Tras su desaparición terrenal, la mayoría de las veces de forma trágica, algunas energías a las que llamamos coloquialmente fantasmas parecen atrapadas en el ambiente y escenario donde fallecieron, deambulando de aquí para allá, repitiendo los mismos movimientos y actos que realizaron antes de morir. Incluso produciendo fenomenología de naturaleza paranormal, llegando a manifestarse de forma física, con el objeto de llamar la atención de aquel que por la razón que sea es capaz de percibirlos, tal vez con la intención de comunicarse con él/ella.
Pienso que todos en algún momento de nuestra vida hemos oído de alguien conocido, o vivido en primera persona, alguna experiencia de tipo paranormal relacionada con apariciones fantasmales. La que yo experimenté la podríamos incluir dentro del rango de fenómeno de infestación, dadas sus especiales características.

Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) n.º 12. El Ferral del Bernesga, base Conde de Gazola (León). Foto facilitada por el Diario de León.
Todo comienza en el Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) n.º 12, El Ferral del Bernesga, base Conde de Gazola (León). Soy del remplazo 3º-2ª de 1985, por lo que mi periodo de instrucción lo realicé desde octubre de 1985 hasta mediados de enero de 1986.
Por ese CIR, en cada reemplazo pasamos miles de reclutas, que, tras el preciso periodo de instrucción —ya como soldados tras jurar bandera—, salíamos camino de nuestro destino, dejando hueco para el siguiente. Fuimos miles de chavales de apenas veinte años los llegados allí de todos los puntos del país, como Murcia, Andalucía, Extremadura, Canarias, etcétera. Y cito estas cuatro comunidades porque los reclutas que hasta allí llegábamos (en reemplazos de periodo invernal) de regiones de climas cálidos, fuimos los que peor lo pasamos, y popularizamos la frase: «No hay nada comparado con el frío que pasé yo en El Ferral». Cada vez que he coincidido con alguien que estuvo allí, y recordamos lo vivido, siempre aparece esa frase. Con toda la razón del mundo, porque estamos de acuerdo en que fue una de las experiencias climáticas más duras que nos ha tocado vivir.
No te voy a contar batallitas de recuerdos de la mili, no sufras. Te voy a contar una de las experiencias más brutales que me ha tocado vivir vinculadas al mundo paranormal.
El día 26 de octubre de 1985 me incorporé a filas, fui destinado a la 11.ª compañía junto a otros trescientos reclutas. Pasados los primeros días de total locura, ante una nueva vida en la que de primeras pasamos mucho frío y, además, estaba repleta de órdenes, disciplina, obligaciones, gritos e incluso malos modos, vamos, lo que venía a ser el periodo de instrucción militar, pero ignorado hasta ese momento por los jóvenes que hasta allí fuimos llevados, que en general era la primera vez que salíamos de nuestra casa y del bienestar que siempre te proporciona el hogar familiar y los cuidados de mamá. Pasados esos primeros días de todo tipo de forzado aclimatamiento, me pareció que el océano de emociones que estaba viviendo comenzaba a apaciguarse, que todo, poco a poco, volvía a la «normalidad», pero esa aparente normalidad se convertiría en «paranormalidad» muy poco tiempo después.

El de la derecha leyendo soy yo, hacia mi cabeza quedaba la entrada a la compañía, hacia mis pies, el fondo de la misma. Desde esa posición podía avistar todo lo que sucedía durante la noche en el pasillo y fui protagonista de la observación del fantasma tras el imaginaria en varias ocasiones.
La madrugada del 5 al 6 de noviembre, a las 02.33 horas (lo digo con exactitud porque miré el reloj), me desperté y, aún un poco aturdido por el sueño, observé cómo el imaginaria paseaba haciendo su ronda por la calle central de la compañía. De pronto descubrí que «algo o alguien» le seguía a unos metros de distancia. Era como una sombra gris casi traslúcida que acompañaba al soldado en su recorrido.
