I

«Rodrigo marchó a las montañas transductinas para luchar contra los árabes y los moros y cayó en esta batalla al abandonarlo traidoramente el ejército godo [...]. Y así, ignominiosamente, perdió su trono y su patria».

Crónica mozárabe de 754

26 de julio de 711, al pie de los Montes Transductinos1

La mujer es desafío y voluntad. Tiene los ojos ambarinos y la seda, el oro, las perlas y las piedras preciosas que la cubren le hacen parecer un ser de luz y esplendor casi irreal. Casi... Sin embargo, en verdad, pocas cosas hay tan reales y ciertas en esta tierra como ella: Egilona, reina de Hispania. En su boca hay una sonrisa de satisfacción y gozo fiero. Su pequeña mano blanca palmea el potente cuello de su caballo, alza la encendida mirada, la dirige hacia los montes que se levantan ante ella y ensancha la sonrisa mientras se recrea en lo que ve: sobre las cumbres, cual belicosas hormigas, se apresuran los destacamentos enemigos en su afán por bajar al llano y en este, apretándose en densas filas, los lanceros árabes y los escaramuceadores bereberes despliegan ya su línea de batalla ante las relucientes filas de la caballería goda.

Es una vibrante estampa la que contempla la reina de Hispania. La estampa del gran ejército que encabeza su señor y esposo, Rodrigo, rey de los godos, disponiéndose a llevar la ruina y la matanza a los invasores que desde hace meses saquean las tierras del reino.

—Gloriosa regina, deberíamos bajar de este cerro y situarnos tras la retaguardia de la hueste.

Quien así le habla es Pelayo, sobrino de su esposo, amén de uno de sus espatarios2y, a la sazón, encargado de su escolta y custodia.

Pero «escoltar» a Egilona nunca ha sido tarea fácil. Ella no necesita que le digan dónde debe estar. Ella siempre ha decidido dónde quiere estar y hoy quiere estar allí: sobre un cerro que se alza entre la laguna que ciñe la retaguardia del ejército godo, el quebrado llano donde forman los dos ejércitos y los abruptos montes que guardan las espaldas de los invasores. Es decir, quiere estar en el único lugar desde donde podrá ver bien la batalla.

—No, spatarius comes, nos quedamos en este cerro. Quiero ver cómo mi esposo aniquila a esos paganos venidos de África.

Pelayo sacude la cabeza y, para no replicar, se entretiene en ajustarse el cinturón de la espada y en contar a los hombres que tiene consigo: cincuenta. Deberían bastar... 

—¿Nervioso? Lo comprendo... Tienes miedo, ¿verdad? —le pincha, desafiante, la reina.

Pelayo sonríe, se saca el pesado yelmo y se rasca la cabeza empapada en sudor. Hace un calor infernal, a sus pies treinta y siete mil hombres se disponen a matarse entre sí y él, el hijo de un hombre al que asesinaron a garrotazos, no se va a dejar sacar de quicio por las pullas de una mujer tan hermosa como peligrosa.

—Tú mandas, gloriosa regina, y yo obedezco. 

Egilona devuelve la sonrisa a Pelayo. Le gusta ese joven. Al igual que ella, sabe usar las palabras y guardar para sí sus verdaderos pensamientos. No hay amor entre ellos: ni Pelayo quiere a sus tíos ni sus tíos lo quieren a él. Hay intereses y sangre. La sangre de un linaje compartido y la fuerza de un mismo interés: el que impone la ambición. Rodrigo hará bien en vigilarlo. Por lo pronto, está ocupado en ganar una batalla.

Y no va a ser fácil. El jefe de los agarenos ha dispuesto con tino a sus guerreros. Al fin y al cabo, no parecen tan bárbaros y desenfrenados como les habían dicho, sino hombres disciplinados y duchos en la guerra. ¿Y por qué no iba a ser así? Vienen conquistando la tierra toda desde Palestina y Egipto a la Tingitana3, y ante ellos han sucumbido los bien ordenados ejércitos de los romanos de Oriente y las tumultuosas hordas de los moros4. Pero ahora, ahora será diferente, pues enfrentan a los godos, y los godos pusieron de rodillas a la vieja Roma y pondrán también de rodillas a estos hombres extraños que se han atrevido a desafiarlos.

—¡Tengo sed! —dice imperiosamente, y uno de sus siervos se apresura a correr hasta ella portando una copa de vino especiado. 

El sirviente alza el cáliz de oro y baja la mirada mientras su señora bebe un corto trago de la roja bebida perfumada con canela y mezclada con zumo de granada. Pelayo, de reojo, admira el incitante cuello de su tía y reina, y el rebelde mechón castaño rojizo que realza su albura. Es la mujer más inquietante y seductora que conoce y le gusta imaginársela sin tanta seda sobre el cuerpo ¿Es eso pecado? Sí, maravilloso y dulce pecado que solo podrá imaginar cometer. Pues aquella mujer astuta y ambiciosa, inteligente y valiente hasta lo indecible, es la esposa de su tío, y su tío, además, es el rey al que ha jurado servir. Sí, y además un hombre peligroso al que es mejor temer y servir bien. Al menos si uno aspira a medrar en Hispania y él, Pelayo, quiere subir muy alto en el reino de los godos.

Mientras Pelayo medita sobre todo esto, no aparta la mirada de la reina. Egilona, en un gesto tan juvenil como irresistible, pasa los livianos dedos de su mano izquierda por la enjoyada diadema que le ciñe la frente y los abundantes y rojizos cabellos. La reina va peinada según marca la moda constantinopolitana: con un moño recogido, como al descuido, en la nuca, y con una coqueta trenza coronándole la cabeza. Una regia chlamys, clámide de seda tejida en Cos, bordada en oro y teñida con púrpura de Campania, está sujeta a sus perfectos hombros con una elaborada fíbula cuajada de iridiscentes perlas y zafiros. Bajo la clámide, su esbelto cuerpo se insinúa bajo una blanquísima y sutil túnica de seda damascena, también bordada en oro, que se sujeta a su breve cintura con una faja púrpura, de cuya orla cuelga una sarta de esmeraldas, topacios, rubíes y zafiros indios, cual si fueran una cascada de fulgores. Pues todo en Egilona es como luz sobre nieve: deslumbrante. Y ella lo sabe. Sus labios, llenos y jugosos, su nariz recta y armoniosa, sus altos pómulos, sus inmensos y solares ojos, sus pequeñas orejas... Todo, todo es seductora armonía en donde la mirada de un hombre como Pelayo puede extraviarse para siempre.

