Durante mucho tiempo pensé que era estúpido. No me da miedo pronunciar esta palabra. Es una certeza que lleva arraigada en mí desde la infancia y que me ha perseguido hasta la edad adulta.
Mi madre era ama de casa y mi padre albañil. Él emigró a Francia en la década de 1970, en un momento en que este país demandaba mano de obra. Dejó el Magreb para ganarse el pan de cada día y, gracias a su esfuerzo, pudo mantener a la familia. Desde Francia enviaba regularmente dinero a mi madre, pero solo podían verse unos días al año.
Finalmente, en 1986, mi madre y mis hermanas consiguieron reunirse con él en Francia. Dos años más tarde nací yo, en Saint-Ouen, cerca de París. Soy el único varón y el último de siete hijos. Para mis padres, Francia siempre ha representado la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida, de ofrecer a sus hijos la posibilidad de progresar. Aunque tanto mi padre como mi madre eran analfabetos y nunca pudieron a ayudarnos con los deberes, lo único que les preocupaba era que fuésemos bien en los estudios.
Sin embargo, mis primeros pasos en la escuela fueron un desastre. No hace falta decir que vivíamos en una zona socialmente desfavorecida, donde la excelencia no existía. Pertenecíamos una zona de educación prioritaria1.
Desde muy pequeño me convencí de que no estaba hecho para estudiar. Iba retrasado en todo: escritura, lectura, cálculo… Repetí curso y pasaba las tardes de los miércoles con un logopeda, aprendiendo a articular. Poco a poco me iba poniendo al día, pero seguía sin ser suficiente: simplemente no podía hacerlo mejor, no podía ir más rápido. Necesariamente tenía que ir a mi propio ritmo, que obviamente no era el correcto.
Recuerdo a los maestros hartos de mí, me sentía absolutamente estúpido, las exposiciones en público me ponían malo. De espaldas a la pizarra, frente a toda la clase, era objeto de burlas, se me formaba un nudo en el estómago y me daban ganas de echar a correr. Me sentía diferente, valía menos que la mayoría de mis compañeros, la confianza en mí mismo estaba hecha añicos. Solo tenía seis años.
Un día, el director de la escuela primaria convocó a mis padres a una reunión. Me imaginaba una cita rutinaria para hacer balance de mis dificultades, pero me equivoqué: apenas entré en la oficina del director, noté su turbia mirada. Me dijo que me quedase fuera, pues tenía algo importante que decirles a mis padres. La sentencia cayó como una losa: debía abandonar el curso normal e ir a la clase adaptada para estudiantes con dificultades escolares, que me serviría de orientación; era por mi bien y por el de toda la clase. Ellos decidían por mí. ¿De verdad era tan diferente a los otros niños? ¿Qué hacía mal para no merecer mi lugar en la escuela y no poder seguir la educación normal? Mis esfuerzos habían sido invisibles, pero mis padres rechazaron la propuesta del director porque, lamentablemente, aquella clase tenía mala reputación. En realidad, temían por mí.
No fui a aquella clase. Me obstiné en permanecer en el sistema general, pero todos siguieron prediciendo mi fracaso. Por tanto, yo también esperaba fracasar. En cualquier caso, tenía muy claro que la escuela no era lugar para mí, que yo no encajaba allí. Pero, ¿de dónde sacar fuerzas para intentar aprender, para progresar ante unos maestros que no creían en mí, cuando ellos lo representaban todo, la inteligencia y el éxito? Me sentía pequeño y condenado al fracaso. Pertenecía al batallón de los torpes, los que «no están hechos para el colegio». Además, no tenía ningún sueño, ninguna ilusión. No me lo podía permitir.
Crecí con todo eso. A veces podía percibir la tristeza en el rostro de mis padres, un sentimiento de impotencia. Me animaban a centrarme en mis estudios; no sabían qué más hacer, porque ya lo habían hecho todo. Para ellos, que son analfabetos, yo encarnaba una esperanza: la de vivir y crecer en Francia, poder tener una vida mejor, moderna, con acceso a la cultura. A pesar de mi corta edad lo entendía muy bien. Quería que mis padres me mirasen con orgullo, triunfar y ofrecerles ese éxito, no quería que pensasen que su emigración fue en vano. Pero pasaban los años y no podía demostrarles que estaban equivocados. No conseguía cambiar, ni mejorar. Actuaba conforme a la etiqueta que me habían colocado.