Lo curioso era que la única luz encendida a esas horas en la compañía estaba situada encima de la puerta de entrada, justo a la espalda del imaginaria, por lo que de producirse algún tipo de sombra iría por delante, no unos metros detrás como se desplazaba esta. Dado lo avanzado de la hora y que tocaban diana muy temprano, dejé de observar al imaginaria y su «sombra» cuando se alejaba hacia el fondo de la compañía. Por la mañana, al despertar, lo primero que recordé fue la «visión», ¿había sido solo eso, una visión?, ¿una mala jugada de mi imaginación?
No; estaba seguro, el hecho había sido real.
Para confirmarlo, decidí comenzar a indagar entre mis compañeros y ninguno había visto nada. El siguiente paso fue localizar al que hizo el servicio de imaginaria; me dirigí al tablón de servicios, busqué la hora y anoté el nombre. Pongo en antecedentes a mis amigos, dos grandes amigos, El Córdoba y El Sevilla, y nos ponemos a la búsqueda de José S. T. Preguntamos a todos y, después de un buen rato, lo localizamos en la camareta C. Le pregunto directamente:
—¿Estabas anoche de servicio a las dos y media de la madrugada?
—Sí, ¿por qué?
—A esa hora me desperté y creí ver a alguien que te acompañaba.
—No, estaba solo. Serían imaginaciones tuyas.
—Por eso te pregunto, me pareció extraño que hubiera dos imaginarias a la misma hora paseando por la compañía.
Volvió a negar con la cabeza, pero con cara de querer saber por qué preguntaba.
Me despedí sin dar más explicaciones.
Un par de días después me encontraba con mis amigos en los bancos del fondo de la compañía limpiando botas y otros enseres, entre bromas y charlas, pues es la forma más fácil de realizar esos trabajos que tan poco nos gustan. De repente, sentimos mucho frío y un penetrante hedor muy desagradable. Los tres nos miramos muy sorprendidos, intentando interrogarnos unos a otros con la mirada. De pronto, El Córdoba, muy alterado, comenzó a quejarse llevándose las manos a la cabeza. Se retorcía de dolor, por lo que nos asustamos y reaccionamos cogiéndolo en volandas, y sacándolo a la carrera fuera de la compañía. Allí, con el fresco reinante (siempre por debajo de los cero grados) volvió a la normalidad en pocos minutos y aún aturdido comentó: «Nunca había sentido un dolor de cabeza tan fuerte, ha sido como si alguien me presionara de oreja a oreja intentando juntar las manos». Por unos segundos quedó pensativo, y después prosiguió: «No entiendo qué me ha pasado, pero me ha jodido mucho, conmigo no contéis para limpiar trastos si pensáis hacerlo en los bancos».
Durante todo el periodo de instrucción nunca volvió a pisar el fondo de la compañía.

Así es como eran por dentro las compañías. Yo pertenecía a la 11.
Aquella misma noche, volví a despertarme a la misma hora que la noche del anterior incidente y ¡se repitió la escena! El imaginaria de turno paseaba a lo largo del pasillo y, detrás de él, a unos metros, como la otra vez, ¡la sombra le seguía silenciosamente!
En esta ocasión fui más consciente de todo, estaba despierto y puse todos mis sentidos a funcionar fijándome más detenidamente, y pude distinguir una silueta con apariencia de soldado. Iba vestido con ropa de faena; aunque era una sombra cuasi traslúcida había detalles que resaltaban, como el pelo, muy corto, la anchura de hombros, la complexión atlética y la altura, 1,75 metros (según mis cálculos aproximados). Desde mi cama los seguí con la vista hasta el final; el imaginaria dio la vuelta y ¡descubro que la sombra no le sigue! Continué observando el paseo del vigilante, que llegó al principio del pabellón, giró, volvió sobre sus pasos y ¡otra vez la sombra detrás, siguiendo el monótono caminar del soldado!
