Lucifer sobrevolaba las ciudades que se encontraban en el noroeste del Infierno. Al observar aquellos lugares que había dejado de visitar, vio que se habían levantado más edificios, creado más casas y la población se había multiplicado de tal modo que no había ciudad que no estuviese desbordada. En los comienzos, jamás hubiera creído que su reino crecería tanto. Sin embargo, las almas humanas llegaban en grandes cantidades, atravesando la puerta de la desesperanza, antes de encontrar un sitio donde recibir su castigo.
Su rumbo lo condujo al Río de Sangre. A lo lejos estaba el hogar de los ángeles caídos, un sitio al que los demonios tenían prohibido acercarse. Al cruzar el río, mientras sobrevolaba el árido desierto, sus ojos empezaron a ver un paisaje diferente, distinto a las yermas extensiones del resto del Infierno. Había una fauna diversa, extraña y misteriosa, que parecía no tener restricciones. Bosques variopintos, como el que Lucifer solía visitar, pero también jardines donde crecían flores de diversos colores y tamaños. Arroyos de aguas cristalinas en los que los ángeles caídos podían bañarse. En su obsesión por la libertad y la gratitud que sentía por sus compañeros de guerra, Lucifer había permitido que tuvieran libre albedrío para construir su lugar de descanso a su gusto.
Sentado en la orilla de uno de los arroyos, estaba Tamiel, señor de las protecciones, un ángel alto y delgado, de rasgos delicados, cuyos cabellos dorados caían sobre sus hombros y cambiaban de color cada vez que sus sentimientos se intensificaban. Su rostro era el más hermoso de todos los ángeles. Tal era su belleza que, en la época en que aún vivían en la Ciudad de Plata, los ángeles lo confundían con Lucifer. Su carácter sereno ocultaba el enorme poder que poseía. De pie a su lado estaba Ertael, un ángel caído de tez morena, con pelo castaño oscuro y una imponente musculatura. Su rostro siempre expresaba seriedad. Ambos habían sido parte de los primeros siete ángeles a los que Lucifer les confió su deseo de rebelarse. Los dos consideraban a Lucifer, además de su hermano, un gran amigo y un rey magno. Estaban orgullosos de haberlo seguido, a pesar de las consecuencias, y confiaban en su juicio.
Levantaron la vista al sentir su presencia y lo saludaron mientras el rey del Infierno descendía para acercarse a ellos.
—Hermano —dijo Tamiel, haciendo una reverencia.
Ertael, sin pronunciar palabra, también se inclinó ante él.
—Mis hermanos —saludó Lucifer con una sonrisa—. ¿Interrumpo?
—En absoluto, hermano, Tamiel estaba enloqueciéndome con sus pensamientos sobre los humanos —respondió Ertael.
—¿Y qué es lo que piensas sobre los humanos?
—Nada, es una tontería —dijo Tamiel sonrojándose.
—Me gustaría saber.
—Bueno, le decía que sería divertido ser un humano, aunque sea por una de sus vidas.
—¿Por qué?
—Por lo que cuentan los prisioneros. Tienen ciudades que parecen interesantes, además de música y arte. También tienen sistemas muy aburridos, como el trueque precario que utilizan para sobrevivir, pero hasta pasar por esas cosas horribles suena divertido siempre y cuando uno este condicionado por la mortalidad.
Ertael puso los ojos en blanco, pero Lucifer rio ante la respuesta de Tamiel.
—En la Ciudad de Plata también había arte y música. Y obligaciones. No entiendo por qué te parece interesante o divertido algo tan insignificante como la vida humana.
—Quizás sea por eso mismo. Quizás sea que, al tener vidas mortales, tan poco valiosas y tan breves, hacen lo mejor que pueden para darle un sentido.