En quinto de primaria tuve una profesora atípica, la señorita F. Era bajita, rubia y llevaba unas gafas que le daban un aire severo. No sé si podemos llamarlo destino, pero la señorita F. vivía cerca de mi casa. Enseguida se sintió elegida para una misión: la de conseguir que alcanzase el nivel de los mejores y obtuviese unos resultados académicos que nadie esperaba. Si me veía jugando en la calle con otros niños del barrio me ordenaba que me fuese a casa, añadiendo una norma más a las impuestas por mis padres: el toque de queda a las siete de la tarde. A diferencia de los maestros anteriores, ella me prestaba atención e interés, yo no le era indiferente. ¡Así que me puse a trabajar y descubrí que incluso me gustaba! La señorita F. no dudaba en premiar mis esfuerzos y ponerme excelentes calificaciones, a pesar de mis faltas de ortografía. Me demostró que tenía habilidades, las mismas que cualquier otro estudiante.
Un día, para mi sorpresa —y más para la suya, lo recuerdo muy bien—, decidí memorizar la poesía que nos había repartido el día anterior en unas fotocopias. Entonces, algo increíble sucedió en clase: fui el único que levantó la mano cuando la señorita F. pidió un voluntario para subir al estrado y recitar el poema. Sin embargo, tímido y asustado como era, más que recitarlo, a duras penas conseguí balbucearlo. Pero, de pronto, deseé con todas mis fuerzas poder hacerlo, por ella, por mí, por mis padres. Creo que ese poema marcó el comienzo de mi transformación. Me convertí en un estudiante serio, y orgulloso de serlo. ¡Gracias, señorita F.!
Ya en el instituto, muchos de mis amigos del barrio empezaron a coquetear con la delincuencia: robos por tirón, absentismo escolar, agresiones, trapicheos, violencia. Seguía teniendo contacto con ellos, pero procuraba no caer en la misma trampa.
Lo que me seguía uniendo a mis amigos del barrio era un sueño. Porque por fin tenía un sueño, y muchos de nosotros lo compartíamos: convertirnos en estrellas del fútbol. Nos encantaba jugar con el balón. No me olvidaba de la escuela, pero me encantaba estar al aire libre y correr. Sin embargo, una duda me asaltaba: ¿hacia dónde corría exactamente? Sabía que mi sueño solo era un juego y pensaba qué iba a hacer después. Me faltaban referencias. No tenía a nadie con quien hablar sobre ello. ¿A quién debía dirigirme? En el fondo, ¿cómo sabemos qué es lo que nos gusta? Pero en aquel momento dejé esas preguntas en suspenso, probablemente porque eran prematuras y ya cargaba con demasiado peso como para poder soportarlas.
Entonces, de repente, un acontecimiento puso mi vida patas arriba. Tenía doce años y tuvieron que hospitalizarme durante tres semanas. Los síntomas eran inequívocos: una sed intensa, que me daba la impresión de estar cruzando permanentemente un desierto; fatiga cada vez mayor y somnolencia constante; una palidez visible a kilómetros… El diagnóstico era evidente: diabetes. ¡Menudo golpe! Tuve que volver a aprender a comer, acostumbrarme a las inyecciones, anticiparme a los síntomas y entender cómo corregir la hipoglucemia. Salí del hospital con miedo a no ser capaz de superarlo. Manejar una enfermedad así, tan joven, es dramático. Al principio, toda lo que aquello implicaba en cuanto a organización, nuevas rutinas, me desestabilizó. Ya no reconocía mi vida.