Esta situación se repitió varias veces. Cuando llegaban a los bancos, el extraño ectoplasma desaparecía y volvía a hacerse visible cuando se reiniciaba la ronda desde la entrada de la compañía.
Al día siguiente procuré enterarme del compañero que hizo el servicio y fui de inmediato a buscarlo. Se trataba de Francisco D., ubicado en la camareta D, y le hice la pregunta de rigor.
—¿Durante tu imaginaria de anoche notaste o viste algo extraño?
—No, todo fue normal, muy tranquila, ¿por qué?
Improvisé.
—He oído que algunas noches se escuchan ruidos raros, como si movieran bancos, sillas, etcétera.
—Pfff. Bueno, sí, llegando al final cerca de los bancos, me pareció oír en ocasiones extraños ruidos, incluso como sollozos. Puse atención para intentar saber de dónde venían, pero no vi a nadie ni nada raro y pensé: ¡serán imaginaciones mías!
Y ahí se quedó la conversación y las pesquisas. Por el momento.
Transcurridos unos días, ¡volví a despertarme! (¿o me despertaron?) con la misma situación, el imaginaria por delante y la sombra etérea por detrás. En esta ocasión, decidí dar un paso más, levantarme y seguirlos a una distancia prudencial. «Ellos» andaban por el centro del pasillo y yo por la orilla pegado a las literas, procurando no hacer ruido para que el imaginaria no me descubriera. Me intrigaba sobremanera saber cómo y dónde desaparecía el fantasma.
Nos estábamos acercando al final y mi tensión arterial aumentaba rápidamente; el corazón me latía tan fuerte que parecía querer salirse de mi pecho. Cuando ya iba a dejar atrás la última litera, de repente, quien dormía en la cama de abajo, se sentó y me cogió por el brazo comenzando a hablar, o más bien a chapurrear, en una jerga que no podía entender. No sé si era un idioma, pero no pude comprender lo que decía ni identificar el supuesto lenguaje en el que se expresaba; además, su voz era muy ronca y profunda.
Me dio un susto de muerte y reaccioné soltándome de un tirón y empujándole bruscamente. Él ni se enteró, volvió a acostarse y a dormir profundamente.
Cuando volví la vista buscando al imaginaria y a su «acompañante», descubrí solo al soldado, que ya estaba de vuelta. No pude ni tuve tiempo de esconderme para que no advirtiera mi presencia y me preguntó: «¿Qué haces levantado?».
Le contesté: «¡Nada, tenía sed!». Fue lo único que pude improvisar en ese momento.
El imaginaria solo dijo: «Anda, acuéstate sin hacer ruido».
Frustrado recorrí los metros que distaban hasta la cama con el imaginaria a mi espalda. Me fijé la idea de que, si tenía otra oportunidad, nada me impediría descubrir cómo y dónde desaparecía el dichoso espectro.
Sé que, cuando una idea se fija en la mente, esta puede actuar como un reloj-despertador avisándote o despertándote en un momento y periodo de tiempo determinado. Pues bien, lo del momento determinado sí me cuadra, pero no el periodo de tiempo, ya que no siempre me despertaba a los tres días; igual transcurrían tres, cuatro, cinco días que una semana o más. De ahí que llegara a la conclusión de que yo no me despertaba, sino que por alguna razón que nunca llegué a comprender «algo o alguien» me despertaba.
Pasados unos días «me desperté» nuevamente y se repitió la misma situación, la ya familiar sombra siguiendo al imaginaria. Ni lo pensé, como un resorte me levanté, sin hacer el más mínimo ruido. Les seguí como en la ocasión anterior y cuando llegábamos casi al final decidí parar y esconderme a los pies de una litera desde la que tenía muy buena visibilidad y podía seguir perfectamente todos los movimientos y, además, me ahorraba el trago de ser descubierto por el imaginaria cuando volviera.