Egilona sabe que Pelayo la está mirando. ¡Que la mire! Sí, que desespere y se muerda los labios con la sed del que no será saciado. Pues de que aquel joven conde, su sobrino, tiene sed de ella no le cabe ninguna duda.

—¿Conde Pelayo?

—Decidme, reina gloriosa.

—¿Por qué mi señor, el rey Rodrigo, no carga ya sobre esos bárbaros?

Pelayo se toma su tiempo para contestar a su reina. Ciertamente, Rodrigo se está retrasando y dejando tiempo de sobra al jefe enemigo para que disponga sus líneas como le convenga.

—Su hueste es numerosa, reina. El rey ha reunido a veinticuatro mil hombres y una masa así requiere su tiempo para estar convenientemente dispuesta.

—Es un error...

Solo ella, Egilona, se atreve a decir algo así: que Rodrigo, rey de los godos, se equivoca. Sí, pues bien lo sabe Pelayo, Rodrigo no consiente que nadie, excepto la reina, le lleve la contraria o critique alguna de sus decisiones. Extraña pareja la que forman aquellos dos, medita: un hombre implacable e impetuoso y una mujer que sabe cómo embridar y dirigir semejante fuerza y bravura. Juntos, Rodrigo y Egilona, se hicieron con el trono, y juntos parecen dispuestos a aplastar a todo aquel que ose desafiarlos.

—El rey... —comienza a replicar, cortésmente, Pelayo.

—¡Se equivoca, digo! —le corta, briosa, la reina—. No necesitaba tantos hombres para enfrentar a los invasores. Le hubiera bastado con encabezar a los guerreros de su comitiva regia y a los de la tiufada5real.

—Gloriosa regina, si así hubiera hecho, hoy no contaría con veinticuatro mil hombres, sino con diez mil, y el enemigo suma más de trece mil.

Pero los números no convencen a Egilona. La reina hace un gesto con la mano que se queda a medio camino entre la impaciencia y el desdén, y chispas de furia se reúnen en sus enormes ojos antes de replicar a su vez: 

—Mejor diez mil en los que confiar que veinticuatro mil de los que recelar.

Pelayo se malicia que la reina puede tener razón. Al fin y al cabo, casi dos tercios del ejército godo están formados por hombres que deben más a sus señores que al rey. Y esos «señores» son Oppas y Siseberto, los hermanos de Witiza, el monarca que precedió en el trono a Rodrigo, y que, hasta no hace mucho, se oponían a él con todas sus fuerzas. Pero ahora, con los invasores saqueando la Bética, los parientes de Witiza han hecho las paces con el rey, se han mostrado leales y han aportado miles de hombres a la hueste real. Puede que no existiera buena voluntad entre los hermanos del anterior rey y Rodrigo, pero la necesidad de enfrentar a los enemigos apremia y obliga a dejar de lado viejas rencillas. De hecho, la prueba de la nueva situación, de la lealtad que ahora profesan los nobles rebeldes a Rodrigo está allí, ante ellos y materializada en la disposición del ejército: las alas están integradas por los hombres de Oppas y Siseberto. Todo un símbolo de la alianza y confianza que ahora reina entre los witizanos y Rodrigo, y que parece anunciar que los hermanos de Witiza combatirán con valor y lealtad bajo la bandera de quien hasta hace poco era su enemigo y rival por el trono.

Y la tierra tiembla. Los ocho mil caballeros que militan en la hueste goda se lanzan al galope. Una ola de acero y cuero, de bestias y hombres, que se lanza hacia delante con el retumbar oscuro de quienes saben que, esa noche, o celebrarán la victoria o serán alimento de buitres y lobos.

La reina, fascinada por lo que ve, deja caer la copa y el metálico tintineo queda apagado por el creciente trueno que proviene del llano. La gran carga ha comenzado. Tras los ocho mil jinetes cubiertos de hierro, corren también ya los dieciséis mil infantes que completan el ejército hispano. La inmensa mayoría de estos últimos son simples campesinos y siervos que no llevan más armas que un cuchillo de un solo filo, una honda y una lanza, no siendo pocos los que tan solo cuentan con un garrote. Pero no son ellos los que deciden las batallas de los godos, sino los caballeros espléndidamente montados y armados que galopan ya hacia los agarenos que, viéndolos venir, disparan ya sus arcos y sus hondas y logran así abrir los primeros huecos en la marea de hierro que se les viene encima a todo galope. Luego, disciplinadamente, arqueros y honderos se van retirando y, metiéndose entre los huecos que quedan entre las tres densas formaciones de lanceros que tienen a retaguardia, siguen disparando flechas y proyectiles de honda bajo la protección que les proporcionan las lanzas de sus camaradas.

El caballo de Egilona, un magnífico ejemplar ruano, siente la tensión contenida de su ama y da dos pasos adelante. La reina, ensimismada en la contemplación de la batalla, no lo refrena. Tiene los labios entreabiertos como en un grito silencioso en el que se ayuntaran la fascinación, el anhelo y el miedo.

—Es una locura... —susurra, y al instante sabe que esas palabras son una ominosa profecía.

Y se cumple. Justo antes del choque entre lanceros musulmanes y caballeros godos, los jinetes que forman las dos alas de la carga se refrenan, se detienen y se retiran. El centro, comandado por el rey Rodrigo, ajeno a la traición, sigue galopando hacia su destrucción.

—¡No! —grita. Pero ¿de qué sirve el grito de una mujer? De poco. De muy poco, aunque esa mujer sea la reina de Hispania y advirtiera una y cien veces a su esposo de la insensatez que suponía poner al mando de las alas del ejército a quienes habían sido sus más acérrimos enemigos.

