«Traedme una espada»

Salomón

El rey Salomón nació mil años antes de Cristo, en ese difuso periodo de la antigüedad en que se produce el tránsito entre el Mito y la Historia y en el que, por tanto, la existencia de un personaje o de algún acontecimiento ni se puede rechazar como falsa ni se puede demostrar de manera fehaciente, algo que da así origen a las leyendas, narraciones a medio camino entre la fábula y la certidumbre.

En la misma época en que Homero compuso la Ilíada y la Odisea para contar a sus compatriotas las vidas y prodigios de sus héroes y dioses y los valores de su comunidad, los autores hebreos redactaron los primeros textos bíblicos para sus compatriotas de Israel. Pero si la mitología griega sólo sobrevive en la literatura, en los museos y en el psicoanálisis, pues ya nadie cree en la divinidad de Júpiter o de Plutón, en cambio la Biblia sigue vigente como historia de un pueblo al mismo tiempo que como texto sagrado de una fe y una religión. La forma en que el pueblo judío fusionó el poder político con el poder religioso no es ajena a esa perdurabilidad, que el mundo contempla entre la admiración y el rechazo, asombrado de que una nación pueda seguir guiándose en sus leyes y en sus modos de vida, en su gastronomía, sus vestidos y sus peinados por unas palabras escritas hace tres mil años.

Salomón es uno de sus personajes más universales y exportables, una figura que ha trascendido su origen judío para hacerse universal, popular y reconocida desde el Cáucaso a las selvas de África, desde el integrismo sionista a las comunidades gitanas, que con frecuencia le cantan por fandangos y otros palos flamencos. Incluso es venerado entre los enemigos de Israel, pues el Corán lo reconoce como profeta. En Las mil y una noches, el poderoso Genio le cuenta al aterrorizado pescador que Salomón, hijo de David y profeta de Alá, lo encerró por haberse rebelado contra él. Y sin embargo, al margen de la Biblia, ningún otro documento histórico ni los vestigios arqueológicos del templo que teóricamente hizo construir —que estaría ubicado bajo el actual Muro de las Lamentaciones— demuestran su existencia.

Israel nació y se consolidó como nación desde el reinado de Saúl, su primer monarca, en el siglo X a.C., hasta el destierro a Babilonia, después de que Nabucodonosor destruyera el templo de Jerusalén en julio del año 587 a.C., lo que supuso el inicio de su lenta desaparición como Estado, víctima sucesiva de tres imperios —Babilonia, Persia y Roma—, antes de la diáspora y los posteriores pogromos, persecuciones y ostracismos que culminarían con el espanto de la Shoah. Esos cuatro siglos constituyen su época de independencia y gloria, con sus grandes reyes y sus profetas mayores. Pocas naciones pueden presumir de un pasado tan antiguo en el que arraigar sus reivindicaciones nacionales.

Salomón, su tercer rey, es el epítome de esa grandeza. Aunque su padre, el guerrero David, había estado moviendo la espada por todas las fronteras de Palestina, fue Salomón quien consolidó la monarquía con un largo reinado de paz y esplendor, a pesar de haber llegado al trono mediante un fratricidio.

El rey David había tenido una amplia descendencia con diferentes mujeres, temeroso de la alta mortandad infantil, que favorecía la poligamia y aconsejaba engendrar una prole numerosa. Tantos candidatos al trono provocaron una convulsa y sangrienta historia por la sucesión. Salomón es lanzado como aspirante por su madre, Betsabé. Betsabé actúa desde la sombra, nadie la menciona, pero maneja los hilos durante los últimos años del reinado de un anciano y atormentado rey David, que por ella se había convertido en asesino al hacer matar a su esposo, Urías. Fatigado y hastiado de tragedias, nombra sucesor a Salomón, que había eliminado a su hermano Adonías, su predecesor en la línea hereditaria, y lo corona aún en vida, mientras que él queda relegado a una especie de rey emérito, una figura excepcional, pues el heredero nunca ocupaba el trono hasta la muerte del rey coronado. David inaugura así una larga y universal tradición —vigente hasta hoy mismo, con el rey emérito Juan Carlos I— de monarcas cuya vida privada termina oscureciendo de forma inesperada los méritos de su vida pública.

