HARRIET BURDEN

CUADERNO C

¿De dónde salieron? El pene con alas, su pene, las chaquetas y los pantalones de los trajes vacíos, flotando en el aire con la parafernalia de Felix —gafas de leer, colonia, una reluciente lima de uñas, un lienzo en blanco (esperanza)—, el corpachón de Felix apretujado dentro de una de mis habitaciones, como Alicia, los Felix diminutos alineados en fila y vestidos de distinta forma. Yo los llamaba muñecos marido. Por lo que sea, también empezó a aparecer mi padre. El hombre libro durmiendo sobre una página de Spinoza, dando saltitos sobre Leibniz (adoraba a Leibniz), un pequeño papá Luftmensch sobrevolando un tramo de escalera con un traje cubierto de palabras. Los seres esquivos, mis seres esquivos, empezaron a asomar en mis dibujos y esculturas, sus caras y su ropa, mezcolanza de deseos, seres queridos exasperantes, todos mezclándose en la mente de Harry. Y también la ira ante el poder que han tenido sobre mí. Por eso crecen y se encogen.

No sabía cómo representar a mi madre. Eso vendría más tarde. Tenía problemas a la hora de crear una persona en cuyo vientre yo había estado.

No tenía que correr tras ella.

Tenía que correr tras los hombres gritándoles: ¡Miradme!

Nuestros pensamientos están continuamente habitados por objetos imaginarios, imposibles, inexistentes, pero en el arte esos objetos se trasladan del interior al exterior, las palabras y las imágenes cruzan la frontera. Por aquel entonces leía mucho a Husserl, tumbada en el sofá de la sala grande con sus largos ventanales y la vista del río: las meditaciones constituyen los primeros datos absolutos. A Husserl le encantaba Descartes y recurrió al monólogo interior, al fluir de la conciencia, como William James (a quien leyó), todos corren paralelos, se superan, se complementan, y él sabía que la empatía era una forma profunda de conocimiento.1 Edith Stein, alumna de Husserl, es la mejor filósofa experta en el tema y ella lo vivía, vivía sus propias palabras.2 La filosofía es difícil de imaginar. Empecé a preguntarme si yo sería capaz de representar la empatía, por ejemplo, construir una caja para la empatía. Garabateé diferentes posibilidades para su interior. Anoté algunas ideas. Canturreé. Escuché una y otra vez La Pasión según san Mateo. Comprendí que mi libertad había llegado. Nada ni nadie se interponía en mi camino a no ser mi propia persona. El futuro abierto de par en par, el enorme vacío de la ausencia, me llenaron de vértigo, de ansiedad, sentí un subidón, como si estuviese drogada, pero no lo estaba. Yo era quien mandaba en mi pequeño feudo de Brooklyn, una viuda rica, que hacía mucho que había dejado atrás los bebés y los hijos adolescentes y tenía la cabeza henchida de ideas.

Entonces por las noches me invadió la soledad, la sensación de carencia que me impedía descansar y que me recordaba a los años en que viví sola en mi primer apartamento de la ciudad, cuando estudiaba en Cooper Union. Me vi transportada a mi juventud: la artista solitaria con unas vagas ansias de un futuro que incluía fama y amor al mismo tiempo. Empecé a darme cuenta de que los sentimientos que atribuía a mi juventud no pertenecían en realidad a ese periodo de mi vida. La agitación que sentía tras una larga jornada de trabajo me producía el mismo desasosiego que había experimentado apenas emergida de la infancia. Suspiraba por Alguien, por un personaje potencial que llenase las horas libres. Felix, viejo amigo e interlocutor; Felix, el hombre fino, evasivo, mordaz, mujeriego y amable, se había ido. ¡Tú sí que me has sacado de quicio! (A veces yo era un poco gritona.) Aunque nunca llegó a desquiciarme del todo. Supe mantener la cabeza en su sitio y él también, así como supimos reparar regularmente los daños infligidos. Ya no había que reparar nada más. Se acabaron las reparaciones. Se acabó Felix. Luché para comprender ese vacío y el hecho de empezar a aceptarlo como real tomó la forma de ese otro ser hueco, una laguna, una oquedad en la mente, pero no era una oquedad llamada Felix.