Todo cambió. Además, este acontecimiento me alejó definitivamente de los chicos del barrio: tuve que quedarme en casa y aprender a vivir con nuevas limitaciones. Pero, en esta prueba encontré una manera de afirmar mi sentido de la responsabilidad, pues pasaba más tiempo estudiando. Unos años más tarde conseguí graduarme. Estaba encantado, pero, paradójicamente, todavía no sabía qué hacer con mi vida, y esa inestabilidad no me hacía nada feliz. Resultaba casi doloroso. Era consciente de que el bachillerato no es una consagración, que solo era una etapa más entre otras muchas. Finalmente elegí seguir el camino de mi hermana, que entonces comenzaba su segundo año de Medicina, sobre todo porque mi enfermedad me había hecho tomar conciencia del valor de la salud. El éxito y la motivación de mi hermana mayor me inspiraban. Me inscribí en la facultad, listo para entrar en batalla. Desde los primeros días conseguí mantener el ritmo, había que aguantar, pero tanto trabajo me irritaba y estresaba. El ambiente era pesado; los estudiantes, retraídos. En los bancos del aula éramos cientos y, sin embargo, cada uno llevaba su lucha particular, en solitario. La presión prohibía la empatía, cada uno luchaba por sí mismo y había que conseguir llegar hasta el final a toda costa. En ese momento, a menudo pensaba en el niño que una vez fui, sin saber si todavía se encontraba durmiendo en mi interior. ¿Terminaría rindiéndome o conseguiría memorizar el poema? Al final, sucedieron ambas cosas: dejé la universidad, no porque no fuese capaz de soportarlo, sino porque no estaba hecha para mí. No sabía lo que quería hacer, pero sí lo que no quería hacer.
Entonces comenzó un período en el que me dediqué a deambular, haciendo trabajos ocasionales para darme tiempo para pensar. Trabajaba de día, a veces de noche, esperando una iluminación. Pero, nada. Pasó un año. Probablemente necesitaba madurar.
Un día, un amigo me habló de un título superior en Ingeniería Eléctrica e Informática Industrial, con muchas salidas en la industria aeronáutica y manufacturera, entre otras. No me lo pensé demasiado. Lo que me atraía de aquella posibilidad era la brevedad de los estudios. No tenía grandes ambiciones, creo que me sentía incapaz de aguantar plazos largos.
Elegir el camino más corto y menos complicado me venía bien. Puse toda mi energía en ello y terminé siendo el mejor de mi promoción. La ausencia de vida social no me molestaba, ya lo había experimentado antes. Sentía que me estaba descubriendo a mí mismo por primera vez y finalmente entendí qué es lo que me había estado frenando y casi me destruye: la sensación constante de no estar hecho para el sistema escolar ni para el éxito.
Fue entonces cuando decidí no volver a cerrarme las puertas nunca más y pensé en entrar en una escuela de Ingeniería en París. El primer año que alterné trabajo y estudios fue bien, tanto en una cosa como en otra. Sin embargo, en un momento cambié de tutor y el nuevo que me asignaron, cuyo cometido debía ser transmitirme su experiencia y guiarme, solo me ofreció su desprecio. Un día me dijo: «Usted nunca será ingeniero, señor Boclet». Le creí, sin pensar si sus palabras estaban justificadas o no. Una persona que está jerárquicamente por encima de mí sabe bien lo que está diciendo, así que acepté su juicio, convencido de que tenía razón. «Resignación adquirida» o «indefensión aprendida», se podría llamar. Es un concepto fácil de entender: cuando hemos aprendido lo que es la impotencia, cuando nos han dicho que no somos aptos, creemos en ello firmemente, se queda grabado en nosotros a fuego.
Aguanté, a pesar del maltrato de mi tutor. Puede que no estuviese destinado a hacer grandes cosas, pero al menos tenía que terminar lo que había empezado. Me licencié como ingeniero y me contrató una gran empresa energética. Pero, para mi sorpresa, la responsable me brindó toda su confianza, incluyéndome en proyectos importantes en los que había en juego varios millones de euros. Estos objetivos me animaron a sobrepasar mis propios límites. Me rescataron de la indefensión aprendida. Me salvaron.
Después de cuatro años conseguí un ascenso; mi esposa Mathilde y yo nos fuimos a vivir a Montpellier. Este cambio en nuestra vida cotidiana coincidió además con el nacimiento de nuestro primer hijo. Conseguimos establecer una nueva rutina de trabajo en una ciudad donde no conocíamos a nadie. Asumimos el reto de cambiar el ritmo de vida y seguir adelante, ansiosos por ver qué nos depararía la existencia. Paralelamente, esperaba abrirme a nuevas pasiones, atreverme a hacer cosas nuevas, fuera de mi vida profesional. Me refiero al teatro, algo que ya había hecho antes. Pero, tras varios intentos, no conseguía ser feliz.
