
Cuando Taha nos avisó de que la fiesta empezaba en un AirBnb que había alquilado para el día en la zona de St. Paul’s, no esperaba semejante ático para las apenas dos horas que vamos a pasar ahí antes de movernos al club. Pedro y yo llegamos cuando Taha ya lo ha montado todo y casi me avergüenzo de llevar solo un par de botellas de licor que acabamos de comprar en el Tesco.
—¡Feliz cumpleaños, hermano! —exclama Pedro, yendo a abrazar a su amigo.
—¡Bienvenidos! —nos saluda Taha, con una sonrisa ya algo etílica en los labios. Me coge las botellas de la bolsa sin perder ni un segundo y cabecea hacia la cocina, que está ya a reventar de mezclas y vasos de colores—. Casi sois los últimos. Por cierto, Josh, qué elegante te has puesto.
Comparado con mi atuendo de diario, sí, y menos mal. No estaba muy seguro de que la elección de Diane fuera la correcta en su momento, pero en cuanto hemos entrado en el ascensor del edificio he pensado que de haberme puesto lo de siempre hasta las paredes me habrían mirado mal. Y, aun así, ni siquiera soy el que más se ha arreglado de la fiesta: Sam lleva corbata, Vero se ha calzado tacones y ni hablar del grupo de amigos de Taha, que parecen sacados de una boda.
Aquí alguien ha repartido un código de vestimenta y a mí no me ha llegado la nota.
En cualquier caso, a nadie parece importarle que en lugar de zapatos lleve Converse, o que me sirva solo una pinta y no alguna de las mezclas extrañas que ha preparado Taha.
—Madre de Dios —oigo que dice Ilse desde la puerta, media hora más tarde.
Ya me he acomodado en uno de los sofás y estoy hablando con uno de los primos del cumpleañero sobre coches —lo poco que sé de ellos es de verme la saga de A todo gas, pero él parecía muy interesado y me sabía mal cortarlo— cuando Alessandra y ella hacen acto de presencia y observan el piso con la boca abierta. No me siento tan mal al percatarme de que ellas también han optado por la opción de alcohol de supermercado y que no esperaban semejante despliegue de opulencia, ni siquiera de Taha.
Alessandra no sale de su asombro hasta que el anfitrión les da la bienvenida como ha hecho con Pedro y conmigo. Ilse lo acompaña a la cocina y ella se queda plantada en la entrada como una niña a la que han abandonado. A lo mejor, otro día me habría acercado para integrarla en mi apasionante conversación, pero hoy no me apetece. Vuelve a llevar el pelo suelto, como en su cumpleaños, y es extraño verla con ropa que no sea ni el uniforme, ni alguna de las sudaderas con las que va al trabajo. El vestido verde es sencillo —me apuesto un brazo a que también ha tenido que hacer compras de última hora—, pero le queda bien sobre la piel algo tostada, y las sandalias planas destacan en un mar de zapatos brillantes y elegantes.
Está guapa.
Pero a mí me da igual.
Además, Vero e Ilse no tardan en rescatarla y llevarla a una esquina con unas copas en la mano. Mientras charlan y se hacen hueco en unos pufs, nuestras miradas se cruzan y yo giro la cabeza rápidamente. Ese barco ya ha zarpado. Si quiere algo, que se acerque ella.

Cuando los porteros del Dirty Martini casi no nos dejan pasar porque Taha está tan perjudicado que apenas atina a decir su nombre, me alegro de no haber pasado de las dos cervezas. Al principio, ha sido porque no me apetecía beber hasta haber comido algo, pero después he vaticinado la gran resaca que tendría mañana si continuaba por la senda de todos los presentes, y tengo que trabajar. Por la tarde, sí, pero a mí estas cosas me duran veinticuatro horas, como un virus.
Para mi sorpresa, la única otra persona que parece bastante entera es Alessandra, que no se suelta del brazo de Ilse ni cuando entramos al club y nos conducen al reservado. Camina recta y endereza de vez en cuando a Ilse para que no se vaya al suelo entre risas. Cuchichean por encima de la música alta y vuelan a la pista después de dejar los bolsos en uno de los sofás que estoy custodiando junto con Pedro, que está demasiado borracho como para ponerse de pie en un futuro cercano. Taha nos ha indicado que hay barra libre, pero dudo que vaya a hacer uso de ella tal como se está desarrollando la noche.