Y ante sus ojos se desencadena la aniquilación de su mundo. Sí, de todo lo que ama y desea.

Los tres mil jinetes godos que no han desertado, y que han llevado la carga hasta el final, se estrellan contra el inconmovible muro de lanzas que la disciplinada infantería pesada árabe ha levantado ante ellos. Las largas y oscuras lanzas de madera de morera y de potente y acerada moharra detienen brutalmente a los jinetes que, desesperados al ver cómo sus caballos se frenan en seco o se espantan ante el reluciente infierno que los aguarda, se las ven y se las desean para continuar montados.

Para lo que les va a servir... Rota la carga, privada de sus flancos por la traición de sus compañeros, los godos son rápidamente envueltos por la infantería enemiga, que también se muestra más que capaz de dispersar a los infantes que, indisciplinados, bisoños y mal armados, no son rivales dignos de los experimentados lanceros árabes ni de los bravos y fieros bereberes. Y la matanza comienza en el llano. Una matanza atroz que no respeta a nadie. Pues incluso los traidores que no logran ponerse a salvo son masacrados por los guerreros del califa, que no hacen diferencias cuando de dar muerte se trata.

La reina sabe que todo está perdido. ¿O no? Rodrigo tiene que vivir. Rodrigo tiene que salir de la mortífera vorágine de lanzas y muerte en que acaba de tornarse la llanura al pie de los Montes Transductinos. Si Rodrigo sobrevive, podrán alzarse nuevos ejércitos y combatir otro día. Si Rodrigo escapa de la muerte, juntos podrán castigar a esos perros traidores que lo han abandonado.

—¡Vamos! —grita la reina y, para sorpresa de todos, se lanza cuesta abajo del cerro y en dirección a la batalla.

Pelayo maldice con ganas y, sabiendo que está perdiendo el tiempo y que perderá de paso la vida, tanto si sigue a Egilona como si no lo hace, talonea a su caballo de batalla y se va tras ella. Pronto lo siguen los hombres de la escolta, mientras que las damas de la reina, desconcertadas, asustadas, se quedan allí, en la cima del cerro, con la mirada atrapada en la destrucción de los godos que acontece a sus pies.

No es para menos. Si la muerte pudiera encarnarse, la verían allí, en el llano, entre los hombres que matan y mueren, bailando jubilosa y cosechando vidas y sangre. Sangre que calma la sed de una tierra agostada que se ha tornado maldición. Pues Táriq ibn Ziyad, el comandante musulmán al que Musa ibn Nusair, gobernador de África, ha encargado aquella expedición, ha olfateado la victoria y no la va a dejar escapar. Así que grita y grita sus órdenes y estas, como siempre, son cumplidas puntualmente: empujar a los godos hacia las fangosas aguas de la laguna que tienen a retaguardia y acorralarlos así para completar su aniquilación.

Egilona galopa. Es un rayo de seda y perlas, de gemas y oro, y solo tiene ojos para el estandarte real. Ve la enseña de Rodrigo flotar en el aire y oscilar adelante y atrás al sangriento ritmo que le marcan los gardingos6y espatarios que combaten bajo ella y que se dejan la vida tratando de que su señor, el rey Rodrigo, siga vivo y al frente de un ejército.

¿Ejército? ¿Qué ejército? Ahora Rodrigo solo encabeza a un puñado de hombres desesperados que se baten con inútil valor mientras, uno tras otro, son alanceados, descabalgados, despedazados...

Rodrigo. Es lo único que ella ama. Lo único que hace que su corazón, más frío que la nieve, le ofrezca calor. Lo ha amado desde niña. Desde niña, le dio consejo y fuerza, y a su lado se ha hecho mujer y reina.

Pelayo ya está junto a Egilona. Sus escoltas los envuelven y así, como un puño de hierro, hombres y caballos de guerra se estrellan contra los agarenos que rodean ya por completo a los restos de la hueste goda.

Pelayo sabe que aquello, que traten de abrirse camino hasta el rey, es una locura. Pero la reina sigue adelante y él no sería un hombre digno de ese nombre si la dejara sola. Así que combate y avanza, protegiendo a Egilona y haciendo cantar a su larga espada. Es una vieja y fría espada que heredó de su padre. Una hoja codiciosa de sangre y que él, Pelayo, hijo de Favila, sabe convertir en un castigo mortal para el enemigo que se le oponga. Matan. Matan y se abren paso para que su reina llegue junto a su rey.

Egilona lo ve ya. Ante ella, sobre un mar de enemigos, se alza su esposo: fiero, invencible, valiente.

Rodrigo siente la lanzada en el muslo como el roce de un hierro candente y despiadado. La sangre fluye a borbotones y él aprieta los dientes mientras hace caer su espada una, dos, tres veces sobre el lancero árabe que acaba de herirlo. De inmediato, dos de sus gardingos reales, dos de sus más valientes hombres, se sacrifican para darle un poco de espacio y que pueda escapar de la segura muerte.

Rodrigo se apoya un instante sobre el arzón de su enjoyada silla de montar. Todo él y su caballo, un formidable tordo de gran alzada, son una imagen de gloria guerrera. ¿De qué sirve esa imagen? De nada. Ha conducido a su ejército a una trampa mortal. Rodrigo mira atrás y ve cómo su infantería, sin disciplina ni armamento apropiado, está siendo exterminada por los invasores o empujada hacia la orilla de la laguna, justo en el punto en donde dos pequeños ríos se juntan y desembocan. Tan solo ellos, los caballeros, tienen una oportunidad y han de aprovecharla mientras aún tengan fuerzas. La sangre se le sigue escapando por la herida del muslo y pronto no tendrá fortaleza para seguir montado.

—¡A mí, a mí, gardingos y espatarios! —grita, y a su voz se va juntando en torno suyo un vendaval de caballos y espadas que él estrellará contra el círculo de enemigos que los rodea para así abrirse paso y escapar.

Egilona, ajena a la lucha despiadada que la envuelve, no aparta los ojos de su esposo: alto, fuerte y hermoso bajo el ondear perlífero y áureo del gran estandarte real, y siente cómo el pecho se le agita. ¡Dios, cómo ama a ese hombre fiero y duro!

