Cuando en octubre de 1658 la troupe de Molière llegó a París, dejaba a su espalda doce años de correrías por provincias; no tardó en asentarse en la capital, apoyada por Philippe d’Orléans, hermano «único» de Luis XIV, que ostentaba el título de Monsieur y que había prometido trescientas libras para cada uno de los actores, trescientas libras «que no han sido pagadas», afirma el registro de La Grange, actor de la compañía que llevó un dietario concienzudo de la vida de la troupe. Un programa doble sirvió de presentación: la tragedia Nicomedes, de Corneille, y una pequeña farsa de Molière, El doctor enamorado, perdida. Si la tragedia aburrió al monarca, presente con la corte en la sala de guardias del viejo Louvre, con la farsa quedó encantado, hasta el punto de ceder a la compañía, a petición de su hermano, la sala del Petit-Bourbon, que disfrutaría en alternancia con la troupe de comediantes italianos dirigida por Tiberio Fiorilli, conocido como Scaramouche, cuya lápida reza: SCARAMOUCHE, EL MAESTRO DE MOLIÈRE.
Jean-Baptiste Poquelin, conocido por su pseudónimo de Molière, había sido bautizado en París el 15 de enero de 1622. Su familia, tanto por parte de padre como de madre, ejercía desde hacía tres generaciones la profesión de tapiceros, y había alcanzado cierto estatus por su título de ayuda de cámara y tapicero del rey, título que el comediógrafo recibió y que, en determinadas épocas, tuvo que compartir con su profesión real, la de comediante. Su primero intento escénico fue la fundación del Illustre Théâtre (1643) junto con tres miembros de la familia Béjart, con cuyo miembro más eminente, la actriz Madeleine Béjart (1618-1672), por «la que dejó los bancos de la escuela», según las Historiettes del cronista Tallemant des Réaux, trabajó prácticamente toda su vida. La andadura de ese Illustre Théâtre duró poco y generó deudas que en buena parte saldó el padre tapicero de Molière. Tras las primeras funciones de enero de 1644, el Illustre Théâtre bajaba su telón parisino y, a finales del año siguiente sus miembros se disolvieron en provincias. Tanto Madeleine como Molière se sumaron a la compañía de Charles Dufresne, patrocinada por el duque de Épernon, gobernador de la Guyena. Años provechosos para la compañía según se desprende de ciertos datos, aunque se sabe poco de esa existencia que los llevó por el oeste y el sur de Francia, para aparecer en los festejos de aperturas de los Estados del Languedoc y parlamentos regionales, casas aristocráticas, etc. Entre estas últimas, sobre todo la del príncipe de Conti (16291666), que, castigado por haber sido una de las cabezas visibles de la Fronda contra Mazarino, se había retirado a su castillo de La Grange des Prés, cerca de Pézenas, donde su secretario François Sarasin acogió a la troupe y le permitió titularse «Troupe de Mgr. le prince de Conti». La colaboración entre el noble y Molière fue estrecha, hasta el punto de conseguir el título de «Comediantes del príncipe de Conti». Según el testimonio del abate Voisin, Conti «veía las representaciones de teatro, hablaba a menudo con el jefe de la troupe, que es el actor más dotado de Francia, sobre lo que su arte tiene de más excelente y delicioso. Leyendo a menudo con él los pasajes más hermosos, y los más delicados, de autores tanto antiguos como modernos, se complacía en hacérselos recitar sencillamente, de suerte que había pocas personas que pudieran juzgar una pieza mejor que este príncipe». Pero en 1657, tras una vida de depravación y libertinaje, Conti volvió a la religión: el obispo de Alet, monseñor Pavillon, le hizo ver que, tras la muerte de su padre, Enrique II de Bourbon-Condé (1588-1646), heredaba el puesto de tercer personaje del reino; la «conversión» fue auténtica: se impuso mortificaciones y cilicios, y se incorporó a la Compañía del Santo Sacramento, que jugará un papel amenazador para Molière algo más tarde, cuando estrene El Tartufo. Entre las primeras medidas adoptadas por el converso estuvieron la supresión en su corte de Pézenas de fiestas y entretenimientos, además de la expulsión de los cómicos de sus dominios y la prohibición a Molière de la utilización de su nombre. A su muerte, Conti dejaba escrito un Traité de la Comédie et des spectacles, aparecido en diciembre de 1666, en el que atacaba la moralidad del teatro de Molière y, sobre todo, su Escuela de las mujeres (1662).