Al escuchar esto, recordó a la mujer del Bosque de los Suicidas. Se preguntó qué sentiría ella si escuchara a Tamiel hablar de lo que significa para él una vida humana. Lucifer, el pastor de soles, portador de la luz, devenido en ángel caído y rey del Infierno, también perseguía una razón para su existencia y no sabía dónde encontrarla.
Dirigió su mirada a lo lejos, en dirección al Río de Sangre. Siempre le dolía detener su mente en ese lugar. El río había sido la primera modificación hecha al diseño original de su padre del desierto árido, que era una sombra del Cielo. Lo había hecho él, sin desearlo. Siempre que veía el río recordaba el dolor de la caída, las marcas en su cuerpo, el grito de sus compañeros ante la sensación de derrota y de no conocer el destino final que les aguardaba. Al contemplar la nada que se encontraba a su alrededor, el cielo rojo que le quemaba la vista y el calor que hacía arder sus heridas, había visto que, a sus pies, sus compañeros estaban inconscientes, lastimados de gravedad. De ese dolor habían nacido lágrimas. Lágrimas de sangre que caían por su rostro mientras sus puños rompían furiosamente el suelo y abrían grietas que se llenaban inadvertidamente de ellas. Nunca supo cuánto tiempo estuvo golpeando el piso y llorando. Solamente recordaba que, al sentir la cálida palma de Apollyon sobre su espalda, había abierto los ojos y contemplado el río que corría bajo sus pies.
—¿Hermano, estás bien? —preguntó Ertael.
—Sí. Sí, solo recordaba el día que llegamos al Infierno.
Los tres ángeles se contemplaron el uno al otro en silencio.
—Hace demasiado tiempo que no te vemos, Lucifer, no sueles venir hasta aquí. ¿Puedo preguntar qué pasó? —preguntó Tamiel.
Lucifer meditó si contarles sobre el ángel llegado del Cielo y la información que trajo, anunciando la muerte de su padre. Si contarles lo que eso verdaderamente podría significar.
—Mi padre abandonó el trono de la Ciudad de Plata y se perdió en la Oscuridad. Eso es lo que pasó. Las huestes celestiales creen que murió. —Lucifer respiró profundamente—. No obstante, no sé qué debo hacer. Ya no siento deseo de nada, solo de no estar en este lugar. Pero no puedo estar en ningún otro, ya que cargo conmigo la corona de este reino… No solo mis ángeles de confianza conocen esta información, sino también Belial, por lo tanto, es cuestión de tiempo hasta que los demonios clamen por ir a la guerra.
Tamiel y Ertael intercambiaron miradas cuando Lucifer terminó de hablar, pero no emitieron opinión alguna.
—Hablen —pidió Lucifer amablemente—. Me interesa saber su opinión.
—Que Belial lo sepa conlleva una complicación —observó Ertael—. Seguramente, en estos momentos, ya está hablando con las Seis Bestias.
—Es lo que creo —dijo Lucifer.
—Esto significa que, si no declaramos la guerra, Belial encontrará la manera de poner al Infierno en nuestra contra y tendremos que luchar contra gran parte de la legión infernal. Sus números son enormes y no hay chance de que ganemos y permanezcamos intactos. Así que pierden su vida las huestes celestiales o nosotros, los caídos.
—Entonces, ¿deberíamos ir a la guerra? —preguntó Lucifer.
—Eso depende de ti. Si crees que no hay honor en atacar una Ciudad de Plata despojada de la protección de tu padre, entonces deberemos luchar contra los demonios.
—No sé si sea una cuestión de honor.
—¿A qué te referías con que no tienes deseo de nada? —interrumpió Tamiel, nervioso.
—Olvida eso —dijo Lucifer, restándole importancia.
—Pediste nuestra opinión.
—Tamiel, su opinión sobre la guerra.
—Y yo estoy preguntando por la guerra. ¿Quién puede liderar un ejército si su objetivo no es conseguir la victoria? ¿Hace cuánto te sientes así? ¿Por qué?