Y entonces me iba andando hasta el Sunny’s Bar, donde me sentaba a ver pasar la gente y a escucharles hablar, un bálsamo de voces. A veces había música. Una vez oí una lectura de poesía y después hablé con la poetisa, que tenía ojos grandes y llevaba los labios pintados de rojo, mucho más joven incluso que Ethan y, aunque sus poemas me parecieron horribles, ella me gustó. Se hacía llamar April Rain, Lluvia de Abril, que supongo fue un nombre que se le ocurrió mientras escribía. La joven llevaba un enorme talego con la cremallera abierta al que había atado un par de jerséis y un sombrero. Cuando cargó con todo aquello al hombro y comenzó a andar, le dije que parecía una emigrante que salía tambaleándose del puerto en 1867 y me explicó que dormía en el sofá en casa de un amigo porque estaba «buscando donde vivir», y me la llevé a casa.

April Rain, una jovencita blanca y menuda con pájaros tatuados en los antebrazos y gran cantidad de cristales hechos añicos en sus poemas, que a veces cortaban y hacían sangrar, fue mi primer artista residente. No se quedó más de una semana. Una noche encontró a un pretendiente melenudo en el Sunny’s Bar y ya no volvió, pero mientras vivió en casa disfruté de su compañía y su presencia ahuyentó las penas que me acuciaban por las noches. Al mirar el rostro pálido y terso de April Rain con sus mejillas regordetas, mientras comíamos lentejas o verduras asadas (era vegetariana) y charlábamos de Hildegard von Bingen o de Christopher Smart, me olvidaba de mi propio aspecto. Olvidaba que yo tenía arrugas, que necesitaba un enorme sujetador para mantener mis pechos en su sitio y que tenía la barriga de una persona mayor que sobresalía como un melón. Esta amnesia forma parte de nuestra fenomenología cotidiana (no nos vemos a nosotros mismos) y lo que vemos se convierte en nosotros mientras lo miramos. Una noche, después de desearle felices sueños a mi poetisa de veintidós años, pasé delante del espejo que hay frente a mi cama, vi mi cara reflejada en él y me causó tal sorpresa que me eché a llorar. Felix amaba esta jeta avejentada, pensé. La elogiaba y la acariciaba. Ahora no hay nadie que la quiera.

Puede que fuese autocompasión (la sensación de que me había vuelto demasiado fea para poder compartir la cama de ningún hombre) lo que subyacía tras la idea de que algunos de mis seres construidos necesitaban algo de calor. Mi madre había sido muy aficionada a las mantas eléctricas que la cocinaban durante la noche. Ella me explicó que las usaba porque tenía problemas de circulación y por la osificación de sus pies. Mi sangre no corre, se arrastra, y es como si nunca me llegara a los pies. La manta eléctrica de mis padres tenía dos zonas, una para cada lado de la cama. Ella encendía su lado y la ponía en el número seis y se aseguraba de que el lado de mi padre estuviera apagado para que él no se achicharrase mientras dormía. Después de morir mi padre, ella elevó la temperatura al número diez, pero mantuvo el lado de él apagado: un frío conmemorativo. Mis carcasas no requirieron ninguna tecnología especial, aunque tuve que manipular más de un cable antes de estar totalmente conforme con el resultado. Comencé con un muñeco a tamaño natural de Felix; no buscaba el parecido sino una idea de él, el relleno reflejaba su esbeltez y pinté la tela exterior de azules y verdes con algo de amarillo y toques de rojo, el hombre a manera de lienzo. Añadí unos pelos blancos cortos en la parte de arriba de la cabeza. Cuando lo enchufé, su cuerpo blando tuvo fiebre.

Era absurdo el placer que me brindaba aquello. Me resultaba imposible explicar por qué aquella criatura caliente me llenó de tal alegría, pero así fue. Toqué con cuidado sus coloridos flancos para sentir el calor. Lo rodeé con mis brazos. Lo senté en el sofá junto a mí. Lo llamé mi objeto de transición. A Aven le encantaba. Ethan lo odiaba. Maisie lo toleraba. Rachel lo tomó medio en broma, medio en serio, a él y a los demás muñecos. Quería que yo volviese a intentar exponer en una galería, que saliera al mundo, igual que Willy Loman, que voceara mi mercancía y atrajese la atención, la atención. Pero ¿esa gente no había dictado ya su veredicto una y otra vez? Nadie estaba interesado en las artesanías ni en los muñecos de la señora Lord. ¿Quién era yo, san Sebastián?