LAS PRECIOSAS RIDÍCULAS
No tardó la troupe de Molière en abrirse un camino triunfal en París: lo debió al éxito de Las preciosas ridículas, estrenada nada más instalarse en el Petit-Bourbon, el 18 de noviembre de 1659. La misma sociedad «preciosa» de la que la pieza se burlaba aplaudió la obra, que fue llamada a palacios y salones; en julio del año siguiente, el rey mandaba representarla en el palacio de Vincennes y asistía además en octubre, en el palacio de Mazarino, a otra escenificación de Las preciosas. Un éxito tan brillante no dejó de tener secuelas: la obra fue impresa de forma fraudulenta por Jean Ribou, librero parisino, contra el que Molière presentó denuncia al mismo tiempo que entregaba su texto a otro impresor, Guillaume de Luynes, al que añadía un prólogo que alude a las argucias de librero pirata. La disputa no llegó muy lejos, porque ambos, autor y librero, no tardaron en alcanzar un acuerdo. Además, Ribou sería, en adelante, uno de los impresores de las obras de Molière.
El blanco de la pieza era el mundo de las «preciosas», moda asentada en los salones de la aristocracia femenina y que derivaba de una aspiración a la elegancia, el ingenio y la sutileza de juicio, heredada de la poesía trovadoresca. El término preciosa se convirtió en «palabra de la época, palabra de moda», según escribe el abate de Pure en su novela La précieuse. El preciosismo derivaba de ciertas posturas que distintos puntos de Europa asumieron en el siglo anterior, aunque solo en Francia terminó dando y adoptando una forma social, moral incluso, más que literaria. Eran los «placeres del espíritu» los que pretendían difundir los gabinetes desde el reinado del primer monarca Borbón, Enrique IV (1553-1610). Esos gabinetes, convertidos en salones de los apellidos más encumbrados de Francia, tuvieron en el de la marquesa de Rambouillet (1588-1665) el salón por excelencia, pues acertó a reunir a las personalidades más selectas de la política francesa; durante más de cuarenta años, por él pasó «todo Francia», desde Condé a la princesa de Conti, Richelieu, los Guise, intelectuales y escritores como el poeta François Malherbe, el «gran trágico» Corneille, Madame de Lafayette y Madame de Sévigné, la duquesa de Longueville y un poeta menor, Vincent Voiture (1597-1648), alma del salón y cuya muerte marcó el inicio de su decadencia. Allí, sus asistentes se dedicarán a entretenimientos sociales, charlas, lecturas de novelas y debates sobre temas como «¿Es compatible el matrimonio con el amor?»; esos temas se analizarán en la obra de Molière, que les dará una visión personal y moderna. Cuando el salón Rambouillet vaya perdiendo influencia, recogerá el testigo el de Madeleine Scudéry (1607-1701), que desde 1654 empezó a dictar las normas del nuevo modo de vida precioso; a diferencia del salón Rambouillet, el salón Scudéry —autora de dos novelas río, Artamène ou le Grand Cyrus (1649-1653) y Clélie. Histoire romaine (1654-1660)— lo visitaban unos pocos miembros de la nobleza, pero sobre todo representantes de la burguesía, a la que esas novelas impulsaban a trasladarse a su ficción narrativa. Confirmando el dicho de que nunca segundas partes fueron buenas, el de Scudéry avanzó en dos direcciones: por un lado, llevó hasta el ridículo el refinamiento del lenguaje y de la cortesía, y se entregó a juegos frívolos de galantería fácil y de poesía huera que el salón Rambouillet contenía gracias a un alto nivel de exigencia; por otro, continuaba la vieja querella de las mujeres, afirmando con mayor contundencia la capacidad del sexo femenino para el ejercicio de la mente; además, pretendió dictar el tono del buen gusto literario y lanzó a las mujeres a la escritura. Lo más visible fueron los excesos de su culto al amor y de su necio refinamiento literario, presidido por la frivolidad y el divertimento, que tuvo su apogeo en la recuperación del Mapa de Ternura, país imaginario del amor cortés por el que se moldeaban las relaciones galantes de sus reuniones y del que ya en ese momento todo París se burlaba denunciando su cursilería. Cathos lo evoca en Las preciosas ridículas (escena IV).