Pelayo también ve al rey y sabe que está herido y que la muerte no tardará en tomarlo de la mano, pues los enemigos ya cierran filas en torno al monarca godo para abortar la deses­perada carga que el soberano trata de organizar.

Y es en ese preciso momento cuando Abd al-Aziz, hijo del valí de Ifriqiya, Musa ibn Nusair, se acerca al rey de los godos y se percata de que se dispone a huir. No lo dejará escapar.

—¡Conmigo! —grita, y sus hombres cierran lanzas en derredor suyo. Es un camino de sangre el que abren entre los caballeros del rey enemigo. Un camino que lo lleva ante Rodrigo.

El rey ve al guerrero agareno: delgado, tenso, feroz. Un relámpago de ojos negros y llameantes y gesto decidido que lo embiste con la negra lanza por delante. Rodrigo desvía la moharra con el plano de su espada y hace retroceder a su caballo, que ya hunde los cascos en el barro de la orilla de uno de los riachuelos.

Abd al-Aziz grita de furia y vuelve a atacar con la lanza al rey godo. El monarca está acorralado y solo. Los hombres de Abd al-Aziz han dado ya muerte a los últimos guardias de Rodrigo.

Egilona grita. Grita mientras la lanza del delgado agareno acosa a su marido. La afilada moharra de la lanza destroza la espléndida cota de malla que cubre el pecho del rey y lo atraviesa una, dos, tres veces. Rodrigo oye el grito de su reina y en su rostro se confunden el dolor, el miedo y la sorpresa antes de que se lo destroce la cuarta lanzada que le endosa Abd al-Aziz.

La reina grita de nuevo y ve morir a su rey. Entonces, Pelayo, despachando de un tajo de espada al sarraceno que trata de aproximarse a su señora, toma las riendas del caballo de Egilona y tira de ellas con desesperación. Tiene que sacarla de allí.

Rodrigo cae al barro. Aún tiene algo de vida. Boquea en busca del último aliento y tantea en busca de su espada. No la encuentra.

Abd al-Aziz ha visto fugazmente a la mujer. Era como un sueño en el infierno y ha desaparecido tan súbitamente como apareció entre el torbellino de guerreros que se mataban entre sí. No importa. El rey de los godos yace en el barro, agonizando a sus pies.

Rodrigo se lleva la mano derecha a su desfigurado rostro, terriblemente mutilado por la brutal lanzada en él recibida, y fija la mirada en el gran anillo de plata coronado con un rojo granate y flanqueado por dos fénix que su esposa, su amada Egilona, le regalara el día de sus esponsales, nueve años atrás... Sí, cuando eran la fuerza y la pasión, y el reino, algo que estaba allí solo para que ellos lo tomaran y lo domaran cual si fuera un caballo salvaje. Una empresa, un destino compartido. Algo emocionante y excitante que emprender juntos... Siempre juntos. Rodrigo y Egilona, Egilona y Rodrigo: dos que se aman y que caminan por la senda de la fama y el poder.

Pero ahora esa senda ha desaparecido. Se muere tirado en el barro y le duelen terriblemente el destrozado rostro, el pecho partido a lanzadas y el muslo abierto hasta el hueso por el inmisericorde hierro. Respirando penosamente, se acerca a los labios la mano adornada con el gran anillo de plata. Desde que Egilona se lo diera, no se lo ha quitado ni un solo momento. Besa el anillo e imagina a su reina. Quiere que ella, que Egilona, sea lo último que lo habite antes de morir. Retira la mano, le falta el aire. Se ahoga en su propia sangre y ve cómo se le aproxima el guerrero árabe que lo ha desmontado y que alza ya su espada para rematarlo. Rodrigo, sin apartar los ojos de la espada que va a decapitarlo, acerca de nuevo el anillo de su amada a sus labios y lo besa por última vez.

Abd al-Aziz descarga el golpe. Su espada corta la cabeza de Rodrigo. Luego, exultante, la clava en su lanza y la alza sobre la batalla. A su vista, a la vista de la cabeza del rey de los godos, todos los que aún combaten por Hispania pierden el valor.

Egilona la ve. Ve la cabeza de su esposo clavada en una pica y sabe que, en su pecho, en su pecho de mujer, ya no hay vida. Es consciente de que Pelayo grita y tira con fuerza de las riendas de su caballo para sacarla de allí, y de que, entorno suyo, los hombres se matan y mueren, pero ya nada importa. No tiene ojos para Pelayo, ni para los hombres que la defienden, ni para los que tratan de matarla o cautivarla, sino tan solo para la cabeza mutilada de Rodrigo ondeando sobre la matanza como un estandarte macabro. Una burla sangrienta y despiadada que proclama no solo la muerte del rey, sino también la suya propia, la de Egilona.

Pero muerta o viva, aún puede sentir odio, furia y desesperación, y siente también la bilis subirle por la garganta y los ojos arderle de lágrimas y rabia.

—¡Os maldigo! —grita. Sí, maldice con la voz rota por el ansia de venganza y por la pura agonía que se le acumula en los labios y en el corazón. ¿Y de qué sirve? De nada. Pues, aunque cierra los ojos, sigue viendo el rostro destrozado, mutilado, de su rey... De su amor.

Pero hay veces que lo inútil es lo más necesario. Así que sigue llorando y maldiciendo mientras la sacan del campo de muerte en que se ha tornado la llanura. Sí, llora y se siente tan muerta como los cadáveres que ya colman la tierra. Pero, muerta y todo, se jura que se cobrará venganza y ella, Egilona, reina de Hispania, nunca ha jurado en vano.

Toletum7, nueve años antes, finales de noviembre del año 702 

El rey Égica ha muerto. Su hijo, Witiza, es ahora el único rey de Hispania. Un reino bajo la sombra. Desde hace años, el frío y la sequía castigan el país de forma inmisericorde y lo que ellos no matan lo mata la peste. El mundo parece tambalearse y los hombres pierden la fe y la esperanza. Los siervos huyen de las fincas de sus señores en busca de alimento y los campesinos libres, empobrecidos hasta lo indecible, tratan de vender a sus propios hijos para que tengan una oportunidad de supervivencia. Todo es ocaso y muerte en Hispania y nadie echará de menos al rey que ha muerto, ni saludará con júbilo al que ahora ocupa su trono.