Me pido un refresco y miro la hora en el móvil para saber cuánto queda hasta que lleguen los platos de gourmet y tenga que robar un par de sándwiches para Jack y Kate. La respuesta es: un poco más de lo que puedo aguantar sobrio con este hilo musical y los cambios de luces que se reflejan en los miles de cristales que adornan las paredes del club. Nunca había estado dentro y dudo que la oportunidad vaya a repetirse, porque tiene pinta de que dejarse morir aquí, como hacen mis amigos en estos momentos, me costaría más que lo que llevamos todos puesto combinado.
Y sin barra libre, me niego a pagar veinte libras por dos chupitos de tequila para no volverme loco con las elecciones del DJ. ¿David Guetta en 2016, en serio?
De todas formas, incluso sobrio me siento como dentro de un caleidoscopio. La cabeza me da vueltas y veo cómo la gente va y viene. Coge algo de sus chaquetas y sus bolsos y desaparece de nuevo en la pista para seguir emborrachándose de bebida, música y malas decisiones. Pedro se levanta en un momento dado y me grita que va al baño, pero no me molesto en seguirlo a pesar de que dudo que encuentre el camino. Es justo cuando él se marcha cuando siento cómo alguien se deja caer a mi lado y hunde un poco el sofá con un suspiro cansado. Arqueo las cejas cuando veo que se trata de Alessandra.
Alessandra sola, porque Ilse está liándose con Vero en una esquina.
Alessandra, escogiendo conscientemente sentarse a menos de un metro de mí.
Alessandra, sonriéndome levemente antes de decir:
—Hola.
Parpadeo. Definitivamente, me han echado algo en la bebida, porque esto no puede estar pasando. ¿Debería irme yo ahora como ha hecho siempre ella? ¿Levantarme, con un carraspeo, y unirme a otro grupo? No me apetece porque estoy muy cómodo aquí y porque no soy una persona rencorosa, pero me duele un poquito en el orgullo que haya elegido venir a hablarme solo cuando se ha quedado sola.
—Ah, la comida —murmura.
O quizá no. Quizá está aquí por lo mismo que yo: los minibocadillos y… ¿una fuente de fondue de chocolate? A Taha se le ha ido la cabeza del todo. Ni siquiera cumple una edad reseñable, son solo veinticuatro años. Me pregunto qué locura se le ocurrirá el año que viene, o incluso por los treinta. A este ritmo, para cuando llegue a los cincuenta alquilará un continente entero.
El camarero deja varias fuentes en la mesa que estamos ocupando y todas ellas llevan una banderita con la firma de Gordon Ramsay. Los pequeños sándwiches, cortados milimétricamente, se alzan en una pirámide que parece que vaya a desmoronarse en cualquier momento. Hacerse con uno va a ser como jugar al Jenga, pero bastante menos divertido, así que calculo bien mis posibilidades y alargo la mano para empezar a comer.
En lugar del pan blando, mis dedos chocan con la mano de Alessandra y los dos nos apartamos a la vez como si nos hubiera dado una descarga eléctrica. Dejo escapar una risita incómoda que no sé de dónde sale, pero que parece hacer eco con la suya. Entonces, le hago un gesto para que se adelante y me lo agradece de nuevo con otra sonrisa cortés —es mi día de suerte, parece— antes de sacar con cuidado uno de los triangulitos.
—¿De qué es? —pregunto una vez veo que ha tragado.
Ella se encoge de hombros y arruga la nariz.
—Palito de cangrejo, creo.
—Ah.
—Sí.
Entonces, no sé si envolver un par en una servilleta, porque seguramente se pongan malos para mañana. De todas formas, tampoco se parecen mucho a las miniensaladas que nos pusieron el año pasado, así que seguro que Jack y Kate me lo perdonan. A cambio, les voy a dar que hablar con el hecho de que uno de los cocineros más famosos del mundo haya puesto su nombre a esta birria de catering.
Dos sándwiches más tarde, se instala entre nosotros un silencio roto por los chillidos de nuestros amigos y la música demasiado alta. Nadie más ha venido a cenar y no sé si hay que esperar a Taha para inaugurar la fondue, pero por las miradas que le echa Alessandra, creo que está pensando lo mismo que yo.