Pese a sus extravagancias, el movimiento precioso logró cambiar los modales y la brusquedad de unas costumbres casi medievales, debidas a la actividad guerrera de una Francia sin unidad definida y en transición monárquica de la dinastía de los Valois a la de los Borbones. Se consiguió elevar en cierta medida el nivel de delicadeza y elegancia de modales en los ambientes más prominentes del reino, además de renovar la lengua, que, junto con las nuevas costumbres, la literatura y la filosofía sirvieron de máscara a unas normas de conducta falseadas por parte de una burguesía insegura e insatisfecha que buscaba reconocimiento social. Numerosos textos, y entre ellos estas Preciosas ridículas de Molière, dan testimonio de la excentricidad de círculos, gabinete y salones, que prescribían la indumentaria, las poses y los juegos de todo tipo, pero de modo especial los asuntos lingüísticos y líricos. Madelón (trasunto del nombre de Madeleine Scudéry) y Cathos se preocupan, no del «buen uso» de la lengua, sino del «bello uso» que recomendaban los salones, innovadores en ese terreno como en el del vestuario y los modales. «Si hay palabras que se hayan inventado hace poco y que las gentes de la buena sociedad se complacen en utilizar (...), hay que servirse de ellas también con audacia, por más extravagancia que pueda encontrarse en ellas», asegura con tono irónico en Les Loix de la galanterie (1644) el novelista y erudito Charles Sorel (h. 1599-1674). Distintos gramáticos de la época denuncian el lenguaje precioso por alborotar la lengua con sus incongruencias, por su afectación, por su empeño en convertirlo en moda y dar como resultado el espantajo lingüístico del que son perfecto ejemplo Cathos, Madelón y Mascarilla. Impulsado por los salones aristocráticos, el preciosismo dejó obras literarias que son más dignas de recuerdo cuando atacaban y se burlaban del movimiento que cuando querían reflejar ese mundo.
Paradójicamente, los salones aplaudieron Las preciosas ridículas. ¿Cuál es entonces el blanco al que apuntaba? Dejando a un lado los guiños que hace al lenguaje florido y extravagante, la obra echa mano de los recursos de la comedia de siempre: el enfrentamiento padre-hijas y amos-criados; las quejas contra las mujeres, que procedían de la tradición medieval; la caricatura de la usurpación de rango de los criados; la caricatura de unas burguesitas que juegan a damas en un París que, para ellas, provincianas, supone un nuevo país de Jauja de las relaciones sociales y amorosas. Provincianas que en escena son pintadas como necias, tontas, novatas en las modas y muy poco «preciosas», dado que son incapaces de descubrir a un criado disfrazado con cintas y plumas, las burguesitas Cathos y Madelón resultan tan risibles y patéticas que las preciosas no podían darse por aludidas. Por debajo de la trama, Molière plantea una situación que recorrerá toda su obra: Górgibus, que se atiene a un sentido práctico y burgués y es consciente del papel que ocupa en sociedad, inicia la serie de padres tiranos de sus hijas, a las que imponen un matrimonio no deseado por ellas: las jóvenes juegan a grandes damas sin más razón que el barniz y la apariencia.
