3

Psicópata sádico

Me levanté de un salto, seguida por Kiara. Se puso delante de mí para protegerme de su amigo, que me fulminó con la mirada.

—Es decir..., yo no quería..., ya sabes..., es como Ally y Sabrina, así que... —balbuceó Kiara intentando explicarse.

—Se queda en el sótano, Kiara, no recibirá el mismo trato que las demás. Habéis decidido por mí, y ella pagará las consecuencias.

Cuando terminó de hablar, corrió en nuestra dirección clavándonos la mirada. O, mejor dicho, clavándola en mí. En cuanto me agarró de la muñeca, Kiara lo empujó con fuerza.

El tipo al que llamaban «Ash» me miró con desprecio. A continuación giró sobre sus talones maldiciendo. Tan pronto como llegó a las escaleras, ordenó sin darse la vuelta:

—Llévala a su sitio. Voy a guardar estos putos archivos. Si cuando vuelva a bajar me la encuentro todavía sentada en mi puto sofá, la enterraré viva de una puta vez. Y a ti con ella.

Me estremecí al oír sus «putas» amenazas de muerte. Estaba más que enfadado.

Desapareció enseguida de mi vista. Volvíamos a estar solas.

Kiara me lanzó una mirada triste, como para disculparlo. Probablemente para disculpar su psicosis.

—Perdona su comportamiento, se acostumbrará a ti... Solo es un periodo de...

—¿Aceptación? —la corté, molesta por oír que repetía lo mismo que había dicho por la mañana.

—Podemos decirlo de ese modo, sí —respondió ella nerviosa.

—No me gusta nada la idea de ser su cautiva.

—¡Pues qué bien, porque tú no eres para mí! —exclamó una voz ronca detrás de nosotras—. ¡Nunca te consideraré mía!

Kiara me acompañó hasta el sótano bajo la mirada hostil de mi nuevo propietario. Me dijo que volvería pronto para traerme una manta y una almohada.

Un instante después estallaron los gritos arriba. Supuse que se había desatado una discusión. Pasaron varios minutos antes de que Kiara volviera; parecía molesta. Dejó una manta blanca y una almohada sobre el colchón y volvió a cerrar la puerta tras ella sin decir una palabra.

Me dejé caer en la cama contemplando el techo. La puerta principal se cerró con fuerza y se oyeron los pasos de mi amable propietario. Su voz sorda me dio a entender que estaba hablando, quizá solo.

«Es posible, está pirado.»

¿Por qué reaccionaba tan mal en mi presencia? ¿Qué había en mí que le disgustaba tanto como para mostrarse tan despiadado? ¡Yo tampoco quería estar ahí!

Estaba segura de que no podía haber nadie como John, y me había equivocado. Ese tipo era aún peor, quería verme muerta. Literalmente.

Esa conclusión me provocó escalofríos, así que decidí pensar en algo que no fuera mi nuevo propietario, el psicópata de turno. Rememorando las palabras de Kiara y cómo había hablado de las otras cautivas, Ally y Sabrina, comprendí que hacían de todo excepto acostarse con desconocidos, que era lo que había hecho yo en mis años de calvario. Incluso siendo la única opción que quedaba, tenían elección.

Su trabajo consistía sobre todo en espionaje interno y externo, negociaciones, registros, seguimiento de la competencia... Representaban a su propietario cuando no estaba presente y tejían vínculos entre su red y la de los otros por medio de otras cautivas. Ellas eran su sombra, las que hacían funcionar las redes mejor que nadie. Se enfrentaban a un peligro constante durante sus misiones, pero la suma de dinero que ganaban después era increíblemente elevada y constituía una fuente de motivación.

Según Kiara, las cautivas eran un modo de optimizar los «recursos humanos». Se confiaban tareas de diferentes puestos a una sola persona, lo que, si era lo bastante eficiente, minimizaba el riesgo de que el plan fracasara.