Entonces, una noche, Mathilde me habló de un taller de lectura rápida que había visto en Instagram, organizado por varios residentes de Montpellier. Enseguida me animó a apuntarme. Por lo que había visto en redes sociales, estaba segura de que yo tenía muchos valores en común con los demás participantes. Trasmitían cierta energía que le sugería que ahí podía estar mi lugar. Pero me negué, ni siquiera sabía qué era la lectura rápida. Hay que decir también que los libros no me interesaban en absoluto y que jamás había abierto uno. Finalmente Mathilde me apuntó, siempre tan segura de sí misma. En ese momento yo tenía treinta años y cada vez que hojeaba una revista o leía un artículo de periódico, cosa que hacía de vez en cuando, necesitaba volver a leer el contenido una docena de veces para poder comprenderlo. La insistencia de mi esposa me sorprendió, así que hice el esfuerzo de ir. Por ella.
¡Qué angustia pasé durante el trayecto! Además, ya sabía lo que me esperaba: el ambiente formal de un club de lectura donde unos cuantos intelectualoides se escuchaban hablar a sí mismos mientras degustaban una copa de vino. Estaba paralizado de miedo, pero de algo sí que estaba seguro: vale, pasaría por ello una vez, pero no pensaba volver. Sin embargo, me sorprendió encontrarme con un grupo de gente relativamente joven, de entre veinte y cuarenta años. Nada que ver con lo que había imaginado. Los perfiles eran variados: había emprendedores, estudiantes, empleados… Todos estaban allí para conseguir leer más rápido, pero también para retener mejor lo que leían y aumentar sus conocimientos. Gracias a esta técnica, tomaban conciencia de su fortaleza y de su talento, asumían nuevos retos, lograban nuevas metas. ¡Qué maravilla! ¿Cómo no lo había descubierto antes? Estaba prácticamente fascinado. Aquello superaba las expectativas de Mathilde, estupefacta al verme tan eufórico. Desde la primera sesión, la lectura rápida me ofreció una sensación de dominio total. Me enamoré del conocimiento. Es, sin duda, el instrumento ideal para superarse a uno mismo. Quería pasar días enteros en las bibliotecas, recorrer sus estanterías, descubrir nuevos libros, charlar con los bibliotecarios. De repente, me encantaban los libros y, como por un misterioso contagio, mi apetito se extendió hacia la música, el cine, pero también al placer de charlar con otros entusiastas como yo.
Lo que me estaba pasando era que sentía la seducción de la aventura. Podría haberlo ignorado, reírme de mí mismo, quedarme en mi mundo cotidiano. Pero elegí entrar en este universo desconocido. No era fácil, había un largo camino por recorrer. Tenía que entrenar, superar obstáculos y, por supuesto, luchar contra las creencias limitantes que yo mismo me había formado sobre mí. Pero, poco a poco, lo fui logrando, sobre todo porque mi progreso era notable. Ahora, lo que quiero es hacer el mejor uso posible de mis capacidades intelectuales, trascender mis límites y vengar mi pasado.
Por aquel entonces lo único que pensaba en cuanto me despertaba era: «¿Cómo no lo descubrí antes?». También empezaba a liberarme de las afirmaciones dañinas y de las frases demoledoras que me habían atormentado durante años: «Mohamed, nunca lograrás nada», «Mohamed, ¿por qué lo intentas, si sabes que vas a fracasar?». Leía y aprendía, aprendía y leía. Descubrí que es posible leer un libro de doscientas páginas en una hora y «hackear» tu cerebro para avanzar por la senda del conocimiento ilimitado. Porque lo que más me fascinaba de la lectura rápida era, sobre todo, las puertas que abría ante mí: entender el funcionamiento del cerebro y adquirir conocimiento.
Por fin conseguía profundizar. Me iba familiarizando con los principios de la lectura intensiva y descubría, a través de los miembros del taller y de mi práctica aún incipiente, cómo aumentaba la confianza en mí mismo y mi empatía, cómo mejoraba en la toma de decisiones y crecía mi satisfacción en general. La lectura, en definitiva, es el secreto compartido por todas las personas que han logrado su propia transformación. Cuanto más leemos, más aprendemos y, cuanto más aprendemos, mejor entendemos el mundo y el significado de nuestra vida. La lectura rápida abre todo un océano de posibilidades.
En nuestro grupo de lectura rápida de Montpellier queríamos formarnos con los mejores. ¿Por qué no invitar a los campeones franceses en esta disciplina? Pusimos cada uno dinero de nuestro propio bolsillo. Nunca había hecho antes algo así: pagar para aprender. Tenía mis dudas, pero finalmente me decidí. Me gustaba el futuro que se abría ante mis ojos y, en el fondo, ¡estaba deseando conocer a los campeones!
