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Lucifer, por primera vez desde que comenzó su reinado en el Infierno, se sentía derrotado. El título que antes ostentaba con orgullo se había convertido en una carga. Su deseo de venganza, que solía alimentar su corazón, se había transformado en un fruto amargo.

Se encontraba sentado en el borde de una de las montañas más grandes del inframundo, vestido solamente con una toga que dejaba sus blancas y largas piernas al descubierto, con la mano derecha enredándose en sus rizos rubios y la mirada perdida en el horizonte rojo. A los pies de la montaña se erigían varias edificaciones, construidas por los humanos obligados a obedecer por toda la eternidad a los comandantes del Infierno. Era una ciudad habitada por miles de demonios pertenecientes al Sexto Círculo. Se llamaba Ziraku y estaba formada por una gran cantidad de edificios. Casas comunales atiborradas por distintos tipos de demonios se replicaban en grandes cantidades. Se reproducían como cucarachas. En el centro se elevaba un coliseo donde las almas humanas luchaban para el deleite de los duques infernales. Los guerreros que formaban parte del espectáculo lo hacían por voluntad propia. Si vencían, serían recompensados y transformados en demonios, lo que les permitiría escapar de la tortura y castigo eterno; si eran derrotados, seguirían sufriendo. A las afueras de los muros de la ciudad había un mercado donde se negociaban desde servicios hasta alimentos. Como los demonios habían sido seres humanos y aún encontraban placer en la comida, los más débiles a menudo terminaban convertidos en bocadillos. Los esclavos y los favores eran usados como pago en esos intercambios.

Ziraku era gobernada por tres duques, demonios pertenecientes a un rango medio de la Legión Infernal. Lucifer les había otorgado esos cargos. En un comienzo, solamente él y los ángeles caídos gobernaban sobre el destino de los humanos condenados, pero con el tiempo, y por la insistencia de los demonios, decidió dividir el Infierno. Había creído que iba a ser divertido ver cómo los demonios manejaban la creación de ciudades, la distribución de rangos y las rivalidades que fueran apareciendo entre ellos. Después de todo, descendían de las almas corrompidas de los miserables humanos. Por un tiempo lo entretuvo, pero ya no.

Se incorporó, extendió sus alas blancas, que resplandecían como si estuvieran bañadas en la luz del sol, y levantó vuelo.

Sobrevoló otras ciudades camino al Bosque de los Suicidas.

Últimamente viajaba seguido allí. Hablaba con los humanos y les preguntaba por qué habían tomado la decisión de terminar con sus vidas. Las respuestas eran variadas, pero a diferencia de aquellas almas que se encontraban esparcidas por el Infierno, ninguno de ellos se arrepentía de lo que había hecho.

El bosque había comenzado con un solo árbol, nacido para acompañar el alma del primer mortal que cometió el pecado de atentar contra la vida que se le había otorgado. Mató a su mujer y a sus hijos de una manera brutal y luego se quitó la vida. Como asfixiarse una vez no le había alcanzado, llegó a los páramos infernales con la idea de repetir su acción una y otra vez hasta que Dios lo perdonara. Aún continuaba en ese viejo árbol, atando la soga a sus ramas sin hojas, colocando la cuerda alrededor de su cuello y lanzándose sin llegar nunca al suelo. Una y otra vez, para toda la eternidad. Su muerte nunca llegaría porque ya no estaba vivo.

La humanidad jamás le había gustado a Lucifer. En el momento en que conoció a Adán, sintió que jamás se había creado una criatura más inútil que aquella llamada hombre. La idea de que su padre los había hecho parecidos a ellos, solo que sin poder alguno más que el libre albedrío, le parecía una falta de respeto hacia todos los seres celestiales. Odiaba ver que tenían rasgos físicos tan similares. Por fuera, lo único que diferenciaba a un humano de un ángel eran las alas. Pero por dentro, la diferencia era grande, muy grande.

Caminó hacia uno de los árboles. Era de un color pálido, igual que todos los demás. El tronco era delgado y sus ramas se extendían de manera errática. En él sollozaba, engullida por el árbol hasta el tórax, una joven. Tenía los brazos libres y en la mano derecha sostenía un cuchillo con el que se cortaba el brazo izquierdo. Se paró frente a ella. Con una mano curó las heridas que se había infligido y con la otra tomó su mentón para verla a los ojos. Tenía la mirada perdida, demasiado agotada en su suicidio eterno como para prestarle atención. Lucifer extendió el anular, que comenzó a brillar. Un hilo de luz avanzó desde su dedo hasta el pecho de la joven, atravesándola con facilidad. La muchacha dejó de temblar y sollozar. Sus ojos se pusieron en blanco, dejó caer el cuchillo y se quedó inmóvil ante él.