Y quien lo ocupa es Witiza, un adolescente sin barba ni brío. Un joven caprichoso y libertino que, de tanto en tanto, deja fluir una ira tan estúpida como innecesaria. La misma que le hizo empuñar el garrote con el que dio muerte a Favila, hermano de Rodrigo e hijo también del ciego Teodofredo, a quien privara de los ojos su antecesor en el trono y padre, el tiránico y difunto Égica.

Los godos llevan treinta años enfrentándose entre sí. Cada linaje, cada familia noble pugna con las demás por alzarse hasta el trono y, cuando una de ellas lo logra, las otras rondan a su alrededor como lobos en busca de la más mínima señal de debilidad. Antes no era así. En el tiempo de los grandes reyes, de Leovigildo y Recaredo, de Sisebuto y Suintila, de Chindasvinto, Recesvinto y Wamba, el rey era lo bastante poderoso como para imponer su voluntad y hacer que prevalecieran los intereses del reino sobre los de los nobles. Pero ahora es diferente. ¿A quién le importan ya los intereses del reino? A nadie. Pues a todos parece interesarle tan solo el beneficio propio y el de su facción, y ello en una época en la que el hambre, el frío y la peste se suman a las luchas intestinas para pregonar el ocaso. Y mientras que los nobles están ensimismados en sus disputas, el pueblo padece y mengua.

La familia de Rodrigo, que se enorgullece de descender del gran rey Chindasvinto, se ha visto atrapada a menudo en esas luchas despiadadas por el poder. Luchas en las que el padre y el hermano de Rodrigo fueron arrojados a la tortura y a la muerte por la vengativa voluntad, respectivamente, de Égica y de Witiza.

Hay pues sangre y mala voluntad separando a ambos linajes: el de Witiza y el de Rodrigo. Pero los tiempos son duros y Witiza necesita de paz y concordia, sí, y de hombres fuertes, y Rodrigo, sin duda, lo es. Así que está dispuesto a la reconciliación si le trae ventajas y Rodrigo se las acaba de dar: ha jurado fidelidad, ha entregado oro y ha denunciado a supuestos traidores que pronto confesarán sus crímenes.

Rodrigo tiene la mirada clavada en el suelo en señal de sumisión. Ante él, sentado en un áureo trono, coronado con la diadema real de perlas y piedras preciosas y envuelto en un manto de púrpura y oro, está Witiza: satisfecho, desdeñoso, triunfante, el joven rey tiene una sonrisa de suficiencia en los gruesos labios. Rodrigo sigue mirando al suelo. Mejor así... Odia a ese perro de Witiza. Lo odia con todas sus fuerzas y necesita un instante para limpiar su mirada de ese odio y fingir obediencia y gratitud. Mientras lo consigue, se jura por enésima vez que se vengará. Que vengará a su padre, cegado brutalmente, y a su hermano, matado a palos como un perro. Pero mientras se lo jura, levanta los ojos, sonríe a Witiza e inclina la cabeza en señal de respeto y obediencia. Le queman por dentro las entrañas, empapadas de ira y vergüenza, pero sabe que eso es parte de su propósito: lograr poder. Poder para que algún día, más pronto que tarde, pueda cobrarse justa venganza.

Horas más tarde, cuando abandona el palatium de Toletum y toma el camino del sur flanqueado por sus hombres, lleva consigo el perdón real y el nombramiento como dux de la Bética.

Cabalgan hasta el ocaso y se ven obligados a acampar en un campo desolado en el que el trigo lleva años sin lograr medrar y al que ya los campesinos no dedican esfuerzo alguno. La noche es heladora y la mañana trae hielo y un desayuno escaso.

Montan de nuevo y remprenden la marcha. La nieve cubre la callada tierra. Todo es desolación; todo es gris. Sí, como el acero bien templado y destinado a dar muerte.

Pasa el día y con la dolorosa luz azul que precede a la oscuridad se detienen en un cruce de caminos. Rodrigo decide enviar a uno de sus hombres a pedir hospitalidad a la villa que se alza no lejos de la calzada que lleva a Corduba8. Se ha levantado un viento cruel que promete ventisca y, junto a la vereda que se cruza con la calzada, ven los cuerpos insepultos de cuatro desgraciados a los que el hambre o el frío atraparon para toda la eternidad. Los cadáveres del hombre, de la mujer y de los dos niños están rígidos y tan escuálidos como imaginarse pueda. Rodrigo se detiene a mirar el rostro de la mujer. Se trata de una muchacha, casi una niña, que no debía de tener más de quince años, junto a la cual están sus hijos, dos niños que no llegaron a andar. El rostro de la chica fue hermoso alguna vez pero, ahora, pálido y demacrado, solo es un juguete macabro con el que se divirtieron el hambre, el frío y la desesperación. Sin dejar de mirar a la muerta, Rodrigo menea tristemente la cabeza. El mundo está pereciendo. Hielo, sequía, peste y hambre, y allá lejos, en África, extrañas gentes que avanzan bajo el estandarte de una nueva religión.

Está empezando a nevar de nuevo. Rodrigo deja de mirar al rostro de la muchacha muerta y se sacude los primeros copos que se posan en su capa. Un rumor de cascos de caballo lanzado a galope le informa de que el hombre que ha enviado a pedir hospitalidad al señor de la villa está de vuelta. El jinete se detiene a dos pasos de él y aguarda a que le pregunten.

—¿Quién es el señor de estas tierras? —le interroga en cuanto su bucelario9se detiene ante él, aguardando a que su señor le pregunte sobre su misión.

—Teodoredo, hijo de Cniva, os envía sus saludos y su invitación a que honréis su mesa y su hogar.

Rodrigo no conoce a Teodoredo, hijo de Cniva. Mira nuevamente en dirección a la villa y saca sus conclusiones: grande, pero no en exceso; bien situada, pero en un país no muy rico. Sin duda, el hogar de un noble, sí, pero de uno que no se cuenta entre los grandes domini regni, entre los señores del reino.