De ese modo, como tantas veces ha sucedido, subirá al trono una figura que en principio no era el principal candidato, para asentarse en él con una solvencia que pocos habían adivinado. Salomón, que ha conocido el dolor que provocan determinadas conductas de los padres, las rechaza de plano al llegar al poder. El joven monarca, que en 965 a.C. sucede a un belicoso caudillo, dirige sus gestiones hacia la consolidación de un reinado de paz y Administración Pública que durará treinta y siete años, y obliga a los generales y sacerdotes que lo rodean a ceder su sitio a los secretarios, para convertirse así en el más laico de todos los patriarcas bíblicos. Había nacido de la violencia paterna y del adulterio de su madre, pero gobierna con claridad y transparencia, incluso debilitado en sus últimos años. Procedía de una familia marcada por el ruido y la furia, pero desde el primer momento impone a su alrededor la discreción y el sosiego.

Reinado

Al poco tiempo de llegar al poder, el joven rey, tocado por la gracia y de quien emana un enorme carisma, tiene un sueño en el que Yahvé le ofrece la concesión de un deseo. Salomón, en lugar de solicitar poderes, gloria, placer o riquezas, responde: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal». Frente a los belicosos patriarcas que lo precedieron —Moisés, Josué, David—, Salomón apela a un Dios más justo que fuerte, más sabio que poderoso.

Yahvé accede a su petición y a partir de entonces en la corte de Jerusalén la sangre desaparece de las crónicas. Al describir su reinado, incluso la Biblia parece otro libro. Si hasta ahí ha sido un relato lleno de violencia y crueldad, de truculencias incluso —tanto que en el siglo XVIII la Mariscala de Luxemburgo, a quien pocas cosas escandalizaban, exclamó ante Madame du Deffand tras hojear algunos párrafos: «Quel ton! Quel effroyable ton!»—, en las páginas dedicadas a Salomón se respira un aire apacible.

Surge, además, otra consecuencia de su petición a Yahvé: durante su reinado no se escuchará la homilía de ningún sacerdote ni aparecerá ningún profeta para orientar al gobernante sobre cuál es el camino correcto según los designios de Dios. Los predicadores son condenados al ostracismo; la actividad profética, que dirigía la vida al servicio de la religión, es sustituida por la actividad intelectual; la sabiduría divina es sustituida por la sabiduría real y el pensamiento se emancipa de toda tutoría religiosa, fideísta o ideológica (idea sobre la que volveré en otro apartado). Su sagacidad no proviene de una vida larguísima, pues accede al poder con veintitrés años, ni del contacto permanente con Yahvé, como les sucedía a los viejos patriarcas —Moisés, Noé, Jacob—, sino que es fruto de la razón. Hasta entonces, el conocimiento era un atributo de Dios, que elegía a determinados hombres o profetas como sus portavoces, pero es con Salomón con quien la sabiduría procede del hombre.

Y de su sabiduría derivan sus otras virtudes, al margen de lo que haya de hiperbólico en el relato bíblico de Reyes: su rechazo de la violencia y de la excitación, su moderación, su inclinación al acuerdo, su capacidad política para hacer de Israel un reino pacífico y poderoso, a pesar de estar rodeado de naciones más extensas, más fuertes y más prósperas, si bien es cierto que lo tuvo más fácil que otros gobernantes, pues reinó cuando ya había caído el Imperio egipcio y aún no había aparecido el Imperio asirio. Una de sus esposas era hija del faraón, y aunque Egipto ya había perdido su poder militar, aún conservaba su prestigio histórico. Si Moisés había sido el creador de la nación judía y David quien la forjó como estado, con una política que desconocía el pacto y siempre perseguía la derrota completa del enemigo, Salomón organizó su diplomacia para negociar amistosamente con soberanos extranjeros: el rey de Tiro o la reina de Saba. En unos tiempos en que el encastillamiento y las guerras con los vecinos eran lo habitual, sus acuerdos le granjearon un gran prestigio internacional al mismo tiempo que el respeto de sus conciudadanos.