—No sé con exactitud hace cuánto tiempo —respondió Lucifer, levantando la mirada hacia las nubes rojizas que cubrían el Infierno y reflexionando sobre la pregunta de Tamiel—. Un día, como una revelación, supe que era imposible que venciera a mi padre. Ni con la legión ni con todo el poder que acumulé en este tiempo. Podríamos vencer a los ángeles, pero no podría medirme contra mi padre. Fracasaría de nuevo. Esa sensación me fue alejando de este lugar, al punto de no desear estar más en el trono.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Ertael, mirando sorprendido a Lucifer—. Te has vuelto más fuerte con el paso del tiempo, tal vez podrías haberte enfrentado a tu padre. Además, no lo hubieras hecho solo.
—Sé que me he esforzado y llevado los límites de mi poder a extremos que jamás hubiera imaginado cuando era el capitán de las huestes celestiales, pero empiezo a creer que es una cuestión que va más allá de la fuerza de voluntad o de practicar los dones que se me otorgaron. Pensando en los escenarios posibles para desafiar a mi padre, siempre llegaba a la conclusión de que jamás podría derrotarlo si nuestra pelea se llevaba a cabo en la Ciudad de Plata.
—¿Por qué no te fuiste, entonces? —preguntó Tamiel.
—Tengo cosas que hacer.
—Si ya no te importa el Infierno, ¿qué es lo que tienes que hacer? Podrías marcharte.
—No me iré sin que ustedes regresen al Cielo o sean libres de ir adonde les plazca.
—¿Qué quieres decir? —dijo Ertael extrañado.
—¿No recuerdan el día que caímos? —les preguntó Lucifer sorprendido—. La promesa que hice.
—Recuerdo cada palabra —respondió Ertael.
—¿Cada palabra? —dudó Lucifer con una sonrisa cansada—. Creo que exageras.
—«Mis hermanos, este no es el final. Mi padre es un necio, si cree que me conformaré siendo una sombra de él. El humano, esa criatura vil, su más amada creación, será el arma que usaré para derrocarlo. Una vez que lleguen aquí, les ofreceremos la redención que tanto buscan, pero también permitiremos que, si así lo desean, se conviertan en lo que en verdad son: monstruos con hambre de poder. Con ese poder, el poder de las almas llenas de malicia, iremos al Cielo, y con nuestro ejército los haremos arder. Cuando el Cielo arda, mis hermanos, tendrán su recompensa, y serán libres de caminar por este plano o por el resto de los planos. Se los juro».
Lucifer observó al ángel caído. Ciertamente, no había olvidado ni una palabra de la declaración que había hecho tanto tiempo atrás. La fidelidad de sus ángeles caídos no había menguado con el pasar del tiempo. Por lo tanto, su promesa de liberarlos del Infierno no podía romperse.
—Bueno, Ertael, acabas de responder tu propia pregunta. No puedo marcharme porque tengo que encontrar la manera de liberarlos. Les hice una promesa y todavía no la he cumplido.
Ante esas palabras, los ojos de Tamiel se llenaron de lágrimas. Ertael miró a Lucifer y se acercó a él. Puso su mano en el hombro de su rey y dijo:
—Mi rey, mi hermano, nosotros nos unimos a ti por no querer arrodillarnos ante los humanos. Porque sentíamos que en la Ciudad de Plata nuestros poderes estaban desperdiciados. No podíamos sentir, no podíamos discernir, no podíamos pensar. En estos milenios junto a ti, en este desierto, fuimos libres de crecer, de desear. Es verdad que estamos condenados a este páramo, pero no nos arrepentimos de seguirte.
—Ertael tiene razón —dijo Tamiel con una sonrisa.
—Lo único que de verdad lamento es no haber logrado que paguen todos esos ángeles cobardes que solo se dedicaron a mirar.
Las últimas palabras de Ertael transportaron a Lucifer al día de la guerra.