Cuando le estaba explicando al doctor Fertig el mecanismo que usaba para calentar los cuerpos me vino a la cabeza la razón obvia de mi júbilo. Anima. Animate.

Entonces el señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en su ser viviente.

Harry Burden, semidiós del estudio, intentando resucitar una y otra vez a su marido y a su padre muertos, la maquinaria del dolor produciendo sin cesar mientras ella cosía, rellenaba, conectaba cables, cortaba, moldeaba, soldaba. Era ridículo, pero fue una gran ayuda. Fue una gran ayuda, pues yo había llegado a un punto en el que aceptaba todo tipo de ayudas.

Tras un año de frenética creación conyugal y paternal o quizá conyuernal, empecé a reflexionar sobre las criaturas que vivían en mi recuerdo, no solo personas reales sino también sacadas de mi amplia colección de libros. Y no me refiero solamente a personajes, sino a ideas, voces, formas, figuras, pensamientos expresados y sentimientos sin expresar. Yo los llamaba metamorfos y podían ser fríos, cálidos, calientes o de temperatura ambiente.

Puede que fuese April Rain la que les contó a otros jóvenes necesitados del barrio que yo disponía de camas y habitaciones de sobra, pero es más probable que lo hiciera Edgar Holloway III, un refugiado del Upper East Side y músico amigo de Ethan, que había abandonado la universidad hacía muchos años y que hacía trabajos aquí y allá para financiar sus sueños roqueros. Edgar se convirtió en mi ayudante de obra. Bajo y fornido, con una nariz respingona que parecía demasiado pequeña para su cara, Edgar era fuerte, dócil y muy rápido a la hora de aprender todo lo concerniente a materiales y construcción. Sin embargo, era un conversador extraordinariamente aburrido, aunque eso me libró de tener que charlar con él o de explicarle los significados de mis habitaciones o de los bichos que colocaba dentro de ellas. Tampoco era que yo estuviese muy segura de lo que hacía.

Lo que sí sabía era que había estado perdiendo el tiempo durante años y que, de pronto, algo me había pasado. El doctor Fertig utilizó la palabra inhibición. Me había vuelto menos inhibida, más suelta y sin restricciones. Podía agradecérselo a tanta vomitona. El síntoma había provocado que yo hablara y que pudiese cambiar. Me había convertido en Harriet Liberada, con solo cincuenta y cinco años por aquel entonces, pero el tiempo pasa y me planteé diferentes opciones, otras existencias, la otra Harry Burden que debería de haberse, podría haberse, tendría que haberse liberado mucho antes, o una Harry Burden parecida a April Rain, menuda y sonrosada, o una Harry que hubiese nacido varón, un Harry de verdad, no una Harriet. Yo hubiera sido un joven robusto y atractivo, dada mi altura y mi cabello revuelto. ¿No había oído lamentarse a mi madre más de una vez ante tantos centímetros desperdiciados en una chica? Me obsesionaba la idea de tener otro cuerpo, otra forma de ser. ¿Era eso una especie de arrepentimiento? Me preguntaba cómo sería mi conciencia si estuviera dentro del cuerpo de Edgar. Sin duda no quería la mente de Edgar, llena hasta rebosar de grupos tecno y largas parrafadas plagadas de la muletilla «hombre», una reiteración que además le servía de absurda puntuación. La fantasía empezó a cobrar forma y a centrarse en posibles trayectorias para mí, una artista multifacética.

Sospechaba que, de haber venido yo a este mundo con otro envoltorio, mi obra habría tenido aceptación o, al menos, hubiera sido tomada en serio. No pensaba que hubiese habido ningún complot contra mí. Hay muchos prejuicios que son inconscientes. Lo que aflora a la superficie es una aversión indefinida a la que luego se le asigna alguna justificación racional. Quizá es peor ser ignorado (esa expresión de aburrimiento en la mirada de otra persona) a que los demás estén convencidos de que nada que provenga de ti puede tener interés alguno. No obstante, yo fui acumulando golpes y humillaciones hasta convertirme en una persona aprensiva.