Sus habilidades como comerciante lo enriquecieron, pero supo invertir bien las ganancias: sus obras arquitectónicas culminaron, por un lado, en la construcción durante siete años del anhelado Templo de Jerusalén donde guardar el Arca de la Alianza, que no había logrado llevar a cabo su padre David; por otro, en la de su propio palacio, donde abrió las ventanas para airear la densa atmósfera religiosa, cuya construcción se prolongó durante trece años, de modo que su principal obra civil duplicó el tiempo de su principal obra religiosa, como no podía ser de otra manera si quería albergar a sus setecientas esposas y trescientas concubinas: con una libido tan efervescente, debió de ser yerno de todos los poderosos de su época.

Sus iniciativas lograron que los judíos dejaran de ser sólo un pueblo de pastores y labriegos de aldea para iniciarse en las ventajas de la civilización urbana y del comercio. Y, sobre todo, supo abrirse hacia las formas y estilos artísticos de los paganos: aunque estuvieran al servicio de otros dioses, Salomón fue el primero en comprender que la belleza artística es autónoma y está por encima del compromiso político o religioso.

Dicho sea de paso, entre sus virtudes no se incluye la de escritor, pues no es el autor del Cantar de los Cantares que tan a menudo se le atribuye, compuesto varios siglos más tarde.

En su ancianidad, sin embargo, las crónicas le reprochan errores propios de la juventud que incomodan a sus súbditos: que se deja arrastrar por la lascivia en su enorme serrallo o que le importan demasiado el lujo y la codicia. A los sacerdotes tampoco les gustan tantos mestizajes con fenicios, asirios y etíopes ni sus coqueteos con otras creencias. Molestos por su tolerancia al permitir la libertad religiosa —una libertad de culto que hoy día sigue siendo inexistente por aquellos pagos— para contentar a algunas de sus esposas, lo acusan de adorar a dioses extranjeros: a Astarté, al infanticida Moloch o al babilonio Baal, el gran rival histórico de Yahvé.

A este respecto, hay que agradecer que los anónimos autores de la Biblia no ocultaran sus defectos, lo que indica que no eran sumisos plumíferos al servicio de la monarquía, como ha sucedido en tantas otras épocas y países, donde los textos de los cronistas son hagiografías de los monarcas que las encargaban. Eran, al contrario, profetas indomables y autores independientes que, como señala Northrop Frye, «se exponían a la persecución, [porque quien] posee el mensaje auténtico es el que lleva el mensaje impopular».

Salomón, pues, es humano y falible en un libro tan lleno de patriarcas que hacen prodigios, viven mil años, abren un pasillo en las aguas del mar para que huyan los suyos, suben a los cielos en un carro ardiente o sobreviven en el vientre de una ballena. Salomón no es un fanático, inflexible e implacable anacoreta, ni un «campeón del yahvismo» que sermonea al pueblo y le regaña porque no cumple los preceptos divinos, ni un justiciero que impone castigos, sino un gobernante que, si bien falla en su vida privada, nunca olvida que la justicia es un bien público imprescindible.

El juicio

Y un día se presentan ante él dos mujeres para que interceda en su disputa, puesto que, como monarca absoluto, asume todos los poderes: el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Por lo que dice el último versículo del texto bíblico, el juicio debió de suceder en los comienzos de su reinado, como si hasta entonces el pueblo hebreo no tuviera una opinión clara sobre él y estuviera expectante sobre su capacidad: «Llegó a oídos de todo Israel el juicio pronunciado y cobraron respeto al rey, viendo que dentro de él había una sabiduría divina con la que hacer justicia». Si la ley es imprescindible para organizar una sociedad, la sabiduría es necesaria para aplicarla con equidad. Y la sapiencia del joven monarca complementaba su imparcialidad como juez.

Al menos en otras tres ocasiones los textos bíblicos muestran comprensión o simpatía por las prostitutas: en la historia de Rajab, en la de Tamar y Judá y en la de la prostituta defendida por Jesús de Nazaret ante los fariseos. 

También a Salomón le resulta indiferente la profesión de las dos mujeres, pertenecientes a uno de esos colectivos que era preferible alojar en los sótanos del edificio social. La justicia o es universal y la misma para todos —hombres y mujeres, pobres y ricos, blancos y negros, reyes y prostitutas...—, o simplemente no es justicia. Salomón no relega su pendencia a una riña de mujeres en un patio de vecinos, como se diría despectivamente en un tiempo en que a los conflictos femeninos no se les daba la importancia, la gravedad y la trascendencia de las querellas masculinas. Al rey le importa mucho que el objeto de la disputa sea un hijo, un dato fundamental en un pueblo tan obsesionado por la descendencia.