El día en que cientos de ángeles se pusieron del lado del portador de la luz para intentar derrocar a las huestes celestiales. Antes de que estallara la guerra, miles de ángeles habían dicho que lucharían a su lado. Sin embargo, ese día solo estuvieron junto a Lucifer aquellos a los que había entrenado cuando era capitán de las huestes celestiales, a quienes había criado desde que su padre los creó.
Fueron cientos contra miles.
Un solo arcángel contra los cinco que defendían el Cielo.
El resto de los ángeles, temerosos de que esto fuera una prueba de su Señor o, sencillamente, de morir, huyeron y se escondieron a esperar que la batalla terminase.
Pero quienes lo respaldaron habían sido entrenados por el gran Lucifer. Y era él quien comandaba el ataque, dándoles fuerzas para no rendirse, para no ceder, para vencer. Cada uno de los miembros de la rebelión tenía el potencial de enfrentarse, solo, a una docena de los ángeles comandados por Micael.
La voz del arcángel de la justicia aún resonaba en su memoria. La podía escuchar ahora mismo, exigiendo su rendición, rogando que detuviera la locura que se vivía en la Ciudad de Plata. Recordó la expresión de Micael al ver que, aunque su lanza había perforado el yelmo de Lucifer, no logró detenerlo. Soportando el dolor, Lucifer alzó su espada en un ataque que le hizo un tajo en pleno rostro, pero no lo mató. Gabriel, el tercer arcángel, empujó a Micael para intentar salvarlo y recibió la mayor parte del daño.
Los ángeles de las huestes celestiales habían sido derrotados, no por su falta de poder, sino por su falta de voluntad. Al ver que Micael caía ante Lucifer, habían huido; y Lucifer, en señal de victoria, sacó de su pecho la lanza de Micael y la quebró. Luego, llamó a sus ángeles de confianza y más versados en combate: Apollyon, Valariel, Anduvariel, Ertael y los cinco que habían sido entrenados de manera rigurosa por Apollyon, denominados el Pentagrama de Hierro. Se adentraron en la Torre Blanca, el corazón de la Ciudad de Plata. Los ángeles defendieron el lugar lanzando cientos de flechas de luz, repelidas por un veloz Anduvariel. Se lanzaron al ataque con sus lanzas y espadas, pero no pudieron llegar hasta Lucifer. Apollyon atacó, seguido por el Pentagrama de Hierro, y destrozaron a cada ángel que quiso acercársele. Gabriel intentó utilizar su control sobre el viento, pero se vio vencido ante el poder de Ertael, estaba debilitado por el daño que había recibido. Finalmente, irrumpieron en el gran salón, donde Micael permanecía sentado en el suelo, herido.
Recordó a Micael pidiéndole que se detuviera. Lucifer ya tenía la espada levantada, preparada para decapitarlo, cuando su padre apareció. Apretó los puños al pensar en eso. Su padre, la razón por la cual había iniciado la guerra, había aparecido para salvar a Micael, su hijo predilecto.
Revivió en su mente cómo, en ese instante, reunió y canalizó toda su energía en una gran explosión que, para su sorpresa, no hizo ni un solo rasguño a su padre. Lucifer había notado, por primera vez, que el semblante de su padre era el de alguien sumido en la tristeza. Y entonces les ofreció a los rebeldes un pacto de paz: un paraíso personal donde ellos podrían ser libres y Lucifer rey y creador. Le entregó hasta un símbolo de poder y lo introdujo en su pecho para que fuera capaz de crear ciudades en ese nuevo reino, como una nueva Ciudad de Plata.
Lucifer y su ejército, creyendo que eso significaba que habían conquistado la victoria, aceptaron. Apenas lo hicieron, su padre proclamó que ya no pertenecían a las huestes y que jamás podrían volver, que ya no podrían llamarse ángeles. Los ángeles cayeron uno a uno, inconscientes, a la sombra del Reino de los Cielos, al reino que ahora se llamaba Infierno.