—¿Por qué lo hiciste?

—Estaba harta de mi vida —respondió ella en un tono monocorde.

—¿Harta? ¿De qué?

—De mi trabajo, de mi pareja, de mi familia.

—¿Y acabar con tu vida era la única solución?

—No podía hacer otra cosa.

Lucifer movió el dedo y el hilo de luz que los conectaba desapareció. El color celeste volvió a los ojos de la muchacha y nuevamente comenzó a temblar, buscando el cuchillo que se le había caído al suelo, incapaz de alcanzarlo.

Lucifer se alejó, lleno de frustración. Se sentía furioso consigo mismo por empatizar con la muchacha y con el resto de los mortales que se encontraban en ese bosque. Con su desazón y su falta de esperanza. Sabía que, tanto ellos como él, estaban atrapados en el Infierno, pagando el precio por sus pecados para toda la eternidad. El pecado de rebelarse contra su padre. La vida que le fue otorgada no era la que ella deseaba y por eso se la había quitado. Ella no era responsable de matanzas o actos perversos y, sin embargo, al igual que otros que compartían su suerte, se encontraba allí. Por haber despreciado el regalo de la vida.

En tiempos lejanos, su estadía en el Infierno había resultado vigorizante, una manera de reclutar criaturas que le sirvieran para la siguiente gran guerra, donde podría enfrentar a su padre y sus hermanos. Ahora, su deseo de lucha se había extinguido. El tiempo le había hecho comprender que su padre había diseñado la creación de tal manera que no existía oportunidad de derrotarlo. La única razón por la que no se había marchado del Infierno era el cariño que sentía por sus ángeles caídos. Jamás podría perdonarse si los abandonaba.

Lucifer voló en dirección al corazón del Infierno, donde había edificado la Torre Negra, un baluarte alto cuya mirada abarcaba todas las ciudades infernales. Alrededor de ella habían caído los primeros humanos pecadores, para sufrir hasta que llegara la redención. Pero no siempre había sido así. En los primeros tiempos del Infierno, antes de convertirse en un símbolo del poder de Lucifer sobre los demonios, la torre había sido una simple morada. Sus salones eran réplicas de las pequeñas habitaciones que él y sus compañeros habían compartido en la época en que eran parte de las huestes celestiales. Con el tiempo, y con el surgimiento de los primeros demonios, muchos ángeles caídos abandonaron el lugar para irse a tierras más lejanas, y Lucifer, acompañado de un puñado de ellos, lo transformó en la estructura más imponente del Infierno. Al igual que la Torre Blanca del reino de su padre, que solo podía ser visitada por los ángeles de más alta jerarquía, salvo que se extendiera una invitación formal, así funcionaba la Torre Negra del ángel caído.

Al llegar a la cima de la torre, la piedra oscura se abrió, permitiéndole entrar directamente al salón del trono. Lucifer caminó por la habitación, rodeando la mesa circular en la cual se sentaba a debatir. Miró sin interés la biblioteca en la que almacenaba la historia del Infierno desde el momento en que llegó.

Tanto había cambiado desde ese día.

Se sentó en el trono y apoyó sus brazos, dejándose caer contra el respaldo. Cerró los párpados y se dispuso a meditar, actividad que realizaba hace un tiempo, pero lo atravesó un fuerte dolor en el pecho. Abrió los ojos, turbado. Se levantó y se mareó. Miró alrededor, estaba completamente solo. Las piernas le pesaban y creyó que su corazón iba a explotar. Cayó. A través del dolor, forzó sus sentidos para tratar de identificar la presencia de algún intruso que tuviera la habilidad para atacarlo de esa manera, pero no encontró a nadie en la habitación. Extendió su aura para percibir alguna energía hostil, pero no pudo distinguir nada. Y, tan rápido como había llegado, el dolor se fue. Lucifer quedó transpirado y agotado en el suelo del salón. Jamás había experimentado algo así, ni siquiera cuando fue expulsado por su padre del Reino de los Cielos.

—¡Valan! —gritó.

