Con un gesto de los dedos, indicó a Francesca que se acercase.
—Basta de cháchara. Llévale la poción a Jordà y le cobras quince dineros.
—Pero, abuela... ¿ahora? Es tarde y tengo hambre... —se atrevió a decir. A los mayores no se les replicaba, pero en ocasiones le costaba obedecer.
—Más hambre tendrás si no tenemos pan —dijo ella inflexible—. Obedece como una buena chica.
Francesca se puso la caperuza y salió. El sol comenzaba a ocultarse, pero calculó que le daría tiempo a volver antes de que cayese la oscuridad.
Genís Jordà cogió con prisa la poción, pero solo le pudo pagar diez dineros y le aseguró que le daría el resto en cuanto volviese a pescar. La vida en la Ribera era así: hoy por mí, mañana por ti. Todo el mundo vivía sin demasiados planes de futuro, porque muchos pescadores y marineros que zarpaban no regresaban jamás a casa y la familia se veía obligada a mendigar.
Cuando estaba saliendo de la casa de los vecinos sonaba el toque de queda, la campana que anunciaba el cierre de las puertas de la muralla y que todo el mundo debía echar la llave de casa, tal como ordenaba el Consejo de Ciento. «Corre, Francesca», se dijo. Aceleró el paso, pero la noche era oscura y sin luna y tropezaba con frecuencia. Se maldecía por no haber llevado consigo una tea. De pronto, oyó detrás ruido de pasos. De reojo, la claridad de una antorcha. Se apresuró aún más. Notó en el pecho una punzada de angustia. Las historias de muchachas violadas después del toque de queda que contaba Bonanada hacían estremecer al más valiente. Los pasos se acercaban.
—¡Detente! —gritó una voz masculina al tiempo que una mano le tapaba la boca para que no gritase.
Aquel olor no le resultaba extraño en absoluto; al contrario, le era familiar y agradable: una mezcla de madera y cuero, de especias y lana, todos los materiales que transportaba cada día de la playa hasta las casas de la ciudad. El corazón se le desbocó.
—¿Martí? —susurró mientras el muchacho retiraba la mano.
—¿Qué haces fuera a estas horas? —preguntó desconcertado—. ¿Es que no sabes que no puedes rondar sola?
—Sé defenderme bastante bien, no es necesario que te preocupes por mí —contestó ella arisca—. Lo mismo podría preguntarte yo.
—Vengo de dejar un saco de telas en la alhóndiga de Santa Maria... Pero... ¿a ti qué te pasa últimamente? Estás siempre enfadada. ¿Qué te he hecho?
—Pues mira, ya que me lo preguntas, te lo voy a decir. Siempre te metes donde no te llaman y eres impertinente y te crees vete a saber quién. No te soporto.
Se sintió miserable en cuanto lo dijo.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —Dio un paso hacia ella con la tea en alto. La luz cálida que derramaba le había transformado la cara, sus ojos claros se habían oscurecido y las cejas, poblado; su rostro ya no era el de un muchachito, sino el de un joven atractivo—. ¿O te estás engañando a ti misma?
Permanecieron mirándose fijamente unos instantes, pero Francesca logró despegar sus ojos de aquellos dos pozos profundos que la atraían como el fuego y que le estaban pidiendo cosas que ni siquiera entendía. Echó a correr hasta que estuvo en el portal de su casa y llamó con fuerza para que le abriesen. Junto al fuego, con un agujero en el estómago del hambre que tenía, se puso a llorar en silencio sin llegar a comprender por qué.
Como cada mañana, en cuanto aparecían los primeros rayos del sol, las muchachas más madrugadoras se sentaban en los poyetes de las casas a hilar la lana y charlar animadamente. Francesca se había levantado pronto y se estaba lavando la cara y las axilas con el agua de la jofaina. Había hecho sus necesidades en una bacinilla, que después tendría que ir a vaciar a aquel lugar tan repugnante al final de la calle. Llevaba tiempo observando que las zonas del barrio donde más se acumulaban los excrementos, allí donde las aguas se quedaban estancadas, es donde más reclamaban a su abuela para que acudiera a curar enfermos. Quizá no fueran más que imaginaciones suyas, pero intuía que ambas cosas estaban relacionadas.
Quería preparar una sopa de gallina porque veía a sus hermanos en los huesos, así que salió a la calle con el cesto para ir a comprar verduras y carne a la plaza de las Cols con los diez dineros que le había pagado Jordà. No había dado ni dos pasos cuando se detuvo en seco. Martí la estaba esperando apoyado en la pared de la barraca, como tantas veces había hecho antes.
—¿Qué quieres? —preguntó ceñuda.
—Quería estar aquí cuando salieses de casa. Tenemos que hablar, pero no aquí —ordenó—. Ven.
La agarró del brazo con rudeza y la llevó con él sin darle ocasión de discutir. Giraron por la calle Esparteria, donde los artesanos ya empezaban a sacar las cuerdas, las cestas y las alpargatas y las situaban encima de las mesas recién montadas para venderlas a los transeúntes. Martí la hizo pasar por el tablón que hacía de puente de la acequia condal y se metieron por un callejón, al final del cual había una valla de madera. La abrieron y entraron en el huerto de Bardina. En medio había un pozo destartalado entre cultivos de zanahorias, coles, cebollas y unos limoneros. Martí la arrinconó contra la pared que rodeaba el recinto.