A menudo las cautivas eran mujeres. También había cautivos, pero eran pocos. Incluso había aprendido el origen del término cautiva: las personas que habían creado ese puesto habían adoptado esa palabra para poner al Gobierno tras una pista falsa de raptos y secuestros; el objetivo era traficar con armas delante de sus narices.

Así que esas eran las cautivas. Las verdaderas.

El sonido de la puerta principal al cerrarse interrumpió mis pensamientos. Alguien acababa de entrar.

A continuación volvió a hacerse el silencio.

De repente, tras veinte larguísimos minutos, una voz sorda remplazó el silencio, pero no era la del psicópata. Me llevé una mano a la boca cuando comprendí que era una voz de mujer que estaba gimiendo como una loca.

«Así que, para desahogarse, ¿se folla a una tía?»

Me pregunté si sería una cautiva. En todo caso, una cosa era segura: estaba disfrutando. Oírla gritar el nombre de mi propietario me impidió pegar ojo.

Esperé con impaciencia a que acabaran de retozar. Cuando regresó el silencio, suspiré con alegría. Me envolví con la manta blanca y me dejé llevar por el sueño.

El aire estaba cargado. Ignoraba dónde me encontraba, pero ese espacio confinado me resultaba insoportable.

En cuanto oí de lejos las risas de los cerdos que habían abusado de mí para su propio placer, eché a correr todo lo rápido que pude. Intenté escapar, pero sus voces se acercaban cada vez más.

Eran rápidos. Demasiado rápidos.

—¡Marchaos! ¡Largaos! ¡Dejadme, os lo suplico!

Grité al sentir sus sucias manos sobre mi piel, su roce era el peor de los suplicios. Me sentía como una prisionera totalmente a su merced.

Mientras sus risas seguían resonándome en la cabeza, me tiraron del pelo, me hirieron, me dejaron aterrorizada e incapaz de hacer el menor movimiento. Mi tía estaba ahí, cerca de una puerta. Me pedía que me dejara hacer por ella. Quería gritarle que me ayudara, pero no salía nada de mi boca, que unos dedos desconocidos habían cerrado.

 

¡CÁLLATE, JODER!

Me desperté sobresaltada y jadeé sorprendida cuando sentí unas gotas sobre mi piel. Me habían despertado de mi pesadilla lanzándome un vaso de agua a la cara.

Reconocí de inmediato la silueta ante mí, sus rasgos severos y su ceño fruncido. ¿Lo había despertado? Eso parecía, si tenía en cuenta su expresión cansada.

Tenía la garganta seca y los labios agrietados. El psicópata me miró sin contenerse, pasando los ojos por mi mirada perdida; todavía tenía la respiración entrecortada y el corazón desbocado.

—¡Empieza otra vez con esa mierda y te estrangulo, cautiva! —siseó furioso—. Tengo cosas mejores que hacer que oírte llorar y gritar mientras duermes.

Su voz era cortante, como sus palabras. Cuando se dio la vuelta para subir a dormir otra vez, le pedí con una voz apenas audible:

—¿Podría beber un poco de agua?

«Tengo la garganta totalmente seca, no tiene derecho a negarme un vaso de agua.»

El psicópata se detuvo antes de responderme:

—Acabas de desperdiciarla, tendrías que haber ido con más cuidado.

Volvió a cerrar la puerta dejándome sola de nuevo en ese espacio tan angustiante como mi pesadilla.

Me puse de pie para quitarme la parte de arriba, que estaba mojada. Tras ponerme mi segundo jersey, volví a acostarme en el colchón, que también había quedado empapado. ¡Qué ironía para alguien sediento! A la mierda.

Pasaron varios días con la misma rutina: Kiara venía por las mañanas a traerme comida y luego me pasaba la tarde encerrada en la habitación. Podía darme una ducha en el baño adyacente cuando el psicópata estaba fuera, gracias a la discreción de Kiara. Me había preguntado por mi tía, y dos días antes me había anunciado que intentarían localizarla para mandarle la mitad de lo que ganara. Así por fin el dinero serviría para su desintoxicación.