La puerta del cuarto se abrió. Valan, un ángel caído de gran porte y mirada afilada, ingresó velozmente. Portaba una armadura pesada de color negro y sostenía una lanza cuya punta afilada emitía un destello de luz violeta. Observó la habitación, alerta, e hizo una reverencia a su rey.

—Mi señor.

—¿Algún demonio quiso hablar conmigo el día de hoy?

—No, mi señor, nadie.

Lucifer volvió a sentarse en el trono y observó a Valan. No había nada extraño en él, era el mismo guerrero que había conocido en los días en que ambos vivían en el reino de su padre. Volvió a tocarse el pecho. Estaba intacto, aunque sentía que alguien le había arrancado y destrozado un pedazo de sí mismo. La sola idea de que un demonio fuese capaz de semejante acto le resultó ridícula. Pero el dolor había sido real y la sensación de que algo lo había abandonado permanecía. Pensó en sus hermanos, aquellos que habitaban el reino de su padre, pero jamás intentarían atacarlo de esa manera. Es más, jamás intentarían atacarlo.

Sumergido en sus pensamientos, apenas se percató de que Apollyon, el ángel caído más fiel de toda la legión, su mano derecha en la rebelión contra el Cielo y ahora comandante de un grupo de elite conocido como el Pentagrama de Hierro, entraba por la puerta principal.

Apollyon era un ángel de rostro agraciado, con una contextura física delgada, pero marcada. Sus ojos dorados brillaban de manera única. Su belleza podría haber competido con la de Lucifer, pero su mirada gélida inspiraba temor. Llevaba puesto un yelmo color ópalo que cubría casi todo su rostro y su espada, ubicada a un lado del cinturón. Era una de las armas creadas en la Ciudad de Plata y permitía al ángel canalizar sus poderes de fuego. Un fuego hecho para purificar que, con sus habilidades, había logrado transformar en uno alimentado por su furia, capaz de cortar absolutamente todo.

—Apollyon.

—Mi señor —saludó haciendo una reverencia—. Le pido que venga conmigo de inmediato.

—¿Qué sucede?

—No es seguro hablar en este lugar, señor. Por favor, venga conmigo.

Lucifer asintió y se dirigió a Valan.

—Quédate en el salón.

—Sí, mi señor.

—Al primer demonio que entre, captúralo.

—Sí, mi señor.

Lucifer le puso una mano en el hombro a Valan, que se mantenía firme en el centro del salón.

—Gracias.

Valan no contestó, pero le dedicó una sonrisa. Lucifer se giró hacia Apollyon.

—Saldremos por la cima de la torre.

—De acuerdo, mi señor.

El techo se abrió. Lucifer extendió las alas y miró a Apollyon. Él echó a volar y Lucifer lo siguió. Mientras atravesaba el cielo rojo, apenas detrás de su subordinado, mantuvo el silencio. Confiaba en Apollyon como no lo hacía en ningún otro. Era su mano derecha desde que ambos formaban parte de las huestes celestiales y había sido el primero en sumarse a su rebelión.

Se alejaron de las ciudades infernales, de los bosques marchitos, de los campos de tortura, de los ríos de cadáveres, de las montañas de fuego y llegaron a los terrenos del reino que aún permanecían inhabitados. Únicamente el rojo sol iluminaba la tierra seca debajo de ellos. Esto le despertaba más interrogantes. La única vez que se había alejado tanto de la Torre Negra había sido para visitar a un enemigo de su padre que se encontraba prisionero en su territorio. Tal era su poder, que los ángeles de las huestes celestiales, con el permiso de Lucifer, lo habían dejado allí para que su presencia no los corrompiera, y aconsejaron al rey del Infierno que lo mantuviera alejado de los demonios.

Finalmente, Apollyon descendió y Lucifer lo siguió. Había un ángel tendido en el piso. Sus alas habían sido arrancadas y estaban tiradas a un lado. Su cuerpo delgado parecía quebrado, lucía como un títere al que le cortaron las cuerdas.

De pie junto a él estaba Manguelien, un caído que trabajaba bajo la guardia de Apollyon. Era más alto y fornido que ellos. Vestía una armadura de color negra y en la mano sostenía un tridente. Su rostro parecía tallado en piedra y sus brazos cruzados eran tan anchos que podían confundirse con un gran escudo. Sus ojos grises posaban sobre el intruso en el suelo. Sin duda alguna, había sido él quien interceptó al ángel proveniente de la Ciudad de Plata y lo atacó de tal manera que le resultó imposible volver a levantarse.