—¡Suéltame! —dijo ella, liberándose de su mano y jadeando después de la urgencia del trayecto—. ¿Por qué me has traído aquí? Tengo que ir a comprar...
—¡Calla y escúchame! —la interrumpió él bruscamente.
Francesca se quedó boquiabierta, nunca le había hablado en aquel tono.
—Hace tiempo que estás muy rara, no eres la de antes. Siempre estás enfadada conmigo y... —Ella iba a cortarlo, pero Martí le puso un dedo en la boca— y parece que quieras verme muerto. —El muchacho se acarició el pelo con una mano, como si aquello fuese a ayudarlo a encontrar las palabras adecuadas—. Si te has cansado de mí, solo tienes que decírmelo y no volverás a verme.
Francesca se retorcía las manos a causa del nerviosismo.
—No, no es eso... No sé qué me pasa —dijo al fin mientras le lanzaba una mirada de súplica.
—Quizá pueda ayudarte —sugirió él.
La muchacha lo escuchaba expectante.
—Eso que sientes, esa rabia... —prosiguió, acercándose despacio—. ¿La notas aquí?
Le puso un dedo en mitad del pecho.
Francesca, incapaz de abrir la boca, asintió.
—Y quizá... ¿aquí?
El dedo le tocó la boca del estómago.
De nuevo, ella asintió.
—¿Y puede que sea más fuerte cuanto más me acerco a ti?
Dio un paso adelante y se plantó ante su cara.
—¿Así? ¿Notas la rabia ahora?
—Sí —dijo ella en un hilo de voz—. Ahora me das mucha rabia.
Martí aproximó los labios a su oreja y a ella un calor le recorrió todo el cuerpo.
—Pues entonces sentimos lo mismo... —dijo él finalmente—, pero yo lo disimulo mejor.
La cara de Francesca se iluminó.
—Entonces..., ¿tú tampoco me soportas? —preguntó desconcertada.
Martí se rio.
—No es exactamente eso, Caracola. Más bien lo contrario.
Martí descansó una mano en el muro, junto a la cabeza de la muchacha, y le besó el lóbulo de la oreja. Francesca entreabrió imperceptiblemente la boca y vació de aire los pulmones. Notaba el corazón entre los muslos con más intensidad que nunca y las ganas de tocar a Martí la torturaban. Lentamente, las dos caras se buscaron hasta encontrarse las miradas. Él apretaba con fuerza su cuerpo contra el de ella, que se estaba encendiendo tan deprisa como una madeja de estopa con un ascua de fuego. Al fin, sus labios se rozaron muy superficialmente, pero lo suficiente para que Francesca se sintiese flotar por encima del suelo. Las lenguas se buscaban con ternura, descubrían anhelos escondidos con cada movimiento. Martí parecía maravillado al reparar en las formas de mujer de su amiga, y se le despertaba un hambre voraz que no ascendía desde el estómago sino de más abajo. Se abandonaron a aquel placer durante mucho tiempo, hasta que por fin se apartaron el uno del otro. Del interior de un saquito de piel que llevaba colgando del cinturón, el muchacho extrajo una caracola blanca.
—He ido a buscarla esta mañana a la playa. —La depositó en su mano—. La más bonita de todas.
La chica sonrió mientras olía la caracola.
—Me gusta este olor a mar.
—Llevo demasiado tiempo esperando este momento. —Se acercó a su boca y volvió a besarla con ternura—. Deseo casarme contigo, no quiero esperar más. Se lo diremos a nuestros padres y ellos darán su consentimiento.
Francesca se quedó de piedra. Matrimonio. No es que antes hubiese pensado mucho en ese tema; esperaba que llegase en algún momento de su vida, aunque todavía no.
—Pero... —dijo con las mejillas ruborizadas por la excitación.
—¿Me quieres? —preguntó él. Antes de que respondiese, le cerró la boca con un nuevo beso.
«¿Que si te quiero? Te quiero más que a nada en este mundo.» Se sorprendió a sí misma con esos pensamientos, que iban tomando forma a gran velocidad. En medio de tanta confusión, notó una punzada de inquietud. ¿Acaso conocía a alguien que hubiese elegido a su marido o a su esposa? Eran los padres los que decidían con quién se casaban sus hijos, siempre había sido así. «Es preferible un matrimonio sin amor, lo más importante es asegurar el patrimonio y dejarse de memeces», decía siempre su abuela. Pero cuando Martí se abalanzó de nuevo sobre su boca, las preocupaciones se esfumaron.
El muchacho gemía de placer, y cuando ya le estaba subiendo la falda, Francesca lo detuvo con la mano.
—Aún no estamos casados... —dijo con la respiración entrecortada.
—Pues casémonos cuanto antes, porque no voy a poder aguantar mucho más estas ganas de tocarte...
—Aún no te he dicho si quiero casarme contigo.
A Martí se le arrugó la frente y echó la cabeza hacia atrás.
—Pero quieres, ¿no? ¿Quieres casarte conmigo? —La abrazó con fuerza apretándola contra el muro—. Tienes que querer, Caracola.
Francesca le devolvió el abrazo.
—Sí que quiero.
Y permanecieron un buen rato enlazados, embriagados por el perfume del limonero.