Organizamos la reunión y aproveché bien las enseñanzas de aquellos expertos. Inmediatamente ponía en práctica todo lo que iba aprendiendo. No es suficiente solo con entrenar, es necesario pasar a la acción. Así fue como descubrí los mapas mentales, un método para tomar notas en forma de diagrama mental. Aunque no está relacionado con la lectura rápida, es un método que se ha popularizado gracias a Tony Buzan, un psicólogo británico reconocido por su trabajo sobre el aprendizaje, la memoria y el cerebro. Por lo general, las personas que adquieren el hábito de la lectura rápida suelen interesarse en los mapas mentales, aunque se trata de dos disciplinas que pueden practicarse de forma independiente la una de la otra. Como se complementan tan bien, durante el verano siguiente me dediqué a practicar todos los días. Esta nueva actividad apoyaba mi progreso en lectura rápida, entrenando mi cerebro para comprender, memorizar y analizar. Me sumergí con total pasión en nuevos conocimientos.
En octubre de 2019 participé en los campeonatos de Francia de lectura rápida junto a dos compañeros del taller. Lo vivimos con mucho estrés. Durante la competición mi cuerpo temblaba, pero mi mente estaba firmemente anclada en el momento presente. Me mantuve concentrado. Terminé en la posición treinta entre unos ciento cincuenta participantes. Fue mi primer logro.
Tras esta experiencia me di cuenta de la importancia de un entrenamiento constante si quería obtener rendimientos reales. Me fijé una disciplina de trabajo y concluí que, para ascender en la clasificación, todavía necesitaba aumentar más mi memoria, trabajar en la concentración, optimizar el razonamiento. Tenía que estimular mi cerebro para ir más allá. Me enfrentaba a la extraordinaria oportunidad de superarme y posicionarme a nivel mundial, convirtiéndome en toda una referencia.
Todo lo que descubría en ese momento de mi vida me fascinaba, me deslumbraba. Entonces, una idea me iluminó: ¿y si compartía mis descubrimientos? ¿Por qué guardarme para mí lo que me hacía feliz y me sanaba? Quería democratizar la lectura rápida. Quería que el mundo entero descubriera esta disciplina y que todos pudieran mostrar de lo que son capaces. Usamos nuestros cerebros como si fuera un carro tirado por caballos, pero nuestro cerebro es un Ferrari. Definitivamente, tenía que transmitir este mensaje.
No me sentía predestinado para este papel de mentor, ni por mis antecedentes, ni por mi familia o mi formación inicial y mucho menos por mi experiencia como lector… Pero, precisamente, era eso en lo que muchos se podrían reconocer. Sentía que podía inspirar a la gente, que tenía un papel que desempeñar.
Mi idea era dedicarme a impartir cursos particulares, pues todavía no me atrevía a enfrentarme a un público. Siempre persistía en mí el miedo a no tener éxito, de no estar a la altura. Entonces pensé en hacerme coach y, al mismo tiempo, decidí trabajar mis habilidades para hablar en público, con las que no me sentía cómodo. Por aquel entonces algunos amigos estaban intentando fundar una escuela primaria trilingüe cerca de casa; necesitaban fondos y sugirieron que llevase a cabo una formación de lectura rápida a particulares. Los fondos recaudados permitirían fundar la escuela, era una oportunidad para comenzar como cualquier otra. Me puse manos a la obra y, durante las tres semanas que quedaban para el curso, trabajé todas las noches con una sola pregunta en mente: ¿cómo compartir los frutos de mi aprendizaje?
El día del curso fue un éxito. Transmitir lo que había aprendido me daba alegría. Ganaba confianza y, en el proceso, creé la asociación Conocimiento Ilimitado, que más tarde se convertiría en un organismo de formación. Este primer paso me permitió dirigir talleres para grupos reducidos y, más tarde, dar charlas. De pronto me encontré recorriendo las carreteras de Francia, arrastrando una maleta llena de libros y material de enseñanza.