—¿Qué es esto? —preguntó Lucifer al llegar junto al ángel.

—¡Habla, maldito! —gritó Manguelien.

El ángel empezó a llorar y temblar, sus sollozos incomprensibles. Lucifer lo tomó del cuello y le acercó su mano. Creó un hilo de luz que se extendió desde su dedo anular hasta el pecho del ángel. Entonces, dejó de llorar y moverse. Sus ojos, en blanco, se enfocaron en Lucifer.

—Habla ahora, ángel. Dime tu nombre.

—Azafariel.

—¿Qué te trae al Infierno?

—Quiero unirme a las legiones infernales.

Tanto Manguelien como Apollyon dejaron escapar una risa. Lucifer los miró y esbozó una sonrisa cómplice antes de volver a mirar al ángel.

—¿Y por qué deseas eso?

—Porque nuestro padre ha muerto y yo no quiero morir cuando ustedes vayan a destruir el Cielo.

Lucifer soltó abruptamente al ángel. El hilo de luz que lo había obligado a hablar inhibía su capacidad de mentir.

¿Su padre había muerto? ¿Cómo era eso posible? Rompió su conexión con el ángel y se perdió en sus pensamientos.

Azafariel empezó a gimotear nuevamente por el dolor. Apollyon, al observar el rostro de su rey, se arrodilló junto al ángel y cerró con fuerza la mano alrededor de su garganta.

—Mi señor no necesita oírte llorar.

—Señor —dijo Manguelien, mirando a Lucifer—, ¿cree que sea una trampa?

—No. Ni mi padre ni Micael necesitarían montar esto. No enviarían a un ángel a sufrir. Son orgullosos, creyentes absolutos de su poder. No serían tan crueles de hacerle esto a uno de los suyos.

Lucifer volvió a llevarse la mano al pecho. Su padre le había enseñado a confiar en sus instintos y algo le decía que lo que había sufrido en la torre tenía relación con la visita inesperada. ¿Quién podría haber sido capaz de derrotar a su padre? No había nadie, en el Cielo o en el Infierno, con tal poder. No, solo él era capaz de semejante hazaña, salvo que la amenaza que preocupaba a su padre cuando Lucifer era capitán de las huestes celestiales finalmente hubiera mostrado su presencia.

El ángel seguía retorciéndose en el suelo, silenciado por el firme agarre de Apollyon.

—Azafariel, ¿qué te hace pensar que nuestro padre ha muerto? —preguntó finalmente.

—Lo ha dicho Gabriel —graznó el ángel cuando Apollyon dejó de apretarle la garganta.

—Gabriel no es de fiar, hiciste mal en tomar su palabra —dijo Lucifer.

—No habló conmigo, sino con Micael. Le decía que era imposible que su padre hubiera muerto y Micael le respondió que su presencia había desaparecido en la oscuridad.

La respuesta cayó sobre Lucifer como un golpe. Desaparecer en la oscuridad no era un eufemismo para la muerte. Azafariel no había entendido a qué se refería Micael. Pero él sí.

Lucifer y Micael habían nacido de la mente de su padre para enfrentarse a la Oscuridad y sellarla lejos de su realidad. Todo esto antes de forjar la Ciudad de Plata. Tanto el Infierno como el Cielo se encontraban bloqueados ante el Reino de la Oscuridad. Había rumores de que el reino de los humanos tenía una conexión con él, pero Lucifer, que jamás había estado en la Tierra, no sabía si era cierto.

Si su padre había desaparecido en la Oscuridad, ¿significaba que había renunciado al poder del Cielo? Era solo cuestión de tiempo para que más ángeles, cobardes como Azafariel, llegaran al Infierno, y entonces sería momento de atacar.

—Mi señor —intervino Apollyon en voz baja—, si Azafariel no miente, significa que podremos conquistar el Cielo.

—Podrá destruir a sus hermanos y tomar el trono de su padre —exclamó Manguelien con una sonrisa.

Los ángeles caídos tenían razón. Sin la presencia de su padre, era capaz de liderar a sus compañeros a una segunda rebelión. Con la ayuda de las legiones infernales de ángeles caídos y demonios, conquistar el Cielo sería una tarea sencilla.

—Mi señor, parece que nos han seguido —gruñó Apollyon, observando detrás de ellos.

En el cielo rojizo del Infierno podía verse una nube negra moviéndose hacia donde se encontraban reunidos. Lucifer la miró fijamente y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Belial.