Oído a mis espaldas: Esa es la mujer de Felix Lord. Hace casas de muñecas. Risitas por lo bajo.

En mi cara: He oído que Jonathan va a exponer tu trabajo porque es amigo de Felix. Además necesitaban alguna mujer entre los artistas de la galería.

En un periodicucho: La galería de Jonathan Palmer expone la obra de Harriet Burden, esposa del legendario marchante Felix Lord, que consiste en miniaturas arquitectónicas plagadas de diversas figuras y textos. El trabajo carece de disciplina y propósito, y presenta una extraña mezcla de pedantería e ingenuidad. Es inevitable plantearse por qué alguien consideró que esas obras eran dignas de ser expuestas.3

El paso del tiempo no hizo que me sintiera mejor, sino peor. A pesar de que Rachel me animó a volver a la brecha, yo sabía que en aquellos momentos la juventud era uno de los requisitos fundamentales para entrar en una galería y que, a pesar de las Guerrilla Girls, seguía siendo mejor tener un pene.4 Yo ya estaba entrada en años y nunca había tenido pene. Para mí ya era demasiado tarde, no podía presentarme tal y como era. Yo había desaparecido para bien y la facilidad con que lo hice no había hecho más que demostrarme cuán superficial había sido mi relación con toda aquella gente que luego vino al funeral o, al menos, algunos vinieron. Cuando Felix murió, hacía tiempo que no estaba en su apogeo. Era un nombre histórico, el marchante de P. y de L. y de T. en épocas ya pasadas. Su mujer era ahistórica, pero ¿qué sucedería si yo regresaba como otra persona? Empecé a maquinar historias de ingeniosos disfraces. Como un Holmes de nuestros días, desaparecería tras mi disfraz y lograría engañar incluso a mis hijos y a Rachel con mis astutos personajes. Dibujaba imágenes de posibles Harry: la Harry Superman con una capa; la Harry sin techo y sexualmente ambigua, cargando bolsas de botellas; la Harry disfrazada de viejo dandy con una barba blanca, corta e impecable; la Harry como hombre travestido (muy convincente), la Harry sonriente con genitales masculinos de modestas dimensiones, siguiendo la tradición helénica. Incluso me inspiré en algunos personajes del pasado:

Una disertación histórica y médica sobre el caso de Catherine Vizzani, que incluye las aventuras de una joven nacida en Roma que vistió como hombre durante ocho años y que fue muerta debido a un romance con una damisela y que, tras una disección, se descubrió que era virgen y estuvo a punto de ser considerada santa por el populacho. Con algunas observaciones anatómicas y curiosas sobre la naturaleza y existencia del himen. Por Giovanni Bianchi, profesor de anatomía de Siena y cirujano que la diseccionó. Aumentadas con algunas notas útiles realizadas por el editor inglés (Londres, Meyer, 1751).

Poco después de publicarse en Inglaterra el tratado del profesor Bianchi (traducido y corregido por John Cleland, el famoso autor de Fanny Hill), Charles d’Eon de Beaumont, diplomático y espía francés, capitán de dragones, empezó a aparecer en público vestido de mujer. Entonces explicó que, aunque había sido criado como un chico, él era, en realidad, una mujer. Publicó una autobiografía titulada La vie militaire, politique et privée de Mademoiselle d’Eon. Tras su muerte se descubrió que tenía genitales masculinos.

 

 

También existe el sorprendente caso del doctor James Barry, que estudió medicina en la Universidad de Edimburgo en 1809, aprobó los exámenes para el Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra en 1813, entró como cirujano en el ejército, donde ejerció en diferentes destinos y ascendió de rango. Cuando finalizó su carrera médica fue nombrado inspector general a cargo de los hospitales militares en Canadá. Murió en Londres de disentería en 1865. Fue entonces cuando se descubrió que él era ella. Como su sexo le impedía ejercer la medicina, lo cambió.

