Procedente de la literatura de salón y reticente por décadas a traspasar el ámbito doméstico y a dar a la imprenta sus escritos, en 1849, «Fernán Caballero», por desconocidas razones, suspende definitivamente sus pasadas reservas y obsequia al público una de sus últimas producciones, La Gaviota, novela original de costumbres españolas.
Cuando aparece la novela, la nación está sumergida en una difícil coyuntura histórica y literaria. Consumada la cerrazón nacional característica de finales de su Antiguo Régimen, el período en que La Gaviota ve luz son años de apertura y de un meritorio intento nacional por, intelectualmente, ponerse al día en los diversos sectores de la cultura europea. En lo literario, no obstante, y hasta el momento, el país disfruta de algunas decentes producciones dramáticas y de algunos interesantes artículos de costumbres, pero muy poco más. Nada original en el género novelístico, precisamente cuando, en el Continente, la novela vive uno de sus más fructíferos períodos, y cuando, en casa, la recién establecida libertad de imprenta (Real Orden del 17 de agosto de 1837) y la reciente implementación del negocio editorial abren una inaudita oportunidad, que, de momento, tan sólo aprovechan los traductores de folletines.
En estas circunstancias, no sorprenden los parabienes con que Eugenio de Ochoa (La España, 26 de agosto y 18 de septiembre de 1849) recibe la novela de Fernán Caballero poco después de su aparición. El crítico se congratula, primero, porque La Gaviota es una novela original y, también, porque luce unos rasgos totalmente opuestos a los de la novela traducida. Frente al interés logrado a través del efectismo, la extravagancia y la sentimentalidad, frente a la complicación y lo enmarañado de los argumentos y frente a la falsedad de los escenarios y personajes de los folletines, al crítico le parece que La Gaviota inaugura un nuevo modo de novelar, por su interés, hábil y naturalmente sostenido, por la simplicidad de su argumento y por la verdad de sus personajes y descripciones, títulos por los que saluda a Fernán Caballero como el «Walter Scott español».
El parangón de Ochoa, si bien encomiástico, no era gratuito. El crítico había vislumbrado en la novela de Fernán Caballero la seña de identidad del escocés: el tema nacional, desarrollado a la manera de estudio socio-histórico. Y, efectivamente, el asunto de La Gaviota, como predecía Ochoa, era la definición nacional, pero una definición alcanzada a través del minucioso análisis de una pequeña parte de su territorio, la región. Esta realidad, a saber, que la novela de Fernán Caballero era una producción regionalista, la reconocía años más tarde Benito Pérez Galdós en su emblemático estudio sobre la novela moderna contemporánea (Revista de España, 1870): «En la novela de costumbres campesinas, Fernán Caballero y Pereda han hecho obritas inimitables». También, veinte años después, Marcelino Menéndez Pelayo repetía lo mismo en su prólogo a las Obras completas de D. José M. de Pereda (1884). El mérito supremo de La Gaviota –afirmaba el santanderino– era el «haber creado la novela moderna de costumbres españolas, la novela de sabor local», y añadía: «en este concepto [son] discípulos suyos cuantos hoy la cultivan, y entre ellos Pereda, que ... se ha gloriado siempre de semejante filiación intelectual».
Ahí, pues, residía una de las grandes innovaciones de La Gaviota: en la introducción del tema nacional en la novela española del siglo XIX. Otra consistía en inaugurar la novela regionalista. Una tercera, en hacer lo primero y lo segundo con un coherente fundamento filosófico e histórico, de filiación tudesca, que perseguía no sólo la determinación de la cultura del país, sino también su regeneración. En estos propósitos, nuestra obra anticipaba –como se verá después– toda la novelística y la mejor filosofía española de la segunda mitad del siglo XIX, las cuales, en un grado u otro, definían la nación y las cuales, de un modo u otro, tenían finalidad regeneracionista.