De este modo, la farsa pasa a convertirse en una categoría de alcance literario; inscrita en la tradición cómica, resulta comedia de costumbres y modos de vida que, aunque difusos, resultan cercanos para el público. A partir de este arranque, el comediógrafo eliminará el aspecto difuminado de los personajes e inmediatamente, en obras posteriores —La escuela de los maridos, La escuela de las mujeres—, junto al defecto apuntado se diseñan con toda nitidez personas y situaciones concretas que el público se desvivía por tener al alcance de la vista: sus protagonistas apenas ocultarán a personas o tipos reales y, paso a paso, irá derivando su crítica, que pasará de la clase burguesa a la nobleza que frecuenta los salones y también el palacio del Louvre, como ese Tartufo y ese Don Juan, que implican el vicio de la hipocresía en dos personajes centrales de aquella sociedad: uno religioso; el segundo, aristócrata.
Desde Las preciosas ridículas, Luis XIV había intuido que su autor podía servirle en su empeño de suavizar las costumbres sociales de dos grupos: nobleza y burguesía. Atento a servir al rey —Stendhal, acérrimo defensor de Napoleón, lo calificaría de «escritor gubernamental»—, Molière se había dado cuenta, durante sus años de provincias, de que fuera del poder —Estados y parlamentos de provincias, castillos y palacios aristocráticos— no había posibilidad de que su troupe sobreviviese. Escritores, dramaturgos y comediógrafos tenían que vivir en ese entorno si querían publicar o estrenar, y pocos fueron los que se apartaron de esa norma. Uno de los cometidos de Molière fue atender a los encargos que Luis XIV, cercano al comediógrafo hasta el punto de que, en su prólogo a Los importunos (1661), implica al rey en el proceso de creación: Molière añadió después del estreno, según confiesa en el prólogo a la edición de esa obra, un importuno más que le habría sido señalado por el monarca, el del cazador pesado que cuenta largo y tendido sus cacerías. Luis XIV había montado un equipo cultural que tenía por cabeza visible al duque de Saint-Aignan (1607-1687); este prestigioso militar, protector de las artes y las letras en su segunda etapa cortesana, reclutó entre otros al músico compositor italiano Jean-Baptiste Lully (1632-1687); al bailarín, maestro de baile —lo fue del rey— y coreógrafo Pierre Beauchamp (1631-1706); a Isaac de Benserade (1613-1691), autor de cuatro tragedias y libretista, y a Molière, que se hizo cargo de las comedias y la organización de varios de los grandes festejos que, como Los placeres de la Isla Encantada (1664), iban a asombrar por su esplendor, lujo y pompa a las cortes europeas. Este equipo se dedicó a servir la afición del monarca por la música y el baile con piezas en que esas artes, junto con la comedia, se mezclaban; para complacer ese gusto real, Molière creó un género nuevo, la comedia-ballet, al que pertenece casi la mitad de su producción: desde esos Importunos hasta la última de sus piezas, El enfermo imaginario. Pero ese género de la comedia-ballet desapareció prácticamente con la muerte de su creador.
LOS ENREDOS DE SCAPÍN
Cuatro meses después de otro de los espectáculos más fastosos de la carrera de Molière, Psique, pieza de máquinas con ballet, música y danzas, camino de la ópera que pretendía Lully, el 24 de marzo de 1671 estrenaba una pequeña comedia en el teatro parisino del que entonces disponía, el del Palais-Royal: Los enredos de Scapín. La obra hubo de ser retirada de cartel tras ocho representaciones y no volvería a subir a escena hasta después de la muerte de Molière, pero esta vez con gran éxito: fueron noventa y ocho sus representaciones entre la muerte del autor y la de Luis XIV (1715). La fuente es conocida: la comedia Formión, del romano Terencio, que en su teatro corregía la comicidad de sal gorda y popular de Plauto para pintar caracteres, rechazaba los trazos gruesos y exponía la psicología de sus personajes. Para la élite cultural, Terencio era el mejor representante de la comedia latina, y a ello se refiere Nicolas Boileau (1636-1711), que instauraría las normas del clasicismo literario en su Arte poética (1674). Este amigo de Molière, muerto ya este, le haría un reproche fundamental desde el punto de vista de su nueva teoría clasicista en dos versos:
En este saco ridículo en que Scapín se envuelve no reconozco ya al autor de El misántropo.