 

 

Billie Tipton fue un exitoso músico de jazz, nacido en 1914, cuyo verdadero nombre era Dorothy Lucille Tipton. Cuando cursaba enseñanza secundaria no le dejaron formar parte del grupo de jazz de su instituto por ser una chica, entonces empezó a vestirse de hombre para poder tocar y después decidió llevar siempre una vida de hombre. Tuvo una larga relación con Kitty Oakes, una exbailarina de striptease, y juntos adoptaron tres hijos. Cuando Billie murió en 1989 sus hijos se enteraron de que, desde el punto de vista anatómico, su padre había sido una mujer.

 

 

Hay muchas historias e igual número de razones para dejar atrás la condición femenina y adoptar la masculina o viceversa, según fuera conveniente. Hubo mujeres que acompañaron a sus maridos a la guerra y lucharon en los campos de batalla para estar cerca de ellos y mujeres que lo hicieron solo por fervor patriótico y, después de la guerra, volvieron a ser mujeres. Hubo mujeres que se hicieron pasar por hombres para heredar la fortuna de sus padres y otras que, tras perderlo todo (marido, hijos y dinero), se sentían demasiado vulnerables para seguir solas siendo mujeres y se disfrazaron de hombre. Muchas contaron con madres, padres, parientes y amigos que comprendieron su situación y guardaron el secreto. No había más que cambiar de ropa, de nombre, darle otra inflexión a la voz y acompañarla de gestos acordes. Después de un tiempo te acostumbrabas a actuar como un hombre y ya no te costaba ningún esfuerzo. Más aún, se volvía algo real.

 

 

Pero ¿estaba yo interesada en experimentar con mi cuerpo, vendarme las tetas y ponerme relleno en los pantalones? ¿Quería vivir como un hombre? No. Lo que a mí me interesaba eran las percepciones y su mutabilidad, el hecho de que solemos ver lo que esperamos ver. La Harry que yo veía reflejada en el espejo, ¿no había cambiado ya bastante tal y como estaba? A veces me preguntaba si alguna vez lograría verme como realmente era. Un día me miraba y me encontraba con buen aspecto y buena figura (desde mi punto de vista, claro está) y otro me veía hecha un esperpento, entrada en carnes y fondona. ¿Cómo puede uno explicarse el cambio si no es pensando que la imagen que tenemos de nosotros mismos es, en el mejor de los casos, poco fiable? No, yo quería dejar mi cuerpo al margen de todo eso y emprender algunas excursiones artísticas bajo otros nombres y quería algo más que un simple «George Eliot» como tapadera. Yo quería mis propias formas de comunicarme indirectamente al estilo Kierkegaard, cuyas máscaras chocaban y se enfrentaban entre ellas, donde la ironía era marcada y sutil y casi invisible. ¿Dónde iba a encontrar yo un Victor Eremita, un A y un B, un Juez William, un Johannes de Silentio, un Constantin Constantius, un Vigilius Haufniensis, un Nicolaus Notabene, un Hilarius Encuadernador, un Inter et Inter, un Johannes Climacus y un anti-Climacus, todos de mi autoría?5 En mi caso no tenía nada claro cómo lograr tales transformaciones. Apenas lograba unos meros garabatos mentales, pero a mí me parecían productivos.

¿Acaso S. K. no había escrito bajo el seudónimo de Notabene una serie de prefacios que no iban seguidos por texto alguno?6 ¿Qué pasaría si yo inventaba un artista del que existían muchas críticas y catálogos de exposiciones, pero ninguna obra? Después de todo, ¿cuántos artistas habían sido catapultados a la fama gracias a las tonterías escritas por los escritorzuelos de turno? ¡Ah, écriture! El artista tendría que ser un hombre joven, un enfant terrible, rodeado de un vacío que generase páginas y páginas de texto. ¡Ah, qué divertido podría llegar a ser! Hice un intento:

La obra de X logra la aporía a través de unos procesos que autoinducen a la ausencia. Los actos implícitos y, por lo tanto, invisibles, de un erotismo solitario de origen sexual, proporcionan un fracaso atroz, unos fantasmas de ruptura y un abandono del objeto del deseo.

Callejón sin salida. Yo sabía que el tener que producir esa prosa pretenciosa y trillada acabaría conmigo.