—¿Mi señor, se encuentra bien? —preguntó Tamiel.
Lucifer despertó de sus cavilaciones y lo miró. Tardó unos segundos en volver a la realidad y comprender que llevaba un rato muy largo mirando al suelo en silencio. Tamiel y Ertael lo observaban con preocupación.
—Estoy bien. Recordaba el final de la guerra.
—Hoy el final sería otro —dijo Ertael—. La legión demoníaca es lo suficientemente numerosa y fuerte como para despedazar a las huestes celestiales. ¿Se imaginan al patético Gabriel luchando contra alguna de las Seis Bestias?
—Lo imagino huyendo de ellas. —Sonrió Lucifer.
—Ataquemos, entonces.
—No tendría el mismo sentido, Ertael. Cuando me rebelé fue para destronar a mi padre. Para demostrar que era igual de fuerte que él. Atacar en este momento...
—Tal vez, si atacamos el Cielo, aparecerá —sugirió Tamiel.
Lucifer comprendía que esto bien podría ser otro de los planes de su padre. Sin embargo, algo dentro suyo le decía que no. Posó su mano sobre su pecho. Si su padre se había marchado a la Oscuridad, el lugar del que siempre había querido mantenerse alejado, significaba que algo había cambiado. Su padre no volvería a la Ciudad de Plata ni aunque ardiera, ya sea por voluntad propia o de otros.
—No será así —sentenció Lucifer.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Ertael, sorprendido.
—Ha cambiado. Sé que parece imposible, pero si yo he cambiado, creo que él también puede haberlo hecho. Hoy puedo admitir que, de los tres primeros hijos, soy yo quien más se le parece. Micael podrá creer que es él, porque siempre cumple sus órdenes. El amor de nuestro padre es lo único que de verdad le importa.
—El hijo favorito —observó Tamiel.
—Exacto. Gabriel, en cambio, siempre ha sido un cobarde que obedece por miedo. Siempre quiso ser más de lo que es, ser capitán de las huestes celestiales o sentir que era parte importante en los planes de mi padre. Le duele haber nacido después que nosotros dos, y no haber ayudado a nuestro padre a separarse de la Oscuridad.
—Entonces, Gabriel es el hijo tonto —dijo Ertael, riendo.
Lucifer respondió el comentario con una sonrisa algo melancólica.
—Yo, en cambio, a pesar de mi rebeldía, caminé los mismos senderos que mi padre. Soy el rey y creador de este lugar. Cuando llegué, solo era un desierto árido, creado por mi padre simplemente por el principio del todo. Como no hay arriba sin abajo y no hay frío sin calor, no podía existir el Cielo sin el Infierno. Pero yo lo convertí en lo que es ahora, en mi reino. Si mi padre se fue a la Oscuridad, me pregunto si tal vez debería seguir sus pasos. Como he hecho siempre, tratando de hacer lo contrario. Tal vez esto es lo que necesito para encontrarme con él y solucionar nuestros asuntos pendientes —dijo, alejándose de los ángeles caídos para que no sintieran la duda que crecía en su corazón, porque mientras más pensaba en el asunto, más creía que lo que había cambiado en su padre era el deseo de lucha. Y era esa falta de deseo la que lo había vencido ante la Oscuridad y alejado del reino que había creado.
—¿Y qué son esos asuntos? —preguntó Tamiel.
—Liberarlos a ustedes de este lugar al que jamás debieron venir. Y, luego de eso, si tengo que pagar su libertad con mi destrucción, que así sea —confesó Lucifer.
Los ángeles caídos se quedaron en silencio. Ertael apretó los puños y los ojos de Tamiel se llenaron de lágrimas. Ese no podía ser el final.
Ahora, Lucifer tenía que agregar la otra opción, la alternativa a su destrucción. Explicar de qué manera planeaba evitar ese destino. Iba a guiarlos, como siempre, hacia su sino victorioso. Pero no dijo nada.