Boileau reprochaba a su fraternal amigo intentar agradar los gustos populares, abandonar el camino mesurado que lo hubiera convertido en el primero de los poetas cómicos para rendir pleitesía a la bufonada, y unir, «sin avergonzarse, Tabarín a Terencio». Eran los mismos reproches que Molière había soportado de sus enemigos desde el principio. Formión tenía por trama una ley ateniense que obligaba al allegado más próximo de una huérfana a desposarse con ella o a proporcionarle una dote. Molière sigue el cuerpo general del argumento del latino, pero poda la profusión de escenas, organiza la complicada intriga, aclara el bosque de idas y venidas y concentra los momentos significativos en su comedia, además de insertar fragmentos de tono menor, entre ellos un recuerdo de Plauto, como el disfraz de espadachín botarate (VI, II) que utiliza Silvestre para amenazar a Argante. Además, repite y replica la intriga utilizando a los padres y a los enamorados para permitir que Scapín urda enredos diferentes.
Insiste Molière en uno de sus temas preferidos desde los inicios: los deseos amorosos de una pareja de enamorados se ven impedidos por la avaricia de los padres, a los que Scapín saca con sus enredos el dinero que necesitan los jóvenes para alcanzar el matrimonio. La acción se complica tanto que debe recurrir a un deus ex machina para resolver la intriga: un antiguo rapto de Zerbinetta que se aclara gracias a un brazalete identificativo. Inverosímil, convencional, pero Molière ha creado una figura cómica nueva: Scapín; parece haberse acordado de dos personajes tipo creados en sus inicios, el Mascarilla de Las preciosas ridículas, que ya había aparecido como «rey de los pícaros» en El atolondrado, y Sganarelle, presente en siete de los títulos de Molière y que, como en el caso de Scapín, él mismo interpretaba adaptándolos a sus condiciones físicas y, sobre todo, a una expresiva gestualidad, ponderada por todos los comentarios de la época. La originalidad de Los enredos de Scapín reside precisamente en la operación de patchwork realizada por su autor, que suma a la tradición de la comedia antigua de Terencio y de Plauto, y a la tradición de la farsa francesa de estirpe medieval, recursos, episodios y esquemas de la commedia dell’arte. No deja de homenajear Molière en el arranque de la pieza a su «maestro» en gesticulación y aspavientos, Tiberio Fiorilli (1608-1694), célebre como Scaramouche. Este gran actor italiano era capaz de «remover las pasiones y saberlas pintar en el rostro», y de él ya se decía en 1685: «Scaramouche no habla y dice las cosas más bellas del mundo». Con Scapín, el comediógrafo acaba y remata un tipo de criado que entroncaba con la commedia dell’arte, en primer lugar; y después con dos de los farsantes franceses más famosos de las décadas anteriores, Turlupín, que trabajaba al aire libre en el Pont-Neuf parisino, y Tabarín, famoso por ese saco que Boileau veía como símbolo de teatro popular, si no populachero, disfrazado de soldado bravucón que repartía bastonazos de títeres de cachiporra, procedentes del fondo de los fabliaux medievales, y que al parecer Molière ya había puesto sobre escena en una obra de 1661, Górgibus en el saco, de la que solo conocemos el título.
Hay otras escenas, temas y enredos que también ha incrustado el autor procedentes de la geografía de la farsa, como la artimaña de Scapín, engañador engañado, cuando Geronte descubre su estratagema para darle de palos ante unos enemigos imaginarios, o la historia del hijo raptado por un galera, que procede de una comedia arraigada en la tradición de la farsa como es Le Pédant joué (1645-1646), obra de Cyrano de Bergerac, una de las primeras comedias francesas escritas en prosa. Molière —como ha hecho con algún pasaje de Formión— copia palabra por palabra algunas réplicas y convierte una de ellas: «¿Qué diablos iba a hacer a esa galera?», que en Cyrano no tenía ninguna función cómica, en un recurso burlesco para toda una escena (II, VII) mediante la simple repetición fuera del contexto al que Geronte parece estar obligado.
M. ARMIÑO