—Ve de nuevo ante el señor Teodoredo y dale las gracias por su hospitalidad, que acepto con gusto. Los demás, adecentaos un poco y que alguien entierre a los muertos.

 

 

En ese preciso momento, en la villa de Teodoredo, la noche se apodera de la luz. Pero allí, en la sala en donde le han preparado el baño, reina la calidez y el canto dulce y dorado de unas velas de cera. El agua caliente la envuelve. A sus quince años, el mundo es como una túnica que alguien hubiera tejido solo para ella. Desnuda, estira las torneadas piernas y suspira de puro gozo mientras el vapor juega con la luz de las velas y unas gotas tibias ruedan entre sus altivos senos adolescentes. Egilona imagina entonces las caricias de unas manos fuertes. Las manos de un guerrero, de un conde o un duque que la cubra de seda y perlas, pues, aunque es otoño, dentro de ella manan las primaveras de una mujer que florece.

Su aya le susurra al oído que su padre quiere que acuda de inmediato y Egilona, algo contrariada, sale de la vieja bañera romana y se deja secar y ungir con aceites perfumados antes de vestirse y adornarse con las pocas joyas que posee. Con cuidado, las elije y, como siempre, se pone en el pulgar el gran anillo de plata coronado por un oscuro granate y flanqueado por dos fénix que, según le ha contado cien veces su padre, perteneció al padre de su tatarabuelo. Largo linaje el suyo... Sí, y venido a menos. Ella no termina de creérselo, desde luego, aunque su padre insiste en que son descendientes del rey Sisebuto, quien reinara cien años atrás. Pero ¿quién puede saber cuánto hay de cierto en esas cosas?

Su aya le peina la larga cabellera, de un brillante tono castaño rojizo, y los chismes que le cuenta a media voz hacen brillar el ámbar de los ojos de Egilona.

 

 

Rodrigo alza la copa en honor de su anfitrión y le entrega un presente como agradecimiento por su hospitalidad. La mesa está servida y las llamas del hogar prestan su calor a la gran sala. Son esas mismas llamas las que iluminan a Egilona cuando entra en la estancia.

Rodrigo la ve. Ve a la joven, casi una niña, bañada por la luz del danzante fuego; ve los rojizos cabellos ayuntándose con el reflejo de la llama; ve los ojos de sol desterrando a la noche y ve su boca, jugosa y decidida, ofreciéndole una sonrisa a medio camino entre el descaro y la alegría. Ve todo eso y siente que todo gira en torno a ella, y que lo único que se mantiene firme en el universo todo es esa muchacha que retiene en su rostro de doncella lo que de belleza y fuerza queda en un mundo que se tambalea.

—Mi hija Egilona —los presenta Teodoredo.

Pero Rodrigo no lo escucha. Para él, aquella joven no necesita nombre. Es ya, y sin que él pueda entenderlo, la única mujer que sobre la tierra queda.

Rodrigo nunca logró recordar que cenó aquella noche. Todo él estaba en ella. Sí, en cada una de sus palabras, en cada uno de sus gestos, en el timbre bajo y ronroneante de su risa, en sus manos pequeñas y blancas en las que los fénix de su gran anillo parecían volar con la vida extraída de su gracia, de la gracia de Egilona.

Egilona. Egilona hija de Teodoredo. Quince años y en los labios el poder de detener la noche. Aquella, gélida y larga, y todas las que se atrevieran a desafiar su luz.

Cuando Rodrigo se acostó, no fue el vino especiado el que lo turbó, sino el recuerdo de la hija de su anfitrión. Aquello era una locura, se dijo, pero era su locura, y Rodrigo peleaba siempre por lo que consideraba suyo.

No hizo falta. En la madrugada, cuando las estrellas apartaron las pesadas nubes y la nieve dejó de caer, ella entró en su cubiculum. Rodrigo la vio iluminada por la plata nocturna que derramaban los astros y así, bajo esa palidez celeste, contempló cómo ella dejaba caer la camisia10que la cubría. Su cuerpo, más blanco que la más blanca luna, fue en aquel instante la única gloria que él quería alcanzar. Todo quedó en silencio y en la oscuridad: la casa que los albergaba, el reino en que se hallaban, los deseos de poder y venganza... Todo desapareció ante aquel cuerpo y ante los ojos de Egilona que, como los de una leona cazadora, brillaban peligrosos y excitantes mientras se acercaba a la cama.

Egilona se aproximó a Rodrigo dominando el vértigo que sentía y derrotando sus vacilaciones de doncella. Aquel hombre alto, duro, hermoso, era el nuevo dux de la Bética. Egilona sabía bien lo que aquello significaba: que aquel varón era uno de los nueve hombres más poderosos del reino. Pero no solo era eso lo que la había llevado a estar allí, desnuda bajo la palidez astral que por la ventana se filtraba, sino su risa profunda, su hablar pausado y seguro, el poder que de él emanaba y la certeza que ella avistaba en cada uno de sus gestos y que le decía que él la deseaba. Y eso, saberse deseada, saberse poderosa, saberse capaz de tentar a un hombre así había sido su acicate, su palanca para vencer su miedo y arriesgarse, ofreciéndose a quien unas horas antes era un desconocido.

Él la recibió en silencio. Sus manos, manos de guerrero, la recorrieron con asombro mientras su boca la devoraba sin prisa. Cuando la creyó preparada, la hizo temblar con los dedos, recogiendo su humedad como una promesa de locura. Luego, despacio, la penetró. Ella lo miraba fijamente a los ojos y él sintió que una llama lo alzaba y lo llevaba a un lugar que solo ellos podían habitar.