—¿Qué hacemos, mi señor? ¿Lo atacamos? —preguntó Apollyon, en guardia.

—No. Si matamos a un demonio tan antiguo, los demás se alterarán, y no estoy de humor para una guerra civil. Apollyon, destruye a este ángel.

El aludido frunció apenas el ceño, pero un segundo después desenvainó la espada y, con un corte rápido, decapitó a Azafariel. Luego deslizó la espada sobre el suelo. Brotaron de la punta unas chispas que, al tocar el cuerpo y las alas rotas del ángel, se transformaron en un fuego intenso que transformó el cadáver en cenizas en cuestión de segundos.

Belial ya estaba cerca. Detrás del demonio, una figura corría por el desierto. La nube oscura compuesta por moscas que era Belial descendió frente a los ángeles y empezó a zumbar y tomar forma humanoide. Se veía como una sombra humana que se distorsionaba. La criatura que lo acompañaba tomó impulso y saltó por encima de ellos, poniéndose a sus espaldas. Era del tamaño de un elefante. Parecía un soldado montado en un alazán. Su rostro era asemejaba el de un león y tenía un aguijón de escorpión en lugar de cola. Llevaba una lanza grande en la mano derecha y la izquierda era una garra. Miraba a Lucifer con ansias. Ambos demonios hicieron una reverencia ante su rey.

—Belial, señor de las moscas, miembro de las Seis Bestias infernales. Alozerio, duque infernal —saludó Lucifer—. ¿Qué hacen aquí?

—Simplemente, veníamos a averiguar qué es lo que sucedió para que usted se aleje tanto de las ciudades del Infierno —respondió Belial.

—¿Acaso me están vigilando?

—No, mi señor, solo queríamos saber si está bien —acotó Alozerio.

Lucifer ignoró la respuesta del demonio con forma de bestia y se enfocó en Belial.

—¿Qué escuchaste? ¿Qué viste?

—No entiendo a qué se refiere, mi señor.

—No preguntaré otra vez.

La criatura sostuvo el silencio por un momento antes de hablar.

—Las cenizas que se esparcen son lo que queda de un ángel que vino desde el Cielo para unirse a nuestras legiones porque su padre ha muerto.

—Lo que significa que es el momento ideal para atacar —agregó Alozerio.

Lucifer se giró para mirar con desprecio a la criatura, quien retrocedió unos pasos ante la mirada de su rey, y volvió a enfocarse en Belial. Sabía que era el demonio más astuto de toda la legión infernal. Si lo destruía ahora, habría represalias. El señor de las moscas jamás hacía un movimiento sin tener un plan de respaldo. Además, nunca tendría la seguridad de haberlo vencido realmente.

—¿El momento ideal para atacar? —preguntó Lucifer en tono burlón—. ¿Ya fuiste al Desierto Gris y corroboraste que no haya ángeles de expedición allí? ¿O tus hombres fueron al Cielo y observaron las huestes celestiales?

—No, sabe muy bien que tenemos prohibido salir del Infierno —dijo el demonio, mirando con desprecio a Manguelien—. Nuestras oportunidades de ganar sin la presencia de su padre son altas. Podemos aprovechar el momento de desesperación por el que están pasando y lanzar un ataque que los devaste.

—Belial, ¿opinas como él?

—Yo solo he venido a ver cómo estaba, mi señor, eso es todo. Si usted desea ir a la guerra, lo seguiré junto a mis fuerzas, por supuesto. Daría todo por usted —respondió el demonio con un tono inocente.

Lucifer sonrió ante la astucia de Belial. Había dejado que el demonio se encargara de expresar sus ideas, sabía que solo por hablar se había convertido en un objetivo a exterminar.

—Aún no haremos nada, tengo que meditar lo que acaba de suceder —dijo finalmente Lucifer.

Belial mantuvo el silencio, pero Alozerio golpeó el suelo con su aguijón en señal de frustración. Tanto Apollyon como Manguelien apoyaron las manos en sus armas.

—Alozerio, ¿tienes problemas con mi decisión?

—Sí, mi señor, disculpe. Creo que este momento es fundamental para nosotros, es hora de que los demonios asciendan.

—Si tanto deseas ir a la guerra, ¿por qué no juntas a tus tropas y atacas?

Alozerio se quedó en silencio, su respiración entrecortada y sus ojos fijos en Lucifer.