Apenas descansaba por las noches, pues intentaba no dormirme profundamente. Mi propietario me había amenazado con estrangularme con sus propias manos si tenía otra pesadilla. Y sabía que era capaz de hacerlo. Poseo un mínimo de aprecio por mi miserable vida.

—¡Tengo una noticia maravillosa para ti! —exclamó Kiara entusiasmada cuando me trajo el desayuno poco después de despertarme—. He hablado con Rick sobre la infame hospitalidad que recibes aquí. Como eres una de las nuestras, ¡debes beneficiarte de las mismas atenciones que las demás cautivas!

—Entonces ¿soy libre? —pregunté en tono sarcástico.

—¡Sí! —declaró ella con una gran sonrisa en los labios—. Ash va a tener que aceptarlo y punto. Y ahora, ven: ¡vas a darte una buena ducha en el baño principal!

Me hizo salir de la habitación. Subimos los escalones en dirección a ese baño al que se había referido como «principal».

Abrí los ojos como platos en cuanto entré: los tenía poco acostumbrados a tanto lujo. El baño de John, pequeño y sucio, no contenía más que una ducha patética y un lavabo, mientras que el de mi nuevo propietario era mucho más espacioso. Un enorme espejo reforzaba todavía más esa impresión. Las paredes oscuras, los lavabos y la inmensa bañera de mármol blanco creaban un contraste de lo más agradable. Debía admitir que tenía buen gusto.

Me dirigí hacia la ducha italiana bajo la mirada compasiva de Kiara, que me dejó algo de ropa antes de cerrar la puerta tras ella.

Me apresuré a desnudarme para aprovechar el agua caliente. Se me escapó un suspiro de alivio cuando noté que resbalaba por mis extremidades, doloridas por culpa del colchón viejo. Me sentí revivir. Tenía el pelo empapado de agua hasta el punto de que parecía más largo de lo que realmente era. Tras lavarme, salí y me cubrí con una toalla blanca.

Me puse ropa interior limpia y los vaqueros y la camiseta de tirantes que Kiara me había prestado. Después abrí la puerta con discreción. Kiara sacó la cabeza desde una habitación más lejana y me hizo señas para que me uniera a ella. La encontré tumbada en una cama con la mirada clavada en el techo.

—A partir de ahora dormirás aquí —se limitó a decir.

Asentí recorriendo la habitación con una mirada curiosa, poco convencida por sus palabras. Sin duda, el psicópata enloquecería y lo destruiría todo a su paso, o se follaría rabioso a alguna tía, dependiendo del grado de su ira.

Era un dormitorio sencillo, pero magnífico. Una cama enorme con sábanas blancas y paredes del mismo color dotaban de dulzura a la habitación. Encontré los mismos tonos blancos y negros que había en el resto de la casa.

Mi atención se desvió de forma automática al ventanal que tenía frente a la puerta. Hice una mueca, no muy cómoda con la idea de que pudieran verme desde el exterior. Yo no era ninguna psicópata.

—¿Hay cortinas? —pregunté señalando los ventanales con el dedo.

—No, a Ash no le gustan.

Asentí. Ni siquiera me sorprendía. «Cada vez está más claro: es un psicópata.»

—Mañana te traeré cosas nuevas. Dime qué te gusta y veré qué puedo encontrar en el centro comercial.

—No te molestes, tengo dos vaqueros y dos jerséis, es suficiente.

—¡No! Nunca es suficiente cuando se trata de ropa —bromeó.

Oímos que una puerta se cerraba con fuerza abajo. Kiara devolvió la atención hacia mí, resoplando.

—El regreso de la bestia... —comentó exasperada—. Tápate las orejas, podrías perder el oído dentro de unos segundos.

Tragué saliva y oí a lo lejos puertas abriéndose y cerrándose violentamente. Gritó el nombre de Kiara por toda la casa. Al final llegó hasta nosotras.