Egilona sintió el dolor y, tras él, un fuego que solo había intuido, y una vibrante energía que la recorría por entero desde su bajo vientre. Lo sintió muy dentro de ella e, instintivamente, su intimidad se tensó para apresarlo dentro de sí mientras él le mordía los labios y la locura parecía ahogarlos a la par que liberarlos de cualquier atadura. Luego, mientras él se tornaba acero calentado al rojo vivo y la llenaba por entero, sus manos se crisparon sobre los hombros de Rodrigo y sus ojos se extraviaron cuando se apoderó de ella el inesperado orgasmo. Él se endureció un instante y luego su cuerpo se relajó y se desplomó sobre sus senos y su rostro. Jadeantes, húmedos, asombrados ante lo que habían convocado, fueron conscientes de que todo estaba cumplido y de que compartían un mismo destino. Él no se retiró de ella ni ella se apartó de él. Venus les ofreció su luz cuando él la besó y pronunció su nombre: Egilona.

Cuando la mañana llegó, Rodrigo habló con Teodoredo, hijo de Cniva, y acordó sus esponsales con Egilona.

Nueve años más tarde, noche del 26 de julio de 711, en el campo de batalla donde yace el cadáver del rey Rodrigo

La noche reina de nuevo. Noche de aleteo de buitres y festín de lobos. Sobre el barro, medio cubiertos por las someras aguas de la laguna, confundidos en informes montones, esparcidos por el llano o sobre las viejas piedras de la calzada que lleva a Asidona11, yacen miles de cadáveres. Es todo lo que queda de la gloria de los godos. Antaño, señores del más poderoso reino de Occidente, y ahora, un pueblo a punto de ser aventado por su aciago destino. ¿Cómo ha sido posible? La pregunta parece impresa en los muertos de abiertos ojos que miran sin vida a la pálida luna y solo las bestias carroñeras que se alimentan de ellos parecen escucharla. ¿La respuesta? Discordia, ambición, hambre y miseria.

Todo comenzó en el año 680, cuando reinaba el buen rey Wamba. Monarca poderoso y cabal, bajo su gobierno regían en Hispania la paz, la justicia y la prosperidad. Pero hay hombres ambiciosos que siempre están dispuestos a traicionar y Ervigio, un noble, y Julián, obispo de Toletum, al que muchos llaman santo, tramaron una retorcida conjura contra el rey: dieron a Wamba un poderoso tóxico que lo privó de la razón y lo llevó a una suerte de agónico letargo, y así, disminuido y creyéndose a punto de morir, pidió ser tonsurado y renunció al trono. Cuando el bebedizo dejó de hacer efecto, Wamba descubrió la trama, pero ya era tarde: Ervigio era el nuevo rey y ordenó que fuera encerrado en un monasterio.

Sin embargo, aunque se puede encerrar a un rey, no se puede hacer otro tanto con su deseo de venganza. Wamba y su linaje la prepararon bien. Durante años, en el Aula Regia, en los palacios, en los concilios se libró una batalla silenciosa y soterrada, pero mortal y enconada, entre los parientes de Wamba y los del nuevo rey Ervigio. Al final, exhaustos, los dos partidos acordaron la paz: Égica, sobrino de Wamba, casó con la hija de Ervigio. Pero no fue el final del rencor ni del tenaz enfrentamiento. El reino siguió dividido y, cuando Ervigio murió y Égica lo sucedió, su imparable deseo de revancha, su brutalidad, su insaciable ansia de sangre y oro agobiaron Hispania y la cubrieron con la sombra del terror.

Cuando en el año 702, Witiza, el cruel, venial y borracho hijo de Égica, quedó como único rey, tampoco él trajo la paz ni el bienestar al pueblo... La tierra se estaba muriendo. Como si el cielo quisiera castigar la traición hecha al rey Wamba, el clima se transformó en pesadilla. Los inviernos se tornaron más largos y fríos, la primavera y el verano apenas lograban madurar las cosechas y las lluvias apenas nutrían los resecos sembrados o los agostados pastos.

Sobrevino entonces una hambruna terrible. Una tan grande como Hispania jamás conociera. La mortandad fue espantosa y trajo con ella la peste. Era, en verdad, el fin del mundo. De su mundo. Los que no perecían, huían a cualquier parte en busca de alimento o refugio y, como si tanto mal no bastara, llegó la guerra.

En los primeros días de 710, Witiza murió repentinamente. No dejó ningún heredero capaz de hacerse con el trono. Había pues que elegir uno. Los nobles y los obispos se reunieron muchas veces sin llegar a ningún acuerdo. Al mediados de 710, Rodrigo, dux de la Bética, nieto del rey Chindasvinto y poderoso señor de hombres reclamó la corona.

Pero no fue el único. En la Tarraconense y la Narbonense, Agila, el segundo de su nombre, también la reclamó y, apoyado por los fieros vascones, desafió a Rodrigo.

Rodrigo había logrado afianzarse en Toletum, la capital del reino, y obligado allí a los hermanos de Witiza a que lo reconocieran como rey pero, cuando batallaba en el norte contra los partidarios de Agila II, le llegaron noticias inquietantes del sur: gentes extrañas y belicosas habían cruzado el estrecho que separaba África de Hispania y derrotado al ejército provincial de la Bética.

¿Quiénes eran? Su fama los precedía: eran los conquistadores que venían sometiendo la tierra desde Siria y Egipto al Atlántico. Eran los guerreros del califa de Damasco. Árabes, moros, sirios, egipcios, africano-romanos, persas y cien pueblos más militaban bajo aquellos estandartes que pregonaban una nueva fe y que parecían invencibles, pues bajo sus golpes habían perecido los ejércitos de Persia y Constantinopla; y la Roma de Oriente les había tenido que ceder, tras fieras batallas, Siria, Egipto y África. 

Pero Rodrigo los enfrentó. Llamó a las armas a sus súbditos y en Corduba congregó el más grande ejército que recordara Hispania desde los tiempos del buen rey Wamba. Hispania había sufrido mucho bajo el hambre, la sequía y la peste, pero aún era un reino dispuesto a combatir.

Sí, y también un reino dividido y quebrado. Pues, aunque Rodrigo marchó desde Corduba al frente de una hueste que casi doblaba en número a la del enemigo, dos tercios de la misma iban mandados por hombres que lo odiaban.

Al pie de los Montes Transductinos, cerca de las orillas de la laguna que se extendía bajo sus cumbres, Rodrigo halló a los invasores al mando del emir Táriq. Durante siete días, los dos ejércitos se tantearon, se estudiaron y, al octavo, se desencadenó el infierno.