El imaginaria llegó muy cerca de los bancos dando la vuelta muy despacio. La sombra siempre por detrás también giró, ¡pero a la inversa!, se dirigió a los bancos de la izquierda; el centinela comenzó el camino de vuelta y la extraña manifestación pareció sentarse. Digo «pareció» porque repentinamente desapareció sin dejar el más mínimo rastro.
Perplejo, busqué de un lado a otro sin éxito; se había esfumado sin más. Dejó de verse; no atravesó paredes ni nada parecido. Era tan sencillo como lo cuento. Se manifestaba en la entrada de la compañía y desaparecía al final, así, una y otra vez. Una de las muchas cosas que me intrigaban era que cada vez que despertaba siempre rondaba la misma hora, las 02.30 de la madrugada; otra, que el ente no hacía nunca solo el paseíllo, si el imaginaria paseaba, él le acompañaba, pero si no, no aparecía.
Creo que fueron siete ocasiones en las que lo vi y en todas marchaba, unos metros por detrás, impasible, parecía como si paseara y observara al mismo tiempo. En algún momento bajaba la velocidad separándose dos o tres metros más (hasta seis o siete) de su acompañado.
Algo muy importante que llamó mi atención fue que los paseos nunca eran iguales, es decir, no obedecían a ningún orden establecido, pues se detenía décimas de segundo indistintamente del lugar donde se encontrara. Mi impresión era que sabía perfectamente lo que hacía, como si tuviera vida propia. Esta impresión llegó casi al convencimiento cuando, en otra ocasión —y yo menos lo esperaba—, la sombra, fantasma, ente o lo que fuera, se detuvo a la altura de mi cama unos segundos. Tuve la sensación de que me miraba, luego reanudaba su camino y me dejaba, como puedes figurarte, sobresaltado y atónito, pues creía que me había visto.

Los tres sentados sobre mi cama, que pertenecía a la camareta T.
Transcurrió el tiempo y, como todo llega, me tocó hacer el servicio de imaginaria; no había comenzado aún y ya me sentía nervioso e intranquilo. No sucedió nada reseñable, todo fue por suerte muy normal, ya que no me hacía mucha gracia tener a la sombra dos horas detrás de mí; una cosa es estar de espectador y otra muy distinta es ser el observado. Tenía casi la certeza de que sería así, ya que mis dos horas de imaginaria no coincidían con el horario que el ente utilizaba para sus paseos, pero siempre quedaba la duda.
Como quedé convencido de que el espacio de tiempo en el que se manifestaba el fantasma era siempre el mismo, decidí reanudar la investigación preguntando, en diferentes días y distintos momentos, a los compañeros que habían realizado el mencionado servicio a esa hora. De los más de treinta interrogados solo dos me respondieron positivamente:
El imaginaria Juan C. C., camareta F, me dijo: «Tuve la sensación de ser seguido por alguien que no pude ver y notaba fuertes escalofríos, curiosamente, casi siempre cuando me acercaba al final de la compañía».
El imaginaria Miguel G. T., camareta B, me dijo: «Tuve la sensación de que alguien me seguía. A ratos notaba como una respiración a mis espaldas, pero me volvía y no veía a nadie».
Los dos coincidían en las mismas sensaciones, pero me frustró que ninguno viera la sombra.
Otros compañeros no detectaron nada, o no quisieron hablar; algunos respondieron con evasivas. En vista de que no conseguía nada nuevo ni avanzar, y con la certeza de que algún suceso trágico ocurrido en el pasado en la que ahora era mi compañía era el causante del supuesto fenómeno paranormal, decidí cambiar la estrategia y pasar a preguntar a los más veteranos. Como los que más tiempo estaban en el CIR tenían galones (cabos, cabos primero, sargentos, etcétera), intenté entrar en contacto con alguno de ellos, hasta que logré entablar una pequeña amistad con el cabo primero Jesús M. C., que por cierto era también de mi tierra.