—Bueno… —comienzo, frotándome las palmas de las manos en los pantalones color crema que eligió Diane—. Kate me dijo que fuiste a la Comic-Con.
—¿No bebes? —pregunta Alessandra, a la vez que yo.
De nuevo esa estúpida risita cuando nos damos cuenta de que nos hemos pisado, aunque esta vez tiene un tinte más nervioso que incómodo. Parecemos sacados de una mala comedia de sobremesa, y lo peor es que no sé cómo pararlo.
—Coca-Cola —respondo levantando mi copa—. Mañana trabajo. ¿Y tú?
Ahora sería cuando ella se inventaría alguna excusa y se iría, como siempre ha ocurrido cuando me he dirigido a ella directamente, pero me sorprende negando con la cabeza y señalando a Ilse y a Vero.
—Estoy de niñera, aunque me parece que Ilse está en buenas manos —bromea—. De todas formas, no me importa.
Recuerdo cuando, en su cumpleaños, casi le da un infarto al creer que tendría que tomarse veinticinco copas ella sola. Tampoco me la imagino borracha, pero ahora me pica la curiosidad por saber si es de las que lloran o de a las que se les suelta la lengua. Por lo pronto, sé que el hecho de que esté aquí, hablando conmigo, no tiene nada que ver con que se haya pasado con el licor.
—Sí, fui a la Comic-Con con mis amigos Raf y Luca. Los de mi cumpleaños —continúa sin apartar la mirada de mí, como evaluándome.
Me cuesta un poco reaccionar porque no esperaba que siguiera la conversación motu proprio, pero asiento. Por lo menos, en esta ocasión no he sido yo el que ha insistido, así que no tengo por qué mantener mi idea de ignorarla.
—Sí, sí, los recuerdo —me apresuro a decir, para que no crea que no me interesa—. No sabía que hicieras cosplay.
—¡¿Qué?! —exclama, avergonzada, antes de negar con la cabeza—. No, no hago cosplay, solo estábamos viendo la competición —explica—. Ya me gustaría.
Lo dice en un susurro, pero a pesar de la música alta la oigo perfectamente. Es verdad que ninguno de los que nos rodean parece muy afín a la comunidad cosplayer, pero yo también envidio a los que pueden coser algo más que un botón, como Diane. Hay muchos personajes de los que me gustaría disfrazarme, y a mí solo se me da bien hacer los bocetos iniciales.
Flexiono una pierna y me apoyo de costado en el sofá para quedar frente a Alessandra cuando pregunto, curioso:
—¿Y de qué te gustaría ir?
Sé tan poco de ella que espero a que me responda con el nombre de algún personaje de Harry Potter, no que nombre uno de mis juegos favoritos.
—De D.Va o de Junkrat. Son de Overwatch. No sé si…
—Lo conozco —la corto esbozando una sonrisa. No es que Overwatch tenga pocos seguidores, pero nunca lo habría dicho de ella. Ninguno de mis amigos está interesado en lo más mínimo por los videojuegos, así que me hace ilusión, lo reconozco—. ¿Juegas?
Alessandra parece un poco más relajada cuando asiente y encoge un hombro. Ella también se ha colocado de cara, y es mucho más sencillo escucharla así. Su marcado acento italiano se ha ido diluyendo con el paso de los minutos y, aunque sigue presente, su voz fluye más. Casi parece que hable cantando.
—Lo intento. ¿Tú juegas?
Me río, pero antes de que piense que es de ella, contesto:
—Sí, soy tanque. Roadhog, mayormente.
—¿En serio? ¡Me tomas el pelo! —exclama Alessandra, dando un golpe en el sofá y con una sonrisa brillante—. ¡Pero si vas con el personaje parejo del mío!
—Bueno, solo si usas a Junkrat.
—Uso a Junkrat. Lo uso mucho.
—Entonces, somos compañeros de fechorías.
—¿Deberíamos robar un banco? ¿Asaltar la fondue? —sugiere con una risita que no tiene nada que ver con las que hemos dejado escapar antes—. No creo que a Taha le importe.
No sé cómo, pero yo también estoy sonriendo, y solo puedo ensanchar el gesto mientras miro con malicia la fuente de chocolate que nadie ha tocado todavía.
—Hagámoslo.