Continué formándome on line con campeones internacionales, aplicando y compartiendo estas enseñanzas con mis propios estudiantes. Leía uno o dos libros al día y hacía al menos tres mapas mentales a la semana, justo al amanecer, antes de irme a trabajar. A principios de 2020 el confinamiento me permitió practicar aún más. También aproveché para subir vídeos a Instagram y ofrecer charlas on line, vía Zoom. Finalmente pude reanudar mi actividad sobre el terreno a mediados del año. Pero apenas tenía tiempo para mi familia y eso suponía un gran sacrificio para mí. Estaba triste, pero también tenía muchas esperanzas: las cosas iban a cambiar.
En junio de 2020 quedé clasificado nuevamente para el campeonato de Francia de lectura rápida, organizado on line debido a la pandemia del COVID. Me sentía preparado. Sabía lo que iba a hacer: iba a ganar.
Llegó el gran día y los organizadores nos impusieron un libro que aún no había sido publicado. Debíamos leerlo lo más rápido posible y responder a veinte preguntas muy específicas. Leí 300 páginas en 37 minutos, clasificándome el noveno de 120 participantes. Y, contra todo pronóstico, terminé el primero en la prueba de mapas mentales. En aquel momento pensé en mis padres analfabetos, mi infancia de barrio, mi enfermedad, mi hijo… en todo el camino recorrido. Lloré de alegría en brazos de mi esposa.
Al terminar aquellos campeonatos ya no tenía ninguna duda sobre mi futuro. Quería vencer mis propios límites y superar lo imposible. Dejé mi trabajo asalariado, a pesar de que me encontraba a gusto en mi empresa: me había hecho crecer y sin duda también había contribuido a mi transformación, pues la confianza que los demás depositan en nosotros no tiene precio. Pero la sonrisa de mis alumnos me inspiraba más. Quería entregarme a tantas personas como fuese posible, dedicar mis días a mi proyecto personal. Y eso fue exactamente lo que hice. Incluso me atreví a dar una charla TEDx en Enedispour para explicar mi lucha contra mis creencias limitantes. Las reacciones del público superaron mis expectativas. Las ideas que transmitía inspiraban a niños, padres, trabajadores… Cuentan la historia de un cambio que va más allá del estricto marco de estudios en el que a menudo se basa el aprendizaje. Junto a algunos de mis estudiantes, formamos un equipo para prepararnos para el campeonato de Francia y el campeonato del mundo. A medida que se acercaba este último me sentía más vulnerable: ya no era un participante más. La gente me conocía. Sabía que soy formador en lectura rápida y mapas mentales. Así que era evidente que podría correr el riesgo de perder credibilidad. Pero también resultaba emocionante, pues cualquier campeón tiene que saber cómo poner su título en juego.
El 30 de mayo de 2021 me designaron árbitro internacional para la prueba de mapas mentales y, lo más importante, candidato para la prueba de lectura rápida… ¡Gané el título de subcampeón del mundo! ¡Qué inmenso orgullo! No me lo podía creer. ¿Estaba soñando? ¿Cómo podía yo, el pequeño Mohamed, ganar este título frente a grandes figuras que habían estado practicando la lectura rápida durante años? Logré leer un libro de 170 páginas en 17 minutos y 35 segundos. ¡Es increíble, había leído y asimilado una docena de páginas por minuto!
Mis estudiantes también tuvieron éxito, se clasificaron entre los diez primeros en ambas especialidades y uno de ellos ganó el título de subcampeón mundial en mapas mentales. No hay palabras para describir la alegría de una victoria compartida, tanto más emocionante porque, en nuestro equipo, a casi nadie le gustaba leer antes de embarcarse en esta aventura. Esta victoria confirmó mi vocación. Sabía exactamente lo que quería hacer: demostrar a las personas que sus cerebros son poderosos y animarlas a creer en lo que pueden lograr. Por esa misma razón decidí escribir este libro. Es una continuación lógica de mi viaje, una forma de compartir mi historia, mis métodos y mis convicciones con el mayor número de personas posible. Todos podemos convertirnos en superhéroes de nuestras vidas. Todos podemos volver a encontrar el equilibrio e ir más allá de nuestros límites. Todos podemos aprender, enriquecer nuestros conocimientos, impulsar nuestro razonamiento, recrear nuestros proyectos más hermosos. Durante mucho tiempo pensé que era estúpido, pero hoy sé que esta idea me vino impuesta desde fuera. Sé que no es la realidad, sino una realidad que hice mía. Me gustaría, con este libro, ayudarte a salir de tu realidad y abrir las puertas a un mundo maravilloso: el del conocimiento ilimitado.