—Tu mirada es frágil —dijo finalmente Tamiel —. Jamás te había visto de esta manera. Me recuerdas a los humanos que conocí en el Bosque de los Suicidas. Aquellos a los que el peso de la vida quebró.
—¡¿Qué estupidez dices?! —preguntó Ertael, molesto.
—Yo te entiendo, hermano. Si los humanos, que tienen vidas efímeras, pueden sentir que quince o veinte años de tedio, sufrimiento y amargura es suficiente, ¿por qué el primero de los caídos, que lleva eones cargando el peso de la derrota, no podría sentir lo mismo?
Lucifer observó a Tamiel. Lloraba.
—Tu preocupación por mí me conmueve. Sin embargo, te equivocas. Yo tengo razones por las que no renunciar. Estoy viendo dos en este mismo instante.
—Valariel —dijo Ertael, señalando por encima de ellos.
Valariel era un ángel caído de contextura similar a la de Tamiel, pero con cabello dorado corto y rostro más tosco. Al igual que Apollyon, llevaba puesta su armadura de guerra. Su presencia allí solo podía significar una cosa.
—Valariel —dijo Lucifer a modo de saludo.
—Mi señor, disculpe que lo moleste, pero algo sucedió con la serpiente.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Prefiero que venga a verlo en persona, si es posible.
—¿Dónde está Anduvariel? —preguntó Lucifer preocupado.
—Vigilándola. Me pidió que lo busque cuanto antes.
—Ertael y Tamiel, por favor, busquen al resto de los ángeles caídos, vayan con Apollyon y quédense junto a él. Díganle que está a cargo en mi ausencia.
Los ángeles asistieron sin cuestionar.
—¿Qué es lo que planeas hacer? —preguntó Tamiel.
—Por el momento, tengo que ver qué es lo que pasa con el prisionero —dijo Lucifer—, pero luego creo que iré al Cielo a hablar con mi hermano.
—¿Con Micael?
—Seguramente sea el nuevo soberano. Intentaré que entienda la gravedad de la situación y que puede solucionarse dándoles a ustedes la libertad.
—¿Y qué pasará contigo? —preguntó Ertael, algo huraño.
—Si mi hermano accede, iré hacia la Oscuridad a buscar a mi padre.
—¿A la Oscuridad? —preguntaron al unísono.
—¡Eso es imposible! —dijo Ertael.
—Toda mi vida fui entrenado para combatirla, Ertael, así que no me subestimes.
—No quise ofenderte.
—No lo haces ni lo harías jamás —dijo Lucifer con una sonrisa amistosa, poniendo su mano sobre el hombro de Ertael, quien lo miró satisfecho.
—¿Cuándo vas a regresar? —preguntó Tamiel.
Lucifer se mantuvo en silencio un instante, antes de dedicarle una sonrisa a Tamiel.
—Dudo que regrese.
Le hizo a Valariel una señal para marcharse.
—Lucifer —dijo, adelantándose, Tamiel—, por favor, no te marches sin decir adiós.
Lucifer abrazó al ángel y lo besó en la frente. Luego, para sorpresa de todos, se arrancó un mechón de cabello y se lo entregó a Tamiel, que le dedicó una mirada agradecida. Se alejó de él y miró a Ertael. Ertael le extendió su mano y el rey de los Infiernos la apretó con fuerza.
—Ustedes saben lo que siento —dijo Lucifer, dándoles la espalda—. Daría mi vida por ustedes y no sentiría arrepentimiento alguno.
Valariel los miraba confundido, pero no pidió explicaciones. Ambos extendieron sus alas y levantaron vuelo hacia el lugar donde se encontraba el prisionero, dejando a los dos ángeles caídos detrás.
En la distancia, Lucifer vio a sus hermanos y se preguntó si sería la última vez que lo hacía.