Robar unos trozos de bizcocho es muy sencillo; empaparlos en el chocolate sin que nadie se entere, más. Para cuando el cumpleañero se da cuenta de que tiene todo el dulce a su alcance, Alessandra y yo ya hemos vuelto a nuestro sofá y somos testigos de cómo Taha se cae de bruces en la fuente mientras todos lo jalean. Nosotros, por contra, solo podemos reírnos y engullir a toda prisa el postre.
Ya no tengo miedo de que salga corriendo, y ella tampoco parece querer hacerlo. Es como si hubiéramos roto una especie de cristal que se interponía entre nosotros —y que había levantado ella, por supuesto—, porque después de prometer jugar juntos a Overwatch, y hablar un poco de los personajes, encadenamos un tema con otro con una complicidad que solo he sentido antes con mis amigos de toda la vida. No puedo echarle la culpa al alcohol porque, de nuevo, lo poco que he bebido ya lo he expulsado, así que debe de ser el aura del club y las luces que me atontan la cabeza.
Hablamos de cómics —y de cómo Alessandra nunca ha leído ninguno, y de cómo me tomo como reto personal que se enganche a, al menos, una colección—, de películas, de series, de música, de todo lo que tenemos en común y de lo que descubrimos que es diferente. Enlazamos los temas uno con otro como si tuviéramos prisa en condensar en unas horas años de amistad, hasta que la pantalla de mi móvil se ilumina con una notificación de la aplicación de noticias, y me doy cuenta de que son más de las dos de la mañana y de que hemos perdido la noción del tiempo.
Casi han parecido minutos, y me había olvidado de que estábamos en medio de un cumpleaños y no al abrigo de una cafetería cualquiera.
—Guau —digo enseñándole el reloj con un suspiro. Alessandra abre mucho los ojos, sorprendida—. Tendría que irme a casa si quiero cuadrar bien la caja mañana.
Me pregunto si cuando me despierte todo esto habrá sido un sueño o de verdad acabo de pasar cuatro horas haciendo una lista de mis gustos como si se tratara de una entrevista de trabajo.
—Voy contigo —dice ella poniéndose en pie—. A mi casa, digo, no a la tuya.
—Te he entendido —replico con una sonrisa.
Debería decirle que no hace falta que me acompañe, que el que ha nacido en Londres soy yo y no ella, y que, de todas formas, ha venido con Ilse y también tiene derecho a pasarlo bien, pero me callo. Me callo por si acaso esto es una especie de hechizo y, como el cristal de antes, se va a romper si digo una palabra de más.
—Espérame fuera, voy a avisar a Ilse, ¿vale?
Asiento y, cuando salgo a la calle, el fresco de principios de junio me despeja la cabeza. Aparta las luces estroboscópicas y la música demasiado alta, hasta que solo deja el sonido de unos pasos que se acercan hasta mí y la respiración entrecortada de Alessandra. Cuando la miro, se está abrazando para entrar en calor. Yo estoy acostumbrado a esta temperatura —es casi verano para mí—, pero ella viene del sur y solo lleva unos tirantes finos.
Mi primer impulso es el de dejarle una chaqueta, pero no he cogido. El segundo, frotarle los brazos. Aun así, me parece que nuestra recién forjada confianza no llega a esos extremos, así que mantengo las manos en los bolsillos de los pantalones y aprieto el paso para que no se congele. El club está metido en una calle que da a Liverpool Street, desde donde tengo línea directa en bus. Las frecuencias nocturnas no son tan malas, aunque luego tenga que caminar más que de día. Cuando llegamos a la esquina, ambos nos paramos. Alessandra está temblando y me da pena dejarla sola. Quizá pueda llamar a un Uber y acompañarla a casa y luego ya me apañaré. Casi nunca cojo el metro, así que me manejo sorprendentemente bien con las combinaciones de autobús desde cualquier punto de la ciudad.
—Oye, ¿dónde vives? —pregunto cambiando el peso de pie.
—¿Yo? —pregunta a su vez, como si no me hubiera entendido. Le castañetean los dientes cuando se vuelve para señalar hacia el este de la calle, en dirección opuesta a la estación de Liverpool Street—. En Bethnal Green.
Suspiro y me acerco para poner mis manos calientes sobre su carne de gallina. Durante un segundo, ella se queda rígida, pero mantengo la distancia máxima con su cuerpo y parece relajarse un poco cuando me mira de nuevo.