—Permíteme recordarte por qué. No lo haces porque tus tropas no son lo suficientemente fuertes. Necesitas a toda la legión para triunfar y la legión es liderada por diversos demonios. Y esos demonios solo obedecen a una entidad. Lamentablemente, para tus planes, esa entidad soy yo. Ahora actúa como un buen sirviente, querido duque, antes de que yo actúe como un buen amo que está enojado con su animal y te azote hasta que te calmes.

El demonio observó a Lucifer con odio, tensó su aguijón y se dispuso a atacar. Saltó con rapidez para intentar embestirlo, pero Apollyon desenfundó su espada con agilidad y fue a su encuentro. Alozerio desvió el aguijón, que impactó contra el peto de la armadura del ángel caído.

—Mi veneno te destruirá, Apollyon —exclamó con una sonrisa victoriosa.

—Si tan solo tu aguijón fuese tan fuerte como tu veneno.

Alozerio observó dónde había golpeado con el aguijón. La punta estaba incrustada en la armadura del caído. La había quebrado, pero no había logrado traspasar el hierro y ahora su arma se encontraba atrapada. Apollyon deslizó su espada, cortó la punta del aguijón y se alejó para esquivar el veneno que fluía por la herida del demonio. Este retrocedió, herido, dejando ponzoña por todo el suelo. Apollyon extendió las alas y se lanzó al ataque. Cortó la cola del demonio.

—¿Qué harás ahora sin tu veneno, Alozerio? —preguntó Apollyon, mientras su oponente gemía de dolor.

El demonio lo atacó con su lanza. El ángel caído esquivó rápidamente el arma y contraatacó con cinco feroces golpes de su espada. El primero lo dirigió al brazo derecho, el resto a cada una de las patas. Lo dejó tullido en el piso, derrotado y abatido.

—Belial, espero que observes bien lo que le sucede a quienes desafían mi voluntad —dijo Lucifer, sin mirar al señor de las moscas.

Se acercó al demonio que se desangraba en el suelo. Lo hizo a paso lento y con la mirada fría, observándolo fijamente a los ojos.

—Antes de que llegaras, yo ya estaba en el Infierno. Antes de que tus garras hirieran a un oponente, yo ya estaba peleando contra las criaturas más fuertes de la creación. Así que te haré entender de una vez por todas, y a ti también, Belial, que les guste o no, en este lugar yo sigo siendo el rey y la palabra del rey es incuestionable.

—Por favor, mi señor, perdóneme —suplicó Alozerio.

—Criatura estúpida —dijo Lucifer, mirándolo con desprecio.

Lucifer extendió sus manos hacia él. En cada palma aparecieron unos pequeños puntos que empezaron a crecer y de donde brotaron llamas de color azul. El demonio observaba aterrado y comenzó a gritar cuando el fuego empezó a consumir su cuerpo.

—Estas llamas son la razón por la cual me llamaron, en alguna ocasión, el pastor de soles. Este es el fuego de la creación, por lo tanto, también el fuego de la destrucción. Con estas llamas fueron moldeadas muchas de las creaciones de la Ciudad de Plata, y también las creaciones del Infierno. Considera un inmerecido honor ser destruido por ellas.

A diferencia de Azafariel, cuyo cuerpo se redujo a cenizas, el de Alozerio iba desapareciendo, como si jamás hubiese existido. Cuando las llamas se extinguieron, el silencio llenó el vacío por unos momentos.

—Belial, dame una razón por la que no deba destruirte —dijo Lucifer.

—Usted puede destruirme cuando quiera, mi señor. Vivo para servirle.

Lucifer rio ante el comentario del artero demonio.

—Se lo juro, mi señor. Incluso en estos días, en que los traidores corren rumores de que usted ya no es el mismo, en que algunos duques se preguntan qué sucede con nuestro amo, que camina errante por el Bosque de los Suicidas, que se encierra en su torre, que ya no nos habla... yo me mantengo fiel, silenciando esas voces.

Lucifer apretó los puños. Conocía bien a Belial. No le extrañaría que hubiera fragmentos suyos, pequeñas moscas demasiado alejadas como para ser visibles, pero aun así útiles, para espiarlo y transmitir sus mensajes. El demonio debía haberlo vigilado y compartido sus descubrimientos con las legiones infernales. De todos modos, Belial aún temía a su poder y a su legión de ángeles caídos. Casi tanto como temía al arcángel Micael y sus tropas. Sabía el juego que estaba jugando, pero de nada servía malgastar ahora su tiempo y fuerzas en él.