Y la traición. Pues los partidarios de los hermanos del difunto rey Witiza contactaron con Táriq y le ofrecieron abandonar a Rodrigo cuando se iniciara la gran batalla. El pacto de traición fue firmado, y cuando Rodrigo y sus hombres cabalgaron al combate, sin saberlo, también cabalgaron hacia la muerte.

Y ahora, cuando la noche reina, la suerte de Hispania ha sido echada y solo una mujer se atreve a desafiar el destino y la ruina que trae consigo.

 

 

Esa misma noche, en la calzada que lleva a Asidona, Egilona tiene los ojos abiertos, pero no ve las llamas del fuego que sus hombres han encendido para ella bajo las ramas de un enorme pino. A su lado, silencioso, con el gesto ensombrecido y un tosco vendaje en el hombro izquierdo, está Pelayo y, un poco más allá, los supervivientes de su escolta.

No ha sido fácil llegar hasta allí. Tuvieron que abrirse paso a golpe de espada y lanza, y galopar con desenfreno y buena suerte para lograr alcanzar la magra seguridad que da aquel pinar situado a tres horas de galope de Asidona. Atrás quedaron el campo de batalla y la matanza; atrás quedaron los cadáveres y los perros, los buitres y los cuervos, que estarán dándose un festín con ellos. ¿Qué bestia estará cebándose con el mutilado cadáver de su esposo? Rodrigo ha muerto. Sí, se lo ha repetido mil veces ya y, sin embargo, le sigue pareciendo algo tan insoportablemente doloroso como la primera vez que las palabras se formaron en su mente. Muerto... Sí, él y miles de sus guerreros. Y ahora, provistos de caballos, de botín y de victoria, los invasores y sus aliados, los hijos de puta de los witizanos, penetrarán en el reino y lo tomarán para sí. ¡No! ¡No mientras ella tenga aliento!

—¿En qué pensáis, mi señora? —le pregunta Pelayo.

Egilona se toma su tiempo en responder. Sus ojos se fortalecen con el reflejo de las llamas y en su boca, lenta y cruelmente, se va abriendo paso una sonrisa desafiante que se torna palabras frías y cortantes:

—En la venganza, Pelayo, en la venganza.

Amanece. La están mirando. Ella los ignora. Se sube al caballo que le han preparado y, de un tirón imperioso, obliga al bruto a levantar la cabeza y relinchar. Hay fuerza allí, en la bestia y en la mujer, y todos guardan silencio, como si un cuerno de guerra hubiera lanzado su salvaje llamada. Los dos o tres centenares de supervivientes del derrotado ejército godo que, a lo largo de la terrible noche, se les han ido sumando, la miran expectantes y parecen aguardar algo. Ella sabe qué es lo que aguardan y se lo da.

—¡Guerreros de Hispania! —les grita—. ¡Hombres! ¡Ayer sufristeis la derrota y la vergüenza! ¡Mi esposo, vuestro rey, fue muerto en combate y, junto a él, vuestros padres, vuestros hermanos y parientes! ¡Pero no solo fueron pasto de las lanzas enemigas, sino también de la negra traición! ¡La traición engendrada por los hermanos de Witiza! ¡Sus nombres están malditos! ¡Yo los maldigo! ¡Maldigo a Oppas, maldigo a Siseberto! ¡Sí, y maldigo a toda su estirpe!

Todos la miran demudados. Nunca han oído tanta furia acumulada en una voz enronquecida por el odio; nunca han sentido tanto frío salvaje agazapándose en la garganta de una mujer; nunca han visto tanto fuego alimentándose en los ojos de una fiera. Pues ella, Egilona, es ahora una fiera. Una fiera que les devuelve el valor y la ira necesaria para usarlo.

Egilona percibe el cambio en los hombres que la miran. Sabe que solo necesitan un último empujón para que el silencio y el miedo se derrumben ante ellos y el deseo de luchar regrese impetuoso a sus corazones.

—Sé que estáis asustados... Sé que habéis perdido mucho. ¡Pero sé también que no sois perros, sino nobles guerreros! ¡Ayer fue la derrota y la muerte! ¡No podemos negarlo, no podemos borrarlo, no podemos olvidarlo! Pero hoy... ¡Hoy, os digo! ¡Si hoy me seguís, si os reunís en torno mío y de los duques y condes que aún son fieles al trono y al reino..., ¡tendremos a nuestro lado la victoria y la venganza! ¡Venganza! ¡Venganza!

Y a su grito, fascinados por aquella mujer bella y terrible, por aquella furia de ambarinos ojos que se alza desde las cenizas del dolor y la desesperación, los godos claman venganza y muerte y hacen resonar con brío sus melladas espadas y sus embotadas lanzas. Y un renovado fuego arde en sus venas. Pues ahora sienten que la lucha no ha terminado y que un nuevo día se alza para ellos.

—¡Gloriosa regina! —grita Pelayo alzando su espada, y su grito es recogido y repetido por muchos hombres.

Y Egilona alza el rostro con orgullo para recibir el clamor guerrero y la luz de un nuevo sol.

—¡Reuniremos un nuevo ejército y ofreceremos guerra al enemigo! —les grita, y en su interior repite su particular grito de batalla: «¡Rodrigo!».

Aunque repite una y otra vez ese nombre en su interior, aunque los hombres que la rodean y entrechocan sus armas con bélico clamor la llaman «gloriosa regina» y claman venganza y guerra, ella no puede dejar de ver la cabeza de su amor, de su Rodrigo, clavada en una lanza agarena.

No entraron en Asidona, sino que la dejaron atrás, pues los enemigos les pisaban ya los talones. Habían dejado de ser un grupo de fugitivos desmoralizados para volver a tener el aspecto de una hueste guerrera, y eso hizo que, conforme avanzaban por la calzada, se les fueran sumando más y más supervivientes. Egilona los contaba y supo que tenía una oportunidad para llevar a cabo su venganza. Una venganza que brincaba por sus venas como acero cruel y líquido, y que parecía la única cosa capaz de sostenerla como lo que realmente seguía siendo: la reina de Hispania.