El texto, perteneciente al Libro I de los Reyes, dice así:

En cierta ocasión se presentaron ante el rey dos prostitutas. Se pararon ante él y una de ellas exclamó: «Por favor, mi señor, yo y esa mujer vivíamos en una misma casa y di a luz mientras ella estaba conmigo. A los tres días de mi parto, parió también esa mujer; estábamos juntas, no había nadie más en la casa, sólo nosotras dos. Una noche murió el hijo de esa mujer, porque ella había permanecido acostada sobre él. Se levantó durante la noche y, mientras tu servidora dormía, tomó al mío de mi vera y lo acostó en su regazo, y a su hijo, el que estaba muerto, lo acostó en el mío. Me levanté al amanecer para amamantar a mi hijo, y... ¡estaba muerto! Pero lo examiné bien a la luz de la mañana para ver que no era mi hijo, el que yo había parido». La otra mujer repuso: «No, de ninguna manera, mi hijo es el vivo y tu hijo el muerto». Mas la otra replicaba: «No, al contrario, tu hijo es el muerto y el mío el vivo». Y seguían discutiendo ante el monarca, quien proclamó: «Esa dice: “Este es mi hijo, el vivo, y tu hijo es el muerto”, mientras que la otra dice: “No, al contrario, tu hijo es el muerto y mi hijo es el vivo”». Entonces ordenó: «Traedme una espada». Presentaron la espada al rey y este sentenció: «Cortad al niño vivo en dos partes y dad mitad a una y mitad a la otra». A la mujer de quien era el niño vivo se le conmovieron las entrañas por su hijo y pidió al rey: «Por favor, mi señor, que le den a ella el niño vivo, pero matarlo ¡no!, ¡no lo matéis!», mientras la otra decía: «Ni para mí ni para ti: ¡que lo corten!». Sentenció entonces el monarca: «Entregadle a ella el niño vivo, no lo matéis, porque ella es su madre».

En sólo doce versículos, el desconocido autor —o la desconocida autora, como comentaré luego— relata con precisión una historia completa sobre el dolor de dos madres, sobre la sinceridad y el engaño y sobre la sentencia del rey. La ausencia absoluta de datos colaterales, de personajes secundarios que dispersen la acción o de descripciones del entorno concentran toda nuestra atención en el conflicto de los tres protagonistas, cuyos caracteres —en un relato tan corto, de apenas una página— quedan nítidamente perfilados con unas breves frases de cada uno de ellos y le otorgan marchamo de veracidad. Hay una perfecta unión entre la anécdota y los personajes que la protagonizan, de modo que las emociones nos llegan de forma inmediata, sin necesidad de intermediarios para explicar o interpretar. La emoción se exacerba con la inclusión del enclítico en la orden de Salomón, Traedme una espada, como si él personalmente fuera a utilizarla, lo que acentúa la amenaza e indica que la decisión está tomada y no va a demorarse. No dice nada más, con un laconismo propio de novela negra, sin discursos moralizantes ni aspavientos de televangelista, sin énfasis, pero sin arrastrar las sílabas.

En este breve relato la Biblia abandona la epopeya y desciende a la novela. Ya no habla de Yahvé, ni de tragedias como pueblo, ni de destino universal, ni de diluvios, ni de grandes batallas, ni de soles que detienen su andadura por el cielo, sino de un conflicto individual del corazón, de una estampa de la vida cotidiana.

Su orden impresiona a todos los presentes, porque el rey no es un juez violento, ni un penalista de dedo imperativo, no es un general de ordeno y mando; no tortura en los interrogatorios, ni con la exigencia inquisitorial ni con las espantosas «técnicas de interrogatorio mejoradas» del eufemismo moderno, hasta conseguir una declaración de culpabilidad. La divinidad, la adivinación o el uso de la fuerza para extraer información..., todo eso es sustituido por la inteligencia del rey para alcanzar la verdad y evitar el daño. Incluso puede decirse que, en su política de paz, es un precursor de la convicción actual de que la violencia es justamente lo contrario al derecho.