—Voy andando. No tardo nada.
—¿Qué? —Me río—. Ni de coña. —Frunce el ceño ofendida—. Estás helada y son las dos y media de la mañana. El N8 te deja al lado.
—No sé dónde se coge el N8 —masculla.
—Pero yo sí, vamos.
—Tienes que trabajar mañana —me recuerda, mientras la empujo hacia la parada.
—Son solo diez minutos más.
No creo que claudique por mis argumentos, sino porque literalmente la arrastro hasta la marquesina mientras noto cómo su piel va adquiriendo una temperatura más normal poco a poco bajo mis dedos. Deja de tiritar, pero camina tan separada de mí que noto enseguida cómo los brazos me dan pequeños calambres por la posición incómoda. Sin embargo, no la atraigo, ni la suelto, hasta que las luces del autobús se adivinan a unos metros.
—Dile al conductor tu calle y es posible que te acerque más —le aconsejo dando un paso hacia atrás.
Alessandra asiente y rebusca en su bolso hasta dar con la Oyster. También me tiende su teléfono.
—Tu número —me apremia.
—¿Quieres mi número? —pregunto extrañado.
—Claro, ¿cómo vamos a jugar juntos si no? Corre.
Esbozo una sonrisilla mientras tecleo a toda prisa mi número y, después, le devuelvo el móvil justo a tiempo de que se suba al bus.
—¡Avísame cuando llegues a casa! —grito para que me oiga aun con las puertas cerradas.
Supongo que me ha oído porque alza los pulgares azorada y me sonríe a su vez. Ahora la pelota está en su tejado por completo: es ella quien tiene mi contacto, no yo, así que si lo de esta noche de verdad ha sido un paso hacia el buen camino, le toca comerse los prejuicios que tuviera, los posibles celos de su novio y cualquier cosa que le impidiera abrirse a mí como ha hecho en el cumpleaños de Taha y escribirme.
Quizá porque la noche misma me ha parecido irreal, no me molesto en hacerme ilusiones o en mirar el móvil más allá de cuando enchufo los auriculares antes de dirigirme a mi propia parada. Hasta que llego a casa lo que parece una eternidad más tarde, la voz de Freddie Mercury acaba siendo un susurro, y subo la escalera con cuidado de no despertar a mis padres.
Son las tres y media y al lado del reloj hay una notificación de un número desconocido.
[02.55] 777624789: Ya
en casa.
[03.32] Josh: ¿Alessandra?
No espero que me conteste porque es muy tarde, pero el contacto aparece «Escribiendo…» en cuanto mando el mensaje.
[03.33] 777624789: Less, mejor.
[03.33] 777624789: Buenas noches.
[03.34] 777624789: Y gracias.
Contesto con un «De nada» y una sonrisa que va a juego con la que se me ha dibujado en la cara. Así que no solo ha empezado a hablarme, sino que hemos pasado del nombre de pila completo al diminutivo y, de ahí, a que me dé las gracias por algo que he hecho. Yo catalogaría esta noche como un éxito rotundo en cuanto a acercamiento. Para que luego Kate me diga que no puedo caerle bien a todo el mundo.
Estoy todavía guardando el contacto cuando Less —qué raro se me hace llamarla así— vuelve a hablar.
[03.40] Less: Como mañana me dejes plantada por quedarte dormido, te robo a Roadhog todas las partidas del próximo mes.
«El próximo mes.» No puedo reprimir la carcajada en voz alta. En la habitación de al lado, mis padres se revuelven en la cama, pero no parece que nadie vaya a venir a preguntarme qué me pasa.
[03.42] Josh: No prometo nada.
[03.42] Josh: Vete a dormir.
Veo cómo la pantalla vuelve a iluminarse con una nueva contestación, pero ya he dejado el móvil encima de la pila de cómics para evitar la tentación de continuar la conversación. Seguramente sea otra amenaza, o cualquier cosa sin importancia que puede esperar a mañana, pero sé que si lo miro ahora seguiré tirando del hilo hasta que uno de los dos se quede dormido.
A mí me cuesta. Estoy un buen rato mirando el techo y reproduciendo todo lo que ha pasado desde que Pedro y yo hemos comprado las malditas botellas de licor en el Tesco Express.
Así que ahora Less y yo somos amigos. Quién lo habría dicho.