Gritaba tanto que no entendí ni una palabra, sin mencionar los tacos que profería. ¡Qué conversación tan agradable! Nos fulminaba con esos penetrantes ojos grises; la vena del cuello le latía al mismo ritmo que sus gritos.

—¿Has acabado? —le preguntó Kiara indiferente.

—Dormirá... en... el... sótano —dijo el psicópata en tono mordaz.

—Rick lo ha dejado muy claro, Ash: recibirá el mismo trato que las otras cautivas, lo quieras o no. Trabaja con nosotros y no tienes voz en esto.

Mi propietario apretó los puños. Kiara permaneció impasible ante su furia: parecía desear que nos muriéramos allí mismo. Ella se volvió hacia mí y continuó tranquilamente:

—Dormirás aquí, Ella. A partir de ahora, su casa es la tuya.

El tipo resopló frustrado.

—¡Es mi puta casa y yo decido qué tiene derecho a hacer o dejar de hacer! —gruñó.

—Tal vez, pero Rick también decide por el grupo, un grupo del que ahora ella forma parte.

Kiara se acercó a mí y me abrazó. Sorprendida por su gesto, no le devolví el abrazo. Me susurró al oído:

—Te prometo que no somos como John.

Su frase fue como una bocanada de aire fresco. Kiara pensaba en mí y en mi bienestar.

Se alejó informándome de que esa noche estaría ocupada, pero que intentaría pasarse más tarde. Me quedé a solas con el psicópata en el dormitorio. Su presencia, tan hostil, hacía que se me formara un nudo en el estómago.

Me observaba fijamente mientras yo trataba de evitar su mirada fingiendo estar anonadada por todas aquellas decoraciones minimalistas. Sin embargo, cuando vi la sonrisa malvada que le tiraba de las comisuras de los labios, el corazón empezó a latirme con fuerza; estaba segura de que iba a morir en los próximos minutos.

—Ve a cocinar, cautiva. Así al menos servirás para algo.

—No sé cocinar... —murmuré con los ojos muy abiertos.

—Pues es momento de aprender. Venga, aplícate.

Tras decir eso, salió de la habitación informándome de que, si no hacía lo que pedía, podía despedirme de mi dormitorio y de mi vida de «ensueño».

Bajé las escaleras dándole vueltas a qué podía preparar. Sabía cocinar pasta con salsa de tomate, ¿verdad?

Cuando llegué al vestíbulo, no tardé en encontrar la cocina. Estaba equipada con aparatos de última generación: una nevera americana, un fregadero de mármol y un lavavajillas. Deslicé la mano por la isla de color negro preguntándome si tendría contratada a una mujer de la limpieza. Estaba impecable. Frente a la barra había un ventanal con vistas a un jardín que iluminaba toda la estancia.

Tras rebuscar por los armarios durante más de media hora, encontré la pasta y coloqué los ingredientes sobre la encimera para organizarme. Puse la olla sobre una de las placas eléctricas y dejé que el agua hirviera mientras preparaba la salsa.

A veces John me obligaba a cocinar, y esa era la única receta que conocía. Hice malabares para intentar que la salsa fuera más o menos aceptable.

«No tengo ganas de morir ni de volver a dormir en ese sótano.»

Al cabo de unos minutos el plato estuvo listo. Me sobresalté al ver al psicópata apoyado contra la pared, mirándome fijamente con aquellos ojos grises y una sonrisa ladeada. Nos quedamos así, observándonos en silencio, algo que nunca me había atrevido a hacer cuando estaba furioso.

Tenía la cara un poco alargada, rasgos finos y la mandíbula bien definida. Sus ojos almendrados del color del acero eran tan penetrantes que daba la sensación de que podía verme el alma a través de mi cuerpo, tan delgado. Sus mejillas, hundidas, le resaltaban los pómulos, y una barba de tres días le daba un aire desaliñado, al igual que su cabello rubio, completamente despeinado y con unos cuantos mechones que le caían sobre la frente.