Los lectores notamos el suspense mientras le traen el arma e imaginamos un silencio profundo en el salón del palacio durante los instantes de espera en que Salomón se detiene a pensar; no a orar, porque no espera que Yahvé baje a revelarle la verdad ni a resucitar al bebé muerto. No recibirá ninguna señal del cielo, ninguna epifanía, ni va a tener una intuición mágica. A pesar de la tensión del momento, de la presión para dar una respuesta inmediata y de la dificultad para reflexionar cuando todavía está caliente el pequeño cadáver, sin esa demora infinita de los actuales procesos judiciales que convierten en inútil el veredicto, pues llega cuando la angustia ya se ha convertido en desesperación, el rey reflexiona, sin consultar, tampoco, con asesores ni con un consejo de ministros. Con una actitud cuya modernidad nos sorprende, intenta ponerse en el lugar de las dos litigantes y comprender sus razones, no quiere llegar a una sentencia mecanizada por la frialdad de las pruebas.

Salomón parte de dos premisas. Por la primera, da por hecho que no ha habido intencionalidad en la muerte. Hace tres mil años, la mortalidad infantil debía de ser muy alta, sin necesidad de que una madre aplastara inadvertidamente a su hijo mientras dormía. Puesto que no se hace ninguna referencia a enfermedad, caída o accidente, y el fallecimiento ocurrió en silencio, sin llantos ni quejas, después de haber puesto a dormir al lactante, pudo deberse a la muerte súbita, que todavía hoy provoca entre una y dos muertes por cada mil bebés.

Su segunda premisa es que una madre siempre conoce a su hijo. Lo conoce y aun lo reconoce con el mismo instinto con que los animales reconocen por el olor a su cría y rechazan a la ajena sin piedad ni remordimiento. En unos tiempos en que no se conocía la cesárea (las primeras en que la mujer sobrevivía se practicaron en el XVI, pero en cadáveres la cesárea ya se conocía desde la antigüedad) ni (mucho menos) la anestesia, sino que el parto era natural, una madre era plenamente consciente del desarrollo y del estado de su hijo tras el parto, de su peso y de su tamaño, de cualquier detalle de su piel. Y, aun en caso de confusión por el dolor o el agotamiento, cualquier duda quedaba despejada después de convivir tres días con su bebé, como sucede aquí. En tres días la madre ya ha escuchado su llanto y su respiración y lo ha visto dormir y moverse, conoce su olor, su aspecto y su estatura, le ha dado el pecho y sabe la presión con que sus labios succionan el pezón y cómo se le llenan de leche las comisuras de la boca, sabe cómo son sus pequeñas manos, la textura y el color de su pelo o su lanugo, el nudo de su cordón umbilical, la anchura de su fontanela. En tres días es inconfundible.

Por tanto, una de las dos madres miente, no es posible que las dos estén erradas y crean que el niño vivo es el suyo.

Entonces Salomón vuelve a hablar: «Cortad al niño vivo en dos partes y dad mitad a una y mitad a la otra».

Desde fuera, a los asistentes al pleito una orden así les parecería uno de aquellos ciegos arrebatos de Yahvé de los que hablaban los rabinos, o, trasladándola a la actualidad, una manifestación de lo que Walter Benjamin denomina «violencia divina», es decir, un estallido repentino, intempestivo y aislado que ni forma parte de ninguna estrategia ni conduce a ninguna solución, puesto que el niño demediado no satisfaría a ninguna de las partes. Dicho con otras palabras: un medio sin un fin.

Pero su orden no es lo que parece a primera vista, Salomón no pretende aplicar ninguna violencia, sino evitarla. Sabe adónde quiere llegar para resolver el misterio de un caso que hoy no desearía ningún magistrado: un juicio de menores donde cualquier error o desequilibrio sería magnificado por la prensa y las redes sociales, con dos madres desgarradas por el dolor y dos niños en la sala, uno llorando a pulmón abierto; otro, un cadáver. Hay daño, una muerte, aunque no haya asesinato, y hay un misterio: una historia de suspense.

Probablemente es la primera vez, hace tres mil años, que el enigma asoma la cabeza en la literatura y que se llega a su resolución mediante un procedimiento judicial. Y si lo saco a colación aquí ahora, también es porque aparece en un lugar inesperado. En la antigüedad, el enigma parecía ser invención y patrimonio de los griegos, que convirtieron a Edipo en el primer investigador, juez, víctima y verdugo, todo de una vez, como precisó García Gual. El mundo heleno estaba regido por el pensamiento, por la reflexión paso a paso, por la lógica deductiva de los diálogos socráticos, por la búsqueda de la verdad desde la observación del universo o del comportamiento de los hombres y de las familias, tanto da, antes de llegar a las conclusiones filosóficas, procedimientos todos ellos cercanos a la novela negra.