Con mucho tacto, logré que me reconociera haber escuchado a varios soldados de anteriores reemplazos decir que, a veces, intuían que alguien les seguía o acompañaba; otros decían haber visto como sombras que aparecían y desaparecían; algunos no soportaban estar en los bancos del fondo (lo que me recordó el incidente de mi amigo El Córdoba y su negación rotunda a acercarse al fondo de la compañía).
Insistí en que me diera más datos, pero él me dijo que era todo lo que sabía y que lo que sí podía hacer era intentar ponerme en contacto con un sargento muy majo para que le preguntara a él: «Es más veterano que yo, y podrá contarte algo más, pero ve con cuidado porque estos temas son delicados y casi tabú en el ejército, y puedes tener problemas», me aconsejó seriamente.
Pasados unos días, gracias a la buena gestión del cabo primero, conseguí entrevistarme con el sargento Salvador R. Después de charlar un buen rato, confirmé lo que ya sabía: que era un tío fenomenal. Así transcurrió parte de la larga charla:
—¿Qué querías preguntarme?
—¿Usted tiene conocimiento de que haya sucedido algún hecho trágico o alguna muerte en extrañas circunstancias en el CIR, y más concretamente en nuestra compañía?
—¿Por qué te interesa saberlo?
—Porque he visto un fantasma o algo parecido varias veces por la compañía.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como que usted está en este momento delante de mí. Además, hay más gente que lo ha visto.
—Algo he oído. Sobre todo, en los últimos reemplazos, ha habido reclutas que dijeron haber visto y oído cosas raras, pero reconozco que yo personalmente no les di importancia —hizo una pequeña pausa y continuó—. Sabes..., yo no creo mucho en esas cosas, aunque hace un par de años, más o menos, un chico se suicidó en el fondo de la compañía; se pegó un tiro.
—¿Fue durante el día?
—No, de madrugada. Creo que estaba de imaginaria.
No supo decirme la hora (tampoco lo necesitaba, creo tener una ligera idea). Para terminar, me dijo algo que yo ya había oído antes:
—Te aconsejo que no te involucres más en el asunto y no comentes lo que te he dicho. Te aseguro que, si sigues preguntando y llega a los oídos del alto mando, te van a «empapelar».
—Mensaje recibido. No haré más preguntas por ahí, gracias.
Terminamos la conversación de una forma que demuestra lo buena gente que era el sargento.
—En serio, a nadie le gusta que se remuevan temas tan desagradables ya pasados; como ya tienes la información que buscabas hazte un favor a ti mismo. Déjalo, que esto es el ejército y aquí no se juega a los detectives —dijo despidiéndose muy amablemente.
Cada cual que saque sus propias conclusiones. Como el lector habrá adivinado, yo las mías las tengo claras.
Hay más gente que, como yo, estuvo allí y conoce perfectamente el caso porque también lo vivieron en sus propias carnes. Tal vez no dijeron nada por vergüenza o miedo a que los tomaran por locos. En cualquier caso, creo que ha llegado el momento de que salga a la luz.
Mi nombre es Antonio Pérez Martínez, testigo de los hechos y quien investigó el caso directamente. Con la impagable ayuda de mis inseparables compañeros y amigos de reclutamiento El Córdoba y El Sevilla.
Mención especial para Mariath Guillén, reconocida investigadora de todo tipo de fenómenos paranormales, que, con su constancia y perseverancia, me ha ayudado a rebuscar entre unos apuntes viejos y polvorientos para sacar a la luz este suceso acaecido hace ya muchos años.

Esta experiencia tuvo lugar en 1985, y fue publicada en versión reducida en el periódico Enigmas Express, suplemento de la revista Enigmas del hombre y del universo —dirigida por don Fernando Jiménez del Oso—, en diciembre de 2001.
A mis recordados compañeros y amigos de reclutamiento Ricardo El Sevilla y Antonio Chamorro El Córdoba, aunque este vivía en Castellón. Pasamos juntos solo noventa días, pero fueron suficientes para llevarlos para siempre entre mis mejores recuerdos.