La definición y la regeneración de La Gaviota, sin embargo, derivaban del ABC ideológico del tradicionalismo. Lo que, naturalmente, no escapó a sus contrarios. Armando Palacio Valdés, en Los novelistas españoles. Semblanzas literarias (1878), mantenía que el de Fernán Caballero era un pensamiento batallador y que el resorte que le movía era «la idea del pasado»; el asturiano también afirmaba que sus novelas eran de las que su vecino, de profesión notario eclesiástico, justipreciaba como morales. Ciertamente, Fernán Caballero era tradicionalista, pero el suyo era un tradicionalismo bien fundamentado y de nuevo cuño, que recogía lo mejor que, en esta dirección ideológica, se había elaborado en el Continente desde mediados del siglo anterior. Hecho que no modificaba la opinión de Leopoldo Alas (La Diana, 1 de abril de 1883), que coincidía con la de su amigo Palacio Valdés. Para él, el propósito de Fernán Caballero era reaccionario, admiraba «antiguos ideales» y, consecuentemente, trataba «siempre de restaurar la sociedad pasada y de combatir la nueva». Con todo, Clarín reconocía una peculiaridad del autor: «su admirable mezcla de idealismo y realismo».
Porque, sí, Fernán Caballero había también iniciado en el país, con su novela, una innovadora técnica literaria, cuyo objetivo era la profunda representación de la realidad y cuyos procedimientos remitían a muy distintas naciones europeas. En un principio, esta técnica iba destinada a contrarrestar y a superar la irrealidad dominante en el folletín traducido, pero también a acercar la novelística española a aquella tendencia hacia la «verdad» que se revelaba en los mejores autores continentales contemporáneos. La importancia de esta nueva aportación de Fernán Caballero, de carácter técnico, se la reconoció incluso el mismo Clarín, quien, en el mencionado documento, declaraba que cuando «malos vientos corrían» para la novela «en la patria de Cervantes», Fernán Caballero había tratado de introducir en ella «la novela moderna». A su juicio, no obstante, tal intento había sido un fracaso porque «ni las novelas de Fernán Caballero tuvieron eficaz influencia en el desarrollo del género, ni lograron hacerse populares».
Ni Pérez Galdós, ni Menéndez Palayo hubieran estado de acuerdo con el ovetense porque ambos reconocían que la trascendencia de La Gaviota, y de su autor, en la primera mitad de la centuria, había sido formar parte del proyecto contemporáneo de elevar la cultura de la nación al nivel continental. En su caso, poniendo la novela española, si no a un mismo nivel, sí en comunicación con la más candente novelística europea, y con sus mejores modos literarios. Y este intento de aclimatación del fondo y la forma de la novela nacional a los aires modernos –fuera la que fuese la opinión de Clarín– sí informó por mucho tiempo las letras españolas.
Las tradicionalistas, sus directas herederas, emularían las tesis ideológicas de Fernán Caballero y su arte de novelar hasta finales de 1890, inicialmente a través de escritoras como Ángela Grassi o Faustina Sáez de Melgar, más tarde, por medio de Pedro Antonio de Alarcón, con quien el tradicionalismo alcanzaría nuevo cénit literario, y, por último, gracias a José María de Pereda, quien iba a sustentar hasta fines de la centuria el patriarcalismo, paternalista y bucólico, y el menosprecio de corte y alabanza de aldea tan caros al pensamiento de nuestro autor.
Pero también la generación progresista de Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Palacio Valdés o Alas le sería a la novela de costumbres de Fernán Caballero siempre deudora –lo quisiera o no reconocer– de un nuevo modo de acercarse al mundo y a las cosas de España, el que dicta la observación y la naturalidad, y el espíritu –más o menos patriótico– del análisis y de la regeneración nacional. De este último, por otra parte, se haría eco incluso el krausismo, movimiento que también estaría en deuda con Fernán Caballero (y con su padre) porque le prepararon el terreno para su introducción y triunfo, al defender en la Península, décadas antes que Julián Sanz del Río, el espíritu y los modos de la filosofía alemana; y aún, yendo más allá, los hombres del modernismo y de la generación del 98 serían también, lejanamente, fideicomisos del pensamiento patriótico y regenerador de Fernán Caballero.