—¿Qué es lo que deseas, Belial? —preguntó.

—Quiero que ganemos la guerra contra el Cielo. Una vez usted tenga el Cielo, yo podría tener más lugar en el Infierno. Realmente deseo ayudarle, mi señor. Alozerio me siguió porque no confiaba en mí, no lo invité.

A pesar de la furia que sentía Lucifer, el fuego de sus manos fue apagándose hasta que solo quedaron los puntos de energía. Al cerrar sus palmas y abrirlas de nuevo, estos habían desaparecido también.

—Si guardas este secreto hasta que yo decida que es la hora de atacar, te prometo una porción mayor del Infierno. Pero si hablas, voy a destruirte. No me importan las consecuencias que pueda traer una guerra en este lugar.

Belial se inclinó para hacer una reverencia en señal de sumisión.

—Ahora vete. Y si alguien pregunta por Alozerio, lo destruiste tú. Seguro sabrás cómo narrar la historia para aumentar tu posición entre los de tu clase.

El demonio hizo otra reverencia y su cuerpo se desintegró, formando nuevamente una nube de insectos alados. Se alejó lentamente del lugar donde ahora solo quedaban los tres ángeles caídos.

—¿No hubiese sido mejor destruirlo? —preguntó Manguelien.

—Belial es un demonio muy sagaz. No se presentaría aquí sin reservar una parte de sí en otro lado, lista para incentivar una rebelión. Necesito mantenerlo expectante de la situación. Su ambición de poder es la única certeza que puede tenerse de él.

—Mi señor, ¿puedo preguntarle algo? —consultó Apollyon.

—Siempre —respondió Lucifer, sonriéndole.

—¿Cómo se siente respecto a lo que le pasó a su padre?

Lucifer caviló. En parte, era un alivio saber que finalmente su creador había abandonado el trono de la Ciudad de Plata. La idea de un Cielo en crisis, donde todos aquellos que se habían enfrentado a él sintieran el pánico de sobrellevar una existencia sin su gran líder, le agradaba. Pero, por otra parte, era su padre. Y que fuera la Oscuridad la involucrada en todo el asunto le daba mala espina. ¿Qué pasaría si los seres de la Oscuridad pretendían algo más que a su padre? ¿Podría proteger a sus compañeros de ellos?

—No sé cómo sentirme, Apollyon —le respondió finalmente, con honestidad, pero sin mencionar sus preocupaciones para no asustarlo—. ¿Tú cómo te sientes? Manguelien, ¿qué opinas? También era su padre.

—Yo jamás hablé con él como ustedes lo han hecho —respondió Manguelien —. Desde mi punto de vista, Apollyon es más mi padre que él.

Apollyon sonrió con el comentario y, después de meditar su respuesta, dijo:

—Yo estoy feliz, porque significa que ahora usted, mi señor, es libre de hacer lo que le plazca. Aunque mi felicidad es agridulce, porque creí que en algún momento su padre vendría al Infierno para reconocer su error. Ahora eso será imposible.

Lucifer asintió y, agitando sus alas, despegó del suelo. Sus compañeros lo imitaron.

—¿Qué es lo que planea hacer, mi señor? —preguntó Manguelien.

Lucifer contempló el Infierno y recordó la primera vez que admiró la inmensidad de ese reino que se encontraba debajo del de su padre, como si de una sombra se tratara. Había llegado a él luego de una gran caída. Una caída que había sentido eterna y, sin embargo, terminó. Pensó en sus hermanos, que habían caído después que él, en sus lágrimas y en sus lamentos. Luego, miró a Apollyon, vio en él a todos sus compañeros y recordó el juramento que tomaron. Recordó algo que había olvidado, abatido por la sensación de derrota que lo había embriagado el último tiempo.

—¿Qué es lo que planeo hacer, Manguelien? Ahora mismo, ordenarles que se dirijan a la Torre Negra. Deberán juntar a nuestros compañeros de armas. A todos aquellos que se encuentran esparcidos cerca de las ciudades. Yo me encargaré de visitar a los que están lejos.

Manguelien y Apollyon asintieron con sorpresa y se alejaron en dirección al centro del Infierno. Lucifer se alejó hacia el noroeste, en busca de aquellos en quienes más confiaba, con una ligera preocupación creciendo en su corazón.