Pero esos mecanismos de búsqueda de la verdad no aparecen en los textos de sus contemporáneos judíos. A pesar de su coetaneidad y de su cercanía geográfica, el mundo que generó a Antígona y su reivindicación de la primacía del derecho natural sobre el derecho positivo es lo más opuesto al mundo que generó a Moisés, para quien el individuo no es nada ante las leyes de Dios. En la Biblia se apela a un Dios absoluto que lo explica y lo justifica todo, incluso recurriendo a la magia: un sol que detiene su curso para ganar una batalla, un mar que abre sus aguas para que pase una multitud, una parvada de langostas para doblegar a un faraón, un carro de fuego elevado al cielo, gente que vive cientos de años. Por eso esta historia de las dos madres sorprende tanto en medio de la Biblia, como si estuviera fuera de sitio.

El objetivo de Salomón es comprobar quién de las dos no permitiría partir al niño en dos pedazos: la madre caníbal que quiere al hijo para ella porque no tiene otra cosa y sin él sólo le quedarían el vacío y la nada, por lo que prefiere su destrucción antes que su pérdida. O la madre robada, que no quiere al hijo para ella, sino que quiere al hijo para el hijo y quiere que viva, aunque no sea con ella. En definitiva, una madre que da vida, o una madre que da muerte. Cuando el verdugo levanta al bebé por una pierna mientras blande la espada, la verdadera madre oye su llanto y para salvarlo no tiene otra opción que la renuncia.

La narración prescinde de la intención metafórica de los primeros libros bíblicos y pasa a ser puramente dialéctica; el tema deja de ser un asunto simbólico, sustituido por un conflicto cotidiano. Ante la aparición del misterio, Salomón se convierte en investigador, en el primer investigador que aspira a desvelarlo mediante la observación y la deducción lógica. Y mediante una sencilla estratagema llega a la verdad y dicta una sentencia apodíctica con la lucidez del racionalista más que con la astucia del razonador, tras la cual la madre verdadera al fin respira, pues, para un implicado en un juicio, pocas cosas resultan tan consoladoras como sentir que el juez comprende lo que sucede en su corazón. En un libro sagrado que en tantas ocasiones recurre a la divinidad o al oráculo para hallar respuestas, Salomón sólo apela a su intelecto y a sus emociones para descubrir la verdad y dictar una sentencia con la que restituye el orden justo tras la fuerte tensión anterior, respondiendo así a las expectativas de una madre que ha acudido a él con la esperanza tanto de que sea un buen rey como de que sea un buen detective. Sobre un enigma surgido en la oscuridad, el investigador arroja luz; sobre un conflicto tan doloroso, el juez aporta consuelo; en definitiva, la historia policíaca sale vigorizada por la emoción del desenlace.

¿Y qué otra cosa intentarán, si no, treinta siglos más tarde los mejores relatos policiales, como los protagonizados por el padre Brown, ese discípulo tardío de Salomón creado por Chesterton, que no habría dudado en firmar esta historia del rey hebreo? No es que ambos, Brown y Salomón, piensen más que otros gloriosos detectives, sino que piensan mejor, de modo que atinan antes con la verdad. Por eso, su género no es el novelón largo que avanza entre interrogatorios o persecuciones, sino el relato que no necesita muchas páginas para llegar al desenlace.

Betsabé

Y si a Salomón no le importa la profesión de las litigantes, tampoco le importa su naturaleza. En este proceso no se juzga el sexo, no hay un litigio entre la palabra del hombre y la palabra de la mujer, que llevaría las de perder en una sociedad tan patriarcal y androcéntrica como la judía de hace treinta siglos, donde el hombre gozaba de presunción de veracidad. Como señala Celia Amorós, en el universo veterotestamentario el logos es privilegio masculino. En la mitología bíblica incluso la divinidad es nítidamente masculina, frente a su coetánea griega, mucho más paritaria, cuya deidad fundacional es la diosa Gea, que posee la más alta categoría genesíaca y de la que proceden todos los ocupantes del Olimpo.