 

 

Por la presente, yo, Harriet Burden, confieso que mis diversas fantasías estaban motivadas:

  1. por un deseo general de venganza contra los imbéciles, los tontos y los idiotas,
  2. por un aislamiento intelectual desgarrador y continuado que me condujo a la soledad tras sumergirme en demasiados libros sobre los que no podía hablar con nadie,
  3. por la creciente sensación de haber sido una incomprendida toda mi vida y haber estado siempre rogando desesperadamente que se me viera tal y como soy, ser vista de verdad; pero daba igual lo que yo hiciese, la situación nunca cambiaba.

En medio de mi frustración y mi dolor, me daba cuerda a mí misma todos los días como si yo fuese el monito de juguete que tocaba los platillos con el que jugaba de niña. Después de oírme chocar los platillos uno contra el otro, nota bene, rompía a llorar y echaba de menos a mi madre, no a la madre menguada y agonizante en una cama de hospital, sino a la madre robusta de mi infancia, la que me había llevado en brazos y acunado y regañado y acariciado y tomado la fiebre y leído cuentos. La niña de mamá. Solo que mamá no era robusta, sino menuda y curvilínea y llevaba tacones altos. A tu padre le gusta cómo me quedan las piernas con tacones, ¿sabes? Después de gemir un largo rato, recordaba el rastro brillante de dos lágrimas deslizándose por las mejillas hundidas de mi madre al final de su vida y la sonda intravenosa en su mano surcada de venas azuladas. No le dije: ya verás que te pondrás bien, mamá. Porque no se iba a poner bien. ¿Quién sabe cuánto viviré? No mucho. Y sin embargo, ya desahuciada, mi madre no dejaba de preocuparse por la comida que le servían, por las sábanas y el pijama que le ponían y por la atención de las enfermeras. Una semana antes de morir me pidió que abriera su bolso, buscara el lápiz de labios y le pintara los labios, porque no tenía ya fuerzas para hacerlo ella misma. Al final de su vida, ya sumida en el sopor de la morfina, le retiré un momento el tubo dorado de la boca y le pinté los delgados labios con unos toquecitos de lápiz rosa.

 

 

Me quedé huérfana.

 

 

Lo que intento decir es que mi exilio voluntario en Red Hook no me tranquilizó en mi fuero interno. Dentro de mí había un continuo colapso del tiempo. Las personas muertas y las imaginarias desempeñaban un papel más importante que los vivos en mi realidad cotidiana. Retrocedía tambaleándome en el tiempo para recuperar los flecos de algún recuerdo y avanzaba para crear un futuro ficticio. En cuanto a las personas reales, las de carne y hueso que poblaban mi vida, acudía fielmente a mi cita semanal con el doctor Fertig, con quien estaba haciendo «progresos», después me encontraba con Rachel para tomar el té o una copa de vino en algún sitio cerca de su consulta en Park Avenue con la Noventa y uno. Con ella la intimidad de toda la vida no pareció resentirse nunca, a pesar de que hemos llegado a tener discusiones fuertes y de que me acusó de «obsesiva». Maisie se preocupaba por mí. Podía verlo en sus ojos. Y se preocupaba en voz alta por Aven y Oscar, y yo a mi vez me preocupaba por si ella se sacrificaba demasiado por la familia y por si su trabajo se veía perjudicado. Ethan escribía relatos en los cafés y dirigía su propia revista, que era muy pequeña, The Neo-Situationist Bugle, con Leonard Rudnitzky, su viejo amigo de Oberlin College. Mi hijo hablaba muchísimo de la mercantilización y su espectáculo, de la alienación y del visionario Guy Debord, quien le servía de héroe romántico.7 Ethan no parecía entender la hipérbole del hombre, solo que su pensamiento se había hecho realidad en internet: Todo lo vivido directamente se transforma en imagen. ¿Y qué pasa con un dolor de estómago?