En tres palabras: un horrible psicópata.

Escuché que soltaba una risa burlona.

—Por fin. Ahora ya no tengo hambre —dijo saliendo de la estancia.

—¿Qué? —exclamé sin poder evitarlo.

—¡No pienso repetirme! —gritó mi propietario desde la segunda planta.

Me quedé atónita. Realmente disfrutaba complicándome la vida por puro placer.

Aún de pie, probé el plato, que en principio tenía que ser para ese tipo que había cambiado de opinión. Al poco volvió a bajar, esta vez con un sobre en la mano. Caminó hacia mí con la mirada aún más oscura. Por puro instinto, retrocedí hasta que mi espalda chocó con la encimera. Su presencia invadía mi espacio vital. Me cogió con fuerza la muñeca y me taladró con la mirada.

En cinco palabras: un horrible y lunático psicópata.

—No saldrás de aquí. Hay cámaras de vigilancia por todas partes y me lo envían todo al móvil. Si te veo entrar en una habitación que no sea la tuya, en el baño o incluso en el salón, te prometo que sufrirás un dolor aún más atroz que este.

¿«Este»? ¿Cómo que «este»?

Respondió a mis preguntas mudas agarrándome la mano y colocándomela sobre la placa de cocina, todavía caliente; grité de dolor y forcejeé bajo su sádica mirada. Bloqueó mis movimientos mientras me presionaba con su imponente cuerpo.

Me brotaron lágrimas de los ojos cuando me apretó la mano aún más antes de levantarla de la placa de un golpe seco.

—Esto es solo una advertencia, cautiva.

Salió de la cocina dejándome sola; la mano me temblaba de dolor. Abrí el grifo y traté de que el agua fría calmara mi quemadura. Me quedé así varios minutos, esperando a que desapareciera el dolor.

No podía mover los dedos sin gemir. Me dirigí al baño para buscar desesperadamente cualquier cosa que pudiera ayudarme.

Tenía la respiración acelerada y sentía pánico. La palma de la mano me dolía, me ardía. Cuando abrí el armario, oí que la puerta se cerraba de nuevo; me quedé sin aliento y se me comprimieron las costillas. Había vuelto.

—¿Ella? —me llamó desde abajo una voz que reconocí—. Joder, Ella, ¿dónde estás?

Era Kiara.

Me encontró sentada en el suelo, incapaz de mover el interior de la mano. Entró en otra habitación y volvió con una caja llena de pomadas y compresas.

Se disculpó por adelantado antes de aplicarme la pomada sobre la quemadura. Yo me retorcía de dolor cada vez que sus dedos me tocaban, y ella se disculpaba una y otra vez. Tras unos segundos la crema calmante se filtró en mi piel y suspiré con cierto alivio.

—Lo siento —farfulló Kiara—, te aseguro que es tan solo un...

—¿Periodo de aceptación? —interrumpí sin poder contenerme—. ¡Estoy harta de este puto periodo de aceptación! ¿Por qué no lo dejáis sin cautiva?

Se me llenaron los ojos de lágrimas, abrumada por el comportamiento sádico de mi propietario.

—Es más complicado que eso... —comentó en voz baja examinándome la herida.

Me aplicó una segunda capa de crema y me envolvió la mano con una venda. Me aseguró que hablaría con Rick sobre el violento comportamiento de aquel psicópata.

Nos quedamos sentadas en el suelo unos minutos más. Agotada, dejé que se deshiciera en disculpas. Finalmente me ayudó a levantarme y me llevó a mi nuevo dormitorio.

—Me gustaría muchísimo decirte todo lo que necesitas escuchar, pero Ash podría ponerse muy violento si se entera de que te lo he contado —confesó en voz baja—. Algún día lo sabrás, te lo prometo, pero aún no.

No respondí. En lugar de eso, me eché un vistazo a la mano. Me habían tratado con violencia, pero nunca con tal grado de sadismo; era algo inhumano.

Y no iba a quedarse ahí.

Lo sabía.