En este caso se trata de un litigio entre dos mujeres —una de las cuales miente—, a las que el rey juzga individualmente, al margen de su sexo, guiándose únicamente por su profundo rechazo a la mentira. Salomón no cae en la ordalía, no condena a granel a las mujeres por ser mujeres ni a los hombres por ser hombres, juzga caso a caso de modo independiente.

La sensibilidad de Salomón hacia el mundo femenino proviene de su madre, Betsabé, de quien el rey David se había enamorado cuando un atardecer la vio bañándose en la terraza de su casa. Betsabé era esposa de Urías, un oficial de su ejército. Para deshacerse de él, David lo envió al combate en primera línea y ordenó que fuera abandonado por los soldados, por lo que murió en la batalla.

Betsabé quedó embarazada como consecuencia de su relación clandestina con David, pero el hijo concebido bajo el engaño muere a los siete días de su nacimiento, en un ejemplo más de la cruel decisión de Yahvé de castigar en los hijos los errores de los padres: «Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian». A pesar de ambas muertes, la relación de David y Betsabé siguió adelante y posteriormente nació Salomón.

Y puesto que su hermano mayor había muerto por llevar sobre sí el engaño y la culpa, no resulta extraño que el joven monarca pensara que un error al identificar a la verdadera madre también acarrearía algún castigo del riguroso Yahvé. De ahí su implicación personal en descubrir la verdad, la seca utilización del enclítico en «Traedme una espada» y su triquiñuela tan poco judicial. Al pronunciar su veredicto, al rey-juez le importa sobre todo la salvación del niño, el eslabón más débil de los conflictos entre adultos, porque él también había vivido bajo la sombra de un infante muerto.

La figura de Betsabé atrajo tanto a Harold Bloom que, en El libro de J, no dudó en apoyar la tesis de Jack Miles de que el Yahvista (así llamado porque se desconoce su identidad), «el escritor más grande en lengua hebrea», autor del Génesis, Éxodo y Números, fue en realidad una mujer escritora: Betsabé.

De ser cierta la tesis que Bloom sostiene con su acostumbrada brillantez, Salomón habría tenido acceso desde niño a una educación superior a la de todos los infantes israelitas de su época y habría comprobado con sus propios ojos la igualdad intelectual entre mujeres y hombres.

Herencia

La historia del juicio de Salomón reaparece posteriormente en China, en el siglo XIV, en la pieza teatral El círculo de tiza, de Li Hsing-Tao, donde también la madre biológica se queda con su hijo. Y más tarde aún es recuperada por Bertolt Brecht en El círculo de tiza caucasiano (1943-1945), y por Alfonso Sastre en Historia de una muñeca abandonada (1962). En estos dos casos, el drama individual de la maternidad robada es reforzado por el drama social de la pobreza y la guerra, y el enigma es sustituido por el mensaje político: desde el principio se sabe quién es la verdadera madre del niño en disputa. Pero no por eso desaparece la emoción, y hasta el muy cerebral Theodor Adorno exclama, hablando de la obra de Brecht: «Y a quién no se le conmueve el corazón cuando la sublime criada es opuesta como ejemplo a la dama atormentada por las migrañas».

Bertolt Brecht ambienta la historia en Georgia. Cuando estalla una revolución, el tirano gobernador Gueorgui Abashvili y su mujer Matela huyen precipitadamente abandonando a Michel, su hijo recién nacido. Grushe, una fregona del palacio, se apiada de él, lo recoge y escapa a las montañas. Cuando el bebé tiene hambre, le da su pecho, hace grandes sacrificios y arriesga su vida para salvarlo de la persecución de los coraceros que quieren matarlo. «He sido para ti como un peral para los gorriones», le dice, por fin a salvo.

Dos años después la situación política cambia de nuevo —todo cambia para que todo siga igual—, y Matela, la madre biológica, que en su huida no quiso saber nada de él, vuelve y reclama al niño. Cuando le preguntan a Grushe por qué quiere quedarse con Michel, replica: «Es mío: yo lo he criado».