Mi hijo, el revolucionario, era muy reservado en cuanto a su vida privada (chicas) y me daba la impresión de que estaba un poco enfadado conmigo por haber emprendido una nueva vida a mi edad. Sospecho que le parecía levemente indecente y una especie de traición a la memoria de su padre, aunque no pudiera decirlo. Me temo que se encontraba alienado de sí mismo. El niño que solía esconderse en el armario con sus rígidos soldaditos para inventar sus batallitas y treguas había crecido. No podía recordar cuando era bebé y su madre recorría la habitación acunándolo en brazos durante horas mientras le canturreaba bajito al oído porque le costaba mucho dormir. Pero también es cierto que ninguno de nosotros recordamos nuestra primera infancia, esa edad arcaica bajo el dominio de una madre gigante.

 

 

Anton Tisch tenía buen aspecto. Era un joven alto, casi tanto como yo, delgaducho dentro de sus vaqueros holgados, con una nariz importante y unos ojos inquisidores que parecían incapaces de posarse en algo aunque fuese un instante, lo cual le daba cierto aire trastornado que, bajo circunstancias favorables, podía interpretarse como el de una inteligencia inquieta. Y era un artista. Lo conocí en el Sunny’s Bar a principios de 1997 una noche muy fría. Nevaba. Recuerdo la presencia acompasada del aire frío cada vez que la puerta se abría y se cerraba, las fuertes pisadas de las botas y la blancura iluminada por las farolas al otro lado de la ventana. Yo estaba con el Barómetro, veleta ambulante y dibujante exquisito, a quien había dado cobijo durante algunas semanas. El Barómetro no solo registraba cualquier incremento o disminución en la presión atmosférica a través de su instrumento corporal (de su cabeza prodigiosamente sensible), sino que, de hecho, en determinado momento había logrado controlar ese aspecto del entorno y hacerlo descender o aumentar en un hectopascal o dos. Yo no sabía nada de hectopascales hasta que el Barómetro llegó a mi vida, pero me encantaba la palabra, que provenía del apellido de Blaise Pascal, genio en tantas cosas. El Barómetro y yo nos llevábamos bastante bien, aunque el hombre vivía encerrado en el capullo de su propia producción y cualquier diálogo con él (un intercambio recíproco de ideas) era prácticamente imposible.

Por aquel entonces yo me había vuelto una asidua del Sunny’s Bar. En agradecimiento por los servicios prestados y la leal camaradería, les había regalado un dibujo en tinta del bar y de algunos de sus personajes llamativos y no tan llamativos, y habían enmarcado y colgado mi regalo en una de las paredes. Menciono este hecho porque Anton Tisch se detuvo a observar mi dibujo. La vanidad del artista es tal que yo conocía la identidad de todos aquellos que en algún momento habían echado un vistazo a mi obrita estando yo presente (eran pocos, de hecho) y mi felicidad al ver a aquel joven anguloso y de rizos castaños mirar en detalle mi representación del Sunny’s no tuvo límites, bueno, quizá algunos límites, pero, sin lugar a dudas, fue inmensa.

De todas formas, yo era tímida. El Barómetro estaba muy irritable debido a la nieve, pero él también vio cómo el joven Tisch miraba embelesado mi dibujo y, con una voz que no se parecía en nada a la suya y de un modo totalmente ajeno a su carácter, le gritó a aquel desconocido: ¡Lo hizo Harry! Recuerdo que me llevó un rato explicar que yo era Harry, pero una vez que eso quedó claro, Anton Tisch, a quien de inmediato el Barómetro empezó a llamar «Mesa», se sentó con nosotros y nos enfrascamos en una noche de alcohol y cháchara. No recuerdo el contenido de aquella conversación. Sin embargo, con el paso del tiempo fui enterándome de que el joven había estudiado en la Escuela de Artes Visuales, que no sabía quién era Giorgione, pero que pensaba que Warhol era el artista más importante de la historia, lo cual explicaba su obsesión por la serigrafía. En lugar de hacer serigrafías de gente famosa, Tisch las hacía de sus amigos, supongo que porque les habían llegado o estaban por llegarles sus proverbiales quince minutos. Me explicó que su arte aludía directamente a Warhol al tiempo que señalaba el fenómeno de la telerrealidad, aunque era imposible extraer esta información de las imágenes banales que él me enseñaba. Le gustaba el término conceptual y lo usaba sin parar, de un modo no muy distinto a como Edgar usaba la palabra hombre. Anton no era mal chico. Simplemente era de una ignorancia apabullante y descorazonadora.