Para no equivocarse en la sentencia, el juez, un borrachín sin ningún parecido con Salomón, aplica la prueba china del círculo de tiza, donde se introduce al niño y las madres, desde fuera, tirarán de él para llevárselo. Grushe lo suelta por dos veces, pues se niega a hacerle daño, no quiere despedazarlo. El juez, entonces, le otorga la custodia pensando en el bienestar del niño. La esencia del veredicto, pues, es éticamente la misma que en el juicio salomónico: la madre verdadera es quien más ama.

Brecht y Sastre cargan sus obras de contenido social y las adaptan a su compromiso político con un mensaje claro: el niño merece estar en manos de la madre que más lo quiere, aunque no lo hubiera llevado en el vientre: el amor por encima de la biología.

También merece la pena citar el relato «Parábola de las dos mujeres» que pedían a Dios que salvara a su hijo, del libro El amanecer podrido (publicado en 2020), escrito al alimón por Juan Benet y Luis Martín-Santos, que nunca dejan claro qué relatos corresponden a uno u otro autor. Sospecho que la génesis de este cuento pertenece a Benet, dada su inclinación hacia las historias y personajes bíblicos —como su maestro Faulkner—, aunque acaso el desenlace, donde se impone la justicia poética, no sea de su exclusiva imaginación.

A pesar de su dramatismo, la escena del juicio de Salomón no ha despertado demasiado interés en las artes plásticas, y sus representaciones no siempre han alcanzado la excelencia de otros episodios bíblicos. Salomón no ha encontrado a un artista genial que le diera un rostro y una imagen icónicos, como sí lo encontraron David en Miguel Ángel y en Caravaggio, Judith y Holofernes en Artemisia Gentileschi, Abraham e Isaac en Rembrandt o la Torre de Babel en Brueghel, por citar algunos ejemplos de una interminable lista de obras maestras sobre temas bíblicos.

Sus representaciones conceden más peso a lo judicial que a lo emocional o al sufrimiento de la verdadera madre, que ve cómo su hijo va a ser partido en dos. Siempre hay demasiada gente en estos cuadros, demasiados personajes asistiendo al proceso y distrayendo al espectador del drama privado y desgarrador. La potencia narrativa de la escena parece haber coartado la creatividad de los artistas, que se limitan a variaciones sobre un mismo esquema compositivo: el rey Salomón, generalmente en lo alto del estrado, con los atributos de su realeza, dos madres y dos niños y un verdugo que coge al niño vivo por un tobillo y enarbola una espada con la que se dispone a cortarlo en dos mitades mientras el bebé muerto reposa pálido e inmóvil en el suelo de mármol.

Giorgione, Rubens, José de Ribera, Luca Giordano, Poussin compusieron cuadros, de mayor o menor valor, en los que Salomón es representado con sabiduría, sosiego y justicia, una figura providente y simpática. Pero mi preferido es de autor anónimo, de la escuela de Rubens, también titulado El juicio de Salomón (1611-1614), que cuelga en el Museo del Prado. El dramatismo de la escena, la expresión de los rostros, sobre todo de las dos madres, pero también la de quienes aparecen en segundo plano o en escorzo, la del verdugo que ocupa el centro del cuadro, de gesto impávido y fuertes extremidades, y hasta la de los perros, la textura de la carne del niño vivo y del niño muerto, la discreción y elegancia del desnudo del pecho femenino para destacar la maternidad, la elección de los colores de las vestimentas..., todo es de una esmerada perfección.

Más adelante, cuando la pintura dejó de ocuparse de temas elevados de la religión, la historia o la mitología, también Salomón desapareció de las artes.

 

 

Resulta obvio que en la actualidad no sería posible un juicio semejante entre dos madres litigando por un hijo, pues un simple test genético resolvería cualquier duda en las diligencias previas. Hoy, el conflicto se ha trasladado a las ásperas disputas entre cónyuges por la tutela o la patria potestad y se ha convertido en un tema vibrante y doloroso en el que no siempre prevalece el bienestar del menor, desvirtuado el veredicto por presiones sociales o políticas.

Todos alguna vez hemos tenido que elegir entre dos posibilidades: destrozar algo si no podía ser nuestro, para que no fuera de nadie más; o dar un paso atrás y aceptar la pérdida. Este breve relato precursor es una de esas hermosas páginas con las que la literatura se pone a caminar a nuestro lado y nos recuerda que somos afortunados si, al menos en una ocasión, también pusimos los sentimientos por encima de la fría ejecutoria de las leyes.